5

El administrador se inclinó tras su escritorio. Era un tipo pálido sentado en una silla ergonómica, con las mejillas sonrosadas como las del encargado de una sauna.

—Es digno de elogio —dijo—, eso sí que lo es.

Peregrine Berg, inglés, hacía siempre gala de aquella sangre fría, como si se estuviera dando palmadas en su ancha espalda.

—Digno de elogio —repitió y reprimió una sonrisita que quedó encajada entre sus mejillas sonrosadas.

—Bueno —respondió Darlene—, yo lo considero parte de mi trabajo.

Estaban en la planta superior del Saint Joseph, donde estaban ubicadas las oficinas de administración. Al otro lado de la ventana, y tras los edificios anexos del hospital (el aparcamiento, los despachos de los doctores y un «pabellón de convalecencia»), se divisaba Long Island, que se extendía en todas direcciones, y también algunas tiendas, como un Sunglass Hut y un TCBY rodeados de unas pocas y castigadas zonas verdes.

—Y el SPI no, ¿verdad? —dijo Peregrine Berg—. El SPI ha tenido la impresión de que tiene usted un ojo digno de elogio. El doctor Weiss no vio lo que los Goldin se llevaban entre manos y eso que, si he interpretado correctamente la situación, fue él el médico que los atendió.

Darlene sabía que debería haberse mostrado más amable, más agradable. Sin embargo, el problema de los administradores es que nunca hablan contigo, sino delante de ti.

—No ha pasado nada aún —dijo Darlene—. Sabremos que hice un buen trabajo si la Comisión Consultiva de Maltrato a la Infancia de Nueva York decide celebrar una vista.

—A ningún hospital le gusta dar ese paso a la ligera —la interrumpió Peregrine Berg con autosuficiencia—. Eso ya lo sabe, pero...

«Las caras de los judíos se mueven constantemente», pensó Darlene al ver hablar a Berg: sus cejas subían y bajaban y las palabras que le salían por entre los labios parecían pronunciadas en cursiva. Berg estaba intentando convertir las primeras medidas del caso Goldin en una recopilación de grandes éxitos: dos visitas hospitalarias, ambas de gravedad y, al mismo tiempo, extrañamente indeterminadas; y Weiss, un doctor con poca experiencia pero muy celoso con el papeleo.

Incluso los judíos ingleses, como Peregrine Berg (y Darlene imaginaba que, en cierto modo, ser hebreo en Inglaterra era el equivalente a ser de Bushwick en Tufts), eran en el fondo más judíos que británicos. Era curioso que Darlene diera siempre con alguno de esos tipos tan extraños y cómicos.

—La cuestión es que se trata de un paso importante y que el hospital debe adoptar una postura agresiva, doctora. Así pues, vamos a asegurarnos de que estamos todos hablando de lo mismo en lo que respecta al enfoque, ¿entiende?

—Lo entiendo, señor Berg. Y entiendo también que, además de la preocupación natural que usted pueda sentir por cualquier paciente que pase por la UCI de pediatría, está lo que considero la imagen pública del hospital. —Había algo en la jerga legal que Darlene nunca llegaría a dominar—. Estoy segura de mi diagnóstico. Y si al niño le pasa algo y resulta evidente que teníamos nuestras sospechas y que incluso tenemos papeleo al respecto..., creo que seríamos más vulnerables a las acciones legales que si nos quedáramos de brazos cruzados. Estoy segura de que no queremos terminar como el Hospital General Presbiteriano de Long Island.

Peregrine soltó una risita de las suyas y sacudió la cabeza.

—No, no queremos. Intenta usted proteger esta institución y somos conscientes de ello —añadió, con una voz menos monótona y más pícara—. Y créame que me encanta como hablan en Estados Unidos: tienen una expresión para todo: «nuestra imagen pública». Sí, quedaríamos pendiendo de un hilo. Le agradezco que vele por los intereses del hospital; que cuide las relaciones públicas y toda esa lamentable pérdida de tiempo.

—Y yo agradezco el apoyo de la administración —dijo Darlene, recurriendo una vez al cargante lenguaje administrativo, antes de salir de la oficina de Berg.

Darlene regresó al departamento de pediatría a través de los pasillos de oncología, verdadero territorio del dolor, lo que ella llamaba las trincheras de la primera línea de la tristeza.

Lo cierto era que consideraba que el apoyo de la administración era secundario y que aquella reunión era una mera formalidad. En su opinión, cuando un médico alertaba al Servicio de Protección a la Infancia se abrían las compuertas de la presa; la investigación era ya una corriente que había pasado por encima de la dirección y había dejado al hospital atrás; sería el SPI, en colaboración con el médico en cuestión, quien se encargaría del asunto. Darlene iba a molestar a la burocracia hospitalaria (y a tipos como Peregrine) tan poco como ellos iban a escucharla. De hecho, Peregrine se había convertido en un mero espectador en aquel juego y se limitaría a controlar y bendecir unas fichas que en realidad iba a mover otra organización.

Así pues, ¿quién era aquel tipo para mencionar las relaciones públicas cuando la vida de un niño estaba en juego? A Darlene, después de reunirse con los administradores, le entraban siempre ganas de ducharse. Pero tenías que marcarte faroles y mantenerlos a raya sin perder nunca de vista el verdadero meollo del asunto.

Lograr que se iniciara una investigación tenía también su intríngulis. Todo el mundo recordaba el exceso de celo que había caracterizado la década de 1980, cuando cualquier niño que creciera en una familia imperfecta era arrebatado de las manos de los padres y lanzado al inhóspito sistema de adopción. Sin embargo, todo el mundo había aprendido también (después de trastear en los fogones y terminar con varias quemaduras de consideración) que esperar a poder esgrimir una «sospecha razonable» igualmente tenía sus riesgos. Al final resultó que los archivos de los Goldin no contenían ningún documento revelador. Sin embargo, no se podía descartar nunca la posibilidad de que una madre como Dori Goldin insistiera en negar las evidencias al tiempo que ponía todo su empeño en demostrar que su hijo estaba verdaderamente enfermo, exponiendo así al paciente a posibilidades de riesgo aún mayores. En cualquier caso, no era nada sencillo lograr que un asistente social del SPI visitara a la familia y redactara un informe contundente (una tarea complicadísima, aún más teniendo en cuenta que un asistente social de Long Island debía encargarse de veinte investigaciones al mismo tiempo). Y, mientras tanto, la reputación y el destino legal del Saint Joseph, y ahora también del SPI, estarían ligados a los de los Goldin. La medicina no había sido capaz de seguir totalmente el ritmo de los avances en materia jurídica y de seguros. Los espacios donde a uno podían surgirle problemas legales se habían vuelto mucho más complejos que las anchas avenidas de los tratamientos y la curación.

Más tarde recibió una llamada que la cogió por sorpresa, como un cubo de agua helada; o mejor dicho, como si una trampilla se hubiera abierto bajo la silla de su despacho y se hubiera precipitado a un océano polar. Sonaron dos timbres, Darlene dijo «hola» y el pasado se coló en su vida.

—Eh, ¿hablo con Darlene Stokes? —dijo una voz de hombre al otro lado de la línea.

—Sí, soy yo.

Darlene se agarró a su silla. De algún modo, gracias a la intervención de su intuición, supo quién era.

«No puede ser», pensó.

—Hola, Darlene —dijo el hombre del teléfono—. Soy tu padre.

Le dio un vuelco el corazón, que se contrajo como un puño.

—Oh —fue lo único que acertó a decir—. Oh.

Darlene, con su estilo científico y prudente, se había abierto paso por la vida prestando atención a lo que se podía conocer. Neutrones, electrones y protones hervían a su alrededor, eran la matriz de la célula y defendían su posición. Comprender los componentes de la vida permitía controlarla en su conjunto; aquello había guiado a Darlene durante toda su educación y también después. Todos los cuerpos vivos están formados por células y todas las células provienen de células preexistentes; no hay excepciones.

—Se me conoce por varios nombres —estaba diciendo aquel hombre—. Charles Stokes, Intelligent Muhammad, ése soy yo —añadió, con voz sorprendentemente inexpresiva—. Tu papá, ya sabes.

Darlene hizo un esfuerzo y, a pesar de la sequedad que sentía en la boca, pronunció la palabra «hola».

Todos los cuerpos vivos están formados de células, pero incluso los sistemas vivientes más simples son algo más que la suma de sus neutrones, electrones y protones. Aquello era algo que preocupaba a Darlene desde siempre. La teoría de sistemas dice que lo que cuenta es la disposición, el desorden en las relaciones de unión, circulares, a veces incluso con retraso temporal, que se establece entre esas partículas. Así, es posible que sepas mucho sobre neutrones o protones pero que no sepas nada de los sistemas que éstos crean. Los detalles del mundo físico eran a veces como alguien que parece recibirte con cordialidad, pero que cambia de opinión y cuando te acercas a él, se va.

—No ha sido fácil, ya sabes. Cuesta dar contigo, doctora.

—Mi teléfono está en el listín —respondió ella.

No sólo eso: los neutrones y los electrones están sujetos a limitaciones, mientras que los seres humanos pueden desplazarse, cambiar y aparecer en cualquier otra parte.

—Manhasset no fue el primer punto en el mapa donde miré, ¿entiendes? Hay que saber dónde vive una persona antes de poder buscarla.

—Sí, supongo que sí —respondió ella con voz bastante ronca.

Pensar en algo que decir era como alisar un trozo de papel arrugado, como si hiciera tiempo hubiera escrito una nota y se la hubiera escondido en el bolsillo, precisamente por si se presentaba aquella situación. Pero el tiempo había dejado el papel en blanco; cuando quiso leer lo que había escrito, ya se había borrado.

—Por qué? —preguntó finalmente—. ¿Por qué me llamas ahora?

Le vino una palabra a la mente: «Dinero».

Darlene intentó por enésima vez imaginar cómo era. Durante un momento de optimismo, logró evocar la imagen de un sabio sentado a una mesa de cerezo, con el pelo erizado a lo Frederick Douglass y la boca ocupada, mascullando sus ideas.

—Ya sabes, Alice..., tu madre..., no quería darme la dirección. Decía que si California, Mill Valley, el Condado de Marin y lugares así.

—Pero ¿por qué ahora? —dijo Darlene—. Después de...

Un nudo en la garganta le impidió seguir.

(La imagen mental que se había formado de él había sido la de Frederick Douglass, básicamente. Lo había olvidado ya, pero en el colegio, una foto de aquel leonino reformista había alimentado la esperanza callada de la joven Darlene: «A lo mejor es así».)

—Doctora —se rió él—. He llegado hasta aquí y no puedo renunciar ahora...

Darlene endureció el semblante e hizo un gesto de irritación que de poco le servía cuando hablaba por teléfono. «Si el amor es luz, yo vivo a oscuras», solía pensar hacía tiempo, con esa mezcla de melodrama y de verdad del temperamento adolescente.

Intelligent Muhammad respondió a su silencio suavizando la voz.

—Sólo llamaba para saber si era posible, si podíamos..., no sé... —La arrogancia había desaparecido de su voz por completo—. Sólo tengo una hija —añadió—. Y me refiero a ti, doctora.

No había nadie que se sintiera más orgulloso de su profesión que Darlene. Sin embargo, aquel «doctora», tan seco y súbito, añadió algo de calor a sus mejillas ruborizadas.

—Es lo que hay —dijo Muhammad.

—Charles, mira... —respondió ella. Aunque, ¿no le había dicho que se llamaba Intelligent? Decidió no intentarlo.

—No quiero nada de ti, ¿entiendes? —la interrumpió él, con una suavidad inesperada.

—... es que tengo bastante trabajo —terminó de decir Darlene. Para su propia sorpresa, se dio cuenta de que después de casi cuarenta años esperando aquel momento, su instinto más fuerte (que era casi un espasmo en el brazo) era el de colgarle el teléfono.

—He llamado a muchos hospitales, preguntando —dijo Muhammad. Las monedas de un cuarto de dólar que introdujo en la cabina telefónica borbotearon en la conexión y sonaron como piedrecitas que cayeran en un arroyo.

—Yo también he pensado muchas veces en buscarte —dijo Darlene, aunque mientras lo decía estaba ya arrepintiéndose de su sinceridad—, la verdad.

Pero parecía que Muhammad no la había oído:

—Conforme a eso soy como la mayoría de gente. Estoy ahí, lo intento. Tienes que jugar a este juego al que llaman vida.

Darlene sintió por primera vez en su vida algo parecido al bochorno adolescente ante las limitaciones de los propios padres.

—Y, por cierto, no soy yo una mala persona, doctora. Créeme. Pero un hombre como yo merece una oportunidad, no sé...

Darlene apartó el teléfono del oído, pero logró detenerse justo antes de colgar y siguió escuchando. Sin embargo, su agitada mente podía optar por cualquier opción en cualquier momento. Después de estar toda su vida esperando aquel momento, no tenía absolutamente nada que decir.

—He tenido mala suerte —dijo Muhammad, que no podía dejar de hablar—. Muy mala suerte.

Ella cerró los ojos y se masajeó los párpados con movimientos circulares. Incluso después de haber oído siempre que Charles Stokes era un perdedor, Darlene había estado alimentando todo tipo de pueriles esperanzas de clase media sobre él. Una de las cosas desagradables de aquella llamada era tener que enfrentarse a la banalidad de sus propios prejuicios, como si fuera blanca. ¿Frederick Douglass? Aquello parecía un chiste.

—Pero somos familia —dijo Muhammad y su voz delató cierta exasperación, como si estuviera armándose de valor para preguntarle a su hija por qué había sido tan mala—. Familia, ¿entiendes? —repitió—. Sé que cuando la gente sale tiene que salir adelante, ya sabes, como pueda, dejarse el culo, pero..., ¿me entiendes? Sólo quiero conocerte, nada más.

Si iba a encontrarse con él, tendría que ser bajo sus propias condiciones; se prepararía. ¿Qué quería de aquel hombre en aquel momento, de aquella llamada que había estado anhelando desde que era una niña? No la estaba ayudando nada, no le daba una oportunidad para que ella pudiera decirle lo que realmente habría querido de él: que hubiera sido su padre cuando lo necesitaba, hacía mucho tiempo. No, eso no podía ofrecérselo.

—Sólo quiero conocerte —insistió.

Pero Darlene ya había tomado la decisión: «Voy a colgar». Empezó a apartar el teléfono del oído. «Ahora mismo.»

Sí, a veces el mundo era como alguien que parece cordial pero que cambia de opinión y en cuanto te acercas a él, se va. Pero otras veces parece más agresivo, incluso beligerante; te habla con siseos.

Las reacciones viscerales que Darlene había esperado tener (entusiasmo, inquietud, incluso un sordo estallido de ira) no se produjeron y se oyó a sí misma decir:

—¿Cómo te voy a reconocer?

Más me duele a mí
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