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A la mañana siguiente, cuando las chicas se levantaron, su madre ya estaba en la cocina preparándoles un desayuno especial para cada una. Adoraba cocinar para ellas, ya que era algo esporádico. Su padre había desayunado hacía horas y estaba leyendo el periódico al lado de la piscina. Le gustaba dejarlas a solas con su madre; ya se incorporaría al grupo más tarde. Sabía lo enloquecedor que era estar con cinco mujeres zumbando a su alrededor. Prefería sus mañanas tranquilas y silenciosas.

Sabrina era madrugadora, así que fue la primera en levantarse y bajar las escaleras. En la cocina encontró a su madre; se ofreció a ayudarla a preparar el desayuno, pero Jane insistió en que le encantaba hacerlo ella misma. Sabrina se dio cuenta de lo feliz que estaba su madre esa mañana y comprendió lo importante que era para ella tenerlas a todas en casa, aunque no fuera más que por unos días.

Había preparado café; Sabrina se sirvió una taza bien caliente y se sentó a la mesa de la cocina a conversar con su madre mientras esperaban a las demás. Al poco aparecieron Tammy y Annie. Candy seguía siendo la última en levantarse.

Algunas cosas no habían cambiado a lo largo de los años. Dormía profundamente en su habitación, aunque su perrita ya había bajado las escaleras y estaba jugando con Juanita en la cocina. Sabrina había dejado a Beulah fuera de la casa para que examinara el terreno, y, afortunadamente, había encontrado algo que cazar.

—Buenos días, chicas —dijo Jane exultante. Llevaba unos shorts, una camiseta rosa y sandalias planas. Sabrina no pudo evitar observar que aún tenía unas piernas fantásticas. Las tres hermanas mayores habían tenido la suerte de heredar las piernas de su madre. Las de Candy eran interminables y se parecían más a las de su padre—. ¿Qué os preparo? —Todas comenzaron diciendo que no solían desayunar, que un café estaría bien; ninguna tenía hambre. Vivían en lugares con diferentes husos horarios. Para Candy, que aún dormía, ya era casi la hora del almuerzo, y también para Annie, que, aunque no lo quería admitir, estaba hambrienta. Tomó una naranja del frutero y comenzó a pelarla, mientras su madre les servía café a ella y a Tammy, que se sentía como si se hubiera levantado en medio de la noche, aunque estaba totalmente despierta. Todas lo estaban. Pese a haberse acostado muy tarde, se sentían llenas de energía. Jane sugirió unos huevos revueltos y puso en la mesa un plato con tostadas, mantequilla y mermelada. Las chicas comieron mientras charlaban. Sabrina dijo que alguien debería ir a llamar a Candy, porque si no no se despertaría hasta la tarde. Annie salió silenciosamente de la cocina y diez minutos después ambas bajaron la escalera. Para entonces, Jane había comenzado a preparar huevos revueltos con beicon. Todas insistieron en que no tenían hambre, pero, cuando los huevos estuvieron listos, se sirvieron generosas porciones, incluyendo algunas lonchas de beicon. Sabrina se alegró al ver que Candy se servía un poco de huevos re vueltos también, media tostada y una loncha de beicon. Probablemente era su desayuno más sustancioso en años.

Jane se sentó junto a ellas y se sirvió también un plato.

¿Qué queréis hacer esta mañana? —les preguntó con interés. No había mucho que hacer, ya que era fiesta y todo estaba cerrado. Pero ella pensó que querrían llamar a los amigos que aún vivían allí; muchos se habían mudado, casado o conseguido trabajo en otras ciudades, pero las chicas aún mantenían el contacto con algunos de ellos.

—Yo solo quiero estar con vosotras y con mamá —dijo Annie, haciéndose eco de lo que todas sentían—. Y con papá, si él no se siente muy en minoría. — Sabían que su padre disfrutaba teniéndolas en casa, pero siempre había sido una persona que necesitaba su propio espacio. Cuando eran más pequeñas, pasaba mucho tiempo jugando al tenis y al golf con sus amigos, y sabían por su madre que todavía lo hacía.

A los cincuenta y nueve años, aún actuaba y se movía como un hombre joven, y no había cambiado demasiado físicamente. Su pelo estaba más gris pero su andar era tan vivo como siempre. Y todas coincidían en que su madre estaba más guapa que nunca. Su rostro seguía siendo bello y apenas se percibían en él algunas arrugas. Podría mentir y quitarse diez años sin problemas. Era difícil para todos creer que tuviera hijas de esa edad, pese a que había comenzado a tenerlas joven.

Casi no tenía arrugas y se cuidaba muchísimo. Hacía gimnasia tres veces por semana, y también había mencionado que tomaba clases de danza para mantenerse en forma. Hiciera lo que hiciese, le daba resultado. Lo cierto era que tenía mejor figura que cuando era joven.

—Mamá, ¿qué necesitas preparar para la fiesta de esta noche? —preguntó Annie.

Su madre dijo que la empresa de catering llegaría a las cuatro de la tarde.

Los invitados habían sido convocados a las siete.

—Pero necesito ir al centro comercial —anunció—. Hay un supermercado abierto hoy al otro lado de la carretera. Olvidé comprar pepinillos para vuestro padre. —Habría salchichas, hamburguesas, pollo frito y todos los ingredientes que acompañan estas comidas. La empresa de catering haría un bufé completo, con ensaladas, patatas fritas, aros de cebolla, variedades de sushi y un surtido de helados y tartas—. Ya sabéis cómo se pone si no hay pepinillos, y creo que también necesitamos mayonesa —dijo, deseando no separarse de sus hijas ni un momento.

Annie la miró y lo entendió, y dijo sonriéndole:

—Puedo ir contigo, mamá. ¿Por qué no vamos después del desayuno y nos lo quitamos de encima? No nos llevará mucho tiempo. —El supermercado al que se refería su madre quedaba a diez minutos en coche—. O puedo ir yo sola, si lo prefieres.

—No, yo voy contigo —dijo Jane, mientras ponía los platos en el lavavajillas, con la ayuda de Sabrina. En esos momentos Jane se alegraba de tener dos máquinas. Tenían también dos lavadoras y dos secadoras. Hubo un tiempo en el que no podían arreglárselas sin ellas, pero ahora tardaban días en llenarlas y, normalmente, las ponían medio vacías. Pero con las chicas en casa todo entraba en uso nuevamente.

Con tantas manos trabajando, en apenas unos minutos la cocina estuvo limpia y su madre subió a buscar el bolso y las llaves del coche. Un minuto después estaba de regreso, y las otras tres hermanas se dirigían a la piscina para saludar a su padre. Jane y Annie fueron a buscar el coche.

Jane arrancó su Mercedes familiar y ambas partieron. Conversaron sobre las clases que Annie estaba tomando en Florencia y sobre las nuevas técnicas que había aprendido. Estas se basaban en principios antiguos, e incluso estaba comenzando a fabricarse sus propias pinturas, algunas de ellas utilizando huevo.

¿Crees que volverás algún día? —le preguntó su madre, intentando parecer despreocupada, y Annie sonrió.

—Creo que sí, pero no todavía —dijo Annie con honestidad—. Me encanta lo que estoy aprendiendo allí y tengo una vida muy estimulante. Es un lugar genial para un artista.

—Nueva York también lo es —dijo la madre, tratando de no resultar imperativa—.Yo solo espero que no te quedes para siempre; odio tenerte tan lejos.

—No es tan lejos, mamá. Si alguna vez me necesitas, puedo estar en casa en unas horas.

—No es eso. Tu padre y yo estamos bien; es solo que me gustaría veros más a menudo, no solo cuando venís por las fiestas. Nunca me parece suficiente. No quiero resultar desagradecida, me alegra mucho que vengáis en esas fechas, pero desearía que estuvierais a la vuelta de la esquina, o al menos en Nueva York, como Sabrina.

—Lo sé, mamá. Tú y papá deberíais venir a visitarme. Florencia es una ciudad tan hermosa... será difícil dejarla cuando finalmente me decida. —Annie no le había dicho a su madre que Charlie planeaba regresar, y en ese momento pensaba precisamente en eso. No quería dar tanta importancia a la relación, sobre todo ante los ojos de su madre, que deseaba que Annie volviera a casa. No quería alentar falsas esperanzas.

Encontraron fácilmente un lugar donde aparcar en el supermercado y entraron. Pusieron las pocas cosas que necesitaban en un carro, se colocaron en la cola de la caja rápida y en menos de cinco minutos estuvieron de vuelta en el aparcamiento. Hacía muchísimo calor y ambas estaban ansiosas por llegar a casa y bañarse en la piscina. Faltaban unas cuantas horas para que llegaran los invitados, por lo que Jane pensaba pasar el día junto a sus hijas en el jardín y la piscina. Se suponía que la temperatura bajaría por la tarde, y ojalá que así fuera. Si no refrescaba un poco, a las siete de la tarde, con el sol y la luz aún radiantes, sus invitados se asarían de calor, pues no anochecía hasta las ocho.

—Hace más calor aquí que en Florencia —comentó Annie mientras ponían el aire acondicionado del coche. Sintió gratitud por la brisa de aire fresco que sopló en su rostro cuando su madre encendió el motor del coche.

Tenían que cruzar la carretera para regresar a casa; Annie estaba hablando de Charlie cuando se pusieron detrás de un camión que llevaba un trailer cargado de tubos de acero. Jane oía atentamente a su hija y, mientras Annie hablaba, ambas oyeron el fuerte sonido de algo que se quebraba y vieron cómo los tubos de acero comenzaban a caerse del camión. Algunos rodaron hacia los lados de la carretera, obligando a los coches que venían en dirección contraria a maniobrar para evitarlos, y el resto se dirigía directamente hacia el Mercedes de Jane. Esta intentó reducir la velocidad; Annie se quedó paralizada al ver que tres tubos venían hacia ellas. Instintivamente, gritó ¡mamá!, pero ya era demasiado tarde. Como si se tratara de una escena de película a cámara lenta, Annie vio los tubos acercarse al coche, Jane perdió el control del volante y el coche invadió el otro carril. Annie se oyó a sí misma gritar e intentó controlar el volante, pero mientras lo hacía escuchó el impacto del metal, luego el de vidrios rompiéndose y el estruendo de frenazos de coches a su alrededor. Miró el asiento de su madre, pero estaba vacío. La puerta del lado del conductor estaba abierta, el coche se seguía moviendo a gran velocidad y Annie vio al conductor del coche contra el que habían chocado justo cuando todo se puso negro y perdió la conciencia.

Dos de los tubos de acero habían rodado rápidamente en dirección al Mercedes y no se habían detenido hasta que impactaron contra dos coches más.

Los coches que iban delante y detrás de ellas frenaron de golpe, y el tráfico se detuvo instantáneamente. Alguien llamó a la policía.

No había signos de vida en ninguno de los coches que habían chocado; el conductor del camión había bajado y lloraba a un lado del camino al ver la matanza que su cargamento había causado. Cuando llegó la policía, se encontraba en estado de shock y era incapaz de hablar. Pronto llegaron los bomberos, las ambulancias, la unidad de control de carreteras y la policía local. Los conductores de los tres vehículos y cinco pasajeros habían muerto. Solo había una superviviente, afirmó un bombero; les llevó media hora sacarla del coche. Los tubos de acero la habían aplastado, la ambulancia se la había llevado en estado inconsciente. Las demás víctimas habían sido sacadas de los coches, colocadas en la carretera y cubiertas con grandes plásticos, a la espera de más ambulancias. Los rostros de los policías reflejaban la gravedad del hecho y había kilómetros de coches detenidos. Era lo que ocurría todos los Cuatro de Julio: la gente tenía accidentes de coche, ocurrían tragedias, morían personas que engrosaban estadísticas. Jane había salido despedida del coche cuando los tubos impactaron contra ellas y había muerto en el acto. Annie agonizaba, apenas aferrada a la vida, mientras era conducida a la unidad de traumatismos del hospital Bridgeport.

En casa, sus hermanas conversaban con su padre, disfrutando inocentemente de un caluroso día de verano. Esperaban que su madre y su hermana llegaran en cualquier momento. No tenían la más mínima sospecha de que jamás volverían a ver a su madre, ni de que Annie estaba entre la vida y la muerte.