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Entró en la sala de interrogatorios acompañada por Iriarte. Berasategui sonrió al verla. Había visto a menudo en la televisión al abogado que lo acompañaba. No se levantó cuando Iriarte y ella entraron, y se estiró cuidadosamente la chaqueta del caro traje antes de hablar. Amaia se preguntaba cuánto cobraría por hora.

—Inspectora Salazar, mi cliente desea darle las gracias por lo que ha hecho por salvarle. Si no llega a ser por usted, las cosas podían haber sido muy distintas.

Ella miró a Iriarte y casi se habría divertido de no estar tan triste.

—¿Ésa será la estrategia que piensan utilizar? —preguntó Iriarte—. Intentará hacernos creer que es sólo una víctima de las circunstancias.

—No es una estrategia —contestó el abogado—. Mi cliente actuó bajo amenazas de una enferma mental peligrosa; espero que me disculpe —dijo, dirigiéndose a Amaia.

—Visitó a Rosario en Santa María de las Nieves haciéndose pasar por un familiar, usando documentación falsa —dijo Iriarte, colocando ante él las fotografías obtenidas de las cámaras de la clínica.

—Sí —admitió el pomposo abogado—. Mi cliente es culpable de exceso de celo profesional. Le apasionaba el caso de Rosario, había hecho amistad con ella cuando la conoció años atrás en otro hospital y le tenía gran cariño. Sólo podía recibir visitas de familiares, así que mi cliente, sin ninguna mala intención en absoluto, se hizo pasar por un familiar para poder verla.

—Usó documentación falsa.

—Sí, lo admite —dijo conciliador el abogado—, estoy seguro de que el juez verá que no hubo mala intención; seis meses a lo sumo.

—Espere para hacer la suma, abogado, aún no he terminado —dijo Iriarte—. Le entregó un arma que introdujo en la clínica. —El abogado comenzó a negar con la cabeza—. Un antiguo bisturí que obtuvo del lugar donde se escondió Antonio Garrido.

La sonrisa de Berasategui sufrió un leve cortocircuito antes de volver a aparecer en su rostro.

—No puede probar eso.

—¿Quiere hacerme creer que ella le obligó?

—Ya vio lo que le hizo al celador, al doctor Franz, y a su pobre tía… —añadió el abogado, mirando a Amaia.

—Antonio Garrido está vivo —intervino Amaia por primera vez, mirando fijamente al doctor.

Berasategui sonrió y también se dirigió a ella.

—Bueno, eso es circunstancial —respondió sin dejar de mirarla—. Ya sabe cómo es esto de la vida, lo único que sabemos con certeza es que moriremos.

—¿Hará que se suicide?

Berasategui sonrió paciente, como si el comentario fuese completamente obvio.

—Yo no haré nada, lo hará él; es un hombre muy perturbado, le traté durante algún tiempo y es un suicida potencial.

—Sí, lo mismo que Quiralte, Medina, Fernández, Durán. Todos pacientes suyos, todos muertos. Todos asesinaron a mujeres de su ámbito nacidas en Baztán, todos firmaron sus crímenes del mismo modo —dijo señalando las fotos en las que se veían las paredes de las celdas—, y de todos los escenarios alguien se llevó un trofeo, cortado con una sierra de amputar antigua obtenida de Hospitalenea, el lugar donde se escondía su servidor, Antonio Garrido.

—Bueno, el índice de suicidios entre personas tan violentas es muy alto y, como soy inocente, estoy seguro de tener una coartada para cada ocasión.

Iriarte abrió una nueva carpeta de la que extrajo seis fotos que colocó frente al abogado y su cliente.

—Todos los miembros amputados en estos crímenes fueron hallados en Arri Zahar hace un año, había huellas de dientes humanos en algunos de ellos. No sé si está al día de los avances en odontología forense, pero con un molde de su boca no costará mucho establecer la relación.

—Siento decepcionarle una vez más. Sufrí un accidente de coche en la adolescencia, con una grave fractura de mandíbula y la pérdida de varias piezas dentales. Son implantes —dijo forzando una sonrisa que permitió ver toda su dentadura—, implantes, como miles de implantes, suficiente para crear una duda razonable en un jurado.

Su abogado asintió, vehemente.

—Volvamos con su servidor.

—Volvamos —admitió ufano Berasategui, para desconcierto de su abogado.

—Garrido admitió ser el autor de las profanaciones que han venido sucediéndose en la iglesia de Arizkun.

—No sé qué puede tener que ver… —protestó el abogado.

—En esas profanaciones se dañaron bienes de la iglesia, pero además se usaron restos humanos obtenidos de un cementerio familiar.

La sonrisa de Berasategui era tan radiante que por un momento logró atraer la atención de todos, incluido el abogado, que cada vez estaba más confuso, pero él únicamente miraba a Amaia.

—¿Le gustó eso, inspectora?

Todos quedaron en silencio observando la sonrisa del psiquiatra y el rostro neutro de la inspectora que parecía lavado de cualquier expresión.

—La discordancia y el principio —dijo ella de pronto.

El doctor Berasategui se volvió levemente hacia ella, dedicándole toda su atención.

—El principio y la discordancia —repitió Amaia.

Él miró a Iriarte y a su abogado, encogiéndose de hombros, con claro gesto de no entender.

—En una investigación de asesinato, la discordancia da la clave y el principio da el origen, y en todo origen subyace el fondo de su fin.

Él elevó las manos esposadas en el universal gesto de demanda.

—¿No me entiende, doctor Berasategui, o debería decir doctor Yáñez?

La sonrisa se le heló en el rostro.

—Ése es el principio, el origen, hijo de Esteban Yáñez y Margarita Berasategui. Esteban Yáñez, un jubilado que cuida el huerto que rodea mi casa y que halló el itxusuria de mi familia. Él le proporcionó los huesos a Garrido, lo tengo en la sala contigua; ha declarado que no sabía que iban a profanar una iglesia y que lo de los huesos le pareció una broma macabra adecuada por ir a molestarle a las que él consideraba sus tierras. Y Margarita Berasategui, la mujer de la que tomó el apellido como un homenaje, una pobre mujer aquejada de depresión toda su vida; debió de ser duro para un crío crecer en un hogar triste y oscuro plagado de silencios y llantos, una tumba para una mente brillante como la suya, verdaderamente insoportable, ¿verdad? Ella se esforzaba, su casa siempre estaba limpia, la ropa planchada y la comida hecha. Pero eso no es suficiente para un niño; un niño necesita juegos, amor, compañía y cariño, y ella no soportaba que la tocases, ¿verdad? Ella nunca lo hacía, quizá presentía la clase de monstruo que eras; una madre siempre sabe esas cosas. Ya lo había intentado otras veces, se tomaba un montón de aquellos tranquilizantes, pero nunca suficientes, quizá porque realmente no quería morir, sólo ansiaba vivir de otra manera. Un día, cuando regresaste del colegio y la encontraste medio inconsciente con uno de aquellos frascos de pastillas volcado en su regazo, hiciste el resto, colocaste la escopeta de tu padre frente a ella y quizás usando su propia mano le volaste la cabeza. Nadie dudó porque era sabido cómo estaba, y que ya había tonteado con el suicidio antes, y en una zona, además, que tiene uno de los índices más altos de suicidios del país. Nadie, excepto tu padre. Debió de darse cuenta nada más entrar y ver sus sesos salpicando las paredes y el techo: Margarita podía estar derrumbándose pero mantenía su casa como una patena; las mujeres pocas veces se suicidan de un modo tan sucio, y ella menos que nadie. Por eso te sacó de su casa, por eso te envió lejos, y por eso aún te teme y te obedece.

»Ahí está el origen, renunciaste a tu padre quitándote su apellido, pero no tomaste el de tu madre, tomaste el nombre de tu primera víctima.

Berasategui permanecía inmóvil escuchando con atención y sin mover un músculo.

—¿Tiene alguna prueba de todo eso que dice? —preguntó el abogado.

—Y ahora viene la discordancia —continuó ella, ignorando al abogado y sin perderse detalle del rostro de Berasategui—. Todas mujeres adultas y de Baztán, todos sus asesinos habían recibido terapia para el control de la ira, el mejor contexto para encontrar a alguien manipulable a quien dirigir.

—No soy un manipulador —susurró él.

Su abogado se había separado un poco de la mesa, como estableciendo una muralla invisible entre ambos.

Ella sonrió.

—Claro que no, cómo he podido cometer ese error, es algo que lleváis a honor los inductores. Vosotros no manipuláis; la diferencia es que vuestras víctimas sí desean hacer lo que hacen, ¿no es cierto? Desean servirte y hacen lo que deben hacer, que casualmente es lo que tú esperas de ellos.

Él sonrió.

—Y de entre todo ese orden y concierto, una discordancia llamada Johana Márquez. Me consta que lo intentaste con su padre, pero era una especie de bestia con la que tu control no funcionaba; sin embargo, no pudiste resistirte a la emoción que te provocaba Johana, el deseo de arrebatarle la vida, la carne suave y prieta bajo su piel perfecta que aquel animal de padre iba a profanar en cualquier momento. —Amaia observó cómo Berasategui entreabría los labios y pasaba suavemente la lengua por la comisura de su boca—. La acechaste como un lobo hambriento, esperando hasta que llegó el momento que sabías que llegaría. La codicia te pudo más, no fuiste capaz de resistirte. ¿Verdad? Mordiste a Johana Márquez en aquella borda cuando te cobraste tu trofeo. Puede que con las prótesis dentales hubiese una duda razonable, pero dejaste tu saliva en ese pequeño trocito mimado de carne que guardas entre los demás, como un manjar que deseas conservar pero al que a la vez no te puedes resistir —dijo citando las palabras de Jonan.

Él la miró, compungido.

—Johana —dijo, mientras negaba con la cabeza.

Hacía dos días que no llovía y el sol había hecho su aparición entre las nubes, volviéndolo todo más brillante y real.

A primera hora de la mañana, había visitado el Instituto Navarro de Medicina Legal. Insistió en entrar sola, aunque James y sus hermanas esperaban en el coche.

San Martín vino hacia ella al verla y cuando la tuvo enfrente la abrazó brevemente mientras preguntaba:

—¿Cómo está?

—Bien —respondió ella, tranquila y aliviada al verse libre del abrazo.

El doctor la acompañó hasta su despacho oficial, lleno de esculturas de bronce, que nunca usaba porque prefería la atestada mesa del rincón de abajo.

—Son formalidades, inspectora —dijo, tendiéndole unos documentos—. Cuando los haya firmado podré hacerle entrega de los restos.

Ella firmó con rápidos garabatos y casi salió huyendo de la amable atención de San Martín.

Ésa había sido la parte fácil. Ahora, con el sol templándole la espalda y la tumba abierta a sus pies, casi lamentaba que no lloviese. No debería brillar el sol en los entierros, los hace más vivos, más brillantes e insoportables; la calidez de la luz sólo consigue mostrar el horror con toda la crueldad de una herida abierta.

Se arrodilló en el suelo que aún conservaba la humedad de las intensas lluvias y olió su aroma rico y mineral. Con cuidado empujó los pequeños huesos al interior de la fosa y los cubrió aplanando la tierra con las manos. Después se volvió a mirar a sus hermanas y a James, que sostenía a Ibai en los brazos, y a la incombustible Engrasi, que, coqueta, se había puesto un sombrero sobre el vendaje que le cubría la mitad de la cabeza.