37

Nuria llevaba un vestido azul y una chaqueta del mismo tono. Había sustituido el gorro de lana por una cinta ancha que lucía como una diadema sobre el cabello muy corto. No se había puesto maquillaje, pero Jonan vio que se había pintado las uñas de oscuro. Abrió la puerta antes de que llegaran al sendero. Les recibió con una tímida sonrisa que no se borró de su rostro mientras les acompañaba a la sala, y les ofreció un café que ambos aceptaron. El inspector Montes le preguntó por los hechos y por si recordaba algo más. Ella repitió básicamente lo mismo, pero había en el modo de narrarlo una fuerza desconocida en su primera versión. Relataba los hechos tomando distancia, como si le hubiesen ocurrido a otra persona, una mujer distinta, y Jonan supo que en el fondo era así. Mientras Montes le preguntaba por el conocimiento de la zona que podía tener Antonio Garrido, él se fijó en que el agujero en la puerta estaba cubierto por un melindroso póster de flores que aún permitía ver por los lados los residuos del disparo, produciendo una extraña sensación. Un nuevo modelo de escopeta, de cañones paralelos, aparecía apoyado contra la ventana.

—Debería tenerla guardada en un armero —advirtió Montes, antes de salir.

—Sí, lo iba a hacer justo cuando llegaron ustedes.

—Seguro… —contestó Montes.

Llovía con más fuerza cuando salieron de la casa.

—¿Qué le parece? —preguntó Jonan, cuando alcanzaron la cancela.

—Me parece que ese fulano haría bien en dedicarse a otra cosa en lugar de venir a por su mujer, porque si viene se lo cargará, y bueno… Un cabrón menos.

Él también lo creía. Había visto los cambios en su actitud, en su ropa. Las cortinas del salón seguían abiertas de par en par para poder ver quién se aproximaba, había variado un poco la distribución de los muebles, tenía cerca una cafetera, galletas y un arma junto a la ventana; era probable que durmiese en el sofá para vigilar. Había descartado el chándal gigante en favor de un vestido, mostraba sin recato su pelo corto y lo adornaba con aquella cinta brillante, había cubierto las huellas del disparo con una foto de flores y se había pintado las uñas. Era una francotiradora.

Etxaide negó con la cabeza sosteniendo un paraguas, que con la intensidad del aguacero resultaba casi inservible. La lluvia había calado la tela del paraguas y el agua chorreaba por el mástil central hasta su mano y caía pulverizada sobre sus rostros. Caminaron hacia el centro sobre calles anegadas en las que las alcantarillas resultaban insuficientes, y se producía el curioso fenómeno de lluvia inversa al caer el agua con fuerza sobre una superficie lisa proyectando una salpicadura hacia arriba. El efecto era que llovía desde el suelo y no había paraguas en el mundo que te librara de esa mojadura.

Al pasar por la calle Pedro Axular, se dirigieron hasta la barandilla, como atraídos por un imán, en el lugar donde se curva el río. El agua alcanzaba casi el borde del paseo.

—Tenían razón con las previsiones, si sigue lloviendo así en media hora se desbordará.

—¿Y no se puede hacer nada?

—Estar preparados —dijo Jonan, sin gran convencimiento.

—Pero ¿se saldrá por todo el pueblo?

—No. Por ejemplo, en la zona donde vive la tía de la inspectora nunca se sale, sólo por aquí; es la curva del río lo que causa los desbordamientos, y la presa de Txokoto no ayuda.

—Pero es necesaria, ¿o no?

—Ya no. Se construyó como la mayoría para obtener energía eléctrica, uno de los primeros edificios que hay al otro extremo de la calle Jaime Urrutia frente a los gorapes es el antiguo molino de Elizondo reedificado en el siglo XIX y reconstruido como central eléctrica a mediados del XX. Si se fija verá que al otro lado hay construido un remonte para peces; se habló de destruir la presa y dejar que el río bajase sin contenciones pero los vecinos no quieren ni oír hablar de esto.

—¿Por qué no?

—Porque se han acostumbrado a la presa, a verla, a su sonido, los turistas se hacen fotos en el puente…

—Pero si les causa tantos problemas…

—No tantos, una vez al año como mucho. A veces no ocurre durante años, es una de esas cosas que compensan.

Montes extendió la mirada sobre el río cada vez más lleno.

—Son muy suyos, estos de Elizondo —dijo, mientras emprendían la marcha hacia la calle Jaime Urrutia—. Hace años hubo una gran inundación, no sé si de no haber estado la presa habría sido menos grave. Mire —dijo indicando la casa de la Serora—, en esa placa se indica el nivel que alcanzaron las aguas en la antigua casa de la Serora, algo así como la sirvienta del cura; la antigua iglesia estaba aquí mismo —dijo haciendo un gesto hacia una plaza en la que sólo había una fuente—. Una riada la destruyó.

—¿Y dice que la presa les compensa?

—En esa ocasión el agua se contuvo río arriba por un tapón que se formó con troncos y piedras, y cuando reventó, bajó con tanta fuerza que se llevó todo por delante. No creo que hubiese sido muy diferente sin la presa, estoy convencido de que el problema es la curva que forma el río, es lógico que el agua se salga por aquí.

Montes observó que la mayoría de los comerciantes habían sellado las puertas de sus tiendas con tablones y espuma de poliuretano; incluso algunos habían colocado sacos terreros, preparándose para la inminente inundación. La mayoría de los comercios se veían cerrados, pero en la parte de la calle que daba al río, algunas entradas estaban sin proteger.

—Es una pena que nadie se cuide de estos edificios —comentó.

—Algunos están deshabitados, y sí que es una pena, tienen gran valor histórico; esta casa por ejemplo —dijo Jonan, señalando un vetusto edificio—. Se llama Hospitalenea; durante siglos fue hospital de peregrinos, especialmente los del camino de Santiago, que llegaban aquí hechos polvo: pasar los Pirineos era una dura prueba que muchos no superaban.

Montes alzó la mirada para verlo mejor. Las contraventanas cerradas habían adquirido el color cercano al gris que toma la madera muy vieja; el balcón corrido de la última planta parecía colgar de la fachada sostenido por tres postes, y sobre el del primer piso había una inscripción que resultaba ilegible por la lluvia.

—¿Qué pone?

—El año en que fue comprado y restaurado, 1811, creo.

Siguieron caminando y Montes se detuvo de pronto, cediéndole el paraguas a Jonan.

—Espéreme aquí —dijo, volviendo sobre sus pasos.

El subinspector quedó parado en mitad de la calle, sosteniendo el paraguas mientras veía a Montes apresurarse hasta desaparecer de su vista hacia la curva del río tras el palacio Arizkunenea.

Montes regresó al lugar donde se había asomado a ver el río. La lluvia cayendo sobre su superficie le había hecho perder su cualidad de espejo y las luces se reflejaban en el agua como manchas móviles. Puso ambas manos sobre la barandilla y mentalmente contó las fachadas que daban al río. Volvió a contar y observó. La lluvia caía torrencialmente, su ropa y su pelo estaban totalmente empapados y el agua le chorreaba por los ojos dificultándole la visión. Se puso una mano como visera, volvió a contar y esperó hasta que lo vio. El resplandor oscilaba como suele hacerlo cuando la luz proviene de una vela, una sombra informe se proyectó contra la ventana sin portillos que daba al río y la luz se apagó. Sintió entonces cómo el agua anegaba sus zapatos y al mirar comprobó que el río había superado el muro y el agua avanzaba como una pequeña ola hacia la calle. Echó a correr hasta doblar la esquina del palacio Arizkunenea y avanzó a toda prisa hacia Jonan, mientras contaba de nuevo las fachadas y sacaba su pistola.

Jonan miró desconcertado a ambos lados de la calle desierta.

—Pero ¿qué hace?

Montes le alcanzó y entre jadeos se lo explicó, mientras lo arrastraba hacia la puerta de la casa abandonada.

—Está aquí. ¿Cómo has dicho que se llama la casa?

—Hospitalenea —dijo Jonan asintiendo mientras comprendía lo que Montes sospechaba—, y era un antiguo hospital de peregrinos. «Te voy a llevar al hospital», eso es lo que le dijo.

—¿Llevas pistola?

—Claro —dijo Jonan, dejando en el suelo el paraguas y sacando su Glock y una linterna.

—Creía que los arqueólogos llevabais una piqueta y una brocha —dijo sonriendo.

—Voy a pedir refuerzos.

Montes puso una mano sobre su hombro.

—No podemos esperar, Jonan, si está vigilando, y es lo más probable, ya nos habrá visto detenidos frente al edificio. Creo que tenía una vela y creo que me ha visto, la ha apagado. Si esperamos a los refuerzos lo encontraremos muerto, y es muy importante que podamos interrogarle. Está arriba, primera puerta, en la habitación de la izquierda.

Montes puso la mano sobre el pomo roñoso de la puerta y lo giró.

—Está cerrado —susurró—. A la de tres. Una. Dos.

Embistió la puerta con el hombro, y la hoja hinchada por la humedad se abrió un poco y quedó trabada dejando una abertura de unos veinte centímetros. Montes introdujo un brazo por ella y haciendo presión consiguió abrirla un poco más. Etxaide le siguió. Corrieron escaleras arriba sintiendo cómo la madera crujía y la barandilla se tambaleaba como sacudida por un terremoto cuando el cuerpo cayó por el hueco con un crujido espantoso. Dirigieron hacia allí los haces de sus linternas.

—La madre que lo parió —gritó Montes volviendo atrás por la escalera—. Se ha colgado.

Llegó abajo, y abrazando al hombre por las piernas lo levantó en un intento de disminuir la tensión que la cuerda ejercía en su cuello.

—Sube, Etxaide, corta la cuerda, corta la cuerda —gritó.

Jonan subió las escaleras de dos en dos buscando con su linterna el lugar donde estaba sujeta la soga. La localizó atada a la barandilla rota que había provocado el crujido que habían oído. La soga era muy gruesa, buena cosa; con una más fina se habría cortado el cuello. El gran diámetro de aquella cuerda le privaría de oxígeno pero era poco probable que le partiese el cuello o que le cortase la tráquea. Oyó a Montes gritando desde abajo, se metió el arma en la cintura mirando con aprensión hacia las habitaciones oscuras que no había llegado a comprobar. Montes gritaba como un loco. Intentó introducir los dedos entre la cuerda y la barandilla para deshacer el nudo, pero la tensión provocada por el peso se lo impedía. Miró alrededor buscando algo con que cortarla mientras desde abajo Fermín seguía gritando:

—Córtala, córtala, joder.

Sacó su arma, apuntó a la soga y disparó. La cuerda saltó como una serpiente, y libre de tensión cayó por el hueco. Se precipitó escaleras abajo y al llegar vio a Montes inclinado sobre el hombre, intentando liberarle de la soga. Triunfante, el inspector se puso en pie.

—Está vivo, el cabronazo. —Y como para corroborarlo, el tipo tosió y se quejó, emitiendo un sonido entrecortado y desagradable.

—¿Qué cojones hacías ahí arriba? Has tardado una eternidad. —Separando ambas manos señaló su ropa con gesto de asco—. Será mejor que llames tú, este hijo puta se me ha meado encima.

El teléfono sonó mientras comenzaban a cenar.

—Jefa, tenemos a Garrido. Se escondía en el antiguo hospital de peregrinos, se ha colgado por el cuello justo cuando entrábamos. No ha muerto, Montes lo ha impedido, pero está mal. Ya hemos avisado a la ambulancia.

La imagen de Freddy intubado e inmovilizado en la cama del hospital un año atrás vino a su mente con fuerza.

—Voy para allá. Si la ambulancia llega antes que yo, no os separéis de él ni un segundo, no dejéis que nadie se le acerque, que no hable con nadie y que no se quede a solas en ningún momento —dijo antes de colgar.

Quizá debido a la torrencial lluvia que caía, las urgencias del hospital Virgen del Camino estaban inusualmente vacías. Parecía que todo el mundo hubiese decidido dejar la visita al médico para el día siguiente, y sólo media docena de personas esperaban en la sala.

Se acercó con Iriarte al mostrador y enseñaron sus placas a la recepcionista.

—Antonio Garrido, venía en una ambulancia desde Baztán.

—Sala tres. Los médicos están con él ahora, pueden esperar en la sala.

Sin hacerle caso penetraron en el pasillo donde se ubicaban las salas y antes de encontrar la número tres, Jonan les salió al encuentro.

—No se preocupen, Montes ha entrado con él.

—¿Cómo está?

—Consciente, respira bien, tiene una quemadura por fricción bastante fea en el cuello y no puede hablar. Imagino que se ha aplastado la tráquea, pero no morirá y puede mover las piernas; no dejaba de patalear mientras Montes lo sostenía y después ya en el suelo.

—¿Qué hacen ahí dentro?

—Le han hecho radiografías del cuello nada más llegar y ahora está con los médicos.

La puerta se abrió y los médicos, un hombre y una mujer, salieron del interior seguidos por una enfermera.

—No pueden estar aquí —dijo la última nada más verles.

—Policía Foral —dijo Amaia—. Custodiamos al detenido, Antonio Garrido. ¿Cómo está?

Los médicos se pararon ante ella.

—Pues está vivo de milagro, le debe la vida a su colega. Si no llega a ser porque alivió la presión sobre la tráquea habría muerto asfixiado. Ha tenido suerte, no saltó de mucha altura, la barandilla cedió y por lo visto la soga era bastante gruesa y eso le sostuvo las vértebras en su sitio aunque, como le he dicho, la tráquea está bastante dañada.

—¿Puede hablar?

—Con dificultades, pero lo suficiente para pedir el alta voluntaria, así que…

—¿Que ha pedido el alta?

—La enfermera está preparando los papeles para que los firme —dijo el médico, incómodo—. Mire, nosotros ya le hemos avisado de la gravedad de la lesión y de que aunque ahora se encuentra bien puede empeorar en las próximas horas. Es consciente de ello, lo ha comprendido, ha pedido calmantes y el alta voluntaria. Le he puesto un collarín y también le hemos hecho la cura en lo que le queda de oreja. En nuestra opinión necesita cirugía, pero ha dicho que ni hablar, así que en cuanto firme es todo suyo.

Amaia miró a Iriarte, perpleja.

—¿Qué se propone este tipo?

Iriarte la miró negando.

—No lo sé.

—Voy a llamar al juez, nos lo llevamos a la central.

La sala de interrogatorios de la comisaría de Pamplona era idéntica a la de Elizondo. Una pared espejada, una mesa, cuatro sillas y una cámara en el techo. Un policía de uniforme custodiaba la puerta.

Observaban a Garrido tras la ventana de espejo. Tenía algunas manchas rojas alrededor de los ojos, y la cara se veía congestionada por la presión del collarín. Un aparatoso vendaje le cubría la oreja y el lado de la cabeza donde faltaba el pelo, y le habían aplicado un ungüento graso en las pequeñas quemaduras blanquecinas que salpicaban aquel lado del rostro causadas por los residuos de pólvora del disparo. Más allá de eso, el tipo permanecía tranquilo; dejaba descansar la vista sobre la mesa y jugueteaba con el botellín de agua y con el tubo de calmantes efervescentes que le habían dado en el hospital. Si tenía molestias o se encontraba incómodo no lo dejaba traslucir, y su aspecto era el del que espera pacientemente, sabiendo que nada de lo que haga hará que el tiempo pase más rápido.

Montes e Iriarte entraron en la sala. Iriarte se sentó ante él y le miró fijamente. Montes se quedó en pie. Garrido no dio muestras de que se hubiese producido ningún cambio a su alrededor.

—Antonio Garrido, ¿verdad? —preguntó Iriarte.

El hombre le miró.

—¿Qué hora es?

—¿Es usted Antonio Garrido?

—Ya sabe que sí —contestó con un hilo de voz—. ¿Qué hora es?

—¿Por qué quiere saberlo?

—Tengo que tomarme la medicación.

—Son las seis de la madrugada.

Garrido sonrió y su rostro se congestionó aún más.

—Pierden el tiempo.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Porque sólo hablaré con la poli estrella —dijo soltando una risita estúpida.

Tras los cristales, Amaia miró a Jonan y resopló con la creciente sensación de un déjà vu, la experiencia calcada a la detención de Quiralte. Era evidente el aleccionamiento común que habían recibido.

—No sé a quién se refiere —contestó Iriarte.

—Me refiero a ella —dijo apuntando hacia el espejo, con uno de aquellos dedos cortados.

—¿Hablará con la inspectora Salazar?

—Sí, pero no ahora, aún no.

—¿Cuándo?

—Más tarde, pero sólo con ella, con la poli estrella. —Y volvió a reírse de aquella manera estúpida.

Montes intervino:

—Igual te doy una hostia y te saltó los dientes y así se te quitan las ganas de reírte.

—No vas a darme una hostia porque eres mi puto ángel de la guarda, te debo la vida, ahora soy tu responsabilidad, ¿lo sabías? Según algunas culturas, tendrías que cuidar de mí el resto de mi vida.

Montes sonrió.

—¿Así que soy tu responsable porque evité que murieras? ¿Y cómo es que eres tan rata como para suicidarte sin haber terminado tu trabajo? Tu amo no debe de estar muy contento con tus servicios.

Todos los músculos del hombre se tensaron bajo su camisa.

—Le he servido bien —susurró.

—Oh, sí, se me olvidaba, utilizando a un pobre crío para destrozar una iglesia por las noches. —Garrido miró fijamente hacia los espejos y Amaia supo por qué lo hacía—. Un pobre crío maltratado, debería darte vergüenza.

—Créeme, a él le gustó, es más de lo que nunca hará, le faltan huevos para hacer lo que debe.

—¿Y qué debería hacer según tú?

—Matar a su padre.

Amaia sacó el móvil y marcó.

—Zabalza, ve con una patrulla a casa de Beñat Zaldúa y saca al chico de allí. Garrido acaba de decir que debería matar a su padre pero que le ha faltado valor, no vaya a ser que lo reúna.

—Gracias —contestó Zabalza.

Le pareció una curiosa respuesta, pero Zabalza era un tipo especial. Montes siguió.

—Ya veo, críos asustados y mujeres desvalidas, estás hecho un campeón, o estabas, porque la verdad es que te ha salido como el culo, no lograste acojonar al chico, que te delató en cuanto le preguntamos, pero lo de tu mujer clama al cielo, bueno, ya ves cómo te ha puesto la cara.

—Cállate —masculló Garrido.

Montes sonrió poniéndose a su espalda.

—La he visto, ¿sabes? Muy guapa, un poco delgaducha, ¿cuánto pesará?, ¿cuarenta y cinco kilos? No sé si llegará, pero esa pobre chica te arrancó una oreja y te arrancaría los huevos si le damos la oportunidad. Te dio lo tuyo, ya lo creo.

Un gruñido gutural escapó de la garganta del hombre, y Amaia estuvo segura de que saltaría, pero Garrido comenzó a balancearse rítmicamente, como si se meciese mientras murmuraba una letanía incoherente. Repitió el movimiento una docena de veces y paró. Cuando lo hizo sonreía de nuevo.

—Hablaré más tarde.

Montes hizo un gesto a Iriarte y salieron. Antes de cerrar la puerta, Garrido llamó.

—Inspector.

Montes se volvió a mirarle.

—Siento haberme meado sobre usted —dijo, riéndose.

Montes hizo ademán de volver atrás pero Iriarte le empujó fuera.

Disimularon las sonrisas, mientras Montes entraba.

—Ha conseguido cabrearle bastante con lo de la mujer —dijo Jonan.

—Claro, ¿qué puede avergonzar más a un tío como ése que el hecho de que una mujer le pegue?

Amaia sonrió, aquello no le era tan ajeno.

—… Pero no ha sido suficiente —se lamentó Montes.

—¿A qué cree que espera? ¿Cree que hablará con usted? —preguntó Iriarte.

—No lo sé, pero es evidente que está haciendo tiempo. Creo que intentó suicidarse porque eso era lo que debía hacer si le capturábamos, pero su misión ha cambiado. Como ha dicho, ha servido bien a su amo llevando a cabo las profanaciones, pero creo que esto es el plan B.

—¿El plan B?

—La otra opción por si, tal como ha sucedido, no conseguía llevar a cabo el plan original. Si el tarttalo se arriesga a que le saquemos algo es porque aún lo necesita.

—Podemos volver a intentarlo —propuso Iriarte—. Ha habido un momento en que ha conseguido hacerle perder el control —dijo, dirigiéndose a Montes.

—Sí, pero ¿qué ha sido eso que ha hecho? ¿Y qué era lo que murmuraba? —preguntó Amaia.

—Yo le he oído —dijo Iriarte—, decía «Ella no importa».

—Jefa, venga un momento —pidió Montes saliendo al pasillo y llevándola a un rincón—. Es una técnica de control de la ira. Son trucos que se aprenden en la terapia para controlar los impulsos violentos, y suele ser una de las alternativas que les ofrecen en la cárcel. Restan condena, así que todos estos tarados van a terapia. Pero la verdad es que si no se está firmemente convencido, no sirve para nada; aprendes a controlarte, a aparentar normalidad, pero sólo de cara a la galería, por dentro estás igual. Lo que no se saca se queda dentro y te va pudriendo, así de simple. A pesar de que no lo pareciera yo sí que asistí a terapia, y le aseguro que sólo conseguí sentirme peor, por eso lo dejé. Recuerdo que ya llevaba seis sesiones y aún la habría matado.

Amaia lo miró, sorprendida por su sinceridad.

—O yo a usted…

—Eso también —dijo, conciliador—, pero el caso es que yo me sentía furioso contra… Contra muchas cosas, pero sobre todo contra usted, y esas terapias de control de la ira, bueno, por lo menos según mi experiencia, sólo sirven para que finjas que no estás cabreado.