2

A las nueve y media de la mañana del lunes el cielo resplandecía con el brillo mate de una bombilla de bajo voltaje. Darlene no percibió aquella luz insidiosa en la parte superior de su campo de visión (la fría palidez de aquella cálida mañana), ni tampoco Intelligent Muhammad lo hizo. Ambos estaban demasiado felices.

Darlene tenía en los labios una ligera sonrisa de vaga superioridad. Estaba tan eufórica que no se dio cuenta ni siquiera de que su padre estaba unos cientos de metros detrás de ella.

«Hemos ganado —pensó—. El tema ha pasado de lo subjetivo a lo objetivo.»

Ahora tenían pruebas, ya no había duda posible. El hombre del SPI, Plates, se llamaba, había encontrado, en su tercera visita, una cánula de Beck y una tabla de inmovilización en posesión de la señora Goldin. «Es imposible que no ganemos», se dijo. Y ahora podía volver a su trabajo de verdad, a hacer de médico. El señor Plates no tenía el poder necesario para confiscar los objetos inculpatorios, de modo que era importante que actuaran con rapidez, antes de que la madre pudiera volver a actuar.

La puerta automática del Saint Joseph se abrió con un suspiro y la aspiró.

Intelligent Muhammad también parecía tener prisa y estrujaba su ejemplar enroscado del New York Press al tiempo que lamía un chupa-chup verde; prefería su sabor fuerte y fresco, que picaba en la lengua, al sabor de una manzana de verdad. (En el lugar del que venía, la gente comía más productos con sabor a fruta que fruta auténtica.)

Faltaba aún media hora para que empezara su turno y, aun así, caminaba rápido. Pasó junto a las diversas —ologías del dolor (nefrología, cardiología, el coñazo de oncología) y atravesó sus hediondos olores, la peste que, a pesar de llevar ya varios meses trabajando allí, aún no lograba ignorar. Pasó junto al muñeco de Paco Pico, la pared con huellas de animales y el lugar más triste de aquel triste edificio: la UCI de pediatría. Finalmente llegó al vestíbulo de pediatría, con sus alegres colores pastel, y se detuvo frente al despacho de su hija.

Antes de que Muhammad llamara a la puerta, Darlene estaba planeando una de sus Visitas Mayores («Un caso de trastorno motor después del nacimiento», presentada por el doctor Joseph DiPietro, miembro de la Academia Estadounidense de Neurología, miembro de honor del centro Phoebe Licthy de neurología pediátrica y profesor de neurología y pediatría en la Universidad Presbiteriana de Columbia). Se le nubló la vista al ver la de trabajo que tenía.

Una enfermera le había dejado un inquietante fax encima de la mesa. El Long Island News-Independent (que aún tardaría varios días en publicar el artículo) le mandaba una serie de preguntas peliagudas, la mayoría de las cuales no merecían más que un «sin comentarios», acerca de sus años en Tufts, su matrimonio, su edad y sobre si «alguna vez había errado un diagnóstico». ¿De dónde habían sacado la información sobre Leo? ¿Quién no se había equivocado alguna vez? Había llamado a su suegra y a su cuñada, pero ninguna de las dos había hablado ni de Leo ni de ella con ningún periodista. («Independientemente de la forma en que terminasteis, yo nunca te he deseado ningún mal», le dijo la hermana de Leo, Alyson, con la cordial indiferencia con la que se les suele hablar a los camareros en los restaurantes de postín.) También tenía en el contestador un mensaje nervioso de Peregrine Berg, al que le habían llegado copias de los faxes. («Bueno, doctora, hay publicidad positiva, pero, en fin, también la hay de la otra.») Aun así, era probable que Berg no supiera que pronto tendrían buenas noticias, que el SPI había encontrado un elemento decisivo.

Entonces Intelligent Muhammad llamó a la puerta de su despacho y la abrió.

—Hola, doctora —dijo con voz animada, sociable; la sonrisa le achataba aún más la nariz—. Quiero enseñarte algo.

Él, aquel conserje sin estudios, nada extraordinario, con su chupa-chup, varios kilómetros por debajo de ella en cualquier topografía que reflejara el estatus social, el éxito logrado; aquel tipo, con un periódico arrugado en una mano y ataviado con una ancha indumentaria de trabajo, llenaba un extraño espacio en su vida. Su relación era cordial, pero aún no se conocían lo suficiente para que ella pudiera decirle que estaba ocupada y que se fuera.

—Estás a punto de embarcarte en un viaje de la mente —dijo.

The New York Times Magazine, después de las dudas iniciales de sus editores, había decidido hacía unos meses rechazar el artículo del freelance Ralph Dunn sobre un misterioso caso de heroísmo por parte de un hombre que acababa de ser liberado de la prisión de la isla de Riker. Cuando la revista dio el «no», la historia de Dunn había perdido el «gancho de la novedad», lo que equivale para el artículo de un freelance a que prácticamente le coloquen la corona funeraria. Sin embargo, y después de embolsarse los honorarios por el artículo rechazado, Dunn vendió el artículo al último lugar al que se dignaban recurrir la mayoría de periodistas profesionales de Manhattan: el New York Press, un periodicucho de segunda que solía copiar las noticias de otros medios. Además, antes de publicarlo, un editor del Press le puso peros a la prosa de Dunn, de modo que el artículo definitivo tenía el aire de un anuncio de televisión:

HÉROE EX PRESIDIARIO SE ARRIESGA A RECIBIR UN BALAZO Y VE CÓMO LE CAMBIA LA VIDA

Ralph Dunn

Charles Stokely levantó la vista de su desayuno el pasado noviembre y vio algo que transformó la mañana más prometedora de su vida en un momento histórico. A menos de diez metros de donde se encontraba, dos tipos sacaron una pistola para atracar la cafetería grasienta donde estaba comiendo. «En aquel momento me di cuenta de que debía actuar», dice Stokely, que acababa de salir de la cárcel esa misma mañana. (...)

«No sé qué mosca me picó», declara Stokely en relación con lo que sucedió a continuación. «La verdad es que nunca me he considerado un héroe.» Pero lo que hizo fue obra de un hombre poseído por el heroísmo. (...) «Mientras sucedía, recuerdo que pensé: "Si muero, espero que mi hija sepa que estaba haciendo lo correcto".» Pero su hija nunca supo lo que había sucedido, porque no lo conocía. (...)

El artículo discurría a lo largo de tres párrafos más como un tren cargado de pragmatismo, que hacía tan sólo las paradas estrictamente necesarias en los detalles del pasado y las sorpresas del presente.

El artículo, por la forma en que Ralph Dunn había querido escribirlo, se había convertido en una historia sobre lo desconcertante que resulta la bondad, y el efecto buscado era muy distinto al del artículo sobre Dori Goldin que Gregory Hollister estaba preparando para el Long Island News-Independent. Dunn pretendía señalar algo acerca de la bondad: ¿no es sorprendente descubrir que alguien posee una gran bondad, casi tanto como cuando se descubre una gran maldad? Sólo los santos y los pervertidos se adentran en esas aguas traicioneras, no uno mismo, ni el vecino de al lado. Y era eso, ese humilde intento de abordar la naturaleza humana, lo que definía el artículo de Ralph Dunn, incluso después de la pátina mordaz añadida por los editores del Press. El Muhammad de Dunn era un signo de interrogación incomprensible, tremendo.

El verdadero Intelligent Muhammad había pedido al Press que no utilizaran su nombre musulmán. Y luego, en lo que consideraba otro sacrificio cuya nobleza lo situaba casi a la altura de la Madre Teresa, decidió no permitir tampoco el uso de su verdadero nombre no musulmán. (Muhammad había creído, erróneamente, que si revelaba públicamente su relación con Darlene, ésta se le echaría encima. La vida fuera de la cárcel era dura; hacerse mayor era duro.) Así pues, tras un toma y daca cuyo único objetivo era fastidiar a Dunn, «Stokes» se había convertido en «Stokely». Con todo, Muhammad se sacudió de encima los hábitos de la santidad y quiso fanfarronear un poco: de su hija, la doctora, de aquel trabajo que le había «cambiado la vida», de su gran valor, etcétera.

Ahora, por fin, podría enseñárselo a Alice y, más importante aún, se lo estaba enseñando ya a Darlene. Aquello contaba, ¿no?

Pero el artículo la desconcertó. Darlene lo leyó con tristeza. Los detalles (el crimen, la valentía de su padre) encajaban con la historia que Muhammad le había contado, aquella heroica anécdota en primera persona, pero el periodista se mostraba condescendiente con él. Ligera pero también claramente. El tío podría haber llamado perfectamente «matón negro» a Muhammad y eso le hacía sentirse incómoda. Aquella situación despertaba su instinto protector; al fin y al cabo, él formaba parte de su familia.

—Aquí está mi gran acción —dijo Muhammad señalando el periódico. Tenía la ceja izquierda arqueada como una oruga que intentara tocarse la punta de los pies. Aquélla era la expresión que a Darlene iba a quedarle de aquel encuentro: el rostro de un simplón orgulloso y ansioso por obtener su aprobación.

—Es la historia que mencionaste —dijo ella—. La han publicado.

—Sí. —Parecía como si el entusiasmo le estuviera apretujando el cogote; levantó la barbilla varios peldaños de expectación más—. Sí, eso es.

Darlene intentó pensar en algo que decir, algún halago, pero todos se desintegraban al llegar a su garganta: las palabras, como si fueran de uranio y plutonio, se fundían al entrar en contacto entre sí. ¿Por qué tenía que ser siempre tan honesta?

—Bueno, no es The New York Times Magazine —respondió, pero lo lamentó de inmediato—. Aun así...

Su sonrisa fue una respuesta francamente muy leve, como unos dedos que se asían con pulso trémulo a la cornisa de la cortesía.

Fue lo máximo de lo que fue capaz.

—Vale —dijo él, que volvió a enrollar el periódico distraídamente y se lo llevó a la espalda—. Sólo quería demostrar que..., en fin, no lo sé.

Pero sí que lo sabía; lo que quería era echarse al ruedo de los ciudadanos respetables; por ajado y mugriento que fuera su atuendo, por inservible que pareciera ahora que lo llevaba puesto de nuevo.

Y, por supuesto, había querido que Darlene dijera algo alentador, pero ahora habría preferido que no dijera nada de nada. Ahora lo que esperaba era poder salir pronto de aquella oficina.

Darlene observó a su padre, con su sonrisa nerviosa y su mirada benévola, con aquel peto de perdedor profesional, un hombre ataviado para la invisibilidad. Y a continuación logró no herir sus sentimientos, no preguntarle cómo podía ser que no se diera cuenta de que el periodista estaba siendo condescendiente con él.

—Debes de estar orgulloso —logró decir.

—Bueno, no es la Times Magazine, pero... —respondió él y sonrió.

Darlene quería formularle la pregunta que el artículo no respondía: «¿Por qué?». ¿Por qué un antiguo criminal, lo más alejado de un héroe que se pudiera imaginar, un inútil que había abandonado a su hija, arriesgaba su vida para salvar a un desconocido? Aunque, ¿por qué hacía todo el mundo las cosas que hacía? Pensó en el padre del caso Goldin, aquel hombre llamado Josh Goldin. Se preguntó, encogiéndose ligeramente de hombros, si estaría al corriente de las cosas que había hecho su mujer.

Lo cierto era que Darlene (que actuaba en función de una idea muy clara del bien y el mal) no tenía ni idea de la angustia que sus acciones estaban provocando en aquel hombre llamado Josh Goldin.

Más me duele a mí
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004_split_000.xhtml
sec_0004_split_001.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml