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Todo comenzó un martes, cuando la doctora Stokes iba a recoger a su hijo de siete años, James, de una cita para jugar. Odiaba esa expresión, «cita para jugar». Le parecía detestable que las madres pretendieran añadirle una pátina romántica a la maternidad, colocarle el sello dorado de la edad adulta a los asuntos de sus hijos; y también odiaba la cursilería petulante que se había convertido en una de las estaciones del viacrucis de la paternidad. Personas adultas de clase media alta que usaban términos como «cita para jugar», «bibe», «pipí» o «pañales con popó». Hablaban así incluso cuando estaban a solas, decían «popó» también cuando no había niños delante. Y, al mismo tiempo, ¡vestían a sus hijas con un descaro! Pretendían que los niños fueran sexys mientras los adultos actuaban como preadolescentes. Dentro de poco, todo el mundo en este país se vestirá, actuará, pensará y deseará las cosas como los niños de once años, se dijo Darlene, directora de la Unidad de cuidados intensivos de pediatría y salud infantil del Centro Médico Saint Joseph.
«Acuérdate de sonreír cuando entres», se dijo.
De camino a recoger a James, pasó por Sand's End. Aquélla era la parte más verde de Washington Harbor. Con sus calles sin aceras y su flagrante riqueza (el verde era el color de la envidia por algo), Sand's End estaba situado sobre una colina a apenas medio kilómetro de la costa. Aunque la colina naciera donde rompían las olas, sin que mediara el privilegio de una playa, a pesar de que una hilera de árboles impedía las vistas del estrecho y a pesar de que la arena brillaba por su ausencia, saber que había agua cerca le proporcionaba a Sand's End su atractivo arribista.
Sin embargo, Darlene tenía su propia manera de referirse a aquel lugar: la tierra del «sí, pero falta algo». Todas las casas tenían las fachadas pintadas de un blanco impoluto y las ventanas suavemente iluminadas que, sea cierto o no, ofrecían la promesa de un interior en el que se abría un espacio ilimitado para la emoción humana. Todos los jardines tenían un aspecto tan arreglado y sereno que parecía que tomaran Prozac: ellos, sus propietarios y todo lo demás. Las pocas tiendas de la zona se congregaban en los límites de la ciudad: un Blockbuster, una farmacia, un Grapevines 'N' Baskets Fine Wines y una peluquería Aveda. El periódico local, que ocupaba cinco o siete páginas cada semana, tocaba la música que podía con sus pocas cuerdas. Pero ése era justamente el problema: cada vez que Darlene sacudía la cabeza ante toda aquella complacencia ajardinada, cada vez que aceptaba el cliché de que aquel lugar, con sus grandes casas, había logrado allanar la complejidad insondable de la humanidad, al final tenía que reconocer que allí la vida era serena, fácil y hermosa; que, de hecho, aquello era el modelo al que aspiraba todo el mundo. Y al final ya no sabía si era que a los lugares como Washington Harbor les faltaban muchas cosas o si en realidad le faltaban a ella. Era septiembre. De pronto una punzada le hizo perder el hilo de aquellos pensamientos tan habituales en ella.
Ya había pasado un mes y medio desde el caso de la enfermedad misteriosa de aquel bebé, Zack Goldin, y todavía no se había resuelto. ¿Había fallado con un paciente? ¿Podía ser que uno de sus subalternos, el doctor Weiss, la hubiera cagado? ¿Cómo era posible que un bebé se desmayara de aquella forma? Según las pruebas, no parecía que el bebé tuviera nada malo. Sin embargo, lo más preocupante era lo poco que encajaba el informe de urgencias con lo que había dicho luego la señora Goldin. La mujer había contradicho tajantemente al subordinado de Darlene cuando había asegurado que, durante la primera visita, le había dicho que en el vómito del niño había sangre. (Darlene tenía que fiarse de la palabra de Weiss, pero ¿lo creía realmente? ¿Acaso no formaba parte de su trabajo defenderlo?) Sin embargo, profundizando más en el asunto, ¿qué tipo de madre no querría que un hospital realizara todas las pruebas posibles? Las únicas personas que nunca quieren más pruebas son las que no están aseguradas. Con el tiempo, los médicos desarrollan un sexto sentido que les permite saber a primera vista qué pacientes están asegurados; y aquella gente lo estaba. La madre ni siquiera había querido esperar los resultados de la última prueba.
Siempre que un bebé pierde la conciencia hay que realizar un informe, se trata de una formalidad. Por desgracia, en la actualidad todo tenía implicaciones legales. Y, sin embargo, Darlene se olía que aquel asunto iba a ser problemático: un bebé se desmaya, la madre nos acusa de mentir, dice que ha sido por culpa de una negligencia nuestra... Tenía que aclarar aquel asunto, que podía terminar fácilmente en un pleito.
El viaje en coche de Darlene duró poco, apenas hasta donde terminaba la especulación inmobiliaria de Washington Harbor, en la tercera rampa de entrada de una callecita llamada Meadow's Drive. Cada casa era un enorme rancho, una construcción en la que la segunda planta sobresalía por encima de la primera, como si le hubieran pegado un mordisco a la casa. Cuando el padre blanco de la cita para jugar de su hijo abrió la puerta, Darlene se presentó, le dio las gracias por haberlo cuidado y, naturalmente, se olvidó de sonreír.
—No tiene por qué darme las gracias, doctora Stokes. Queremos mucho a James, de verdad —aseguró el señor Hechler y se puso ligeramente de puntillas, con lo que Darlene creyó intuir cierto entusiasmo liberal por el hecho de que una mujer negra acudiera a su casa.
«Fíjate, una de las "buenas"», imaginó injustamente Darlene que estaría pensando el señor Hechler. «¡Si hasta es doctora!»
Sintió un acceso de orgullo al pensar que había conseguido lo que su madre siempre había querido: pasar de ser la pequeña «Púrpura» de Bushwick a ser alguien que podría haberse llamado perfectamente Rothenberg o Rubinstein.
—... James y Sabrina están jugando al Risk en la cocina —continuó diciendo el señor Hechler—. Adelante.
Hechler llevaba barba de chivo y tenía la expresión de alguien que tenía una vida prometedora: su barbilla puntiaguda y su larga nariz de grulla sugerían una vida en movimiento rectilíneo uniforme hacia adelante.
Pasando por encima del perro labrador color chocolate de la familia, que estaba dormido, condujo a Darlene a la cocina, adonde llegaron en el preciso instante en que su hijo de siete años perdía África.
James, de piel color café y pelo rizado, levantó los ojos del tablero de juego y esbozó una mueca.
—Hola, mamá. No estoy ganando.
Frente a él estaba Sabrina, una niña de pelo rubio.
—Hola, señora Golovin —dijo la niña, con un acento británico de princesita de dibujos animados; erróneamente, llamó a Darlene por el apellido de James (y también del ex marido de Darlene)—. Encantada, encantada —dijo la joven Sabrina.
En el otro extremo de la cocina apareció una mujer rubia, que se dirigió hacia donde estaba Darlene.
—Hola, soy la madre de Sabrina, Linds Hechler —dijo y le tendió la mano—. Encantada de conocerla, doctora Stokes —añadió tras fruncir el ceño y sostener un breve debate interior: obviamente, la señora Hechler había considerado si debía disculparse por la metedura de pata de su hija.
El señor y la señora Hechler estaban ahora uno junto a la otra: gente brillante, de constitución atlética, parecían una pareja de dobles. Darlene se sintió como si fueran a jugar dos contra uno. La mujer, bronceada y con un vestido de verano, le sonreía a Darlene con aquellos ojos azules que parecían de cristal. ¿Se sentiría James como ella se había sentido a su edad?, se preguntó Darlene. ¿Estaría examinando al padre, preguntándose cómo sería aquella especie?
—James es realmente bueno en el Risk —dijo la mujer—. Teniendo en cuenta que era la primera vez que jugaba... ¿En casa suele jugar a otros juegos o...?
La mujer se lanzó con tanto entusiasmo a aquella cháchara insípida (sonriendo ante la mera perspectiva de una conversación banal) que la doctora Stokes cruelmente supuso que era ama de casa.
—James es mejor que yo cuando empecé —dijo la niña, que se había puesto en pie—. ¿Verdad, mamá, que es mejor?
La señora Hechler le dedicó una carcajada alentadora, como diciendo: «Tú también eras buena, cariño».
—Dentro de una semana será el cumpleaños de Sabrina —dijo entonces el señor Hechler, aparentemente hablando con Darlene pero en realidad dirigiéndose a la niña.
—Un placer, un placer —dijo Sabrina.
La doctora Stokes la había conocido ya antes, pero ver a la niña en el contexto familiar era como contemplar un fósil e intentar detectar los rasgos de los rostros adultos que se habían perpetuado en el suyo: los ojos de muñeca de su madre y la nariz poderosa de su padre. Siempre que Darlene veía a los amiguitos de James junto a sus progenitores, se decía que todos somos algo así como Misters Potato, y que hemos sido forjados en un cuarto de juegos embriológico a partir de un repertorio muy limitado de ventanas nasales, orejas y temperamentos.
—Feliz casi-cumpleaños —le dijo Darlene a Sabrina, y le dio un apretón de manos profesional, lo que hizo reír a la niña; era un truco que Darlene había aprendido de otros doctores del departamento de pediatría mejor dotados socialmente que ella.
—A veces juego al ajedrez con mi madre, ¿verdad, mamá? Es un juego más difícil —dijo James con su confiada actitud habitual—. ¿A que sí?
Se estaba frotando el hoyuelo del mentón y se le contraía un pequeño músculo del brazo. Aquél era un gesto que repetía a menudo. Tenía el aspecto vivaracho y atractivo de un niño modelo que nunca saldrá elegido para el gran anuncio por culpa de su pelo rebelde. (Teniendo como padres a un judío y una negra, estaba predestinado a tener el pelo crespo.) ¿No fue Phyllis Stickney quien escribió que nuestros antepasados africanos utilizaron su resistente pelo para levantar las pirámides hasta la altura que tenían? «Vale, pero fueron los judíos quienes las construyeron», pensó Darlene. Así pues, James podía sentirse doblemente orgulloso de la hazaña.
—Vamos a poner música de Coldplay en la fiesta —dijo la señora Hechler y puso el acento en «Coldplay», como si acabara de soltar la palabra «Harvard»—. Fue Sabrina quien nos lo pidió —añadió la mujer; una sonrisa fanfarrona le empequeñeció los ojos—. Le gusta la misma música que a nosotros, ¿no es fantástico? También es nuestro grupo favorito.
—Pronto será el cumpleaños de mi padre —dijo James, con su animada voz juvenil—. Va a cumplir cuarenta, pero se murió.
Y entonces enarcó las cejas.
Inmediatamente Darlene se acercó a él y le pasó la mano por el pelo. Intentó detectar algún signo de pena en su hijo, pero todas las pistas que seguía eran lo bastante sutiles para confundirse con la alegre despreocupación de un niño. James volvió su desarmante rostro hacia ella y parpadeó varias veces antes de que nadie volviera hablar. Sin embargo, la tristeza había invadido el ambiente.
—Sí, el veinticuatro de noviembre —dijo Darlene, muriendo por dentro—, es verdad, James —añadió y apartó la cara para ocultar su turbación.
Encima de la mesa de granito supletoria, había varios cazos de cobre de adorno colgados de una estantería. Había también un montón de periódicos en un rincón de una encimera oscura de piedra; a la vista quedaba un Wall Street Journal subrayado a lápiz.
Fue entonces cuando ocurrió, James empezó a mencionar a su padre después de meses de silencio sobre el asunto.
Durante el trayecto a casa, Darlene puso en práctica el truco maternal consistente en observar al niño por el retrovisor al tiempo que miraba la carretera. El cinturón de seguridad infantil que cruzaba el pecho de James enfatizaba su pequeñez. De vez en cuando se frotaba el mentón.
En silencio, Darlene tramaba lo que debía decir. No quería ser ni demasiado incisiva («¿Piensas mucho en tu padre, últimamente?») ni tampoco demasiado vaga («y, dime, ¿cómo te va?»).
Se dio cuenta de que la felicidad materna es una felicidad de tipo negativo: no estar nervioso, no estar triste, no sentirse decepcionado... Los placeres que había experimentado durante los últimos años habían obedecido a un estado defensivo o, en otras palabras, se definían como la ausencia de preocupaciones. Se preguntó si aquello era tan sólo aplicable a los padres solteros y sin vida social.
—Oye, James, ahora que se acerca el cumpleaños de tu padre... —empezó a decir, intentando parecer despreocupada.
—Tampoco es que se acerque —respondió él—. Es el veinticuatro de noviembre y creo que aún falta bastante para el veinticuatro de noviembre.
James se echó hacia adelante para notar el agradable tirón del cinturón de seguridad y le dedicó a su madre una leve sonrisa.
—¿Quieres que hagamos algo? ¿Que lo celebremos? Tal vez podríamos mirar fotos de él, de tu padre, y luego ir a cenar a casa de la abuela Golovin.
—Vale —dijo James.
Eso fue todo: «Vale». Pero el rostro, de huesos delicados, pareció relajarse con aquellas palabras. A Darlene le dieron ganas de parar y abrazarlo, se sintió desbordada por el cariño hacia su hijo. Y, sin embargo, no tenía ni idea de lo que pensaba su hijo en aquel momento, de lo que sentía. La maestra de James, la señora Castiglia, había dicho que el niño era «impenetrable» (pero un encanto), y no era de extrañar. Tenía una mente opaca.
James y Darlene cruzaron Sand's End y llegaron hasta la zona de la clase media de Washington Harbor. Los nuevos vecindarios, con sus vallas de protección (Harbor Souths, Driftwood Gardens o Madison Park Estates) eran urbanizaciones planificadas, formadas por unidades divididas en apartamentos romboidales comunicados entre sí. Los apartamentos estaban protegidos de los vecinos por puntos de control vigilados. En Searingtown Road los únicos vecinos eran los negocios contiguos (Verizon Wireless, Kinko's y Pomodoro's Pizza), que tenían el nombre impreso en caracteres dorados idénticos en la fachada.
—¿Fotos nuevas de papá? —preguntó James en una reacción tardía, con voz esperanzada y los labios ligeramente abiertos. En realidad era más un deseo que una pregunta.
A Darlene le habría gustado poderle ofrecer algo mejor que su consuelo maternal poco sentimental.
—Bueno, es que no hay fotos nuevas, James —dijo por fin y sus delicados ojos marrones se posaron sobre su hijo—. Pero podemos mirar las antiguas, ¿vale, cariño?
En Searingtown Road, las pequeñas tiendas estaban cubiertas de carteles que anunciaban una Semana de Rebajas Únicas y Descuentos del X% como señuelo. La última vez que Darlene había pasado por allí con James, había dicho: «Fíjate» (como si su hijo fuera a pillar la broma, como si su única compañía constante fuera la de un adulto y no la de un niño de siete años), «Fíjate: la civilización y sus descuentos».
En el coche se había hecho un silencio desgarrador. James se masajeó los ojos con ambas manos, en un gesto muy adulto. Aquél era otro de sus hábitos, como el tic de frotarse el mentón.
—James —dijo Darlene—, siento mucho que tu padre no esté aquí.
Cuando se frotaba los ojos de aquella forma parecía como si quisiera grabar lo que acababa de ver en lo más profundo de su cerebro.
—No pasa nada —respondió en tono amable—. Es como con tu padre, porque... —pero James se detuvo.
Darlene se reclinó con fuerza contra el asiento. Fue un parpadeo, una breve irritación automática. ¡Qué tonta! Recordar que había sido huérfana de padre aún la ponía sensible. Durante una fracción de segundo tuvo la sensación no de estar oyendo a su hijo de siete años, sino a algún chico del barrio que quería meterse con ella. El momento pasó y el sentimiento de culpa que la invadió luego suscitó en Darlene un cariño sin paliativos, una añoranza dolorosa por el hecho de que su hijo estuviera sentado allí, detrás de ella, como una especie de nostalgia del presente, de su pelo crespo, su pecho angosto y sus delicados bracitos, que asomaban de la camiseta blanca.
—Es verdad, James —dijo y sonrió, pero un cosquilleo en la garganta le hizo comprender que, a menos que lograra refrenarse, lloraría—. Yo tampoco tuve a mi padre —añadió Darlene con su voz seria, pesada, y en aquella ocasión no pudo o tal vez no quiso parecer despreocupada.
Charles Stokes: había encontrado en internet doscientas siete personas con ese nombre, pero ninguna de ellas vivía en Nueva York, Long Island o Westchester.
—Quiero que sepas que puedes hablar conmigo de mi padre siempre que quieras —le dijo—. O de tu padre.
—Vale —contestó él, y la miró entornando los ojos. Hacía poco que había decidido llevarlo al oculista para comprobar si era miope, pero aún no lo había hecho; entornaba los ojos muy a menudo.
—Nos tenemos el uno al otro, James, ¿entiendes?
James también se puso serio y asintió, probablemente imitando el gesto de ella.
—Vale.
Era tan pequeño que su seriedad pesaba tan poco como él.
Aquella noche, mientras leía antes de dormir, Darlene pensó que a lo mejor había en el mundo un desconocido que era su hermanastro. Aquella idea recurrente le hizo dejar el libro (On native grounds, de Alfred Kazin),[6] apagar la lámpara de la mesita de noche y fruncir los labios como si hubiera encontrado un resto de la cena entre los dientes, ligeramente preocupada. ¿Cuántas veces puede una misma idea preocupar a una persona? Medianoche es la hora en que a uno le vienen ideas al azar. ¿Qué vínculos familiares podía tener con absolutos desconocidos? Vínculos hechos de especulación, de desconocimiento total, vínculos hechos de humo. Hermanos unidos por una desconexión común. Se dio la vuelta e intentó concentrarse en la calidez y la suavidad de sus sábanas de alta densidad (Darlene no había renunciado por completo a las cosas bonitas después de la muerte de Leo). Cuando estaba en la ciudad, Darlene a veces miraba a la gente que pasaba y se preguntaba: «¿Esa mujer no anda de una forma extraña, parecida a la mía?». O bien: «¿No tiene ésa una nariz ancha como la mía?».
El dormitorio oscuro y la medianoche evocaban siempre aquella maraña de pensamientos aleatorios. Si quería dormirse no podía pensar en Charles Stokes.
Volvió a coger el libro de Kazin y encendió la lámpara. Le gustaba leer para cultivarse, pero lo que realmente le gustaba eran los momentos de confirmación, el «¡ajá, lo sabía!» que acompañaba la lectura de una frase elegante, algo que más o menos ya había pensado antes. Qué hermoso era ver escrita una idea que de alguna manera había sabido siempre pero que nunca había conseguido expresar. Kazin escribía:
Los judíos viejos creían que la única salvación posible se consigue mediante la prudencia, que significa pensar el camino recorrido por cada uno hasta la raíz de toda creación, hasta la razón última de las cosas.
¿Dónde se había escondido aquel pensamiento en Leo? Debido a James, Darlene pensaba a menudo en el judaísmo, lo estudiaba, le contaba al niño lo que aprendía e intentaba familiarizarse con todas aquellas ceremonias que le resultaban tan extrañas. ¿Era posible que el judaísmo simplón e inculto fuera exclusivo de Estados Unidos?, se preguntó. Pero Darlene estaba exhausta y decidió aparcar el libro y apagar la luz.
Los acontecimientos del día empezaban ya a desvanecerse cuando pensó: «¿Y esa mujer, la madre de Sabrina, diciendo: "A nuestra hija le gusta la misma música que a nosotros"?».
Darlene se rió, le había hecho gracia. «Y luego va y dice: "¿No es fantástico?". Ni que Coldplay fuera Stravinsky o vete tú a saber qué.» Darlene se dijo que conocía Coldplay, cuyo cantante entonaba todas las canciones con voz llorosa, sin variación ni demasiado sentido.
Sí, aquello era interesante; era su tema preferido. ¿No era cierto que el rock and roll es algo que hay que superar con la edad? Había padres que decían: «¡Oye, mis hijos toman las mismas decisiones de consumo que yo! ¡Fíjate, nuestra hija sigue los preceptos del Gran Hermano precozmente!». Aquellos padres tenían las almas contaminadas por una especie de niebla tóxica de cultura barata. Aquella mujer tan empalagosa, la madre de Sabrina, con sus cazos y sus paellas de adorno colgados en la cocina como un móvil musical gigante... La tierra del «sí, pero falta algo»... (Por fin empezaba a entrarle sueño.) Se había propuesto escribir un ensayo sobre nuestra cultura, que titularía «Podredumbre». ¿Cuándo iba a escribirlo? Nunca, por supuesto, mientras estuviera ocupada con mil tareas administrativas, labores de investigación y pacientes como Zack Goldin. Por ejemplo, había algo que fallaba..., la señora Goldin no había mostrado ninguna reacción al escuchar los resultados de las pruebas..., tenía demasiada seguridad: ningún resultado parecía sorprenderla. Darlene se colocó bien la almohada y se preguntó si necesitaba estar siempre en lo cierto más que los demás doctores. Conocía a un montón de personas (hombres) que eran incapaces de pensar en nada que no fuera lo mucho que valían. Ella, en cambio, confiaba en sí misma de otra forma. Estaba casi siempre en lo cierto, pero de un modo humilde. Abordaba las cuestiones complejas sin arrogancia, hasta que no había lugar para la incertidumbre. Su hijo y el análisis minucioso eran las dos únicas pasiones que tenia y que nunca iban a aplacarse.
¿Qué había pasado realmente con aquel bebé, con Zack Goldin? ¿Era posible que Weiss la hubiera cagado con el informe? La verdad era que se había mostrado categórico. A lo mejor ella, que sabía por experiencia propia lo que significa ser una buena madre, era la persona más indicada para descubrir si allí había o no gato encerrado.
La doctora Stokes abrió los ojos en la oscuridad.