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La profanación a una iglesia no era la clase de suceso por el que solía abandonar su cama de madrugada para conducir cincuenta kilómetros hacia el norte, pero la voz apremiante del inspector Iriarte no le había dejado opción.

—Inspectora Salazar, siento despertarla, pero creo que debería ver lo que tenemos aquí.

—¿Un cadáver?

—No exactamente. Se ha producido una profanación en una iglesia, pero…, bueno, creo que es mejor que venga y lo vea usted misma.

—¿Elizondo?

—No, a cinco kilómetros, en Arizkun.

Colgó el teléfono y consultó la hora. Las cuatro y un minuto. Esperó conteniendo el aliento y unos segundos después percibió el suave movimiento, el imperceptible roce y el suspiro pequeño y tan amado ya con que su hijo despertaba, puntual, para cada toma. Encendió la luz de la mesilla parcialmente cubierta con un pañuelo que tamizaba su brillo, y se inclinó sobre la cuna tomando la pequeña y tibia carga entre sus brazos y aspirando el suave olor que emanaba de la cabeza del niño. Se lo acercó al pecho y dio un respingo al sentir la fuerza con que el bebé succionaba. Sonrió a James, que la miraba incorporándose sobre un costado.

—¿Trabajo? —preguntó.

—Sí, tengo que irme, pero estaré de vuelta antes de la siguiente toma.

—No te preocupes, Amaia, estará bien, y si no, le daré un biberón.

—Regresaré a tiempo —dijo acariciando la cabeza de su hijo y depositando un beso en el lugar en que su cabecita aún estaba abierta en las fontanelas.

La iglesia de San Juan Bautista de Arizkun resplandecía iluminada desde el interior en mitad de la noche invernal, en contraste con la esbelta torre campanario que permanecía oscura y erguida, como un mudo guardián. En el pórtico, adosado al lado meridional, en donde se localizaba la entrada al interior del templo, se veían varios agentes de uniforme que alumbraban la cerradura con sus linternas.

Amaia aparcó en la calle y espabiló al subinspector Etxaide, que dormitaba en el asiento contiguo, cerró el coche y pasó al otro lado saltando por encima del bajo murete que circundaba la iglesia.

Saludó a algunos policías y entró en el interior del templo. Estiró una mano hacia la pila de agua bendita e inmediatamente reprimió el gesto al percibir el olor a quemado que flotaba en el aire, trayéndole reminiscencias de ropa planchada y tela quemada. Distinguió al inspector Iriarte, que charlaba con dos azorados sacerdotes que se cubrían la boca con las manos sin dejar de mirar hacia el altar. Esperó, observando el revuelo que se producía con la llegada del doctor San Martín y el secretario judicial, mientras Amaia se preguntaba con qué objeto estaban allí.

Iriarte se les acercó.

—Gracias por venir, inspectora; hola, Jonan —saludó—. En las últimas semanas se han venido sucediendo diversas profanaciones de este templo. Primero, y en plena noche, alguien entró en la iglesia y partió en dos la pila bautismal. A la semana siguiente volvieron a entrar y esta vez destrozaron a hachazos un banco de los de las primeras filas; y ahora esto —dijo, señalando hacia el altar donde se evidenciaban los restos de un pequeño conato de incendio—. Alguien ha entrado con una antorcha y ha dado fuego a los manteles que cubrían el altar, que por suerte, al ser de hilo, han ardido lentamente. El capellán que vive cerca y que en las últimas semanas acostumbra a asomarse a vigilar la iglesia, vio luces en el interior y dio el aviso a emergencias. Cuando ha llegado la patrulla, el fuego se había extinguido y no había rastro del visitante o visitantes.

Amaia le miró expectante, apretó los labios y compuso un gesto que denotaba lo confusa que se sentía.

—Bien, un acto de vandalismo, profanación o como quieran llamarlo, no veo cómo podemos ayudar.

Iriarte alzó las cejas teatralmente.

—Venga y véalo usted misma.

Se acercaron hasta el altar y el inspector se agachó para descubrir bajo una sábana lo que parecía una cañita de bambú seca y amarilla y que evidenciaba los restos del fuego con que había ardido por uno de sus extremos.

Amaia miró perpleja al doctor San Martín, que se inclinó, sorprendido.

—¡Válgame el cielo! —exclamó.

—¿Qué pasa? —preguntó Amaia.

—Es un mairu-beso —susurró él.

—¿Un qué?

El doctor tiró de la sábana dejando al descubierto otra porción de cañitas rotas y los minúsculos huesecillos que conformaban la mano.

—Joder, es el brazo de un niño —dijo Amaia.

—Del esqueleto de un niño —puntualizó San Martín—. Probablemente de menos de un año de edad, son huesos muy pequeños.

—La madre que…

—Un mairu, inspectora, el mairu-beso es el brazo del esqueleto de un niño.

Amaia miró a Jonan buscando confirmación de las palabras de San Martín y observó que había empalidecido visiblemente mientras miraba los huesecillos quemados.

—¿Etxaide?

—Estoy de acuerdo —dijo a media voz—, es un mairu-beso, y para que lo sea de verdad debe proceder del cadáver de un infante que haya fallecido sin haber sido bautizado. Antiguamente, se creía que tenía propiedades mágicas para proteger a los que lo llevaban como antorchas, y que el humo que emanaba de ellos tenía un poder narcotizante capaz de dormir a los habitantes de una casa o un pueblo entero, mientras sus portadores realizaban sus fechorías «brujiles».

—O sea, que tenemos la profanación de una iglesia y la de un cementerio —apuntó Iriarte.

—En el mejor de los casos —susurró Jonan Etxaide.

A Amaia no se le escapó el gesto con el que Iriarte separaba del grupo a Jonan, ni el modo preocupado en que hablaban mientras miraban al altar y ella escuchaba las explicaciones del doctor y las observaciones del subinspector Zabalza.

—Al igual que los suicidios, las profanaciones de cadáveres no suelen hacerse públicas porque son temas que tienen un gran calado social y en algunos casos efecto llamada, pero son más frecuentes de lo que aparece en los medios. Con la llegada de inmigrantes procedentes de Haití, República Dominicana, Cuba y algunas zonas de África, proliferan prácticas religiosas traídas de sus países de origen, que gozan de bastante aceptación entre los europeos. Prácticas como la santería se han extendido mucho en los últimos años y esos ritos necesitan huesos humanos para convocar a los espíritus de los muertos, así que la profanación de nichos y osarios ha aumentado bastante. Hace un año, en un control rutinario de drogas interceptaron un coche que llevaba quince cráneos humanos procedentes de distintos cementerios de la Costa del Sol y con destino a París. Por lo visto en el mercado negro alcanzan un precio considerable.

—Así que estos huesos podrían proceder de cualquier lugar —sugirió San Martín. Jonan se unió de nuevo al grupo.

—De cualquier lugar no, estoy seguro de que se han robado aquí mismo, en Arizkun o en los pueblos de alrededor. Es verdad que se utilizan huesos humanos en muchos rituales religiosos, pero las creencias en torno a los mairu-beso se limitan al País Vasco, Navarra y el País Vasco francés. En cuanto el doctor San Martín nos dé la data de la muerte sabremos dónde buscar.

Se dio la vuelta y se alejó hacia el fondo de la nave, mientras Amaia le miraba, asombrada. Conocía a Jonan Etxaide desde hacía tres años y en los dos últimos su admiración y respeto por él habían crecido a pasos agigantados. Antropólogo y arqueólogo, había recalado en la policía tras acabar sus estudios y aunque no era un policía al uso, Amaia apreciaba y buscaba siempre su visión algo romántica de las cosas y su carácter conciliador y sencillo que ella tanto apreciaba. Por eso le resultaba tan chocante la casi obstinación con que se empeñaba en encauzar el caso. Disimuló su desconcierto mientras se despedía del forense sin dejar de pensar en el modo en que el inspector Iriarte había asentido a las palabras de Jonan Etxaide, mientras lanzaba preocupadas miradas a las paredes del templo.

Oyó el llanto de Ibai en cuanto introdujo la llave en la cerradura. Empujó la puerta a su espalda y se precipitó escaleras arriba, mientras se desprendía del abrigo. Guiada por el apremiante llanto entró en la habitación, donde su hijo lloraba desgañitándose en la cuna. Miró a su alrededor y la furia creció en su interior formando un nudo en el estómago.

—James —gritó, enfadada, mientras levantaba al bebé de la cuna. James entró en el dormitorio trayendo en la mano un biberón.

—¿Cómo le dejas llorar así? Está desesperado, ¿se puede saber qué hacías?

Él se detuvo a mitad de camino y elevó el biberón haciendo un gesto de evidencia.

—No le pasa nada, Amaia, llora porque tiene hambre, y yo estaba intentando remediar eso, le toca comer y ya sabes que es muy puntual. Esperé unos minutos, pero al ver que no llegabas y que cada vez se ponía más pesado…

Ella se mordió la lengua. Sabía que no había ningún reproche en las palabras de James, y sin embargo le dolieron como un insulto. Le dio la espalda mientras se sentaba en la mecedora y colocaba al niño.

—Tira esa porquería —le dijo.

Le oyó suspirar, paciente, mientras salía.

Rejas, balcones y balconcillos. Tres plantas en la fachada plana del palacio arzobispal abierto a la plaza de Santa María por una puerta sobria de madera agrisada por el tiempo. En el interior, un sacerdote que vestía un buen traje con alzacuellos les recibió y se presentó a sí mismo como el secretario del arzobispo, y les condujo hasta la primera planta a través de una amplia escalera. Les hizo pasar a una sala donde les rogó que esperasen mientras les anunciaba, y desapareció sin hacer ruido tras un tapiz que pendía del techo. Regresó apenas unos segundos después.

—Por aquí, por favor.

La sala en la que les recibieron era magnífica, y Jonan calculó que ocuparía buena parte de la fachada principal del primer piso, a la que se abría en cuatro balcones de estrechos barrotes que permanecían cerrados al penetrante frío de aquella mañana pamplonesa. El arzobispo les recibió en pie junto a su mesa, les tendió una mano firme mientras el comisario general hacía las presentaciones.

—Monseñor Landero, le presento a la inspectora Salazar; es la jefa de homicidios de la Policía Foral. Y el subinspector Etxaide. El padre Lokin, párroco de Arizkun, creo que ya se conocen.

Amaia reparó en un hombre de mediana edad que permanecía junto al balcón más próximo mirando hacia fuera y que vestía un traje negro que hacía parecer barato el del secretario.

—Permítanme que les presente al padre Sarasola. Asiste a esta reunión en calidad de asesor.

Sarasola se acercó entonces y les estrechó la mano con firmeza sin dejar de mirar a Amaia.

—He oído hablar mucho de usted, inspectora.

Amaia no contestó, le saludó con una leve inclinación de cabeza y se sentó. Mientras, Sarasola volvía a su lugar junto al ventanal, dando la espalda a la sala.

El arzobispo monseñor Landero era uno de esos hombres que no puede parar quieto con las manos mientras habla, así que tomó un bolígrafo, lo colocó entre sus dedos largos y pálidos, y comenzó a darle vueltas consiguiendo así que toda la atención de los presentes se concentrase en él. Sin embargo, y para sorpresa de todos, fue el padre Sarasola el que habló.

—Les agradezco que se tomen interés por este asunto que nos ocupa y nos preocupa —dijo volviéndose para mirarles pero sin moverse de su lugar junto al balcón—. Sé que ustedes acudieron ayer a Arizkun cuando se produjo el, llamémoslo, ataque, y supongo que les habrán puesto en antecedentes. Aun así, permítanme que los repasemos. Hace dos semanas, en plena noche, igual que ayer, alguien penetró en el templo forzando la puerta de la sacristía. Es una puerta sencilla con una cerradura simple y sin alarmas, así que les resultaría fácil, pero no actuaron como vulgares rateros llevándose el dinero del cepillo, no; en lugar de eso partieron en dos y de un solo golpe la pila bautismal, una obra de arte de más de cuatrocientos años. El pasado domingo, también de madrugada, entraron de nuevo y destrozaron a hachazos un banco hasta dejarlo reducido a astillas no más grandes que mi mano, y ayer profanaron de nuevo el templo dándole fuego al altar y dejando allí esa atrocidad de los huesos.

Amaia notó que el párroco de Arizkun se revolvía en su silla presa de un gran nerviosismo, mientras que en el rostro del subinspector Etxaide se dibujaba aquel rictus de preocupación que había visto en él la noche anterior.

—Vivimos tiempos convulsos —continuó Sarasola—, y por supuesto, más a menudo de lo que nos gustaría, las iglesias sufren profanaciones que en la mayoría de las ocasiones se silencian para evitar el efecto llamada que tienen este tipo de acciones, y aunque algunas son realmente espectaculares por su puesta en escena, pocas tienen un componente tan peligroso como en este caso.

Amaia escuchaba atenta, luchando con el deseo de interrumpir y hacer un par de incisos. Por más intentos que hacía, no era capaz de ver la gravedad del asunto más allá de la destrucción de un objeto litúrgico de cuatrocientos años de antigüedad. Sin embargo, se contuvo a la espera de ver la dirección que tomaba aquella tan poco usual reunión en la que el hecho de que las máximas autoridades policiales y eclesiásticas de la ciudad estuvieran presentes ya delataba la importancia que concedían a los hechos. Y aquel sacerdote, el padre Sarasola, parecía llevar las riendas del asunto a pesar de estar presente el arzobispo, a quien apenas dirigía la mirada.

—Creemos que en este caso existe un componente de odio a la Iglesia basado en conceptos históricos mal entendidos, y el hecho de que en el último ataque se hayan utilizado huesos humanos no nos deja lugar a dudas de la naturaleza compleja de este caso. Ni que decir tiene que esperamos de su parte la mayor discreción, porque por experiencia sabemos que dar publicidad a estos temas nunca acaba bien. Además de la alarma social ya existente en los feligreses de San Juan Bautista, que por supuesto no son tontos y empiezan a tener claro el origen de los ataques, y el gran disgusto que supone para todo el pueblo por ser un tema con el que están sensibilizados.

El comisario tomó la palabra.

—Puede estar seguro de que procederemos con la mayor diligencia y discreción en este caso. La inspectora Salazar, que por sus cualidades como investigadora y su conocimiento de la zona es la más indicada para llevar esta investigación, se ocupará del caso con su equipo.

Amaia miró a su jefe alarmada y a duras penas reprimió el impulso de protestar.

—Estoy seguro de que así será —respondió el padre Sarasola dirigiéndose a ella—, tengo excelentes referencias sobre usted. Sé que ha nacido en el valle, que es la persona indicada para llevar este asunto y que tendrá la sensibilidad y el cuidado que esperamos para resolver nuestro pequeño problema.

Amaia no contestó, pero aprovechó la ocasión para estudiar de cerca a aquel sacerdote vestido de Armani, que no la había impresionado por saber quién era ella, sino por la influencia y el poder que parecía ejercer sobre todos los presentes, incluido el arzobispo, que había asentido a todas las afirmaciones del padre Sarasola sin que el sacerdote se hubiera vuelto una sola vez para buscar su aprobación.

Apenas cruzaron la puerta que daba a la plaza de Santa María, Amaia se dirigió a su superior.

—Señor comisario, creo que… —Él la interrumpió.

—Lo siento, Salazar, ya sé lo que va a decirme, pero este padre Sarasola es un alto cargo del Vaticano y hemos sido citados a esta reunión desde allí. Tengo las manos atadas, así que resuélvalo cuanto antes y a otra cosa.

—Lo comprendo, señor, pero es que no sé ni por dónde empezar o qué esperar. Simplemente no me parece un caso para nosotros.

—Ya lo ha oído, la quieren a usted. —Subió a su coche y la dejó con cara de circunstancias, mirando a Jonan, que se reía de ella.

—Te lo puedes creer —protestó—: la inspectora Salazar, que por sus cualidades como investigadora y su conocimiento de la zona es la más indicada para llevar esta investigación de gamberrismo vulgaris. ¿Alguien puede explicarme lo que ha pasado ahí dentro?

Jonan rió mientras se dirigían al coche.

—No es tan sencillo, jefa. Además, ese pez gordo del Vaticano la pidió a usted expresamente. El padre Sarasola, también conocido como doctor Sarasola, es un agregado del Vaticano para la defensa de la fe.

—Un inquisidor.

—Me parece que ya no les gusta que les llamen así. ¿Conduce usted o yo?

—Yo; tú tienes que contarme más cosas sobre ese doctor Sarasola. Por cierto, ¿doctor en qué?

—Psiquiatría, creo, quizás algo más. Sé que es un prelado del Opus Dei muy influyente en Roma, donde trabajó durante años para Juan Pablo II y como consejero del anterior papa cuando éste era cardenal.

—¿Y por qué un agregado del Vaticano para la defensa de la fe se toma tanto interés en un asunto de andar por casa? ¿Y cómo ha podido oír hablar de mí?

—Como he dicho, es un destacado miembro del Opus Dei y está puntualmente informado de cuanto ocurre en Navarra, y el alcance de su interés quizá pase porque, como él ha dicho, se teme que exista ese componente de odio o venganza hacia la Iglesia por, ¿cómo lo ha llamado?, un concepto histórico mal entendido.

—Concepto con el que pareces estar de acuerdo…

Él la miró, azorado.

—Me fijé en cómo os lo tomabais el inspector Iriarte y tú la otra noche. Creo que estabais más alarmados que el párroco y el capellán.

—Bueno, eso es debido a que la madre de Iriarte es de Arizkun, como mi abuela, y para cualquiera que sea de allí, lo que ha pasado en la iglesia es grave…

—Sí, ya he oído la exposición del padre Sarasola sobre la alarma que supone para los vecinos, dado su entendimiento, pero ¿a qué se refiere?

—Usted es del valle, ha tenido que oír hablar de los agotes.

—¿Los agotes? ¿Te refieres a los que vivieron en Bozate?

—Vivieron por todo el valle de Baztán y de Roncal, pero se concentraron en Arizkun en un gueto, actualmente el barrio de Bozate. ¿Qué más sabe de ellos?

—Pues no gran cosa, la verdad. Que eran artesanos y que no estaban demasiado integrados.

—Eche el coche a un lado —ordenó Jonan.

Amaia lo miró sorprendida pero no contestó, buscó un hueco al lado derecho, detuvo el coche y se volvió en su asiento para estudiar la expresión del subinspector Etxaide, que suspiró sonoramente antes de comenzar a hablar.

—Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el origen de los agotes. Calculan que llegaron a Navarra a través del Pirineo, huyendo de guerras, hambrunas, peste y persecuciones religiosas durante el Medievo. La teoría más refrendada es que fueran cátaros, miembros de una agrupación religiosa perseguida por el Santo Oficio; otros apuntan a que fueran soldados godos desertores que se refugiaron en los lazaretos del sur de Francia, donde contrajeron la lepra, una de las razones por las que eran temidos; y existe otra que apunta a que se tratara de una mezcla de proscritos y parias traídos para prestar servicio al señor feudal de la zona, que era entonces Pedro de Ursua, del que se conserva un palacio fortaleza en Arizkun. Ésta podría ser la razón por la que el grupo se estableció mayoritariamente en Bozate.

—Sí, ésa es más o menos la idea que tenía, un grupo de proscritos, leprosos o cátaros huidos que se estableció en el valle en la época medieval. Pero ¿qué relación puede tener eso con las profanaciones en la iglesia de Arizkun?

—Mucha. Los agotes estuvieron en Bozate durante siglos sin que se les permitiera integrarse en la sociedad. Tratados como un grupo inferior, no podían vivir fuera de Bozate, regentar negocios ni casarse con otros que no fueran agotes. Se dedicaban a la artesanía de la madera y las pieles porque eran oficios que se tenían por insalubres, y se les obligaba a llevar cosido a la ropa un distintivo que los identificaba, e incluso a tocar una campana para avisar de su presencia como si fueran leprosos. Y como ha sido frecuente en muchos episodios de la historia, la Iglesia no contribuyó precisamente a su integración sino todo lo contrario. Se sabe que eran cristianos y que respetaban y observaban los ritos católicos, y sin embargo, la Iglesia los trató como a parias. Había una pila bautismal distinta para ellos, y el agua bendita que se utilizaba era desechada. No se les permitía llegar hasta el altar, obligándoles en muchos casos a permanecer al fondo de la nave y acceder a la iglesia por una puerta distinta, más pequeña. En el caso de Arizkun, existía una reja que los mantenía separados de los demás fieles y que fue eliminada como rechazo a la profunda vergüenza que este trato causa aún hoy en día a los vecinos de Arizkun.

—A ver si me centro, ¿me estás diciendo que la segregación hacia un grupo racial en el Medievo es la razón histórica a la que se refiere el padre Sarasola para explicar las profanaciones en la iglesia de Arizkun en la actualidad?

—Sí —reconoció él.

—Segregación como la que sufrieron judíos, moros, gitanos, mujeres, curanderas, pobres y suma y sigue. Si encima me dices que había sospechas de que pudieran ser portadores de la lepra, ya me lo has dicho todo. La sola mención de una enfermedad tan terrible tenía que ser suficiente para aterrorizar a toda la población. Por otro lado, en el valle de Baztán se mandó a la hoguera a docenas de mujeres acusadas de brujería, imputadas en muchas ocasiones por sus propios vecinos, y eso que eran del valle de toda la vida. Cualquier comportamiento fuera de lo «normal» era sospechoso de estar relacionado con el demonio, pero este tipo de actuación hacia grupos o etnias era común en toda Europa, no hay país que esté libre de tener en su historia un episodio similar. Yo no soy historiadora, Jonan, pero sé que durante esa época Europa apestaba a carne humana quemada en las hogueras.

—Es cierto, pero es que en el caso de los agotes la segregación se prolongó durante siglos. Generaciones y generaciones de vecinos de Bozate fueron privadas de los derechos más elementales; de hecho llegó un momento en que se vieron tan maltratados y durante tanto tiempo que desde Roma se dictó un bando papal reconociéndoles los mismos derechos que a cualquier vecino y pidiendo el cese de la discriminación. Pero el mal ya estaba hecho, las costumbres y las creencias resisten con terquedad a la lógica y la razón, y los agotes continuaron sufriendo discriminación durante años.

—Sí, en el valle de Baztán todo cambia muy lentamente. Hoy es un privilegio, pero en el pasado debió de ser duro vivir allí…, pero aun así…

—Jefa, los símbolos dañados en las profanaciones son claramente referencias a la segregación de los agotes. La pila bautismal en la que no podían ser bautizados. Un banco de la primera fila, reservado a los nobles y vetado a los agotes. Los manteles del altar, un lugar hasta el que les estaba prohibido llegar…

—¿Y los huesos? ¿Los mairu-beso?

—Es una antigua práctica de brujería con la que se relacionaba también a los agotes.

—Claro, cómo no, la brujería… De todos modos me parece traído por los pelos. Tengo que reconocer que la parte de los huesos le da un punto especial, pero por lo demás no dejan de ser gamberradas comunes. Ya verás como en cuatro días detenemos a un par de adolescentes fumados que entraron en la iglesia para hacer el tonto y se les fue la mano. Lo que me llama la atención es que desde el arzobispado se tomen tanto interés por esto.

—Ahí lo tiene. Si alguien puede y debe reconocer los síntomas de una ofensa con base histórica son ellos, y ya vio la cara que tenía el párroco, parecía a punto de descomponerse.

Amaia resopló, contrariada.

—Puede que tengas razón, pero ya sabes cuánto me disgustan estos temas relacionados con el pasado oscuro del valle, siempre parece haber alguien dispuesto a sacar partido del tema —dijo mirando su reloj.

—Tenemos tiempo —la tranquilizó Jonan.

—No tanto, aún tengo que pasar por mi casa, a Ibai le toca comer —dijo sonriendo.