3

Martin Seidel hablaba por los codos, era un tipo bajito, impetuoso y petulante de la forma en que lo son los famosos. Pero no era famoso: era un abogado de familia de sesenta y seis años, tenía una participación minoritaria no accionaria en Gottlieb, Gold & McNulty y era calvo. Solía ir con la barbilla levantada y pavoneándose, orgulloso de su aspecto. Se conocía a sí mismo. Metro sesenta escaso, vestido siempre con ropa cara, esbelto para su edad, el típico payaso de la clase, quería que los demás vieran lo que había logrado hacer con el poco material del que disponía. El poco pelo que conservaba a los lados de la cabeza se lo recogía en una coleta.

Nunca cogía el metro para ir a Gottlieb, Gold & McNulty, aunque le dejaría en Manhattan sin retrasos. Prefería cruzar Flatbush cada mañana en su todoterreno que parecía un tanque, haciendo sonar el claxon, pegando frenazos y gritando «vete a la mierda, cabrón» a los demás conductores.

A Martin Seidel le encantaba cantar. (En la universidad, su conjunto vocal humorístico a capela y vestido de esmoquin, The Penguins, había actuado en las fiestas de muchas organizaciones estudiantiles, incluida la suya.) En la actualidad, y siempre con las ventanillas cerradas, elevaba la voz con armónica destreza de camino al trabajo desde Ditmas Park, en Brooklyn. Su casa victoriana, de planta estrecha y tres pisos, era otro de sus motivos de orgullo: medía casi 315 metros cuadrados, tenía un ailanto en la parte de atrás y un caminito de acceso privado y, aun así, tenía el añadido, la ventaja, de no estar ni mucho menos en las afueras.

—Recuerda que esta noche cenamos con los Spinnell —le dijo su esposa, Natalie, al tiempo que le pasaba la taza de café (medio descafeinado) antes de que fuera a trabajar.

—Umm. Cuenta con ello, cariño —respondió él. Su voz impoluta había perdido hacía tiempo todo rastro de acento de Brooklyn. Hablaba en un tono cálido, urbano, de capuccino y cruasán—. Yo compgagué el vino —añadió después de tomarse el descafeinado de un trago, en un tono parfait a lo inspector Clouseau.

Su mujer, Natalie, acostumbrada tras treinta y cuatro años a sus «voces», sus diéresis de comedia y sus acentos extraños, se limitó a cogerle la taza de las manos.

—Que sea un riesling, por favor.

Martin había amado a otras mujeres a lo largo de sus años de matrimonio (de hecho, hacía poco había pasado por una difícil separación con una socia de Gottlieb, Gold & McNulty), pero nunca había dejado de pensar en Natalie como su sempiterna compañera, su «más mejor amiga», su pareja de por vida. (Su socia inversora, le gustaba decir, en broma.)

—Dame un beso ahora mismo, sivuplé —dijo.

Gottlieb, Gold & McNulty era una mediana empresa situada a mitad de altura de la Torre Trump, cincuenta y ocho plantas de arrogancia de cristal y acero. Tenía una enorme fachada de latón, aunque parecía de oro, el estándar de ostentación. Martin cruzó apresuradamente el vestíbulo de mármol rosado y dejó atrás la catarata de tres pisos. Cuando llegó a su oficina de la planta veintisiete, se metió en la boca varios Altoids para su reunión de las nueve con Josh Goldin, que era un posible futuro cliente y mucho más que eso.

Hacía más de cincuenta años, cuando aún era un niño, Martin Seidel había pasado cinco veranos en el carísimo cautiverio de un campamento infantil con el padre de Josh. Se conocieron un día cuando, después de bañarse en un lago verdoso, Seidel trepó temblando a un muelle blanco y se encontró junto al joven Lewis Goldin. Martin Seidel era un empollón de diez años; Lewis Goldin tenía once y aquella tarde ya había nadado todo lo que tenía que nadar.

—¿Tú crees que en algún momento dejaremos de echar de menos a la familia? —le había preguntado Martin Seidel. Ninguno de los dos recordaba lo que había contestado Lewis Goldin, pero desde aquel momento y durante veinticinco años habían sido muy buenos amigos hasta que dejaron de serlo. Después de la universidad pasaron un año entero en Aspen, viviendo una vida de sueño, como afelpada. Sin embargo, no se habían vuelto a ver desde que Martin le había presentado su amante preferida a su mejor amigo. (Ahora ex mejor amigo, ex amante preferida y, en cierto modo, ex vida.)

Aquel día (¿habían pasado realmente quince años?) había sido incómodo para Lewis Goldin, que también era amigo de la mujer de Martin. Poco después, Lewis Goldin compró un hostal y se llevó a su mujer a Vermont. Una decisión radical como aquella significaba un nuevo comienzo y la amistad de Lewis con Martin Seidel, una vez hubieron terminado de mudar la piel, también se desvaneció. Aquello fue una derrota para Martin. Y a Martin Seidel no le gustaban las derrotas. Era un hombre que sucumbía fácilmente al delirio sentimental; las emociones intensas (tristezas y, sobre todo, alegrías) afloraban cada vez que te miraba largamente a los ojos, en la solemnidad de su halagadora forma de hablar, en cómo jugueteaba con su traje italiano cuando se reía de tus chistes, como si le acabara de picar una abeja. La sinceridad con la que había roto sus vínculos lo llenaba de vanidad. Pero también era inteligente y sabía que reuniéndose con Josh, mezclando los negocios con la nostalgia, podría recuperar su vieja amistad y llegar al padre a través del hijo. Un hijo que a Martin también le caía muy bien. Iba a ser una buena mañana.

—¡Señora H.! —llamó a su secretaria. Acababa de tener una de sus recurrentes visiones de futuro y, como de costumbre, lo que había creído ver le había gustado—. Cuando Josh Goldin llegue deme un toque, por favor.

—Bueno —dijo la señora H.—, acabo de decir a los de seguridad que lo dejen subir.

«¿Este tipo bajito de mediana edad es Marty Seidel?», se preguntó Josh Goldin. Para empezar, el señor Seidel era veinte años más calvo. El poco pelo que le quedaba (franja en forma de herradura que le recorría el cogote) encontraba su razón de ser en aquella coleta canosa que parecía un escupitajo. El cuero cabelludo era reluciente y reflejaba la luz del techo, pero el resto de la cara de Martin se había ido arrugando hasta adoptar el aspecto de una manzana seca, cubierta de manchas marrones.

—Ya sé que has venido por un asunto de negocios, Josh, pero es magnífico..., ven, siéntate, siéntate..., es magnífico que vuelvas a formar parte de mi vida después de todo este tiempo. Porque es así, volvemos a estar el uno en la vida del otro. Y os quiero de verdad, a ti y a tu padre; todos aquellos domingos comiendo bagels en vuestra casa, ¿te acuerdas? Quería decir todo esto primero, antes de hablar de negocios, ¿vale? Y a tu madre, también. Bueno, ¿qué puedo ofrecerte, guapo? ¿Café? ¿Un donut? Espera. ¿Señora H.? ¡Señora H.! Ah, oye, querida, entra un segundo. Aquí está, J., el arma secreta, mi fiel soldado —dijo Martin e hizo una pausa para dedicarle una mirada pícara a su secretaria, buscando despertar su afecto—. ¿Puedes traerle un café a mi amigo J.? ¿Sabes cuánto tiempo hace que nos conocemos, este chaval y yo? Pero no nos hemos visto desde hace más de quince años...; no, más: veinte. ¡Me alegro tanto de volver a verte aquí!

—Vamos, Marty —dijo Josh—, me estás haciendo sentir viejo hasta a mí.

Pero detrás de la fachada de su sonrisa, Josh lo estaba examinando. Hacía décadas Martin le había enseñado a jugar al baloncesto. A los nueve años, Josh tiraba a canasta con dos manos, con un gruñido. Jugaban en pistas de asfalto al aire libre, con el aro pintado de color naranja y la red de cadenilla que cuando la pelota entraba limpia sonaba como un llavero, un ruido adictivo. A veces Martin Seidel taponaba los tiros desesperados de Josh y la bola salía disparada con un ¡ping! como de dibujos animados, del correcaminos. Aquel viejo Martin Seidel, jugador de baloncesto (o, mejor dicho, aquel Martin Seidel joven, aquel gigante, atlético y gracioso) resultaba más real para Josh que su versión reducida, tan seria, con el pelo más escaso y los labios más finos.

—Ése es el afecto que uno siente por los viejos amigos —le dijo Martin a Josh, al tiempo que le daba un lacio apretón de manos—. Y uno necesita ese afecto.

Era emotivo hasta el absurdo, como un personaje de película muda. Aunque, ¿la palabra «absurdo» le hacía justicia a Martin Seidel, con su escaso metro sesenta?

Martin Seidel era consciente de que cuando lo tenías delante, deseabas reírte de él; y él lo abonaba, incluso participaba en ello. («Fíjate quién se ha convertido en un mariquita bajito y cursi: ¡yo! Pero ¿qué más da?») Josh no pudo evitar una sonrisa cuando, a continuación, Martin añadió:

—¡Caramba, que vuelva a tenerte en mi vida, chico! Cuéntame cómo te va; eso es lo que me importa. Te acuerdas de cuando eras un niño y nos íbamos a...

Aquella solemnidad absoluta no era un efecto calculado. Con el porte confiado de un donjuán, Martin Seidel se creía sus propias palabras o, por lo menos, se las creía mientras éstas manaban de su boca; sus ojos marrones se entornaban con una mirada de bondad enternecedora. Agarrado a los bordes del escritorio (cuya superficie de madera de cerezo estaba cubierta de cristal), trataba de recuperar su pasado. Al oírle no te preguntabas por qué, si tanto te apreciaba, no te había llamado en todos esos años. Josh acababa de encontrar a su abogado.

—Si vais a presentar denuncia, consigue un abogado demandante —le dijo Martin después de escuchar la crítica historia reciente de los Goldin—. Yo puedo recomendarte a un buen abogado especialista en negligencias médicas.

—No, no.

Josh levantó la mano y le dedicó una sonrisa beatífica que quería decir: «Gracias pero preferiría no ir tan lejos». No le gustaba pensar en la posibilidad de presentar denuncia, porque detestaba recordar aquel día en el hospital. Incluso al describirlo, se había limitado a resumir los hechos omitiendo los detalles. Y, sin embargo, ahí estaba la llamada vacía de los recuerdos ignorados. Contuvo el aliento.

—No vamos a denunciar.

—De acuerdo —dijo Martin—, mejor. —Asintió. Se le habían pasado la tontería y las ganas de juguetear—. Muy bien. Entonces, ¿qué se supone que debo hacer? ¿Por qué has acudido a mí si al final todo ha salido bien?

—Verás —suspiró Josh, y volvió a contar la historia, pero añadiéndole algunos detalles: los errores cometidos por el Saint Joseph y aquella mujer negra tan antipática y sospechosa, la doctora Stokes.

Martin Seidel ladeó la cabeza como si intentara oír lo que sucedía en otra habitación, en el rascacielos contiguo, en un país lejano. No dejaba entrever si iba a ayudar a Josh de alguna forma. Se lo estaba pensando y eso le hizo apretar los labios.

—No, no creo que los del hospital vayan a hacer nada —dijo Martin por fin—. Vale, pongamos por caso que teman que vosotros queráis denunciarlos... Quiero decir, que les preocupe haber metido la gamba y ahora quieran ocultar su cagada; en ese caso podrían «ir a por vosotros», por decirlo en tus propias palabras. O sea, es poco probable; sería una reacción estúpida y agresiva, pero ya he visto a ese tipo de instituciones cometer estupideces con anterioridad. A veces la gente se vuelve estúpida y agresiva. ¿De qué serviría que tratara de pintártelo mejor de lo que es? Existe esa posibilidad, sí. Ya sabes, a veces acusan a un marido de abusar sexualmente del hijo, una acusación imbécil, si se me permite, sólo para desestabilizar al tipo.

A Martin le cambiaron los ojos y su mirada adoptó un aire de sabia melancolía.

—La gente siempre presenta la acusación más grave posible, sea verdadera o no. Es como pedir diez millones cuando en realidad quieres uno. —Sus maneras eran pura pericia de litigante—. Como en el caso de Terri Schiavo, cuando la familia acusó al marido de asesinato. Pobre hombre, encima de que su mujer estaba muy enferma... Manda huevos, ¿te lo puedes creer?[7]

—Eso es más o menos lo mismo que dijo mi mujer, que nos vendrían con la acusación más grave posible. Si lo hacen, claro.

Josh tenía la sensación de estar viendo patrones invisibles y complejidades ocultas en el mundo, cosas que nunca antes habría percibido. Martin Seidel notó cómo subía la temperatura de la inquietud de Josh.

—Supongo que podrían acusaros a ti y tu mujer de imprudencia porque os llevasteis al bebé del hospital —dijo en voz baja; plantear amablemente posibilidades que dan miedo requiere una gran dosis de bondad—. Aunque esto, supongo, sólo lo hicisteis después de que ellos reconocieran que la habían cagado.

—Bueno, ellos no nos acusaron en ningún momento de..., ya sabes.

Los ojos de Martin reflejaban ahora la más dulce de las miradas.

—No te preocupes, colega. Bien. Vale. Ya ves... —dijo.

Sí, sin duda era posible que el hospital, y ahora Martin sólo estaba pensando en voz alta, quisiera dar a entender que el bebé se había puesto enfermo por culpa de los Goldin. Pero para ellos esto sería un quebradero de cabeza mayúsculo, mayúsculo. Además, nunca llegaron a descubrir lo que le había pasado al niño, ¿verdad? Se refería a ellos, al hospital. Eso es algo que no les gusta tener que reconocer a muchos médicos de renombre y entonces buscan razones para encubrir su propia incompetencia. El abogado de Josh hablaba cada vez más de prisa.

—Los médicos pueden exigir la custodia de un niño durante un período muy breve, algo así como setenta y dos horas, si el niño está en situación de «peligro de muerte inminente».

—¡Y eso hicieron! —dijo Josh, inclinándose en su silla con la típica vehemencia de los clientes, como si un descubrimiento repentino y su inquietud lo impulsaran a alejarse de aquella oficina donde sólo recibía malas noticias—. Así fue, Martin, eso fue lo que dijeron cuando nos hicieron regresar con Zack, con el bebé...

—Mal hecho —le cortó Martin.

Su rostro parecía estar diciendo: «Qué satisfacción poder transmitir todo este saber». Iba a proporcionarle a Josh las palabras que los unirían, cliente y abogado, casi padre e hijo.

—Puede que os amenazaran con ello, Josh, pero el SPI, el Servicio de Protección a la Infancia, tiene que llevar esos casos ante un tribunal al final de ese período. En otras palabras, no siguieron los pasos necesarios, pues de otro modo lo sabríais, ¿no? ¿Habéis tenido noticias del SPI? —Martin inclinó la cabeza, como si se sintiera algo avergonzado por Josh—. Os están haciendo bailar a su son. Aunque dieron a entender que lo harían, no llegaron a llamar al SPI.

—¡Pero si llamaron a la policía para hacernos regresar!

—Y vosotros obedecisteis. No es culpa vuestra. Aún no me teníais a mí a vuestro lado, pero ahora ya sí. —De tan bondadosa, la voz de Martin sonaba pesada, drogada—. ¿Y quieres saber la buena noticia? Es poco probable que el sistema legal responda a recomendaciones médicas. Es necesaria una revisión exhaustiva de todos los informes del paciente para ver si el caso es susceptible de una «sospecha razonable». E incluso ésa es la peor de las posibilidades. El derecho de una mujer a velar por el bien de su hijo es un derecho potente. Muy potente. O sea que no te preocupes, ¿vale?

—Vale.

—Hablo en serio. Vamos, dilo otra vez.

Josh se rió un poco.

—Vale.

—Pero mira cómo dice «vale», qué angustia. No tenéis nada que temer. —Sin motivo aparente, pero con el ceño fruncido, movió medio centímetro a la derecha una figurita de Buddy Holly que tenía encima del escritorio antes de levantar la cabeza y mirar de nuevo a Josh—. Porque imagino que no hay nada en vuestro expediente que..., pero no, ¿qué estoy diciendo? Ya te he dicho que no tenéis de qué preocuparos.

Aunque sonreía, en el corazón de Josh quedaba aún un resquicio de desasosiego y Martin, que era observador, lo había detectado.

—Nada —dijo Josh—! Es sólo que estaba trabajando mucho, antes de que esto sucediera, llegaba muy tarde a casa y, aparte..., en fin, que me siento mal por haber dejado a Dori tan sola con el bebé, de modo que ahora la simple idea de que alguien pueda acusarla de...

—¡Oye! —exclamó Martin—. No te disculpes, no te sientas culpable de trabajar para ganarte la vida —añadió y se le acercó un poco más, con la expresión de un hombre que tenía un secreto—. Es que, joder, es como si nuestra sociedad tuviera algo en contra del trabajo. El trabajo de verdad. Es algo que se ve en las películas, en la televisión... Un día me di cuenta de ello y ahora lo veo por todas partes. ¡Por Dios, no dejes que esa basura te pese en la conciencia!

—¿Qué es lo que se ve por todas partes?

Tras provocar aquel momento de tensión, Martin se estiró los puños de la camisa, tomó una pequeña lata blanca y roja de un cajón del escritorio, sacó un caramelo de la caja de Altoids y lo chupó con entusiasmo.

—¿Por qué sucede que a los artistas se los felicita si no tienen vida más allá del arte, pero en cambio a los hombres de negocios se nos critica y se nos tilda de capullos si nuestro trabajo es nuestra vida? —preguntó con grandilocuencia—. El tío que embadurna un lienzo de pintura quince horas al día se convierte en un personaje romántico, en un héroe, y hacen películas basadas en su vida. Pero ¿y el hombre que trabaja igual de duro en cosas útiles, el tío inteligente que disfruta haciendo que su familia tenga qué comer? ¿O que conduce un buen coche? ¿Es un egoísta? Eres un hombre de éxito, Josh; nunca pidas perdón por ello.

Josh, que estaba bastante acostumbrado a la dialéctica publicitaria, se limitó a asentir educadamente. El cristal que cubría el escritorio de Martin era transparente visto desde arriba, pero al reclinarse Josh se dio cuenta de que, visto desde otro ángulo, el lateral, de casi tres centímetros, era de color verde.

Las observaciones de Martin no habían tenido en Josh el efecto deseado. Así pues, pensó, aquélla era una reunión de dos hombres listos. El padre de Josh había sido (y Martin imaginaba que lo seguía siendo) un hombre atlético, divertidísimo, atractivo y, de vez en cuando, taciturno. Lewis Goldin era de los que imaginabas que siempre estaba tramando algo bajo la superficie, aunque nadie sabía a ciencia cierta de qué se trataba.

«Muy bien —pensó Martin—. Ha llegado el momento de sacarse un as de la manga.»

—Dime —empezó; entonces asintió y puso cara de póker, como cuando un joyero está a punto de presentar su diamante estrella—. ¿Qué aspecto tiene esa doctora Stokes?

—¿Que qué aspecto tiene?

—Oh, vamos, dímelo. ¿Qué aspecto tiene? ¿Crees que te preguntaría algo si fuera una estupidez? No respondas a esto último.

Lo miró con un gesto entre serio y guasón que quería dar a entender que había herido su amistad.

—A ver, Josh —insistió—. Háblame de esa doctora, lo digo en serio: su voz, su actitud. ¿Cómo es su cuerpo?

—Bueno —contestó Josh y le contó a Martin lo poco que recordaba de la doctora Stokes.

—Bien, bien —dijo el abogado, asintiendo distraídamente; entonces tomó aire y se lanzó en picado—. Esta doctora es como todas esas jefas de departamento sobre las que he leído, me apuesto lo que quieras. Por no hablar de que, además, es negra. Siente que tiene algo que demostrar. Es algo así como una mezcla entre el doctor Kildare y la cocinera del comedor de tu instituto. No, espera, déjame acabar. Es como si la viera: una mujer sin sentido del humor, obtusa, probablemente sola. Dime si no tengo razón: ¿llevaba anillo de boda? ¿A que no?

La actitud precipitadamente beligerante, aquella indiferencia absoluta hacia la sensibilidad liberal, la descarnada postura del «nosotros contra ellos», el don de convertir un adversario en el objeto de una lección del tipo que fuera: Martin Seidel se tomaba su trabajo realmente en serio.

—La veo quedándose hasta tarde en la sala de pediatría porque no tiene a nadie que la espere, la veo juzgando a la buena gente como tú: «Bah, este blanquito es tan sólo un hombre de negocios». Sé cómo conduce cada mañana de camino al trabajo, demasiado despacio, con la radio apagada, sin música con la que cantar. Oh, no, ¡no puede ser ella! Veo a la mujer comiendo helado mientras mira un canal de ventas por catálogo. A lo mejor eso de «blanquito» ya no lo dicen, no lo sé. No tiene hijos, por supuesto; la veo hacer muecas frente al espejo: «Oh, pobrecita de moi». La veo recogerse el pelo y enarcar las cejas, mordiéndose los carrillos. «¿Así estoy mejor?» No, señora, no lo está. Veo cómo detesta la visión fugaz de su cuerpo reflejado en el espejo antes de meterse en la ducha. Veo a esa mujer en el instituto, evitando los bailes lentos porque: uno, le preocupa que cuando levante las axilas los demás vayan a olería y dos: porque, de todos modos, ¿quién iba a sacarla a bailar? Veo la cara que pone la primera vez que te la follas, como diciendo: «Oh, gracias, gracias».

A Martin le gustó detectar en la cara de Josh un incipiente gesto de desaprobación, la prueba de que él, el único e incomparable Martin Seidel, sabía hacer su trabajo. Iba lanzado.

—Y la oigo decir: «No, mejor que no» cuando le pides que se ponga arriba —continuó diciendo—. Porque tiene miedo de que la veas desnuda. Cielo santo. Tiene un conjunto sexy de ésos, pero sólo uno, y le queda grande de las tetas. ¿Y sabes por qué? Porque se pasó de lista cuando fue a Victorias Street a comprarlo y recorrió los pasillos colorada de vergüenza, por eso.

Josh no fue capaz ni siquiera de asentir: ¿no debería mostrarse indignado?

Martin había bautizado aquella táctica como Terapia de choque y dolor, que los clientes creyeran (o, mejor dicho, fingieran para sí mismos) que eran buena gente y tenían menos malicia que su abogado. Que creyeran que comían del Árbol de la Fraternidad Humana al tiempo que despreciaban a sus adversarios en lo más íntimo de sus almas. Que odiaran desde la inocencia, en otras palabras. Le encantaba jugar a ser el poli malo.

Logrado el objetivo, era momento de recapitular.

—Y, por encima de todo —dijo Martin—, veo que no va a suponeros ningún problema. Conoce a tu adversario. Además, vuestra doctora Stokes no va a saber cómo hacer frente al famoso Marty Seidel... Martin Seidel —se corrigió.

Por fin, el famoso Marty Seidel... Martin Seidel se reclinó con las manos encima de la barriga. Josh, que no era de los que se dejan aturullar, había recuperado ya la sonrisa. Sin embargo, Martin había visto aquella mirada brevemente reflejada en sus ojos, la mirada impresionada del cliente que por fin ha entendido algo: «A lo mejor mi abogado es un capullo; pero ese capullo trabaja para mí».

—O sea que no tenemos de qué preocuparnos —dijo Martin, cuya voz se había calmado; ahora incluso se había ruborizado un poco—. Quiero decir que no van a venir a por nosotros, pero si quieren venir, los estaremos esperando.

La madre que parió a los teléfonos móviles. «Un día —pensó Josh—, nuestros hijos verán estos móviles tal como nosotros vemos hoy esos coches a los que había que dar cuerda con una manivela.» Esto es como si un televisor sólo pillara la señal un sesenta y cinco por ciento del tiempo...

Dentro del ascensor de la Torre Trump, descendiendo a una velocidad que hacía que se le taparan los oídos, Josh dijo, con la boca pegada al teléfono:

—Creo que no tenemos de qué preocuparnos, cariño. Digo —repitió, ahora casi a gritos—, ¡digo que creo que...! ¿Hola? ¿Hola?

La otra persona que había en el ascensor (una rubia teñida, con falda roja) se aseguró de que Josh viera su cara de fastidio cuando éste insistió, gritando:

—¿Hola? ¿Dor?

Entonces le aguijoneó el oído algo que tanto podía ser una carcajada de su mujer como una descarga de electricidad estática.

Los miércoles eran uno de los tres días que Josh pasaba en Manhattan (cuando uno vende espacios publicitarios en televisión, se gana gran parte del sueldo yendo a comer con los clientes y tomando cervezas después de trabajar, y los clientes nunca se desplazan a Long Island). Ahí estaba, en la ciudad más grande y rica de mundo, y el móvil no tenía cobertura. «Un problema en la red, ¡manda huevos!»

Entornó los ojos y se tapó el otro oído con un dedo.

—¿Cariño? ¿Sigues ahí?

—Eres un encanto, señor Goldin —respondió ella—. Me encanta oír cómo te desgañifas. Apuesto a que estabas otra vez pensando en lo de los coches con manivela, ¿verdad?

Sonaba tremendamente feliz y ya no había problemas con la conexión.

—Bueno, gracias a Dios, ¿no? —siguió diciendo— Entonces el abogado cree en serio que no tenemos de qué preocuparnos, ¿no? Eres un encanto, ¿a que sí?

Aquélla era la pregunta que lanzaba caprichosamente siempre que estaba feliz y entonces se enfrascaba en alguna conversación que no tenía nada que ver con el tema del que hablaban, como uno de esos anuncios de internet que salen en una ventana emergente. Josh le respondía siempre en un tono que pretendía ser humilde y frívolo al mismo tiempo, torciendo los labios. Su respuesta, siempre la misma, resultaba poco menos que irónica, casi como si discrepara. Aunque en realidad no lo hacía.

—Sí —contestó.

—¿Y te ha parecido bien, el abogado? —preguntó Dori con voz agradable.

—Sí, no sé.

Incluso Josh se sorprendió del tono dubitativo de su voz. Martin Seidel había hecho algo que había dejado a Josh preocupado, justo al final, cuando la reunión había dado paso a los apretones de manos y los ascensores.

Eligiendo a ese abogado, Josh estaba entregando el control de su vida a la persona más categórica que pudiera imaginar. Aquello estaba bien, era algo que se apreciaba en un abogado. Pero en aquel momento, lejos de la frialdad de la oficina con revestimiento de madera, Josh recordó la descarada sonrisa de complicidad del abogado bajo una luz más severa. ¿Se parecían, él y Martin Seidel? Tal vez en parte se tratara de eso. Martin Seidel iba por la vida con su encanto por ariete. Sin embargo, aunque Josh también blandía su carisma, cuando menos había entre los dos una diferencia de enfoque: detrás del rostro público de Josh había muy poca reflexión, simplemente daba rienda suelta a su personalidad. El efecto que lograba Martin, en cambio, era distinto, calculado, poco limpio. Una vez más, aquello estaba bien: si iba a haber una batalla, era mucho mejor tener a un abogado con un puño de acero que uno blando. Josh recordaba aún las líneas que el placer conspirativo trazaba alrededor de la boca de Seidel. El tío era casi empalagoso, pero su casi empalagosidad iba unida a una avidez, un brío que la transcendía y la validaba. Así, convencido de que él y Martin eran distintos, la mirada de Josh recuperó la belicosidad.

Ahora el teléfono funcionaba perfectamente y Josh le ofreció a su mujer una visita guiada a través de la seguridad que transmitía su abogado; le habló a Dori de su agresividad, su estrategia y su malicioso arrebato contra la doctora Stokes.

—Mierda, espera un segundo, Josh.

Dori se alejó del teléfono para ocuparse de algún asunto menor relacionado con el bebé; Josh contempló su reflejo distorsionado, ensanchado y abotargado por las abolladuras de la puerta metálica del ascensor. La rubia se dio cuenta de que estaba mirándose a sí mismo.

—Oh —resonó de nuevo la risueña voz de Dori—, ojalá pudieras ver a Zack ahora.

Siempre que estaba de buen humor, cuando empezaba con sus característicos saltos de un tema a otro, Josh anhelaba de forma automática su presencia: Dori sonriendo con un pañuelo rojo en la cabeza, sus rizos que sobresalían por debajo (rizos sobre la alta frente, rizos en el cuello), y casi podía verle los carnosos labios rojos, toda ella preciosa. Veía a su mujer como si estuviera bajando con él en el ascensor. Últimamente, el vívido recuerdo constante de Dori hacía que a Josh le costara más fantasear con otras mujeres. Por eso la forma en que Martin había dado por acabada su reunión le había chocado un poco, pues al final, mientras esperaban a que llegara el ascensor, le había faltado al respeto a Dori.

—Zackie está tan mono hoy —dijo Dori—. Está en la trona, con su camiseta del equipo de voleibol. ¡Oh, está hablando! Escucha, escucha: «Ma, ma, ma». ¿Te acuerdas de cuando la canguro dijo que tenía una inteligencia superior a la media?

A veces a Dori le pasaba eso, que saltaba de un tema a otro. Josh sonrió, pues sabía que estaba a punto de volver al tema que los ocupaba.

—Bueno, es fantástico —dijo—. ¿Entonces ese Martin Loquesea, Seidel, dijo que estaba seguro?

—Sí, creo que podemos estar tranquilos.

Josh había salido ya del edificio y caminaba bajo las sombras del centro de la ciudad, rumbo al oeste por la calle cincuenta y siete, que era como una línea del ecuador con aceras.

El rostro social de un representante de ventas tiene que ser fundamentalmente un espejo. Si crees que tu cliente es de los que les gusta contar historias, déjalo hablar y, a continuación, cuéntale tú las tuyas. Si el cliente tiene ganas de contar chistes, compórtate como Will Ferrell. Y si se muestra amargado, el verdadero representante sabe cuándo soltar su propia amargura, atenuada; más apacible, más aceptable, pero que sea igualmente un reflejo. La clave está en que no se note que eres un lameculos.

—Cariño, al tío le han bastado unos pocos detalles para elaborar una argumentación —dijo—. Martin se da cuenta de las cosas, como yo.

La acera estaba abarrotada de personas. Un tercio de ellas estaban allí y, al mismo tiempo, en otra parte, conectadas a auriculares Bluetooth, iPods, iPhones y Black-Berrys.

Dori soltó una carcajada gutural que indicaba que le apetecía un poco de guasa.

—Señor Goldin —dijo con aquella voz de jovencita que, puesto que los hombres son bobos, tanto le gustaba a Josh—. ¿Tú crees que eres el único que se da cuenta de las cosas porque eres representante de ventas? No, ¿estás diciendo entonces que eres más observador que el no sé qué medio?

Le habría gustado pasar la mañana con conversaciones de aquel tipo, pero la conexión del móvil volvía a fallar. Entonces, sin previo aviso, la llamada se cortó.

Mejor así, se dijo Josh y se sumió en su jornada laboral. Llamó a un comprador de McDonald's, Denny Lembeck, con quien tenía previsto reunirse para comer en Smith & Wollensky. Tras el cuarto tono se oyó un pitido doble de volumen ascendente: acababa de saltar el contestador automático.

Entre los hombres de negocios jóvenes la costumbre era que el mensaje del contestador fuera enrollado. Para que te tuvieran por un tío guay (y de eso se trataba básicamente), debías actuar como si todo te importara una mierda, especialmente, grabar ese mensaje. La voz enlatada de Denny Lembeck empezó diciendo: «Por favor deja tu nombre y...» y cuando terminó con un desinflado «gracias», su voz se había convertido ya en un murmullo de apatía estudiada, el letárgico mascullido de un adolescente mandando a su madre a tomar viento.

Josh le dejó a Denny Lembeck un mensaje de colega: la simpatía infatigable formaba parte de la carismática arquitectura de su personalidad. Desde luego McDonald's era extremadamente importante y aquel año suponía además un reto añadido. Con la economía en vilo por culpa de la guerra de Irak, la dispersión de mercados parecía estar en horas bajas; incluso clientes como McDonald's notaban la presión para reinvertir el dinero en publicidad por internet. ¿Y qué podía significar aquello para una cadena de televisión por cable si no una temporada con precios de mierda? Al igual que los trabajadores que ocupaban el último escalafón de la cadena alimentaria, las cadenas por cable eran siempre las primeras víctimas de cualquier restricción económica en el sector televisivo.

No obstante, gracias a Dios era la semana del vino, que para los representantes neoyorquinos suponía una ventaja equiparable a la de jugar en tu propio campo. Una vez al año, y a modo de promoción, los restaurantes más selectos de Manhattan ofrecían a sus clientes diez copas de vino por tan sólo diez dólares. Smith & Wollensky estaría plagado de aspirantes a reyes de los negocios poniendo en práctica el truco de los expertos: cada representante intentaría emborrachar a su cliente sin perder él mismo el control.

Por un momento, el teléfono de Josh vibró y zumbó dentro de su bolsillo, como una furiosa colmena. Un mensaje. ¿Sería tal vez Denny Lembeck? No, era Dori: «No te emborraches demasiado en el restaurante, ¡¡¡¡mamón!!!!».

Ciertamente, podía ser una mema adorable: Don, siempre tan fiel, patosa, maternal y apasionada de los abrazos. Esa misma semana, iban juntos a cenar cuando ella se había detenido de pronto y había dicho:

—Espera, para un momento y dame un beso.

No dejaban de venirle a la mente recuerdos al azar. La primera vez que se había acostado con ella, durante aquel viaje a los Hamptons, habían precipitado los acontecimientos duchándose juntos, uno de esos fantásticos enjabonados a cuatro manos. Y, sin embargo, ella había insistido en abreviar los preliminares con frases como:

—Bueno, yo ya tengo las tetas limpias, no me preguntes por qué.

Recordaba cosas como ésa cada dos por tres.

Josh volvió a pensar en la reunión de la mañana con Seidel y en cómo se había enturbiado hacia el final. Abogado y cliente se habían detenido frente al ascensor para despedirse, Martin le había preguntado a Josh si le apetecía ir más tarde a tomar algo al Restaurant Daniel, donde le iba a presentar a una camarera guapísima que trabajaba allí.

—Si esa chica habla conmigo —dijo Martin—, se volvería loca con un chico como tú.

Martin había sujetado la puerta del ascensor mientras Josh, que ya estaba dentro, intentaba no ponerse nervioso. Entonces Martin lo había mirado con expresión pícara.

—Y ahora no me vengas con eso de que estás casado —dijo Martin—. No te perdonaría que salieras con dos mujeres a la vez si estuvieras soltero, pero no puedo culpar a un preso por hacer lo que hace con su compañero de celda.

Josh había fruncido el ceño. Martin estaba poniendo a prueba el tono con el que hubiera esperado acorralar a su padre. (De hecho, parecía como si Martin estuviera hablando con el padre de Josh a través de éste.) Muchos nacidos durante el baby boom, cuyas convenciones habían sido acuñadas en los años cincuenta y luego destruidas en los años sesenta, actuaban ahora con esa desvergüenza fervorosa de boy scout malvado, pues sus péndulos nunca habían vuelto a la posición original.

—Hablaba en broma —dijo Martin guiñándole el ojo—, a menos que quieras conocerla.

Josh se había reído y había reconocido que para él mantenerse célibe era lo mismo que para un alcohólico ser abstemio: daba miedo pensar que no iba a acostarse con nadie más en los próximos cincuenta años, pero no era tan malo si uno lo consideraba en pequeñas unidades más inmediatas. Si parece factible, e incluso bueno, hoy, esta semana, este mes, ¿por qué echar a perder algo bueno? Mientras decía eso (por algún motivo aquella argumentación le parecía de pronto un montón de mierda) Josh se dio cuenta de repente de que la gente lo envidiaba por su relación con Dori. Los tíos como Seidel intuían que Josh tenía algo especial con alguien y entonces su envidia se convertía en rencor.

—En comparación con nosotros, cuando se trata de asuntos extramatrimoniales los franceses practican el laissez faire —había dicho Martin—. Son más maduros en cuanto a cultura porque, en fin, porque llevan ahí mucho más tiempo.

En momentos como aquél, el objetivo de Josh como Padre Intachable parecía aún más intangible que de costumbre.

—... Es que verás, Josh, para los franceses la depravación es la vida sin adulterio...

Un año antes del percance de Zack en el hospital, Josh casi había engañado a su mujer, o la había engañado en cierto sentido. Ahora era la primera vez que se permitía reflexionar sobre aquella noche sin apartar el recuerdo como si fuera un plato de comida en mal estado. No había pasado nada y, sin embargo, había pasado algo. Y entonces pasó lo de Zack.

Josh había llevado a un cliente (un tipo de E. J. Johnson) al Larry Flynt's Hustler Club. La chica, una stripper, tenía una piel que era una pura ostentación de astucia aplicada al bronceado. Incluso bajo la escasa luz del local, hacía que sintieras envidia de la barra alrededor de la que se enroscaba. En un momento dado se había deslizado boca abajo en un alarde de fuerza de muslos y tobillos, las manos extendidas un metro por encima del escenario. Llevaba las uñas pintadas de un color chillón, sus dedos parecían que irradiaran optimismo. Había soltado la barra y se había plantado de pie frente a él. Tenía los pechos pequeños y el efecto mínimo de la gravedad convertía la curva inferior de éstos en sendas sonrisas. Probablemente fuera la única de las bailarinas del lugar con tetas orgánicas, pues todas las demás exhibían sus enormes zepelines de silicona. Pero a Josh le gustaban las mujeres con cuerpos naturales. La stripper llevaba unos shorts brillantes dentro de los cuales se movía su vientre perfectamente cóncavo; era exactamente el contorno que se ve en una tarrina de helado después de sacar la primera cucharada, limpia.

No era exactamente tan guapa como Dori. Se había depilado las cejas con pinza hasta dejar apenas un milímetro de grosor. Y, no obstante, los ojos de la stripper lo volvían loco de excitación, aquella mirada de lujuria precocinada que, no sabías por qué, siempre se desvanecía un centímetro antes de llegar a tus ojos. Su gesto y las tenues chispas que desprendía su cuerpo lo conmovieron; todo en ella transmitía con rotundidad el mismo mensaje: que ella no era el compromiso que él tenía con su mujer.

Se la veía tan joven... Resultaba entretenido imaginar que la ayudaba. La chica no tenía nada que ver con su vida, y él imaginaba que la rescataba, como si fuera un gato en la copa de un árbol cuyo cuerpo desprendiese unas tenues chispas.

Se enroscó las puntas del pelo rojo, que parecía quemado, oxidado y sediento. Y entonces sucedió. Él se limitó a mirar cómo sucedía, como un espectador al que invitan a subir al escenario: la chica que lo cogía de la mano, cómo caminaban juntos hacía la cortina del cuarto contiguo, el sonoro «¡Claro que sí, tío!», del tipo de E. J. Johnson (al fin y al cabo, aquello iba a ayudar a que la venta se realizara), lo realmente joven que era ella; las diez llamas que tenía por uñas; el sabor a sudor de sus pezones cuando se los metió en la boca.

Ella lo besó sin reservas y aquello le pareció un gesto de consentimiento, lo mismo que su suspiro, quién sabe si real. El leve cosquilleo de aquellas largas uñas que descendían por sus pantalones, la forma en que ella levantó las caderas y la correosa suavidad de su entrepierna cuando él le metió la mano bajo los shorts.

«Pero no me la follé; nunca habría follado con otra mujer —pensó, recapitulando—. Ni siquiera dejaría que me la chuparan.» Sabía que eso no era engañar a su mujer, por supuesto que no lo era. Y durante un buen rato después de que sucediera no hizo otra cosa que menear la cabeza y sonreír. Aquella stripper se había puesto cachonda con él. Pero tenía a una mujer embarazada en casa. Aquello le hacía sentirse realmente mal y, al mismo tiempo, no se sentía mal en absoluto.

No le gustaba la culpabilidad ni siquiera en pequeñas dosis. No se había sentido lo bastante consternado en aquel momento, ahora se daba cuenta de ello. Porque después había sucedido lo de Zack y aquello (aunque sobre todo había sido obra de su mujer) le había dado una verdadera lección moral. Quería apartar todos aquellos recuerdos de su corazón. Pero ¿con qué iba a reemplazarlos?, se preguntó. Pues con imágenes, para empezar. Como, por ejemplo, la de colocarse al bebé en el regazo, cogerle las manos para ayudarlo a mantener el equilibrio y hacer que se levantara, lo que siempre provocaba que se riera y le enseñara las encías; o la forma en que el bebé empezaba a decir «da da da»; o cuando hacía reír a su hijo; su carita de Cupido...

¿Y Martin Seidel quería que Josh se arriesgara a perder todo aquello? Un «¡No!» gigantesco llenó la cabeza de Josh como si estuviera escrito con letras enormes, como el título en Cinemascope de una película de Cecil B. DeMille flotando sobre la imagen de un desierto. ¿Su vida con un agujero del tamaño de una familia? No, gracias.

Además, del hospital había emergido una esposa distinta. Dori había adquirido un aspecto majestuoso sorprendente aquel día, mientras observaba a los doctores con expresión impávida. Y el pelo recogido la hacía parecer aún más inteligente. A lo mejor todas las mujeres valientes tenían más de una cara.

... El teléfono en el bolsillo de Josh volvió a zumbar y en esta ocasión sí que era Lembeck.

—¡Hey, hey, hey! ¡Josh, colega!

Al cabo de un minuto Josh estaba escuchando la cháchara habitual de los compradores sobre los medios de comunicación tradicionales frente a internet. (¡Dios!, todo aquel rollo le parecía sucio y barriobajero en comparación con lo que la radiante Dori había dicho en el hospital.)

—Verás, Josh, los consumidores de hoy esperan que todos los objetos publicitarios ofrezcan las mismas prestaciones que internet: accesibilidad, velocidad, libertad, interactividad. Incluso los que se emiten por televisión. ¿Puede Sparkplug ofrecer eso?

Bueno, Martin Seidel tenía razón, el bebé no iba a ir a ninguna parte.

—Espera, espera, espera —logró decirle Josh a Lembeck, aferrándose a sus artes de representante—. ¿En serio crees que McDonald's puede arriesgarse a retirar una parte significativa de las inversiones publicitarias en televisión y colocarla en internet? ¿A ti te gustan los anuncios en ventanas emergentes?

(¿Cómo se atrevía alguien a sentirse celoso de otra persona porque ésta estuviera felizmente casada cuando no tenía ni idea de las cosas horrorosas que podían estar pasando entre bastidores? «Bueno, la gente siempre me ha tenido envidia por un motivo u otro», pensó Josh.)

—Yo lo único que digo es que me están presionando para que modifique las inversiones —dijo Lembeck—. Es así.

Josh rebufó con menosprecio. Como siempre, un comentario sagaz tomó forma en su mente justo a tiempo:

—¿De modo que la televisión va a pasar a la historia? —Eso es lo que hacen los profesionales. Se plantan y sonríen a pesar del campo minado de distracciones, por muy grave que sea el asunto—. Vamos, por favor. ¿Internet? ¿McDonald's va a renunciar a la televisión?

Y, sin embargo, qué vulnerable, qué triste, qué solitario le había parecido el bebé cuando los médicos le metieron ese tubo por la garganta.

Más tarde, ya en el restaurante Smith & Wollensky, tan románticamente iluminado, Lembeck repitió el viejo chiste de que el negocio de los representantes de espacios de publicidad era de aprobado, porque ¿acaso había algún alumno de notable o de sobresaliente que quisiera meterse ahí?

—¿Entonces tienes alguna sorpresa en la programación de prime time o qué? —había dicho finalmente—. Dime que no va a haber más reposiciones de Matlok, Josh.

Los compradores tienen siempre el poder absoluto cuando tratan con los representantes y Lembeck lucía el brillo de satisfacción que otorga ese poder.

—Ya lo creo, amigo, tenemos material de primera —dijo Josh, que pidió una tercera botella de Sancerre pero que aún no había perdido su vudú de representante, el Toque Mágico, tal como él lo llamaba—. Ya lo creo, la vida está llena de sorpresas.

Más me duele a mí
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