21

El lunes después del día de Acción de Gracias la vida retomó su curso normal. Sabrina y Chris salieron juntos hacia el trabajo, Tammy corrió a otra reunión con los responsables de la cadena y Annie cogió un taxi hacia la escuela.

Planeaba comenzar a ir en autobús, pero aún no se sentía preparada. Hacía tres meses que asistía a la escuela Parker. Ese día, las cosas eran un poco más complicadas porque la noche anterior había nevado y el suelo estaba resbaladizo y traicionero. Cuando estaba a punto de entrar en la escuela, Annie pisó un trozo de hielo y se cayó, esta vez no de rodillas, sino de culo. Y, a diferencia de la primera vez, en lugar de llorar, se echó a reír.

Acababa de saludar a Baxter, que oyó el ruido que su amiga hizo al caer.

¿Qué pasa? —preguntó él, intrigado por lo que estaba sucediendo. La voz de Annie venía de abajo, y era risueña.

—Estoy sentada en el suelo. Me he caído.

¿Otra vez? Qué patosa eres. —Ambos rieron, y enseguida alguien la ayudó a levantarse. Era una mano firme y fuerte.

—Está prohibido hacer patinaje artístico en la puerta de la escuela, señorita Adams —bromeó una voz que Annie al principio no reconoció—. Para eso está el Central Park. —Mientras la ayudaba a levantarse, ella se dio cuenta de que se le habían mojado los tejanos, y que no tenía nada para cambiarse. E inmediatamente reconoció la voz: era Brad Parker, el director de la escuela. Annie no había hablado con él desde el primer día de clases.

Baxter oía hablar a Brad, pero sabía que se les hacía tarde, así que le dijo a Annie que la vería en el aula y que no se retrasara.

—Veo que sois amigos —dijo Brad con agrado, mientras apoyaba la mano de Annie en su brazo y la conducía hacia la escuela. El suelo estaba cubierto de hielo. Ese año había nevado muy pronto y siempre había alguien que se resbalaba en la entrada, aunque intentaban retirar toda la nieve.

—Es un chico fantástico —dijo ella, refiriéndose a Baxter—. Los dos somos artistas y los dos sufrimos un accidente este año. Creo que tenemos mucho en común.

—Mi madre también era artista —dijo Brad Parker—; pintaba, aunque en realidad lo hacía como hobby. Era bailarina en el ballet de París, y a los veinte años tuvo un accidente de coche que terminó con sus dos carreras. Sin embargo, hizo algunas cosas maravillosas desde entonces.

¿Qué hizo? —preguntó Annie educadamente. Era increíble cuántas vidas se perdían o quedaban destrozadas a causa de accidentes automovilísticos. Había conocido varios casos en la escuela, y algunos de ellos eran artistas, como ella.

Entre los ochocientos alumnos, había innumerables historias trágicas.

—Enseñó danza. Y era muy buena. Conoció a mi padre cuando tenía treinta años, pero siguió enseñando aun después de casada. Era una mandona nata —rió —. Mi padre era ciego de nacimiento y ella le enseñó a bailar. Siempre quiso fundar una escuela como esta; por eso lo hice yo cuando ella murió. Damos clases de baile también: bailes de salón y danza clásica. Deberías intentarlo alguna vez, quizá te guste.

—No creo, si no puedo ver —dijo Annie sin rodeos.

—A la gente que va a esas clases les gusta —dijo él impertérrito, al tiempo que notaba que ella se tocaba los pantalones mojados. Estaba empapada por la caída, y se preguntaba si la dejarían volver a casa—. Por cierto, tenemos un armario con ropa de repuesto para este tipo de situaciones. ¿Sabes dónde está? —

Ella negó con la cabeza—. Te lo enseñaré. Te pondrás enferma con esos pantalones mojados todo el día —dijo él amablemente. Tenía una voz suave y cálida, y parecía una persona con sentido del humor. Tras sus palabras había siempre una risa agazapada. Parecía un hombre feliz —decidió ella— y agradable; y lo era de un modo paternal. Annie pensó qué edad tendría; le parecía que no era joven, pero no se atrevía a preguntárselo.

Brad la llevó hasta el almacén, donde había un armario con ropa que habían donado para estudiantes sin recursos o para situaciones de este tipo. Rebuscó un poco y le dio unos vaqueros.

—Creo que estos te pueden ir bien. Hay un probador con una cortina al fondo de esta misma habitación; yo esperaré aquí. Y hay más, si quieres. —Ella se los probó con un poco de vergüenza y notó que le quedaban grandes, pero al menos estaban secos. Salió del probador con el aspecto de una niña huérfana, y él rió—. ¿Puedo doblarte el bajo? De lo contrario te volverás a caer.

—Sí, claro —contestó ella, todavía avergonzada. Él le arremangó los pantalones hasta que le quedaron bien—. Gracias. Tenías razón; mis pantalones están muy mojados; pensaba volver a casa a cambiarme cuando fuera la hora del almuerzo.

—Para entonces ya habrías cogido un resfriado —dijo él, y ella rió.

—Pareces mi hermana. Siempre está preocupada pensando que me haré daño, que me caeré, que enfermaré. Actúa como si fuese mi madre.

—Eso no está tan mal. Todos necesitamos una madre a veces. Yo todavía echo de menos a la mía y hace casi veinte años que murió.

Annie respondió en voz muy baja:

—Yo perdí a la mía en julio.

—Lo siento —dijo él, y pareció sincero—. Es muy duro.

—Sí, lo fue —dijo ella honestamente—. Y la Navidad será difícil este año. —

Annie estaba agradecida de que ya hubiera pasado el día de Acción de Gracias.

Pero todas temían la llegada de la Navidad sin la presencia de su madre. Habían estado hablando de eso mientras se repartían su ropa.

—Yo perdí a mi madre y a mi padre al mismo tiempo —dijo él, cuando ella se dirigía hacia la puerta, rumbo a su clase—. Fue en un accidente de avión.

Cuando ya no hay nadie entre tú y el más allá, te ves obligado a crecer de golpe.

—Nunca lo había pensado de ese modo —dijo ella reflexiva—, pero tal vez tengas razón. Yo todavía tengo a mi padre. —Para entonces, ya habían llegado a la puerta del aula de Annie. Esa mañana tenía clase de braille y por la tarde entrenamiento para desenvolverse en la cocina. Debían preparar un pastel de carne, una comida que ella odiaba. Por suerte Baxter estaba en la misma clase y se divertían haciendo payasadas. Ahora Annie era capaz de hacer magdalenas perfectas y de cocinar pollo. Había preparado ambas recetas en casa y la habían ovacionado—. Gracias por los tejanos. Los devolveré mañana.

—Cuando quieras —dijo él amablemente—. Que pases un buen día, Annie.

—Y luego agregó—: Juega mucho en el patio. —Ella se echó a reír. Él tenía una gran ventaja: podía verla, y aunque ella no, le parecía que tenía una hermosa voz.

Annie se sentó discretamente en su asiento en la clase de braille y Baxter empezó a meterse con ella.

—Así que ahora el director de la escuela te lleva los libros ¿eh?

—Oh, cállate —dijo ella, y rió por lo bajo—. Me acompañó a buscar unos tejanos secos.

¿Y te ayudó a ponértelos?

—Basta ya. Y no, solo me los arremangó. —Baxter sofocó una carcajada y continuó bromeando con el tema toda la mañana.

—Por cierto, he oído que es muy guapo.

—A mí me parece que es un hombre mayor —dijo Annie con pragmatismo.

Brad Parker no se le había insinuado, solo había sido servicial y actuado como el director de la escuela—. Además, tú no te molestaste en ayudarme cuando me caí de culo en la puerta de la escuela.

—No podía —dijo Baxter con sencillez—. Soy ciego, tonta.

¡No me digas tonta! —Eran como niños de doce años. La profesora los riñó, y poco después Baxter añadió—: Creo que tiene treinta y ocho o treinta y nueve años.

¿Quién? —Annie estaba concentrada en sus deberes de braille, furiosa porque había hecho mal casi la mitad de los ejercicios. Era más difícil de lo que se imaginaba.

—Parker. Creo que tiene treinta y nueve.

¿Cómo lo sabes? —Annie parecía sorprendida.

—Yo lo sé todo. Divorciado, sin hijos.

¿Y? ¿Qué significa eso?

—Quizá le gustes. Tú no puedes verlo, pero él a ti sí. Y la gente me ha dicho que eres guapísima.

—Te mintieron. Tengo tres cabezas y dos barbillas en cada una. Y Parker no flirteó conmigo, solo fue amable.

—No existe la amabilidad entre un hombre y una mujer. Se tiene interés o no se tiene. Tal vez él sí tenga.

—No importa si tiene o no tiene interés —dijo ella con pragmatismo—.

Treinta y nueve años es mucho, es muy mayor para mí. Solo tengo veintiséis.

—Sí, tienes razón —dijo Baxter—, es mayor para ti. —Y, dicho eso, ambos volvieron al aprendizaje del braille.

Esa tarde, cuando Annie regresó de la escuela, sus hermanas todavía no habían vuelto del trabajo, Candy tampoco estaba, y la señora Shibata estaba a punto de marcharse. Annie le dio de comer a las perras y comenzó a hacer los deberes. Todavía estaba en ello cuando, a las siete, llegó Tammy. Suspiró profundamente al atravesar la puerta, se quitó las botas y, al ver a Annie, le dijo que estaba exhausta. Luego le preguntó cómo le había ido en la escuela.

—Bien. —Annie no le contó que se había caído, pues no quería preocuparla.

Sus hermanas siempre temían que se cayera y se golpeara la cabeza; ya había pasado por cirugía cerebral hacía cinco meses, y golpearse no era nada bueno. Pero ella solo se había golpeado el trasero. Sabrina llegó media hora después y les preguntó si habían visto a Candy. La había llamado al móvil varias veces esa tarde y siempre le había saltado el buzón.

—Debe de estar trabajando —dijo Tammy con tranquilidad, mientras comenzaba a cenar. Después de todo, su hermana menor ya no era un bebé, aunque la trataran como si lo fuera, y tenía una carrera importante—. ¿Te comentó qué iba a hacer hoy? —le preguntó a Annie, que negó con la cabeza, pero luego súbitamente se acordó.

—Tenía una sesión de fotos para un anuncio. Dijo que vendría a casa esta mañana a buscar su dossier de fotos y las demás cosas. —Cuando trabajaba, Candy solía cargar con un bolso lleno de maquillaje.

¿Y ha venido? —preguntó Sabrina. Annie le dijo que había estado todo el día en la escuela y no lo sabía.

—Lo miraré —dijo Sabrina, y corrió escaleras arriba rumbo a la habitación de Candy. El dossier y el bolso de trabajo, un bolso Hermès gigante de piel de cocodrilo oscura, aún estaban allí. En él Candy a veces metía también a Zoe; pero la perrita había estado todo el día en casa con Juanita y Beulah. Sabrina tuvo un presentimiento extraño al ver el dossier y el bolso en la habitación. Quería llamar a la agencia de Candy para preguntar si había ido a trabajar, pero no quería actuar como una policía. Candy se enfadaría mucho si lo hacía, aunque las intenciones fuesen buenas; y realmente lo eran: solo estaba preocupada por su hermana pequeña.

¿Y? —preguntó Tammy cuando Sabrina entró de nuevo en la cocina.

—Sus cosas están en la habitación —dijo Sabrina, con gesto de preocupación.

Después de cenar, la llamaron varias veces, pero les seguía saltando el buzón de voz. Era obvio que tenía el móvil apagado. Sabrina tendría que haberle preguntado cuál era el número de teléfono de Marcello, pero no lo había hecho; solo sabía la dirección, y no podía ir a preguntarle si sabía dónde estaba su hermana. Candy se hubiera enfurecido. Al menos el tipo vivía en un buen barrio, si es que eso significaba algo. A medianoche aún no sabían nada de Candy. Annie se había acostado, pero Sabrina y Tammy seguían levantadas.

—Me parece que no podría ser madre —dijo Sabrina con tristeza—. Estoy muy preocupada. —Tammy no quería admitirlo, pero ella también empezaba a inquietarse. No era propio de Candy desaparecer así. Y no sabían qué hacer. De pronto, Tammy recordó que en la agencia de Candy había una línea telefónica a la que se podía llamar las veinticuatro horas del día, por si las modelos tenían algún problema. Algunas de ellas eran muy jóvenes, venían de otras ciudades o países, y podían necesitar ayuda o consejo. Tammy buscó en la agenda de Candy y encontró el número. Marcó, contestaron, y pidió que por favor la pusieran con la directora de la agencia. Dos minutos después oyó una voz soñolienta. Era Marlene Weissman en persona.

Tammy se disculpó por llamar a esas horas, pero le explicó que estaban preocupadas por su hermana, Candy Adams, que había salido con un amigo la noche anterior y desde entonces no había vuelto a casa ni se había comunicado con ellas.

Marlene Weissman se preocupó de inmediato.

—No ha venido a la sesión fotográfica de hoy. Jamás había hecho algo así antes. ¿Con quién estuvo anoche?

—Con el hombre con el que está saliendo, es un príncipe italiano, Marcello di Stromboli; es un poco mayor que ella. Iban a una fiesta en la Quinta Avenida.

Marlene se despertó de golpe. Habló rápido y con claridad.

—Ese tipo es un falso y un idiota. Tiene algo de dinero y anda a la caza de modelos. Tuvo algunos problemas con la ley, y ya ha golpeado brutalmente a dos de mis modelos. No sabía que seguía saliendo con Candy, de lo contrario se lo hubiera advertido. Por lo general busca chicas más jóvenes.

—Han salido en los periódicos varias veces —dijo Tammy, sintiendo que le temblaban las rodillas.

—Lo sé, pero pensé que él ya había cambiado de presa. Lo hace muy a menudo. ¿Sabéis dónde vive?

—Ella nos dio la dirección —Tammy se la leyó a Marlene.

—Nos veremos allí en media hora. Creo que es lo mejor; puede que la tenga allí drogada o algo peor. ¿Tienes novio o esposo? —preguntó sin rodeos.

—No, pero mi hermana sí —dijo Tammy.

—Pues llevadlo con vosotras. Si no nos deja entrar, llamaremos a la policía.

No me gusta ese tipo, es una mala persona. —Era lo último que las hermanas deseaban escuchar. Gracias a Dios habían hecho esa llamada.

Sabrina llamó a Chris y lo despertó. Le explicó lo que estaba sucediendo y él le dijo que las pasaría a buscar en un taxi en diez minutos. Tammy no sabía si despertar a Annie para avisarle que se iban; estaba profundamente dormida y no había ninguna razón para pensar que se despertaría mientras ellas no estaban. Las dos chicas se pusieron las botas y unos abrigos gruesos, pues nevaba copiosamente. Al recogerlas, Chris les comentó que había tenido mucha suerte de encontrar un taxi una noche de nevada a las doce y media de la noche. Diez minutos más tarde estaban en el lugar en que vivía Marcello; iban deslizándose y patinando a través de las calles heladas. Marlene los esperaba allí, vestida con tejanos y un abrigo de visón. Era una mujer atractiva, de unos cincuenta largos, con el cabello gris y la voz muy suave.

Le habló al portero con autoridad; le dijo que el príncipe los estaba esperando y que no se molestara en llamarlo. Su actitud era tan abrumadora que, ayudado por un billete de cien dólares, el portero siguió las instrucciones y los dejó pasar a los cuatro, informándoles que el apartamento era el 5 E. Subieron en el ascensor en silencio; Tammy sentía los fuertes latidos de su corazón mientras observaba a esa mujer mayor con el cabello perfectamente recogido en un moño y envuelta en su elegante abrigo de visón.

—Esto no me gusta nada —susurró, y los demás asintieron con la cabeza.

—A nosotros tampoco —respondió Sabrina, apretando con fuerza la mano de Chris. Él estaba todavía medio dormido y no entendía muy bien qué estaba sucediendo, ni qué esperaban encontrar. Le parecía evidente que si Candy estaba allí era porque lo deseaba, y que se enfurecería al ver a los cuatro intrusos que venían a rescatarla. Especialmente si no quería ser res catada. Pasara lo que pasase, sería una escena digna de verse.

Un momento después se encontraron frente a la puerta 5 E. Marlene dejó atónito a Chris al pedirle al oído que fingiera ser policía. La idea estaba lejos de entusiasmarlo. Empezaba a pensar que esa travesura les costaría unos días de cárcel.

—Soy abogado. No puedo hacer algo así —suspiró él. Lo podían acusar de hacerse pasar por policía.

—Él podría ser acusado de algo peor. Solo dilo —dijo ella con severidad, y, sintiéndose estúpido, Chris tocó el timbre, esperó a oír una voz masculina del otro lado, y se doblegó al juego que dictaba Marlene. Tammy y Sabrina estaban profundamente agradecidas con ella, y también con Chris, por haberlas acompañado.

—Abra la puerta. Policía —entonó Chris con convicción. Al otro lado se hizo un silencio, y tras una larga dubitación, se oyó el ruido de la cerradura al abrirse, aunque no quitaron la cadena. Chris se mostró duro y reaccionó enseguida—: He dicho que abra la puerta. Tengo una orden de arresto. —Sabrina lo miraba perpleja; tal vez las cosas estaban yendo demasiado lejos.

¿Por qué? —Era Marcello, y tenía voz de dormido.

—Secuestro, privación ilegal de libertad y tenencia de drogas. —Las mujeres estaban detrás de Chris para que Marcello no pudiera verlas.

—Esto es ridículo —dijo, y quitó la cadena—. ¿Y a quién cree que he secuestrado, oficial? —No solicitó ver su placa ni su identificación, Chris interpretaba su papel a la perfección, con su abrigo y sus tejanos, de pie en la oscuridad. Era un hombre de buen porte y estaba en excelente forma, y, cuando quería, adoptaba un aire de imponente autoridad. En ese momento lo adoptó, aunque pensaba que todos se habían vuelto locos. Lo hacía por Sabrina. Para ese entonces, la puerta ya estaba completamente abierta. Chris entró en el apartamento de modo que Marcello no pudiera cerrar la puerta, era más grande que él, pesaba veinte kilos más y tenía una musculatura perfecta. Marlene entró junto con él y no se anduvo con rodeos.

—La última vez no levanté cargos contra ti porque la chica tenía diecisiete años y hubiera sido muy duro para ella. Esta vez, no. Ella puede levantar cargos contra ti, y yo también. ¿Dónde está?

¿Dónde está quién? —dijo él, pálido, era obvio que conocía y odiaba a Marlene.

—Sujétalo —le dijo Marlene a Chris, y entró en el apartamento como si fuera suyo.

—Soy yo el que levantaré cargos contra ti —le gritó él—. Estás invadiendo mi casa.

—Tú nos dejaste entrar —dijo ella, mientras atravesaba el vestíbulo preocupada. Él actuaba como si Sabrina y Tammy no existieran, mientras Chris lo observaba muy de cerca. Corrió tras Marlene, pero ya era demasiado tarde; ella había abierto la puerta de la habitación, adivinando sin equivocación dónde estaba, y había encontrado a Candy inconsciente, con cinta adhesiva en la boca y los brazos y las piernas atadas con soga a los extremos de la cama. Parecía muerta.

Marcello se descontroló al ver que los otros tres seguían a Marlene hasta la habitación. Candy estaba desnuda e inconsciente, tenía el cuerpo magullado y las piernas muy abiertas. Sus hermanas gritaron; Chris cogió a Marcello del cuello y lo empujó violentamente contra una pared.

—Hijo de perra —dijo, apretando los dientes y empujándolo con fuerza—; te juro que si está muerta, yo te mataré a ti. —Sabrina lloraba mientras ayudaba a Marlene a desatarla y Tammy marcó el 911 con manos temblorosas y trató de explicar lo que pasaba. Todos habían contenido la respiración. Marlene puso los dedos en la garganta de Candy para buscar el pulso: estaba viva. La cabeza le caía sobre el pecho mientras la desataban y la cubrían con una sábana. La ambulancia dijo que llegaría en cinco minutos.

—Llama a la policía —le dijo Chris a Tammy, mientras sostenía a Marcello ahogado contra la pared.

—Vienen con la ambulancia —dijo Tammy con voz ahogada. Candy aún parecía muerta; Marlene dijo en voz baja que seguramente estaría drogada. Más tarde seguro que la hubiera matado, pero afortunadamente habían llegado a tiempo.

Marlene quiso tranquilizarlos, pero no lo logró:

—La última chica tenía peor aspecto. Le había dado una paliza. —En ese momento se oyeron sirenas, y unos minutos después la policía y los médicos de urgencias entraban en la habitación. Examinaron a Candy, le pusieron un suero, una máscara de oxígeno, la colocaron en una camilla y se la llevaron en la ambulancia. Las hermanas apenas podían mantenerse en pie. La policía esposó a Marcello y Chris y Marlene describieron la escena que habían encontrado. Todos abandonaron el apartamento, con Chris y Marlene cerrando la marcha. Él le dijo en voz baja que jamás imaginó que se encontrarían con algo semejante, y ella le respondió que esperaba que no fuera así, pero que, sinceramente, lo temía.

Las chicas ya se habían marchado en la ambulancia, y Marcello había sido trasladado en un coche patrulla. A Candy la llevaron al Hospital Presbiteriano de Columbia. Marlene y Chris tomaron un taxi para encontrarse con Tammy y Sabrina en el hospital.

Allí el cuadro era desolador: heridos de bala, dos apuñalados, un hombre que acababa de morir de un ataque al corazón. A Candy la ingresaron en la unidad de traumatismos y las chicas se quedaron esperando. Después de todo lo que habían vivido ese verano con lo de su madre y Annie, para Tammy y Sabrina era un doloroso déjà vu.

Pero esta vez, cuando el médico salió a hablar con ellas, las noticias fueron mejores de lo que temían, aunque no eran buenas. Como bien podían imaginar, Candy había sido violada. Las contusiones eran superficiales, no tenía ningún hueso roto, y la habían drogado fuertemente. Dijo también que podrían pasar veinticuatro horas hasta que volviera en sí y se la pudieran llevar a casa. Habían tomado fotos de todas sus heridas para los archivos de la policía, y creían que no le quedaría ninguna secuela física, solo el trauma emocional por lo que había sufrido, que indudablemente era considerable. La única buena noticia era que el médico pensaba que Candy había estado inconsciente la mayor parte del tiempo, así que tal vez no recordara lo que le había hecho, eso sería una verdadera bendición.

Las dos hermanas lloraban mientras lo oían, y también Marlene. Chris tenía cara de asesino. Sentía deseos de matar a Marcello por haberle hecho algo semejante a una niña tan dulce como Candy.

—No tenéis idea de a cuántas modelos les suceden cosas como esta —dijo Marlene muy seria—; por lo general son las chicas más jovencitas las que no saben cómo cuidarse.

—Candy pensaba que era un tipo fantástico —dijo Tammy, enjugándose los ojos. La policía les había dicho que probablemente hablarían con todos ellos por la mañana. Tammy se ofreció a quedarse con Candy, de modo que Chris y Sabrina pudieran volver a casa con Annie, y Marlene quiso también pasar la noche en el hospital. Tammy dijo que no era necesario, pero la mujer insistió; ambas se sentaron una a cada lado de Candy toda la noche, hablando en voz baja de los demonios del mundo mientras la pequeña dormía.

A la mañana siguiente, pasadas las diez, Candy se despertó. No tenía idea de dónde estaba ni de qué había pasado. Lo único que sabía era que le dolía todo el cuerpo, y especialmente «allí abajo», decía.

¿Dónde está Marcello? —preguntó, mirando a su alrededor. Lo último que recordaba era haber estado cenando con él en su piso, antes de ir a la supuesta fiesta. Estaba claro que le había puesto algo en la comida.

—En la cárcel, que es el lugar que le corresponde —respondió Marlene, y le acarició el pelo dulcemente. Después abandonó el hospital, con aspecto de cansancio y tristeza, pero aliviada de saber que Candy se encontraba bien.

Esa misma tarde a las cinco Candy fue dada de alta. Tammy había llamado a la oficina para avisar que no podría ir, y Sabrina salió más temprano del bufete para ayudar a Tammy a llevar a su hermana a casa. Le habían contado a Annie lo que había pasado y todos estaban muy preocupados e irritados. Sabrina había telefoneado a la psiquiatra de Candy para contarle lo sucedido; necesitarían su ayuda, tal vez por mucho tiempo. Ella les recomendó a una especialista en ese tipo de traumas, y Sabrina la llamó también. Era un nuevo desastre para ellas y lo último que necesitaban. Cuando la llevaron a casa, Candy lloraba sin saber por qué; no se acordaba de nada de lo que había vivido los últimos dos días, solo tenía la imagen del rostro de Marcello antes de quedarse dormida.

La policía había hablado con Sabrina y Chris esa mañana, antes de que se fueran a trabajar. También habían estado en el hospital entrevistando a Tammy y a Marlene, mientras Candy seguía vomitando a causa de las drogas. A Marcello lo habían acusado por violación, agresión, privación ilegal de libertad y secuestro, y por haberla drogado. Le habían hecho un interrogatorio muy duro; el juez había puesto una fianza de quinientos mil dólares, pero un amigo del imputado lo había pagado, así que ya estaba en libertad y listo para hacer otra vez de las suyas.

Sabrina y Tammy mimaron a Candy de todas las maneras posibles. Tenía los labios y los ojos hinchados, los pechos llenos de moratones y apenas podía sentarse. Era una experiencia que ninguna de ellas olvidaría nunca.

—Creo que, después de esto, dejaré definitivamente de salir con hombres — dijo Tammy sombría y, por primera vez en varios días, todas rieron.

—Yo no iría tan lejos, pero esto nos enseña que hay que ser extremadamente cuidadosa a partir de ahora. —Tal como había dicho Marlene en una visita a Candy, había gente muy peligrosa a la caza de chicas hermosas. Inmediatamente Sabrina pensó lo vulnerable que era Annie, que no solo era joven y bella, sino además ciega. Candy, a su manera, también había sido ciega. Marcello era encantador, pero estaba desquiciado.

Al acabar la semana, Candy ya estaba nuevamente en pie. Mar lene le dijo que se tomara unas semanas de vacaciones, hasta que se le curaran las heridas.

Candy iba a la psiquiatra todos los días, pero no tenía ningún recuerdo doloroso o atemorizante; lo único que le había quedado de esa experiencia eran las heridas, que poco a poco iban desapareciendo. Sin embargo, ni sus hermanas ni Chris olvidarían jamás lo que habían visto cuando la encontraron. Todos estaban profundamente agradecidos a Mar lene por haber reaccionado tan rápido y con tanta valentía. Pese a lo que le había sucedido, se podía decir que Candy era una chica con suerte. Y, para alivio de todos, al terminar la semana a Marcello lo habían deportado y extraditado a Italia por otros cargos similares. Marlene había utilizado sus contactos para acelerar el proceso. No habría escándalo, ni comparecencias en el tribunal, ni prensa; sería castigado en su propio país y Candy no tendría que volver a verlo nunca. Se había marchado.