1
La normalidad fue regresando poco a poco al hogar de los Goldin y, finalmente, se instaló en él como si nunca se hubiera ido.
Dori estaba feliz y había recuperado la energía. Ahí estaba su bebé por la noche, dormido en su cuna, que tenía una malla blanca alrededor como si fuera una mosquitera sin techo; y ahí estaba Zack también al día siguiente, correteando de aquí para allá, señalándolo todo y diciendo: «¿Eto? ¿Eto?».
Zack, que acababa de cumplir los dos años, caminaba solo, pero muchas veces sus padres seguían llevándolo en brazos de todos modos, por placer, como para recuperar por triplicado las semanas que habían perdido.
Dori y Josh seguían cada paso de Zack, embelesados por (y esclavos de) su sonrisa sin dientes. Zack era un frágil regalo que les habían vuelto a confiar. La casa se veía limpia por primera vez desde hacía semanas. Josh y Dori ponían el aire acondicionado a toda pastilla, pues no querían arriesgarse a que Zack tuviera calor. Le regalaron un gorrito de punto para dormir y Dori no paraba de cogerlo en brazos, de frotarle la barriga, de besarlo en todas partes. Era una madre nata, le salía todo sin tener que pensarlo. Fuera lucía el sol, pero ellos no salían. Les parecía más seguro quedarse en casa, donde tenían a Zack para ellos solos. Una sola mirada del bebé y a Dori se le hacía un nudo en la garganta, le costaba respirar... Aquella mirada saciaba el deseo de una madre, satisfacía su ávido amor.
—Mira a Zack..., no te parece, bueno, como...
Estaba tan contenta que sus palabras no tenían sentido.
—Sí —contestaba Josh, con una sonrisa. Pero en el fondo barruntaba siempre algo.
(¿Zack había cambiado durante el tiempo que había pasado sin ellos? ¿Tenía el pelo un poco más oscuro? ¿Estaba un poco más alto? ¿Qué sabía él sobre lo que se sentía cuando se te llevaban? ¿Qué sabía él?)
En una ocasión, Zack resbaló, se cayó y se golpeó la rodilla contra el suelo de la cocina y a Josh y Dori les entró el pánico, como si fueran padres primerizos, como si hubieran vuelto a los días inmediatamente posteriores a su regreso de la sala de partos. Pero entonces pusieron el DVD de Buscando a Nemo en la pantalla plana de la sala. Zack dejó de llorar y pareció que todo volvía a la normalidad. Aun así, a Josh le preocupaba tener que volver a aprender a ser padre. O, por lo menos, eso era lo que él creía que le preocupaba.
Cuando Zack estaba feliz, o sufría las típicas preocupaciones de un bebé (un golpe en la rodilla, una película de miedo), acudía siempre a sus padres. Y aunque Zack fuera tal vez más miedica que antes, Josh lo aceptaba con satisfacción paterna, un sentimiento que se nutre del hecho de que tú nutras a otra persona. Pero también podía ser que en el fondo de su mente estuviera barruntando algo.
Al cabo de un tiempo, Josh y Dori empezaron a llevarlo a Christopher Morley Park, donde lo dejaban andar a sus anchas, como si fuera su pequeño compañero de conspiraciones. Zack saludaba a los desconocidos y su voz era una sorpresa, un gracioso graznido a lo Carol Channing. Le gustaba caminar algo por delante de sus padres, incluso cuando iba cogido de la mano, y había aprendido a hacerlo mejor, como si sólo se hubiera tomado tres cervezas y no seis.
—Es hora de volver a casa, Zack —le dijo Josh, y lo levantó con un gruñido. La verdad era que el niño parecía haber ganado peso durante la semana y media en que había vivido secuestrado. Besó el pelo de Zack, que olía a polvos talco, como sucede siempre con los bebés limpios, y le preocupó que a su hijo le estuviera dando el sol. Pero entonces se acordó de que Dori le había puesto ya protección solar; su mujer, que se había ocupado del bebé, había actuado con la responsabilidad paterna que él solo nunca iba a ser capaz de tener.
Una sonriente Dori le dedicó a Josh una de aquellas miradas dulces e inesperadamente nerviosas.
—Te quiero, señor Goldin —dijo Dori, o lo susurró, mejor dicho—. Te quiero de verdad. Eres un encanto, ¿a que sí?
—Sí.
Esa misma tarde, a las ocho, Dori tenía a Zack dormido sobre el pecho. El pequeño llevaba un peto de OshKosh B'Gosh. Su carita dormida era una colección de prominencias cómicas: la barbilla, los labios, los mofletes, todos hinchados. Entonces Dori le dirigió a Josh una mirada pícara; fue tan sólo un destello, pero él lo detectó.
Hacer reír al bebé soplándole en la barriga, mientras veían algún DVD tonto en la cama; contar bromas entre marido y mujer que suscitaban siempre, si no una carcajada auténtica, algún recuerdo agradable, y el fin de semana, que empezaba mañana, o ahora mismo, o por lo menos pronto, etcétera. En otras palabras, había vuelto la monotonía sin sobresaltos, la suma diaria de exiguas satisfacciones que parecía el súmmum y el objetivo de la vida matrimonial.
Después de acostar a Zack, Dori se tendió junto a Josh o, mejor dicho, algo más abajo que él, y puso su boca en la ubicación olvidada entre su cuello y su hombro. Aquello no fue ninguna sorpresa. Le rozó la piel con la lengua, con actitud juguetona. Eso sí que lo fue. Dori dobló sus bronceadas piernas, se sentó a horcajadas encima de él y soltó una risa tonta. Él también se rió. Había estado esperando aquel momento, era una sensación muy agradable. El globo inerte se llenó milagrosamente de aire y se solidificó. Josh se pegó más a ella, le quitó la camiseta y el sujetador y, después de tenderla boca arriba, le quitó también los shorts (no sin cierta torpeza típica de sofá). Hacía tiempo desde la última vez. Le quitó también la funcional ropa interior color carne. Los cojines cayeron sobre la alfombra. Dori se giró de lado y sus pechos desnudos se inclinaron también en esa dirección. La lámpara de encima del sofá era un pervertido que los observaba con su ojo luminoso por encima del hombro de Josh. Dori tenía la cara pálida bajo la luz. A Josh siempre le había gustado la forma en que Dori abría los ojos en el momento de empezar, cuando él entraba. Y cómo contenía la respiración. Rodaron juntos, en un movimiento estudiado que entrañaba cierta dificultad. Josh notó el inicio de aquel profundo titileo pero intentó ignorarlo con todas sus fuerzas. Sin embargo, la respiración de Dori pronto alcanzó una intensidad animal que le hizo sentirse grande y poderoso. El titileo seguía ahí, pero Josh sabía cómo ignorarlo. También él comenzó a resoplar. Dori tenía la piel caliente. Josh era un pistón. A ratos disminuía la velocidad y luego la volvía a incrementar. Ella inclinó la cabeza hacia atrás en el sofá; aquella postura dejó al descubierto el diseño estructural de su garganta, sus cables subterráneos, el arca del tesoro enterrado de la laringe. Josh resoplaba sin parar. Encajó las rodillas en los espacios entre los cojines. Los talones de Dori le golpeaban rítmicamente los muslos. Josh seguía resoplando. Lo había ignorado durante mucho rato, pero ya no podía ignorarlo más. El tiempo se ralentizó de forma increíble. Ella levantó la cabeza y lo miró. Él vio cómo sus facciones se volvían más nítidas, como si saliera del agua. Percibió todo su calor. Entonces le besó el lóbulo, la frente, el pelo...
En cuanto acabaron, el tiempo volvió a acelerarse y pasó con un rugido, como un tren que se marchaba sin él. Josh lo sintió partir.
En cuanto se sentó en el sofá, jadeando y desnudo, con los calzoncillos aún entre los pies y los pantalones Dios sabía dónde, Josh volvió a ver a Dori sin el prisma distorsionador del deseo.
—Ha estado bien —dijo y le acarició la pierna a su mujer; le habló con la falta de pasión apropiada para la madre de su hijo.
—No, ha sido bastante divertido, señor Goldin —replicó Dori—. Y cuando digo bastante divertido quiero decir que lo ha sido mucho. Casi me había olvidado de cómo era. —Se levantó y le guiñó un ojo—. Casi, aunque no del todo.
Él le pasó distraídamente un dedo por el muslo, sin dejar de mirarla a los ojos.
—Se acerca un día importante —le dijo. A Dori le encantaba su aniversario de boda; sus padres le daban mucha importancia y les mandaban regalos como si fuera un día festivo para todos.
—Hagamos algo divertido —dijo Josh—. Para celebrarlo todo.
Pero ella se apartó precipitadamente.
—Vale.
Se alborotó el pelo, lo que aún empeoró más su aspecto de después de acostarse.
—Ehhh... ¿Quieres... un poco de agua, señor G? Voy a la cocina.
Tenía la cabeza inclinada y su gesto parecía culpable, como si se mirara con demasiado interés en el espejo del otro lado de la sala. Josh se preguntaba por qué no querría mirarlo a los ojos. También le pareció raro que se limpiara la mejilla, pues no había en ella nada que tuviera que limpiar.
De pronto ella se volvió a mirarlo.
—¿Tú crees que hemos despertado a Zack?
—Cariño —dijo él y la atrajo de nuevo hacia el sofá. El aire acondicionado estaba tan fuerte que lo sentía como una capa azul sobre la piel—. Ven aquí —le dijo.
Entonces la miró a los ojos al tiempo que la sujetaba delicadamente, aunque no sin cierto dramatismo, por los hombros.
—Estoy tan feliz —dijo. Aquel feliz, se dijo, lo abarcaba todo: feliz por haber vuelto a hacerlo; feliz de que Zack estuviera en casa; feliz de que la reputación de Dori hubiera quedado limpia; feliz de que ya no tuviera que pensar en ello.
Entonces Dori empezó a burlarse de su ridícula preocupación.
—No, si lo hubiéramos molestado lo habríamos oído —dijo, y señaló el walkie-talkie de encima de la mesa, que se pondría en marcha si Zack empezaba a llorar en su habitación. Era un trasto aparatoso de colores chillones, que parecía que tuviera que ser utilizado no por los padres, sino por los niños.
De repente, Dori perdió la compostura y su encantadora boca adoptó un mohín malvado. Era una expresión que últimamente adoptaba a menudo, como diciendo: «Les dimos una buena lección a esos cabrones». Josh no dijo nada en un intento por desviarla de aquel tema que parecía haberse convertido en el sonido de fondo de todos los pensamientos de su mujer.
Y funcionó, el humor de Dori amainó y los nubarrones de tormenta se disiparon. Apoyó la mejilla sobre el hombro de Josh.
—Ummm —suspiró finalmente.
Él le acarició la cabeza. A excepción de algún estallido ocasional, parecía que todo fuera como siempre había sido. Pero ¿no era cierto que estaba barruntando algo en el fondo de su mente?
—Y dime, ¿tienes ya algún plan para el aniversario o qué? —le preguntó Josh.
Dori se inclinó sobre él para recoger su ropa.
—No —contestó—. Ya te lo dije.
Volvió a limpiarse la mejilla, a frotarse la piel limpia.
—Oye —le espetó Josh, que se apoyó con las manos en el sofá—, ¿qué sucede?
Dori no pudo evitar que en sus labios se formara una sonrisa.
—Nada —dijo.
Antes del lío con Zack, cada dos semanas Josh quedaba con sus amigos para jugar a las cartas. El secreto para ganar al póker consistía en detectar los detalles que delataban a tus oponentes, las expresiones de fingida serenidad, los monólogos absurdos y las miraditas de quien pretendía marcarse un farol.
(Dori planeaba celebrar su aniversario con algo que siempre había querido hacer: yéndose de crucero. Ya lo había preparado todo, había comprado los billetes en internet y había comprobado la agenda de Josh, en secreto, para darle una sorpresa. Había utilizado la indemnización del Saint Joseph para pagarlo todo. Parecía que su marido no sospechaba nada.)
Dori se inclinó hacia atrás para ponerse la ropa interior y estiró los brazos y las piernas adoptando una postura cómica.
—Hagamos lo que hagamos, me parece bien —dijo, pero seguía sin mirarlo. Y cuando terminó de vestirse, volvió a limpiarse la mejilla—. En cualquier caso, antes de planear nada consúltamelo, ¿vale?
Él se giró (verla limpiarse la mejilla lo hizo girarse) y se quedó mirando a la ventana en lugar de a su mujer. Fuera empezaba a oscurecer. En el cielo había una estrella, una chincheta que mantenía el fieltro azul del cielo vespertino en su lugar.
¿Qué pasaba si tenía algún secreto planeado para su aniversario? Si le estaba mintiendo, ¿era realmente una mentira tan grave? ¿Por qué le molestaba tanto? ¿Qué narices le pasaba últimamente?
Lo que había ido barruntando en el fondo de su mente se había ido apoderando del resto de sus pensamientos y cada vez ocupaba más espacio.
—Bueno —dijo con una sonrisa forzada—, ¿y qué hay de ese vaso de agua que alguien me había prometido?
Pero algo encorsetaba su buen humor y dos arrugas de duda flanqueaban su sonrisa. (Aunque era normal que una experta en extracciones sanguíneas tuviera una cánula de Beck en su casa.)
Josh se vio en el espejo y su cara le pareció pueril. Se había convencido a sí mismo de que un gran hospital podía acusar injustamente a una mujer. Se había convencido a sí mismo apelando a su capacidad por ver el lado bueno de las cosas.
En la habitación contigua se oyó el sonido de un congelador al abrirse y la voz de Dori.
—¿Lo quiere con hielo, señor[24] Goldin?
Se había convencido a sí mismo de que la infancia es una etapa misteriosa, una especie de período de incubación posparto en que los bebés pueden enfermar de forma extraña y sorprendente, y de que, como Zack ya no presentaba síntomas de enfermedad, lo más probable era que (si lo cuidaban bien) el bebé fuera a estar bien de ahora en adelante.
—Sin hielo, cariño, gracias —le dijo.
Se había convencido a sí mismo de que los médicos y los hospitales no lo saben siempre todo. Y la verdad era que su mujer era una buena madre, cualquiera que pasara cinco minutos con ellos se daría cuenta de que existía un vínculo especial entre Dori y Zack.
Cada una de aquellas afirmaciones, tomada de forma independiente, sonaba de lo más convincente.
—Aquí tiene, señor —le dijo Dori con una reverencia—. Espero que sea de su agrado.
Josh le dio las gracias con una sonrisa; Dori se sentó a su lado y encendió el televisor.
¿Acaso las buenas noticias no debían servirle a Josh para reafirmar su vieja visión del mundo, aquel sustituto para la madurez, y en definitiva su vida? No es casualidad que la palabra «patógeno» derive de la palabra griega para decir «nacimiento del dolor»; aquel germen desconocido (el dolor) se había colado en su vida cotidiana, e incluso después de haber hallado la cura, Josh seguía contemplando con actitud ansiosa y atenta su propia vida, que de repente le parecía muy frágil, incapaz de apartar el estetoscopio del pecho.
—Voy arriba —dijo Josh después de levantarse—. A ver a Zack.