24
Esa semana ninguna de las chicas llamó a su padre; sin embargo, como las cuatro estaban de vacaciones, tuvieron mucho tiempo para debatir el tema entre ellas. Y, aunque le diesen miles de vueltas al asunto, siempre llegaban a la conclusión de que estaban indignadas por la falta de respeto hacia su madre, odiaban las agallas de Leslie y estaban furiosas con su padre. Y esos sentimientos crecían cada día que pasaba.
No tenían ningún plan para Nochevieja, así que habían decidido pasarla tranquilamente en casa. A Sabrina y a Chris no les gustaba salir esa noche, Tammy no tenía con quién y Candy dijo que un amigo de Los Ángeles viajaría a Nueva York y que planeaban pasar la noche en casa. Y dos días después de Navidad, Annie recibió una llamada de Brad invitándola a salir en Nochevieja; ella le propuso que fuera a su casa con su familia. Le parecía más agradable que andar por ahí.
Chris y las chicas prepararon la cena. Brad llevó algunas botellas de champán. Él y Chris estuvieron hablando antes, duran te y después de la cena, pero la sorpresa más grande la dio el amigo de Candy de Los Ángeles. Era el actor joven más famoso del momento; se habían conocido tres años atrás en una sesión fotográfica y se habían hecho buenos amigos. Él siempre salía con Candy cuando ella estaba en Los Ángeles. No había nada entre ellos; simplemente ella lo consideraba una fantástica compañía. Los hizo reír a carcajadas toda la noche; Brad estaba deslumbrado por la clase de gente que pasaba por esa casa, y Annie insistía en que ni siquiera sabía que su hermana lo conocía.
—Sí, claro. ¿Quién más vendrá? ¿Brad Pitt y Angelina Jolie?
—No seas tonto —dijo ella, riendo—. Te juro que la mayor parte del tiempo solo estamos nosotras, las perras y Chris.
—A ver, repasemos: tu hermana es la supermodelo más importante del país, y tal vez del mundo; tu otra hermana fue una de las productoras más importantes de Los Ángeles y ahora produce el peor programa de Nueva York; acabamos de cenar con un actor que hace que todas las mujeres de entre catorce y noventa años se derritan, ¿y yo debo creer que sois gente normal? ¿Cómo quieres que me crea eso?
—Vale, tal vez ellas no, pero yo sí. Hasta hace seis meses era una artista hambrienta en Florencia. Ahora, ni siquiera eso.
—Sí lo eres —dijo él dulcemente—; ya encontrarás otros senderos para tu arte. No desaparece de un día para otro; solo debes darle un poco de tiempo para que vuelva a emerger de un modo diferente. —Brad parecía confiado.
—Tal vez —dijo ella, aunque sin creerle demasiado. A las doce todos brindaron y se abrazaron. Brad se quedó charlando con ellos hasta las tres de la madrugada, el actor amigo de Candy se durmió en el sofá, después de tomar mucho champán, y Chris y Sabrina se escabulleron temprano. Él le pidió que subieran a su habitación apenas pasada la medianoche y ya no se los volvió a ver.
Chris cerró la puerta de la habitación y besó a Sabrina. La privacidad era algo difícil de conquistar en esa casa. Había subido dos copas y una botella de champán que había comprado él mismo. Sabrina le sonrió. Había sido un año infernal; habían pasado tantas cosas, se habían enfrentado a tantas tragedias, y Chris siempre estaba allí. Este último escándalo con su padre había sido solo un bache más en el camino y ella sabía que podía contar con que Chris estuviese a su lado, pasara lo que pasase.
Mientras la besaba, él sacó una pequeña caja del bolsillo, la abrió y le colocó un anillo a Sabrina. Al principio ella no se dio cuenta de qué pasaba, pero luego reaccionó y se miró la mano. Llevaba puesto un bellísimo anillo de compromiso que él había elegido y que venía en una cajita de Tiffany. Lo había estado planeando durante meses.
—Dios mío, Chris, ¿qué haces? —Sabrina estaba atónita.
Él hincó una rodilla en el suelo antes de responder, y la miró solemnemente.
—Te pido que te cases conmigo. Te quiero más que a nada en el mundo. ¿Quieres casarte conmigo? —Los ojos de Sabrina se llenaron de lágrimas. No era eso lo que tenía en mente. Era un nuevo sobresalto. Y había pasado por demasiados en muy poco tiempo: la muerte de su madre, la ceguera de Annie, la agresión a Candy, y ahora la boda de su padre con una mujer a la que le doblaba la edad y que siempre les había parecido una puta. Simplemente, era demasiado. No estaba preparada para casarse; realmente no estaba lista. Quería terminar ese año dedicada a cuidar a Annie y a vivir con sus hermanas; y tal vez después de eso ella y Chris podrían recuperar su antigua vida, pero no quería casarse. Todavía no se sentía preparada. Lo amaba, pero no tenía necesidad de casarse. Lo que tenían ya le parecía bien.
Sabrina se quitó el anillo y se lo devolvió; las lágrimas le corrían por las mejillas y tenía el corazón roto de pena.
—Chris, no puedo. En este momento, ni siquiera puedo pensar con claridad.
Han pasado tantas cosas este año. ¿Por qué tenemos que casarnos?
—Porque yo tengo treinta y siete años y tú treinta y cinco, quiero tener bebés contigo, llevamos casi cuatro años juntos y no podemos esperar el resto de nuestra vida para crecer.
—Tal vez yo sí pueda —dijo ella con tristeza—. Te amo, pero no sé lo que quiero. Me encantaba lo que teníamos antes, cada uno viviendo en su propio espacio y viéndonos cuando nos apetecía. Sé que no ha sido fácil para ti convivir con mis hermanas, y te quiero por eso; pero simplemente no estoy lista para asumir un compromiso para el resto de mi vida. ¿Y si arruinamos lo que tenemos?
Cada día en el bufete veo a personas iguales a nosotros, que pensaron que estaban haciendo las cosas bien, se casaron, tuvieron niños y luego todo fue fatal.
—Es un riesgo que tenemos que asumir —dijo él, angustiado—. En la vida nunca hay garantías; tú lo sabes bien. Tienes que respirar hondo, saltar a la piscina y dar lo mejor de ti.
— ¿Y si nos ahogamos? —preguntó ella abatida.
— ¿Y si nos va bien? Lo único que sé es que no quiero continuar así; la vida está comenzando a pasar por delante de nuestras narices. He esperado mucho tiempo, pronto seremos demasiado mayores para tener niños, o tú lo serás. Y nunca tendremos una vida real, que es lo que quiero tener contigo. —Su mirada era suplicante y el corazón se le ahogó al ver que ella negaba con la cabeza.
—No lo haré. No puedo —parecía que le iba a dar un ataque de pánico—.
No lo haré. Te mentiría si te dijera que estoy segura.
—No tienes que estar segura —él intentaba razonar con ella—. Solo hace falta que nos queramos, Sabrina. Con eso es suficiente.
—No para mí.
— ¿Qué más quieres? —dijo él, comenzando a enfadarse.
—Quiero una garantía de que es lo correcto.
—Esa garantía no existe.
—A eso me refiero; tengo demasiado miedo para asumir el riesgo. —Él todavía tenía el anillo en la mano; lo guardó en la caja y la cerró—. Te amo, pero no estoy segura de que alguna vez vaya a querer casarme —admitió Sabrina. No podía mentirle. Simplemente no lo sabía y no se sentía preparada para comprometerse, por mucho que lo quisiera.
—Supongo que esa es tu respuesta —dijo él. No se arrepentía de habérselo propuesto; tarde o temprano tenía que enfrentarse a eso. Se puso de pie, fue hasta la puerta y luego se volvió para mirarla—. Sabes, creo que tu padre es un tonto por hacer lo que está haciendo, especialmente tan cerca de la muerte de tu madre y con una mujer más joven que tú; pero aunque nos pueda parecer estúpido, al menos debes respetarlo por tener los cojones de asumir el riesgo.
Sabrina asintió con la cabeza. No lo había pensado de ese modo; estaba furiosa. Pero Chris tenía algo de razón; a su padre le quedaba todavía bastante vida por delante como para arriesgarse.
—Supongo que esa es la clave: no tengo los cojones que hacen falta.
—No, no los tienes —dijo él, y luego salió de la habitación. En lugar de comprometerse, como él esperaba, habían roto. No era la Nochevieja que había planeado. Había soñado con ese momento durante mucho tiempo y la reacción de Sabrina lo había puesto al borde del abismo. Ella se quedó sentada en su habitación, llorando.
Las demás no supieron nada hasta la mañana siguiente, mientras desayunaban; y cuando Sabrina se lo contó, se quedaron perplejas.
—Pensaba que habíais pasado la noche juntos como dos tortolitos —dijo Tammy asombrada.
—No, se fue antes de la una. Le devolví el anillo y se marchó —parecía descorazonada, aunque sabía que había hecho lo correcto. No quería casarse, ni siquiera con Chris. Para ella, lo que tenían era suficiente; más hubiera sido demasiado.
Todas se entristecieron al enterarse de lo que había sucedido, aunque ninguna tanto como Sabrina. Realmente lo quería; simplemente no quería casarse y esas cosas no se podían forzar, ni siquiera con un hermoso anillo y un novio adorable.
Entre la ruptura con Chris y la furia por el casamiento de su padre, enero fue un mes lúgubre en la calle Ochenta y cuatro. Chris no volvió a llamar y ella tampoco lo hizo. No había ningún motivo; no tenía nada nuevo que decirle, y él estaba todavía muy disgustado como para llamarla. Se sentía destrozado por el rechazo y no quería continuar con la relación que tenían. Que ría más. Ella no. Y de pronto ya no había nada más que decir, ni ningún lugar al que ir que no fuese el de seguir cada uno por su lado.
Las primeras semanas de enero las hermanas estuvieron de capa caída, pero pronto las cosas comenzaron a mejorar. Annie salió a cenar varias veces con Brad; siempre lo pasaban bien. Él la convenció de que tomara clases de escultura y ella realmente lo estaba disfrutando. Aunque no fuera capaz de ver lo que hacía, sus trabajos eran sorprendentemente buenos. Él le contó que estaba intentando organizar un ciclo de conferencias sobre teatro, música y artes plásticas, y le pidió que considerara la posibilidad de dar una sobre la galería Uffizi. A Annie le encantó la idea y escribió toda la conferencia en braille. La dio a finales de enero, con gran éxito.
Candy se fue a París la tercera semana de enero para participar en algunos desfiles. Fue la novia de Karl Lagerfeld para Chanel. Le pagaron una suma exorbitante para que desfilase solo para ellos, y la alojaron en el Ritz. Y, por si fuera poco, en el avión de regreso a Nueva York conoció a un hombre interesante: trabajaba de fotógrafo asistente para realizar las prácticas de un posgrado que estaba haciendo en la universidad de Brown, tenía veinticuatro años y ambos fueron riéndose durante todo el trayecto. Se llamaba Paul Smith y acabaría su máster en fotografía en junio, tras lo cual planeaba abrir su propio estudio fotográfico. Dijo que, hacía dos años, había trabajado con ella en una sesión fotográfica en Roma, pero entonces él era apenas un humilde aprendiz y no habían tenido ocasión de conocerse.
Ella le contó lo de Annie y lo de su madre, y también que su padre se casaría dentro de dos semanas con una chica de treinta y tres años.
—Guau, qué complicado —dijo él, comprensivo. Sus padres se habían divorciado cuando él tenía diez años y ambos se habían vuelto a casar. Dijo que sus padrastros eran enrollados—. ¿Y tú cómo te sientes? —preguntó, refiriéndose al casamiento de su padre.
—La verdad, fatal —dijo ella con honestidad.
— ¿Conoces a la novia? —preguntó interesado.
—En realidad, no. La conocía de pequeña. Mis hermanas la llamaban «la puta» porque trató de robarle el novio a mi hermana mayor cuando tenía quince años.
—Tal vez deberíais darle una oportunidad —dijo él, cauteloso.
—Tal vez sí, pero nos parece que es muy pronto para que nuestro padre se vuelva a casar.
—La gente hace cosas estúpidas cuando está enamorada —dijo él con sensatez, y luego cambiaron de tema. Él era de Maine y adoraba navegar, así que le habló de sus carreras y de sus aventuras náuticas.
Compartieron un taxi para ir hasta la ciudad; él la dejó en su casa y prometió llamarla la próxima vez que estuviera en Nueva York. Al día siguiente se marchaba a Brown, en Rhode Island, y estaría allí hasta su graduación, en junio.
Era agradable para Candy estar con alguien de su edad, que además realizaba actividades sanas e iba a la universidad.
Cuando Candy llegó a casa, sus hermanas no estaban. Ahora que no salía con Chris, Sabrina trabajaba más que antes; Tammy, como siempre, vivía enloquecida con el programa, y Annie parecía estar tomando más clases que nunca en la escuela y salía mucho con Brad los fines de semana. Así que fue un alivio cuando Paul la invitó a visitarlo en Brown dos semanas después. Estaba haciendo una exposición de sus fotografías. Fue un fin de semana fantástico para ambos y a ella le encantó conocer a sus amigos, que se quedaron estupefactos al darse cuenta de quién era ella. Sin embargo, por primera vez, todos la trataron como a una chica más. Fue lo más divertido que Candy había vivido en años, incluso más que la vida nocturna de Nueva York.
Tammy estaba nuevamente reunida con la gente de la cadena cuando se encontró con el hombre que había conocido antes de las vacaciones de Navidad, el que se iba a St. Bart’s con su familia y que no llamó cuando regresó. Ella jamás pensó que lo haría, así que no sufrió ninguna desilusión. Después de las reuniones, él volvió a presentarse. Le dijo que su nombre era John Sperry y que lamentaba no haberla llamado.
—He estado dos semanas con una gripe —dijo apenas la vio. Era una excusa bastante pobre, pero buena como cualquier otra. Tammy lo miró y sonrió. Si hubiera sido un loco, seguramente la hubiera llamado—. Piensas que te miento, ¿no? Te lo juro, he estado muy enfermo, casi cogí una neumonía.
Ella estuvo a punto de reírse; ya había oído esa historia antes.
—Podías haber dicho: perdí tu número. Eso también me lo creería. —Claro que siempre podría haberla llamado al programa.
—No tenía tu número —le recordó él, avergonzado—. Pero ahora que lo pienso, ¿por qué no me lo das? —Ella se sintió tonta dándoselo, y además, de todos modos, no tenía tiempo para salir con él. Tenían un millón de problemas en el programa. Había vencido el contrato del presentador y este pedía el doble de dinero. Le habían disparado una vez y lo habían agredido otras dos. Sentía que merecía el mismo sueldo que un soldado en activo por trabajar en ese programa, y en verdad no estaba equivocado. Además, la audiencia lo adoraba, así que tenía a los productores entre la espada y la pared. Tammy había estado discutiendo el problema con Irving Solomon y con la gente de la cadena toda la mañana. Ella estaba tentada a dejarlo ir, pero temía que eso repercutiera en los índices de audiencia, lo cual disgustaría a los patrocinadores.
Volvió a su oficina y se olvidó nuevamente de John Sperry. En su escritorio encontró algo sobre un programa especial de San Valentín y, al verlo, pensó en su padre. Se casaría el día de San Valentín y ni ella ni sus hermanas habían hablado con él desde el día después de Navidad, cuando se lo había contado. No sabía qué hacer. No podían rechazarlo para siempre, pero todavía no estaba preparada para tratar con Leslie y asumir el matrimonio. Ninguna de las cuatro lo estaba.
Esa noche, Tammy lanzó el tema en casa y preguntó a sus hermanas qué harían con su padre. Él tampoco las había llamado. Evidentemente, se sentía herido por sus reacciones, y ellas estaban horrorizadas por lo que él hacía. Creían que estaba traicionando a su madre. Hacía cinco semanas que ninguna de ellas hablaba con él, algo que jamás había sucedido antes.
—Quizá alguna de nosotras debería llamarlo —sugirió Sabrina, pero ninguna se ofreció como voluntaria.
—No quiero ir a esa boda —dijo Candy rápidamente.
—Ninguna de nosotras quiere ir —dijo Tammy con un suspiro—. ¿Cómo vamos a ir? Sería una terrible falta de respeto hacia mamá.
—Pero es nuestro papá —dijo Candy dubitativa.
— ¿Por qué no salimos algún día a almorzar con él, o lo invitamos a comer aquí? —propuso Annie. Ella también había estado meditando el asunto durante semanas. Y la verdad era que todas lo echaban de menos. El problema era que no querían a Leslie en sus vidas; al menos no todavía, y quizá no la querrían nunca; todo dependía de cómo se comportara. Pero, por el momento, ninguna de las cuatro estaba preparada para incluirla en la familia. Era un dilema terrible porque tampoco querían perder a su padre.
— ¿Habéis pensado que podrían llegar a tener un bebé? —mencionó Sabrina, y Tammy gimió.
—Por favor, no digas eso que me harás enfermar —dijo Tammy con pena.
Al final, tras horas de debate, decidieron invitarlo a tomar algo en casa. Era menos violento que sentarse frente a una comida en un restaurante rodeados de extraños. Y, por ser la mayor, decidieron que fuese Sabrina quien lo llamara. Esta estaba insegura y nerviosa cuando marcó el número de la casa de Connecticut. ¿Y si la atendía Leslie?
Su padre respondió enseguida, y parecía tan emocionado de oírla que Sabrina sintió pena; era obvio que él tampoco quería perderlas. Aceptó sin dudar la invitación para el día siguiente y no mencionó a Leslie en ningún momento; de hecho, por un instante, Sabrina llegó a desear que hubiese cambiado de idea. Pero sabía que, de haberlo hecho, las habría llamado para decírselo.
Esa tarde todas regresaron más temprano del trabajo y, al ver a su padre, notaron que estaba nervioso. Lo hicieron pasar a la sala y se sentaron.
—Asumimos que sigue en pie el casamiento el día de San Valentín — comenzó Tammy, con una chispa de esperanza en los ojos que pronto se apagó.
—Sí, así es. Nos casaremos en Las Vegas, lo cual suena un poco tonto, lo sé, pero sabía que ninguna de vosotras querría asistir y es muy pronto para dar un escándalo.
—Es muy pronto para que te cases —dijo Tammy, y su padre la miró directamente a los ojos.
—Si me habéis llamado para disuadirme, os aviso que no lo lograréis. Sé que os parece demasiado pronto, pero a mi edad no se tiene mucho tiempo. No hay ninguna razón para que tengamos que esperar.
—Podrías haber esperado por nosotras —señaló Sabrina— y por mamá.
— ¿Seis meses más hubieran sido una gran diferencia para vosotras? — preguntó él—. ¿Os hubiera gustado más Leslie entonces? No lo creo. Y es nuestra vida, no la vuestra. Yo jamás interfiero en lo que vosotras hacéis. No le digo a Sabrina que debería casarse, que Chris es un chico fantástico y que debería hacer algo al respecto si es que quiere tener hijos. No le digo a Tammy que tendría que dejar de trabajar en esos programas delirantes y buscarse un chico decente. Ni a Candy que debería ir a la universidad. Ni a Annie que debería buscar un trabajo, aunque esté ciega. Vuestra madre y yo siempre os hemos respetado. No siempre estábamos de acuerdo con lo que hacíais, pero os dimos el espacio para que cometierais vuestros propios errores y tomarais vuestras decisiones. Ahora tenéis que darme el espacio para que yo tome las mías. Tal vez lo que estoy haciendo sea una locura. Tal vez Leslie me deje dentro de seis meses por un tipo más joven, o tal vez seamos felices por el resto de nuestras vidas y ella me cuide cuando sea mayor.
Necesito saberlo. Eso es lo que quiero. No es lo que vosotras queréis para vosotras mismas y para mí, pero es lo que yo quiero hacer y lo que creo que necesito. Leslie es una buena mujer y nos queremos. Y, además, haga lo que haga, vuestra madre no volverá. Ella fue el amor de mi vida, pero se ha ido, y la verdad es que no quiero estar solo. No puedo estar solo, soy muy infeliz. Y Leslie es una buena compañía. Nos queremos, aunque de un modo diferente del que yo quería a vuestra madre; pero ¿por qué no puedo tener una segunda oportunidad? —Ellas lo escuchaban sin interrumpirlo y, ciertamente, lo que decía tenía algo de sentido.
Respiraron profundamente de forma colectiva y Candy lo abrazó. Pensaba en lo que Paul le había dicho en el avión, sobre darle a Leslie una oportunidad. El tiempo lo diría. Por el bien de su padre, deseaba que fuese una mujer decente, aunque a ella no le gustara. Era demasiado pronto para ellas.
—Te queremos, papá —dijo Tammy—. Es solo que no queremos que cometas un error, o salgas perjudicado.
— ¿Por qué no? Vosotras lo hacéis. Todos lo hacemos; los errores son parte de la vida. Si es un error muy grande, llamaré a Sabrina y lo solucionaremos. —Él y su hija mayor intercambiaron una sonrisa.
—Espero por ti que esto funcione —dijo ella en voz baja. Estaban tan felices viéndolo otra vez; lo habían echado mucho de menos.
—Yo también. Lo único que puedo hacer es intentarlo. Y lamento que no os guste, sé que es duro para vosotras. Para mí también es un gran cambio. —Y era demasiado pronto para ellas.
— ¿Tenemos que verla, papá? —fue Annie quien lo preguntó. Ninguna quería verla, pero entendían que debían hacerlo. Él fue más razonable de lo que esperaban. Todavía era el padre que tanto amaban.
—Tomémonos un tiempo —dijo con sensatez—. Volvamos al punto de partida; pensé que nunca más sabría de vosotras. —Había pasado un mes horroroso.
—Te hemos echado mucho de menos —dijo Candy.
—Yo también —admitió él, mientras Sabrina abría una botella de vino.
Tomaron un trago, se abrazaron y prometieron volver a verse pronto. Poco después, él se marchó. La reunión había ido mejor de lo que imaginaban. Su padre se casaría, pero al menos volvían a hablarse y él no esperaba que acogiesen a Leslie, ni siquiera que la viesen por ahora. Tenía la esperanza de que, pasado un tiempo, se acostumbraran a la idea. Y les dijo que ese año no habría fiesta del Cuatro de Julio; sería muy duro para todos, y ahora ese día era el aniversario de la muerte de su madre, no una fiesta. Dijo que él y Leslie se irían a Europa en julio, y que ellas eran libres de hacer otros planes. Era un alivio para todos; nadie hubiera podido soportar esa fiesta nunca más, y menos todavía con Leslie rondando por la casa.
— ¿Qué haremos para el Cuatro de Julio? —preguntó Candy.
—No nos preocupemos por eso todavía —dijo Sabrina sabiamente. Al menos ahora se hablaban con su padre. Y todas estuvieron de acuerdo en enviar flores y champán a Las Vegas el día de San Valentín. Era una señal de tregua que sabían que le agradaría a su padre. Sin embargo, no dejaba de ser rarísimo pensar que tendrían una madrastra más joven que su hermana mayor. No habían imaginado nada parecido al morir su madre. Tampoco lo había hecho su padre; Leslie había pasado por su casa y el amor simplemente había surgido.
Todavía estaban hablando cuando sonó el móvil de Tammy, no imaginaba quién podía ser a esas horas. Era John Sperry, invitándola a almorzar al día siguiente. Ella se quedó perpleja al oír su voz.
—No puedo creer que me hayas llamado —dijo con asombro.
—Te dije que lo haría, ¿por qué estás tan sorprendida? —Ella estuvo tentada de contestar: porque los chicos normales no me llaman nunca; solo los locos y raros. Tal vez él también lo fuera y su normalidad solo era una apariencia. ¿Cómo saberlo? Ya no se creía capaz de reconocer a un chico normal aunque lo tuviera frente a sus narices.
—No sé por qué estoy sorprendida. Supongo que porque la mayoría de la gente no hace lo que dice. Por cierto, ¿cómo te fue en St. Bart’s?
—Divertido. Voy allí con mi familia todas las Navidades. Tengo tres hermanos, y ellos llevan a sus esposas e hijos.
—Yo tengo tres hermanas —dijo ella, sonriendo. El cuadro que él había hecho de su familia era atractivo, y similar al de ella, con la excepción de que ninguna de sus hermanas estaba casada ni tenía hijos.
—Lo sé. Dijiste que habías renunciado a tu trabajo y venido a Nueva York para cuidar de tu hermana. Eso me impresionó. —Y, de verdad, estaba muy impresionado—. ¿Qué le pasó a tu hermana? —Tammy había salido de la sala para hablar más tranquila.
—Es una larga historia, pero ahora ya está bien —y, al decirlo, se dio cuenta de que ya habían cumplido con la mitad del contrato, y sintió tristeza. Le encantaba vivir con sus hermanas. Tal vez cuando su contrato expirara podrían conseguir otra casa; ninguna planeaba irse a otra parte. Quizá vivieran juntas para siempre. Cuatro solteras en una casa. El único que parecía haber encontrado un amor verdadero era su padre, aunque a Annie también le estaba yendo bien con Brad, y el chico que Candy había conocido en el avión le caía bien. Pero su vida amorosa y la de Sabrina estaban estancadas. La suya lo había estado durante años.
A cambio, tenía un reality show.
—Dijiste que tu hermana tuvo un accidente, ¿qué le pasó? —parecía interesado. Quizá era solo curiosidad, pero hablar con él le resultaba agradable.
Parecía un buen chico. Y era inteligente, guapo y tenía un trabajo relativamente importante.
—Perdió la vista. Fue terrible para ella. Es artista, o más bien lo era. Está haciendo un entrenamiento especial en la escuela para ciegos Parker.
—Qué curioso —dijo John, pensativo—. Uno de mis hermanos es sordo, y todos sabemos el lenguaje de signos. Pero él nació así. Debe haber sido duro para ella perder la vista de mayor.
—Sí, lo es. Pero ha sido muy valiente.
— ¿Tiene un perro lazarillo? —preguntó él, interesado.
—No —sonrió Tammy—, detesta los perros. Tenemos tres en casa, cada una tiene uno, pero son pequeños, bueno, dos de ellos son pequeños; mi hermana mayor tiene un basset que se llama Beulah. Sufre una depresión crónica. —Él sonrió ante la imagen.
—Tal vez necesite un psiquiatra —dijo él, bromeando.
—Nosotras ya tenemos varios.
—Eso me recuerda algo que quería preguntarte. Por favor, dime la verdad sobre Désirée Lafayette: ¿antes era un hombre? —Tammy soltó una carcajada.
—Siempre me he preguntado lo mismo.
—Parece un chico de esos que hacen striptease.
—Seguramente le encantaría saber que piensas eso. Quiere que consiga que Óscar de la Renta le diseñe el vestuario. Todavía no he tenido el valor de preguntárselo; o, más bien, no he tenido el presupuesto necesario.
—Estoy seguro de que se puede arreglar.
—Yo espero que no.
Ambos estuvieron haciendo bromas sobre el programa durante varios minutos; luego él reiteró su invitación para almorzar y sugirió un restaurante que a Tammy le gustaba mucho. Era una oferta atractiva y era agradable salir alguna vez de esa oficina. No lo hacía con frecuencia, por lo general estaba demasiado ocupada apagando incendios como para detenerse a comer. Quedaron para almorzar al día siguiente a la una.
Cuando cortó y regresó a la sala, sus hermanas le preguntaron con quién hablaba.
—Una persona de la cadena con la que me he encontrado varias veces en reuniones. Me invitó a almorzar —respondió ella, con cierta reserva.
—Parece divertido —dijo Sabrina con una triste sonrisa. No había salido desde que ella y Chris habían roto, hacía ya un mes. Iba de casa al trabajo y del trabajo a casa; no tenía ganas de nada más. Solo pensaba en Chris, lo echaba muchísimo de menos y no sabía absolutamente nada de él. Continuaba pensando en el hermoso anillo y en la proposición que tanto la había horrorizado. No era tan valiente como su padre. O tan tonta. No creía que su matrimonio con Leslie pudiera funcionar. Sin embargo, le deseaba lo mejor, aunque pensara que se había comportado de manera muy irrespetuosa hacia la memoria de su madre. Sin embargo, pese a todo, lo quería, y estaba feliz de que hubieran vuelto a hablarse.
Al menos era algo. De todos modos, seguía preocupada, al igual que sus hermanas, por el modo en que ese matrimonio influiría en ellas y en cómo trastocaría la relación que tenían con su padre.
Al día siguiente, Tammy almorzó con John Sperry. Era un tipo inteligente e interesante y, lo que es más importante, le gustaba. Tenía un millón de proyectos laborales y personales, hacía deporte, le encantaba el teatro y era ambicioso en su trabajo. Estaba muy unido a su familia y tenía treinta y cuatro años. Al acabar el almuerzo, ambos se habían dado cuenta de que tenían mucho en común.
— ¿Qué hacemos ahora? —preguntó él mientras salían del restaurante—. ¿Cena u otro almuerzo? —Pero inmediatamente se le ocurrió una idea mejor—. ¿Qué tal un partido de tenis en mi club el sábado por la mañana?
—Soy una jugadora deplorable —advirtió ella. Sin embargo, le pareció divertido.
—Yo también —reconoció él—, pero lo disfruto de todos modos. Luego, si tienes tiempo, podríamos almorzar en el club, o en algún otro sitio. —Iba poco a poco, y eso a Tammy le agradaba. No le gustaban los hombres que en la primera cita ya querían meterla en la cama. Y además, no le hubiera molestado en absoluto que solo fueran buenos amigos. No tenía muchos amigos en Nueva York; todos sus amigos estaban en Los Ángeles y nunca tenía tiempo de viajar para verlos.
Tammy regresó al trabajo de muy buen humor. Al día siguiente, John la llamó para saber cómo estaba, y le envió un memorando desde su oficina con una broma que ella celebró a carcajadas. Tammy pensó que había hecho un buen fichaje para su vida. No era un relámpago —precisamente lo que no quería—, sino más bien la tranquila aparición de alguien confiable. Ella sentía su presencia, pero no la alteraba ni la ponía tensa; por el contrario, era algo muy cómodo. Y además, no hacía ninguna dieta extraña ni era fanático de ninguna religión. Con solo eso ya le parecía una maravilla.
Tammy habló muy poco de él a sus hermanas; la relación todavía no significaba nada. El sábado volvió a casa feliz, relajada y cansada tras el partido de tenis que John había ganado con facilidad; jugaba mucho mejor de lo que había dicho, pero ella no hizo ningún comentario al respecto. Y después del partido habían almorzado y caminado por el parque. Todavía hacía frío, pero no tanto como para no disfrutar de un paseo. Cuando regresaba a casa, se encontró con Annie y Brad, que iban a una exposición táctil de arte conceptual. Brad había leído algo al respecto y pensaba que a Annie le gustaría. Iban conversando animadamente; él quería que ella diera más conferencias en la escuela y pensaba que tal vez podría hacer un ciclo sobre museos, o sobre las obras de arte que había en cada una de las ciudades italianas que Annie había visitado. Tenía una memoria excelente y había muchas cosas que podía compartir con sus compañeros.
— ¿Dónde has estado? —preguntó Annie. Parecía feliz con Brad, y Tammy los miraba encantada. Candy se había ido a Brown a visitar a Paul y era ya el segundo fin de semana consecutivo.
—He ido a jugar al tenis con un amigo —respondió Tammy con tranquilidad—. ¿Está Sabrina en casa?
—Sí, en su habitación. Creo que se está poniendo mala. Tiene la voz fatal.
Tammy asintió con la cabeza. Sabrina parecía enferma desde Nochevieja.
—Pasáoslo bien. Os veré luego.
—Volveremos tarde; después de la exposición iremos a cenar.
—Vale, divertíos. —Tammy entró en la casa riendo para sí. Annie estaba tan radiante con Brad, y se los veía tan a gusto juntos; todo parecía ir de maravilla.
Estaba feliz de que Sabrina hubiese ganado la apuesta.
Subió las escaleras para ver cómo estaba Sabrina; la encontró acostada con la habitación a oscuras. Tammy sospechaba que no estaba enferma, sino deprimida.
Lamentaba tanto que hubiese roto con Chris; era un hombre fantástico, y siempre había sido tan bueno con Sabrina. Le parecía vergonzoso que su hermana tuviera tanta aversión al matrimonio. Si albergara el más mínimo deseo de casarse, Chris sería el hombre indicado. Pero aparentemente ella no podía; parecía incluso preferir perderlo a casarse.
— ¿Cómo estás? —preguntó Tammy dulcemente, y su hermana se echó a temblar. Estaba pálida, ojerosa, y parecía exhausta. La ruptura no había sido para ella una liberación, como sucede a veces, sino, por el contrario, una enorme pérdida, y todavía lo era. Llevaba un mes sufriendo.
—No muy bien —dijo Sabrina, y se giró para ponerse de cara al techo—. Tal vez papá tenga razón cuando dice que en la vida uno debe asumir riesgos. Pero no me imagino casada con nadie, nunca. Ni teniendo hijos; es una responsabilidad terrible y me aterra.
—Pero tú estás cuidando de todas nosotras —le recordó Tammy—. Haces de madre, sobre todo de Annie y de Candy. ¿Cuál es la diferencia entre cuidar hermanas y cuidar hijos?
—La diferencia es que a vosotras os puedo mandar a paseo, a los hijos, no. Y si te equivocas, los jodes de por vida. Lo veo todos los días en mi trabajo.
—Deberías haberte dedicado a organizar bodas en lugar de resolver divorcios. Sería mejor para tu futuro.
Sabrina respondió con una sonrisa.
—Sí, quizá sí. Chris debe de odiarme. Fue tan dulce esa noche con el anillo, pero yo no podía aceptarlo. No es por él, Dios sabe cuánto lo quiero. Incluso no me importaría vivir juntos; es solo que no quiero papeles de por medio. Luego es un lío deshacerlo. De este modo, si quieres separarte, dices adiós y listo; no necesitas un serrucho para separar las vidas.
— ¿Y tú eres un serrucho?
—Ese es precisamente mi trabajo —confirmó Sabrina. Lo veía de ese modo —. Investigo todo lo que la gente tiene, el corazón, la cabeza, la billetera, los niños.
Parto a los pequeños por la mitad y le doy, legalmente, una parte a cada padre.
Dios mío, ¿quién puede desear pasar por todo eso?
—Mucha gente se casa. —Tammy no estaba tan preocupada por el tema como Sabrina, aunque también la inquietaba—. Eso me recuerda algo: no quise decirle nada a papá, pero espero que firme un acuerdo prematrimonial.
—Espero que no sea tan estúpido de no hacerlo —dijo Sabrina, sentándose en la cama. Había estado horas acostada pensando en Chris—. Le enviaré un email y se lo recordaré. No es asunto mío, pero alguien tiene que decírselo.
— ¿Ves a lo que me refiero? Tú cuidas de todos. ¿Por qué no hacerlo con tus propios hijos en lugar de con adultos? Debe de ser más divertido con niños.
—Quizá sí. —Sonrió, aunque no parecía muy convencida.
Luego bajó a comer y le preparó también algo a Tammy. Candy llamó un rato después para avisarles de que estaba bien; después del terrible incidente con Marcello, llamaba constantemente y les decía dónde estaba. Jamás iba a la casa de nadie, e incluso en Rhode Island se alojaba en un hotel. Sabrina pensaba que ella y Paul todavía no habían dormido juntos. Candy era ahora extremadamente cautelosa y a Paul no parecía importarle, lo cual hablaba bien de él. Y además era joven y sano; no parecía alguien a quien le gustara maltratar chicas. El que sí era bastante mayor era Brad. Pero, por alguna razón, la diferencia de edad entre él y Annie no parecía tener la menor importancia. Annie era una chica muy madura para su edad y Brad era un hombre protector, lo cual tranquilizaba a sus hermanas mayores, e incluso a Candy. Todas aprobaban el romance de Annie y Brad.
Sabrina y Tammy pasaron una noche tranquila; vieron películas, hicieron los crucigramas del Times entre las dos y se relajaron de sus frenéticas semanas laborales. El domingo John llamó a Tammy y estuvieron hablando un rato. Esa noche, Tammy bañó a las perras. Annie salió nuevamente con Brad a una cena con amigos.
—Llevamos una vida bastante exótica, ¿no? —comentó Tammy, mientras secaba a uno de los perros y Sabrina pasaba con un montón de toallas limpias. Se sonrieron y respiraron aliviadas cuando, un poco más tarde, Candy llegó a casa.
— ¿Cómo te fue? —preguntó Tammy, mientras la hermana menor apoyaba su bolso en el suelo.
—Genial. Pasamos mucho tiempo con sus amigos —estaba excitadísima por el fin de semana, parecía disfrutar mucho de estar con gente de su edad.
Esa noche, finalmente, las cuatro hermanas se reunieron en casa. Dejaron abiertas las puertas de sus habitaciones, así que se dieron las buenas noches a gritos. Cada una en su cama sonreía y pensaba en la suerte que tenía de poder contar con las otras, no importaba qué pasara con los hombres que había en sus vidas.