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La pregunta para Josh había sido siempre la misma: ¿qué grado de ceguera era necesario para ser feliz en la vida? Josh había crecido viendo el programa de Mister Magoo, donde un hombre sano afrontaba el desafío de su cortedad de vista lanzándose al mundo como si no pasara nada. Andaba sobre una viga (los operarios, con sus cascos, lo señalaban y gritaban, aterrados), pero justo cuando iba a dar el paso que lo arrojaría al vacío, una grúa giraba y le colocaba una viga debajo de los pies. O se metía en la jaula de algún animal feroz creyendo que se trataba de la consulta del médico y cuando acariciaba a un tigre creyendo que era un gatito, el temible felino ronroneaba y lo acariciaba con el hocico. Si Josh pudiera ir por la vida como Magoo, por una habitación, esquivando por los pelos el mobiliario de los errores humanos, ¿no habría acaso una posibilidad de que el mundo se sintiera halagado, se mostrara de acuerdo con él y se convirtiera en una sucesión de golpes de suerte? Sin embargo, y si eso daba resultado, se planteaba otra pregunta que no se le había ocurrido antes: ¿a qué tipo de vida conducía aquello?
En fin.
Hay un pecado peor que la ceguera emocional y ése es jugar al amor sin ningún propósito, que te pillen rememorando los mejores momentos de tu propia existencia. Josh amaba a Dori honesta, fiel y ciegamente. Y por eso no logró evitar el naufragio de su vida familiar.
Josh recordaría aquel día 27 de mayo como el más horroroso de su vida.
Más tarde, ciertos sonidos tendrían el efecto de la chispa que provocaría los fuegos artificiales del recuerdo, tan sumamente dolorosos. Y a Josh le era imposible dejar de recordar: el ruido de un coche patrulla derrapando sobre la gravilla del camino de entrada; el timbre (con sus tres notas, alta, baja y alta) que daba paso a una imagen que no lograba ubicar: unos policías de uniforme, con expresión rígida y sombría.
—¿Quién es?
El sonido de las puertas de los coches patrulla hizo aumentar su preocupación, lo mismo que oír su propio apellido pronunciado por una voz desconocida. Y lo más evocador, lo más horrible: el rumor del coche patrulla al marcharse, que dejó vacíos tanto la entrada de su casa como su vida. Aquel coche patrulla, aquellos extraños, se habían llevado a su hijo.
En su tercera visita, el señor Plates había encontrado una cánula de Beck en posesión de la señora Goldin.
La policía se había presentado un lunes por la mañana a las siete y media. Josh había abierto la puerta con la camisa desabrochada, la corbata colgando y a medio anudar, como una bufanda. (El café hacía que Josh sudara la camisa.) El timbre sonó y Zack comenzó a aplaudir y reír.
—Shhh, cálmate un momento, colega —le dijo Josh, lo que, visto en perspectiva, era la cosa más horrible que le hubiera dicho nunca a nadie.
En la entrada había un policía, una policía y otra mujer, muy seca, del SPI. Por extraño que fuera, Josh recordaría a la manipuladora doctora Stokes como si también hubiera estado allí, como si fuera parte del grupo que se plantó en su casa y preguntó:
—Señor Goldin, ¿dónde está su hijo?
(Josh aún confundía a «aquella zorra» con el impersonal SPI. Sin darse ni cuenta, acababa de crear una religión, una religión propia, amarga e imprecisa, hecha de ira y miedo. Como en todas las religiones, Josh reducía los elementos individuales a símbolos y tipos, demonios, mártires y ángeles, y también ofrecía la posibilidad de redención.)
¿Qué puedes hacer cuando una mujer policía se te planta delante, con su nariz arrogante? ¿Qué haces cuando la policía tiene autoridad legal para secuestrar a tu hijo?
«Podría haber hecho algo más», se decía Josh una y otra vez. «Sí, podría.»
Dori (que salió de la cocina) comprendió la situación mucho más rápidamente que él. Entornó los ojos y contuvo la respiración, y entonces, justo en el momento en el que la mujer del SPI le entregaba a Josh un documento oficial, regresó corriendo a la cocina.
Respirando tan rápido como un hámster, parpadeando como loco, Josh aún estaba intentando comprender qué significaba aquel documento azul (en él ponía «retirada de la custodia» y también «pruebas sospechosas...») cuando un portazo le hizo levantar la cabeza. La mujer policía estaba ya dentro de la casa y llamaba a la puerta del baño.
—¿Señora Goldin? ¿Señora Goldin? Esto no va a servir de nada, señora Goldin.
El policía se acercó.
—¿Tiene la llave del baño, señor Goldin?
El policía era alto y tenía el carácter tranquilo de quien se encuentra ya en el ecuador de su carrera; sus rasgos eran una serie de protuberancias pálidas y afeitadas con esmero. La cara del policía (Josh se dio cuenta de ello gracias a la mitad del cerebro que era consciente de la situación) producía un efecto de lo más extraño. La expresión resuelta, comprensiva y desdeñosa, sin remordimientos, parecía decir: «Comprendo que se trata de un deber desagradable. Pero seamos francos, esto es algo que nunca podría sucederme a mí»; era la expresión de un enterrador que se siente inmortal.
Josh se vio de repente frente a la puerta del baño. No tenía ni idea de dónde estaba la llave: la casa era el mundo de Dori y funcionaba de forma imperceptible para él. Recordó cómo su ofendida mano llamó a la puerta. No le gustaba recordar (aunque tampoco lo lograba) lo que había dicho entonces; le mortificaba su propia voz, vigorosamente afable, pidiéndole a su mujer que saliera y les entregara al bebé.
Pero Josh recordaba también algo más; recordaba haber mirado por encima del hombro (impotente, derrotado en su propia casa) y ver cómo el policía asentía y le susurraba:
—Gracias.
En cierto modo, aquello era lo que más le dolía recordar, el incómodo «gracias» del policía. Dori abrió la puerta con expresión furiosa y circunspecta, el rostro enrojecido por las lágrimas. Clavó su hostil mirada azul en Josh y sus ojos se llenaron lentamente de resentimiento antes de volverse hacia el policía.
Aquello hizo que Josh se sintiera de hielo; fue una sensación de lo más extraña. Se sentía realmente hecho de hielo: frío y al mismo tiempo frágil, lleno de grietas por dentro. Como si en cualquier momento pudiera romperse en pedazos, como si fuera transparente.
Los Goldin se rindieron con incredulidad, preguntaron qué derecho tenía aquella gente a llevarse a Zack, los amenazaron con malas maneras y exigieron detalles concretos sobre las acusaciones del SPI, todo ello en tan sólo un minuto. Pero al final ambos padres se quedaron ahí parpadeando, anonadados. Nadie les había dado ninguna explicación.
La mujer policía, la del pelo de punta, se llevó su hijo al coche patrulla. Zack apoyó su carita, estrecha y bonachona, en el hombro azul de la mujer. A Josh le rechinaron los dientes al ver aquello. Como padre era totalmente incapaz de asimilar lo que estaba sucediendo y sintió que perdía el equilibrio, como si tuviera vértigo o se estuviera mareando. La serenidad del rostro del bebé, que no entendía nada, le recordó la cara que había puesto la primera noche en el hospital, con todos aquellos tubos conectados sin piedad a su cuerpo: «De modo que éste es el tipo de cosas que puedo esperar que me sucedan siendo hijo vuestro». Aquella calma era más aterradora de lo que habrían resultado las lágrimas. Durante las semanas siguientes, Josh revivió aquella situación una y otra vez, continuó imaginando a Zack alejándose junto con la mujer policía, con sus bracitos alrededor del cuello y los hombros de ésta. La agente tenía la nuca morena de tanto patrullar y se adivinaban los tendones bajo la piel; en comparación, Zack tenía el brazo muy pálido.
Dori se quedó junto a Josh en la puerta, algo más rezagada que él. Entonces, en un gesto frenético, se puso de puntillas e intentó sonreírle a su hijo, que se marchaba, saludando como si estuviera en la barandilla de un barco.
—¡Adiós, cariño! —exclamó con una voz horrible, fingidamente alegre—. Te volveremos a ver pronto, ¿vale? ¡Adiós! ¡Adiós! Adiós...
El policía se paró al lado de Josh.
—Gracias por ayudar a que esto..., en fin, no haya sido peor de lo estrictamente necesario.
Josh no sabía qué contestarle.
—Váyase a la mierda —logró decir finalmente, sin fuerzas.
El otro hombre asintió, como si lo sintiera de veras.
—Parecen ustedes buena gente. Hagan todo lo posible por recuperarlo; el único consejo que puedo darles es que hagan cuanto puedan.
La agente dejó a Zack en manos de la representante del SPI, que lo metió dentro del gran coche patrulla. Y Josh ya no vio más a su hijo. El cielo empezaba a aclararse en aquella luminosa mañana sin sol. El coche patrulla arrancó y crujieron las piedrecitas debajo de las ruedas, que rechinaron. Sin saber cómo, Josh empezó a correr tras el coche. La acera, los jardines de las casas y las farolas llenaron su campo de visión, como si estuviera viendo unas frenéticas imágenes de videoaficionado; apenas se dio cuenta de que corría calle abajo, solo, jadeando, con las rodillas cansadas, diciéndole adiós a su hijo. Aquél fue otro de los sonidos que no pudo soportar a partir de aquel momento: el golpeteo de unos zapatos de vestir deslizándose sobre la acera.