40

Las calles en Pamplona se veían ocupadas por gente aún de compras, a pesar de que por la hora los comercios debían de estar a punto de cerrar. Mientras iban de camino, había llamado Markina, que pareció respirar algo aliviado al saber que parecía que Sarasola no tenía implicaciones en el caso, y que todo apuntaba a que aquel médico, Berasategui, actuaba por su cuenta.

—Vamos hacia su casa, pero necesitaré una orden para entrar y registrar el domicilio, esté allí o no.

—Cuente con ella.

—… Y otra cosa.

—Lo que precise.

—Gracias por autorizarme antes.

—No hay por qué darlas, usted tenía razón; aunque no fuese Sarasola, allí estaba la clave.

Montes y Amaia subieron en el ascensor acompañados por el portero, mientras Etxaide e Iriarte lo hacían por las escaleras. Amaia esperó a que todos estuvieran situados a ambos lados de la puerta y Montes la aporreó.

—Policía, abra —dijo retirándose a un lado.

No hubo respuesta ni se percibió movimiento alguno en el interior.

—Ya les he dicho que no estaba —dijo el portero a su espalda—. Pasa largas temporadas en el extranjero y ahora debe de estar de viaje; hace al menos una semana que no veo al señor Berasategui.

Amaia hizo un gesto a Iriarte, que tomando la llave que el portero le tendía la introdujo en el bombillo, giró las dos vueltas de la cerradura y dejó la puerta abierta. Montes la empujó y entró apuntando su arma, seguido por los demás.

—Policía —gritaron.

—Nadie —gritó Iriarte desde el fondo del piso.

—Nadie —repitió Montes desde el dormitorio.

—Está bien, vamos a registrar la casa, todo el mundo con guantes —avisó Amaia.

El piso se componía de un salón, una cocina, una suite con baño, un gimnasio y una gran terraza; en total, unos doscientos metros en los que imperaba la sensación de orden, que la decoración casi monacal en blanco y negro contribuía a aumentar.

—Los armarios están prácticamente vacíos —dijo Iriarte—. Casi no hay ropa ni enseres de ningún tipo, tampoco he visto ordenador ni teléfono fijo.

Jonan se asomó a la puerta de la cocina.

—Los armarios están vacíos también, en el frigorífico sólo hay botellas de agua, pero oculto bajo la encimera hemos encontrado un pequeño arcón congelador. Será mejor que venga a verlo.

Era un modelo bastante moderno de acero inoxidable que quedaba perfectamente disimulado entre los paneles de la cocina y la encimera que lo cubría. Guardaba algún parecido con un armario para vino, con un par de cajones extraíbles que el subinspector abrió ante ella, para que pudiera ver que al menos en uno de ellos no había nada. El interior estaba limpio de escarcha y parecía tan pulcro como si acabasen de traerlo de la tienda. En la bandeja superior había dispuestos doce paquetes de distintos tamaños que en ningún caso superaban el de un teléfono móvil. En riguroso orden, cubrían toda la bandeja, y llamaba la atención el cuidado con el que habían sido colocados y envueltos, en grueso y rígido papel encerado de color crema, y atados con un cordel de algodón rematado con una lazada que les habría dado el aire de pequeños presentes, si no hubiera sido por la etiqueta de cartón que colgaba de cada uno y que todos reconocieron de inmediato: las habían visto cientos de veces colgando de los pies o las muñecas de los cadáveres en el depósito. En las líneas destinadas a poner los datos aparecían, escritas a mano y con lo que Amaia creyó que era carboncillo, distintas series de números que identificó como fechas.

—¿Has traído el equipo de campo? —preguntó, volviéndose hacia Jonan.

—Lo tengo en el coche; voy a por él —dijo saliendo.

—Quiero fotos de todo, no toquen nada hasta que el subinspector Etxaide haya terminado de procesarlo.

—¿Qué cree que hay en esos paquetes? —preguntó alguien a su espalda.

Al volverse vio al juez Markina, que había entrado en silencio, y a todos los policías presentes en la casa rodeando el congelador abierto. Éste desprendía cíclicas olas de vaho helado que caían pesadamente sobre el suelo impoluto, y desaparecían dejando tan sólo una sensación de frío que se concentraba en torno a sus pies.

No iba a responder a aquella pregunta. Se negaba a ceder ni un ápice de espacio a las suposiciones. En un momento lo comprobaría.

—Por favor, señores, necesitamos espacio para trabajar —dijo indicando al subinspector Etxaide, que regresaba—. Montes, ¿tiene aquí las notas de todos los crímenes? —Él sacó su BlackBerry y la alzó, mostrándosela.

—Creo que las inscripciones son fechas. Esta del 31 de agosto del pasado año coincide con la fecha de desaparición de Lucía Aguirre; la del 15 de noviembre del año anterior creo que es la de María en Burgos, y justo seis meses antes, el 2 de mayo, Zuriñe…, en Bilbao.

El inspector Montes asintió.

Jonan había colocado una referencia junto a los paquetes y hacía fotos desde varios ángulos. Ella paseó su mirada sobre algunas etiquetas cuya inscripción no le decía nada, hasta que reparó en un paquete. Era el más pequeño, no abultaba mucho más que un encendedor, en el papel se apreciaban marcas de antiguas dobleces y el cordel de la etiqueta colgaba medio suelto, como si se hubiese puesto allí de forma apresurada dejando de ejercer cualquier tipo de sujeción sobre el rígido papel encerado. Comprobó la fecha, febrero del pasado año; coincidía con el asesinato de Johana Márquez. Suspiró profundamente.

—Jonan, haz fotos de éste, la atadura está más floja y por el estado del papel, se nota que lo abrió y lo cerró en varias ocasiones.

Esperó a que él terminase con las fotos, y con dos pinzas sacó el paquetito de la bandeja del congelador y lo colocó sobre el lienzo que a tal efecto habían dispuesto sobre la encimera. Con cuidado de no deshacer el nudo retiró el cordel y valiéndose de las pinzas separó el papel, que quedó abierto y rígido como los pétalos de una extraña flor. En su interior, una fina lámina de plástico transparente cubría una porción de carne. Era fácil identificarla por los filamentos alargados que habían formado el músculo y que en los extremos de la pieza se veían deshilachados y blanquecinos, como cuando se ha roto la cadena de frío y algo ha sido congelado y descongelado en repetidas ocasiones.

—Joder, jefa —dijo Montes—. ¿Cree que es carne humana?

—Sí, creo que sí. Habrá que esperar a las analíticas, pero se parece a algunas muestras que vi en Quantico.

Se acuclilló para ver la sección del extremo a la misma altura.

—¿Ven esto? Son marcas de dientes. Lo mordisqueó, y por la coloración blanquecina que indica quemadura por el frío, y que es distinta en diferentes zonas, yo diría que la descongelaba para morder un trozo y la volvía a congelar.

—Como si fuese un manjar que se desea conservar y al que a la vez uno no puede resistirse —dijo Jonan.

Amaia le miró con orgullo.

—Muy bien, Jonan. Envuélvelo de nuevo y déjalo en su sitio hasta que los de la científica lo trasladen —dijo levantándose y saliendo de la cocina.

Recorrió todo el piso intentando captar el mensaje de aquella casa y regresó a la cocina.

—Creo que esto es un decorado.

Todos se volvieron a mirarla.

—Todo, el gimnasio, los muebles, este piso magnífico en el que, como dice el portero, casi nunca está. Es sólo un decorado. Parte de la máscara tras la que se oculta, necesaria para ofrecer una imagen que se corresponda con un exitoso joven psiquiatra. Una dirección, un lugar al que traer alguna vez a sus colegas a tomar una copa, estoy segura que hasta alguna mujer casual, no muchas, las suficientes para contribuir a darle aire de normalidad. Sólo hay una cosa que habla de él, los paquetes del congelador, y algo que no se ve pero se aprecia: no hay desorden ni caos, ni suciedad, está inmaculado y eso sí que es auténtico. Un gran manipulador debe regirse por una disciplina férrea.

—¿Entonces?…

—Ésta no es su casa. No es aquí donde vive, pero necesita este lugar como parte de la identidad que muestra; por eso pasa tan poco tiempo aquí, lo mínimo para guardar las apariencias pero suficiente para añorar su casa, sus cosas, sus objetos y sus trofeos. Estar aquí le supondrá un fastidio que minimiza trayéndose un poco de su hogar, de su ancla con su mundo auténtico, con la persona que en realidad es; y por eso se ha traído unas muestras, unos pequeños fetiches que le ayuden a sobrellevar el fingimiento de su doble vida.

—Inspectora —la interrumpió Iriarte—, llaman de Elizondo; Nuria… Dice que no ha visto a ese hombre en su vida, pero ahora mismo están con la madre de Johana Márquez y dice que quiere hablar con usted.

—Sí que le conozco, inspectora, era un cliente del taller donde trabajaba… Bueno, ese demonio, perdóneme, pero aún no puedo nombrarlo después de lo que nos hizo, espero que esté en el infierno. Ese hombre tenía un coche lujoso, un Mercedes, creo; no soy buena para las marcas, pero ése lo distingo por la estrella. Lo trajo un día al taller y después vino varias veces, pero no por el coche, sólo a tomar café con…, bueno, con él. Me llamó la atención un día que les vi al pasar ante el bar. Vestía muy elegante y se notaba la educación y el dinero. Me pareció raro que un hombre tan fino viniera hasta aquí para tomar café con un mecánico sin estudios. Hasta le pregunté, pero me dijo que no era asunto mío. Volví a verle un par de veces.

—Gracias, Inés, nos has ayudado mucho.

Colgó y se quedó mirando en el teléfono la foto de Berasategui que les habían proporcionado en el hospital. Hizo desaparecer la imagen antes de marcar el teléfono de la tía Engrasi. Escuchó los tonos de llamada pero nadie contestó. Consultó la hora, casi las nueve; era imposible que hubiera salido a aquella hora. Llamó al móvil de Ros, que cogió a la primera.

—Ros, me estaba preocupando, he llamado a casa y no lo coge nadie.

—El teléfono no funciona. Está cayendo una tormenta terrible sobre Elizondo y la luz se fue hace tres cuartos de hora. Yo estoy en el obrador con Ernesto, no te puedes imaginar la que tenemos liada aquí. Estábamos preparando un pedido enorme para una gran superficie francesa que debería salir pasado mañana. Ernesto y dos operarios se habían quedado para vigilar el horneado pero al irse la luz, los hornos se han detenido y hemos perdido todo lo que estaba dentro. La masa se ha derretido y está toda pegada a las placas, y encima el sistema de limpieza de los hornos no funciona sin electricidad, así que estamos rascando y despegando la masa con espátulas debajo del grifo, alumbrados por velas y rezando para que vuelva pronto la luz. Tengo aquí para rato, pero tú tranquila, la tía ha llenado la sala de velas perfumadas y la casa está preciosa; si quieres puedes llamarla a su móvil.

—¿La tía tiene móvil?

—Sí, ¿no te lo ha dicho? Es porque no le gusta nada. Se lo compré hace poco, me daba miedo que le pasase algo cuando se va sola a andar: hace poco, una mujer de Erratzu se cayó en un camino y estuvo tirada dos horas antes de que pasase alguien, así que me vino de perlas para convencerla, aunque siempre se olvida de ponerlo a cargar —dijo riendo, y le dio el número.

Marcó el teléfono de su tía.

—Engrasi Salazar al aparato.

Amaia rió durante un rato antes de poder contestar.

—Tía, soy yo.

—Hija, qué alegría, al menos sirve para algo bueno este trasto.

—¿Cómo estáis?

—Pues estupendamente, a la luz de las velas y al calorcito de la chimenea. La luz se fue al terminar de bañar a Ibai y tu hermana ha tenido que ir al obrador; Ernesto la llamó, estaban horneando y se les ha echado todo a perder. Está cayendo una buena, dicen que hay dos palmos de agua en la plaza y en la calle Jaime Urrutia. Los bomberos están de un lado para otro y truena con fuerza, pero a tu hijo le ha dado igual, se ha tomado el biberón y duerme como un angelito.

—Tía, quiero preguntarte una cosa.

—Claro, dime.

—El hombre que cuida el huerto de Juanitaenea.

—Sí, Esteban Yáñez.

—Sí, me dijiste que tuvo un hijo, ¿recuerdas si se parecía a él?

—Como dos gotas de agua, al menos cuando era pequeño.

—¿No sabrás cómo se llamaba?

—Eso no, cariño. En esos años yo no estaba aquí, no sé si lo oí mencionar alguna vez, es más probable que le conocieras tú que yo. Debía de tener un par de años más que tú, tres a lo sumo.

Amaia lo pensó. No, prácticamente imposible. Dos años son un mundo a esas edades.

—Y bueno, ya te dije que al pobre lo mandaron a un internado en cuanto murió la madre. Tendría diez años como mucho, ya sabes, colegios caros en Suiza pero poco cariño.

—Vale, tía, gracias, y una cosa más, ¿tienes el teléfono cargado?

—No sé mirar eso.

—Mira en la pantalla, salen unas rayitas en la parte de arriba, ¿cuántas rayitas hay?

—Espera que me ponga las gafas.

Amaia sonrió divertida mientras la oía trastear.

—Una rayita.

—Casi no tienes batería y ahora no lo puedes cargar.

—Tu hermana siempre me riñe, pero es que no me acuerdo, ¿no ves que no lo uso?

Ya iba a colgar cuando se le ocurrió algo.

—Tía, y la mujer que se suicidó, la madre del chaval, ¿recuerdas su nombre?

—Oh, sí, por supuesto. Margarita Berasategui, una mujer muy dulce, una pena.

Tenía otra llamada, se despidió de Engrasi y respondió al padre Sarasola.

—Inspectora Salazar, he estado repasando lo poquísimo que Rosario dijo en el transcurso de las sesiones. Quizá lo más llamativo es que parecía ilusionada con la posibilidad de conocer a su nieta.

—Rosario no tiene ninguna nieta —respondió ella.

—Bueno, usted tuvo familia hace poco, ¿verdad?

—Sí, pero es un niño, y además no creo que ella lo supiera… No hay modo.

—Pues lo único que se me ocurre es que se refiriese a su hijo.

Colgó y marcó de nuevo, mientras miraba, febril, alrededor de aquella decoración monacal que un asesino había elegido para su casa.

—¿Amaia? Vaya sorpresa. ¿A qué debo el honor? —contestó Flora.

—Flora, ¿le dijiste a la ama que había tenido un niño?

Cuando Flora contestó su tono había cambiado totalmente.

—No… Bueno…

—¿Se lo dijiste o no?

—Sí, le dije que iba a ser abuela. Entonces aún pensábamos que sería una niña, pero al ver cómo reaccionó no volví a mencionárselo.

—¿Qué respondió?

—¿Qué?

—Has dicho que reaccionó mal, ¿qué dijo?

—Al principio preguntó cómo iba a llamarse y yo le dije que aún no habías elegido su nombre… Te juro que parecía ilusionada, pero entonces dijo algo, no sé, comenzó a reírse y dijo cosas horribles…

—¿Qué dijo, Flora? —insistió.

—Amaia, creo que es mejor que no lo sepas, ya sabes que está muy enferma, a veces dice cosas horribles.

—¡Flora! —gritó.

Al otro lado de la línea, la voz de Flora tembló al decir:

—«Me comeré a esa pequeña zorra».

El pánico produce una súbita aceleración del corazón, y la producción de adrenalina se dispara contribuyendo a acelerarlo más todavía, la boca se crispa en una parodia de sonrisa, la sonrisa primitiva que la evolución nos enseñó a mostrar a nuestros enemigos como signo conciliador. La respiración se acelera por la exigencia del corazón, la adrenalina proyecta los ojos hacia fuera, produciendo la sensación de que se abren desmesuradamente, y se pierde casi por completo la visión lateral.

—Amaia, ¿qué pasa? —preguntó Markina, acercándose.

Ella se llevó la mano a la Glock instintivamente.

—Va a matar a mi hijo, van a Elizondo, para eso la ha liberado. Van a matar a mi hijo. A eso esperaba Garrido. James está en Bilbao, y nosotros estamos aquí, entretenidos en este circo. Nos ha estado liando, ocupándonos con esta mierda, y ahora va a matar a mi hijo, van a matar a Ibai. ¡Oh, Dios! Está solo con mi tía —dijo, mientras sentía cómo lágrimas calientes y densas arrasaban sus ojos.

Los demás salieron de la cocina al oírla.

—¿Ha llamado a su casa? —preguntó Iriarte.

Ella le miró sorprendida. ¿Cómo era posible? El pánico no la dejaba pensar. Sacó su teléfono y marcó el de la tía. Oyó la señal de llamada pero justo cuando lo cogía la llamada se cortó. Una pesadilla vívida se reprodujo ante sus ojos y vio cómo Rosario se inclinaba sobre la cuna de Ibai, como lo había hecho tantas veces sobre su propia cama. Un pensamiento lógico la sacó de la pesadilla. No tiene batería, tenía una raya en el indicador, la energía consumida para hacer sonar la llamada la había agotado, casi podía imaginar a Engrasi maldiciendo aquel aparato inútil.

—El móvil de mi tía no tiene batería, y el fijo no funciona, la luz se fue hace una hora en Elizondo.

—Vámonos, inspectora, movilizaremos a todo el mundo, les detendremos.

No esperaron al ascensor, bajaron las escaleras corriendo mientras Iriarte y Montes hablaban por teléfono. Al llegar al coche había recuperado lo suficiente el control, pero Jonan le arrebató las llaves y ella no protestó: tenía la cabeza muy cargada, como si estuviese bajo el agua o llevase puesto un casco que le impedía percibir la realidad al cien por cien. Reparó en que el juez estaba a su lado.

—Voy contigo —dijo él.

—No —acertó a decir—. No puede venir.

Él la tomó por las manos.

—Amaia, no voy a dejar que vayas sola.

—He dicho que no —dijo, soltándose de sus manos.

Él volvió a tomarlas con más fuerza.

—Voy a ir contigo, iré donde tú vayas.

Ella lo miró un segundo, mientras intentaba pensar.

—Vale, pero en otro coche.

Él asintió y corrió hacia el coche de Montes.

El teléfono de Jonan sonó en cuanto arrancó. Puso el manos libres. La voz del inspector Iriarte les llegó clara.

—Inspectora, tengo a todas las patrullas en la calle, ya sabe que el río Baztán se desbordó ayer y hoy está creciendo con la tormenta. Más de la mitad del valle está sin luz, un árbol alcanzado por un rayo se ha caído sobre el tendido y tardarán horas en arreglarlo, y además, debido a las lluvias, se ha producido un desprendimiento en el túnel de Belate. La N-121 está cortada, esto puede ir a nuestro favor. Si han tenido que dar la vuelta para ir por la NA-1210 después de llegar hasta allí, habrán perdido bastante tiempo; me han dicho que había una retención importante. He llamado también a los bomberos de Oronoz; han tenido muchas salidas por las inundaciones y me ha sido imposible contactar con ellos. Voy a probar con los números personales, de todos modos una patrulla va para su casa ahora mismo.

Mi hermana, pensó de pronto, y marcó su número.

—Es peor de lo que pensaba, hermanita —dijo Ros, al contestar.

Ella le interrumpió.

—Ros, tienes que ir a casa. Un médico ha ayudado a la ama a escapar de la clínica y le dijo a Flora que mataría a la pequeña zorra que yo iba a tener. —Mientras lo decía el llanto volvió a agolparse en sus ojos. Hizo un esfuerzo y se lo tragó—. Ros, va a matarlo porque no pudo matarme a mí.

Cuando Ros contestó, percibió en su voz que corría.

—Voy para allí, Amaia.

—Ros, no vayas sola, que Ernesto vaya contigo.

El sonido de un potente trueno le llegó a través del teléfono; la llamada se cortó o Ros colgó. Quedó desolada.

La carretera NA-1210 era una de las vías más hermosas por las que se podía conducir en Navarra. Rodeada de un bosque verde y bucólico, la luz del sol se filtraba entre las ramas más altas creando haces luminosos que llegaban hasta el suelo. Muy transitada por camiones, la antigua carretera nacional era sin embargo muy peligrosa. Carriles estrechos, el firme en mal estado, baches y charcos y, a veces, ramas caídas que dificultaban la conducción o animales que se cruzaban. Cuando a esto se le sumaba la noche cerrada sólo iluminada por los rayos que cruzaban el cielo, la lluvia y todo el tráfico que normalmente se repartía en las dos vías, se convertía en un infierno.

Amaia no prestaba atención a la carretera. Decidida a no dejarse arrastrar hacia las pesadillas que su mente proyectaba, se concentró en desarrollar un perfil, el perfil de un psicópata. Los psicópatas no pueden empatizar, ésa es su tara de fábrica, son incapaces de sentimientos que surjan de la experiencia que supone ponerse en la piel de otro. No pueden sentir piedad o lástima, solidaridad o simpatía hacia otros; pero sí son capaces de sentir emociones, las que producen la música o el arte, la envidia o la codicia, las que producen la ira o la satisfacción. Dioses absolutos de un mundo unipersonal, se mueven en sociedad fingiendo, perfectamente conscientes de que no son como los demás, y sintiéndose elegidos, al mismo tiempo que privados de un honor.

Un hombre inteligente y con una excelente formación. Un niño arrancado de su hogar tras perder a su madre y rechazado por la única persona que le quedaba en el mundo. Fraguó, quizá durante años, la venganza de un adulto que regresa. Su posición de psiquiatra le había dado acceso al tipo de individuo que necesitaba. Experto manipulador, había dirigido a aquellos hombres como maestro de títeres, tensando y aflojando cuerdas, hasta llevarles donde quería. Un genio del horror, impecable hasta los mínimos detalles, capaz de someter la ira ciega de aquellas bestias y dirigirla como un arma de precisión, convenciéndoles de segar su propia vida, disponiendo la provocación de una profanación y manipulando a su propio padre. Soberbio.

Pensó desde cuándo conocería la existencia del itxusuria: ¿lo habría hallado casualmente mientras cavaba? ¿O lo había buscado con la sospecha de que debía de haber uno en una casa tan antigua? En cualquier caso, había supuesto un golpe de efecto magnífico, uno más que sumar a su lista de brillantes horrores. Pero había cometido un error y, curiosamente, a él le había traicionado la pequeña parte humana que quedaba en su interior. Era probable que hubiera sido una avería accidental lo que le llevó al taller donde trabajaba Jasón Medina, y seguramente también fue fortuito que Johana se cruzase en su camino; estaba segura de que desde el primer momento había descartado a Jasón Medina, resulta imposible ejercer ningún tipo de control sobre individuos como él. Los agresores sexuales reincidían, a pesar de condenas y terapias, jamás se rehabilitaban, porque el puro deseo de satisfacer su necesidad les dominaba, fueran cuales fuesen las consecuencias.

Berasategui debía de saberlo. Él era el experto, pero la codicia por Johana le pudo. Aquella niña inocente y pura, su carne prieta y morena, provocó en él emociones nuevas. Un regalo de sensaciones que afloraron desde un lugar desconocido con la excitación propia de un enamoramiento. Johana se convirtió en su obsesión y este descubrimiento fue tan irresistible que cometió por ella el único error que podía cometer una mente como la suya: dejarse llevar por la voracidad, rompiendo su patrón de actuación y dejando a la vista la pieza clave que todo investigador espera. La discordancia. Somos esclavos de nuestras costumbres.

Un manipulador magistral, sí, cuyos caprichos de dios caníbal palidecían junto a Rosario. Se había dado cuenta cuando veía con Sarasola las imágenes del vídeo de seguridad. El tarttalo iba voluntariamente con ella, y podía ser un maestro de la manipulación con bestias iracundas; pero si creía por un instante que iba a dominar a Rosario, se equivocaba de parte a parte. Ella tenía un objetivo desde el día en que sus hijas idénticas llegaron a este mundo, y durante más de treinta años, nadie la había apartado de su camino.