10

Primavera de 1980

Juan observaba la masa untosa que daba vueltas arrastrada por la pala mecánica en el mezclador. Habían comprado aquella máquina hacía tan sólo un par de meses y como Rosario había pronosticado, la producción había aumentado hasta el punto de permitirles aceptar nuevos clientes a los que antes no habrían podido abastecer. Juan pensaba en otros tiempos. El tiempo en que su esposa había estado embarazada primero de Flora, después de Rosaura, y de cómo él en su ignorancia había deseado un hijo varón, suponía que por el hecho de que perpetuase el apellido Salazar; al fin y al cabo sólo tenía a su hermana Engrasi, y si no tenía un chico, el apellido Salazar quedaría relegado. Con Flora no le había importado tanto, pero cuando nació Rosaura se había sentido decepcionado, aunque por supuesto se lo había ocultado a Rosario. Un hijo varón, una tontería que sin embargo había llegado a ensombrecer su ánimo hasta el punto de que su propia madre le había avisado.

—Más te vale poner buena cara, hijo, si no quieres que esa mujer tuya coja a sus niñas y se vuelva a San Sebastián. En lugar de enfurruñarte deberías dar gracias; una mujer vale tanto como un hombre, y en algunos casos, más.

Aún guardaba en un cajón del obrador la lista de nombres de niña y de niño que Rosario y él habían confeccionado en los anteriores embarazos y de la que había elegido los de las niñas. Echó una ojeada a la masa que seguía dando vueltas y se acercó al cajón, de donde sacó la lista, que puso sobre la mesa. En el papel eran visibles las cuatro dobleces en las que había sido plegado durante años, y ahora las arrugas y la esquina rota que se habían producido al ser estrujado entre las manos de su esposa sólo un instante antes de que se lo arrojara a la cara y saliera corriendo del obrador.

Sin duda era un estúpido. ¿Por qué había tenido que insistir tanto en la tontería del nombre?

—Deberíamos ir pensando un nombre para el bebé.

—Es pronto aún —había replicado ella, cambiando de tema—. ¿Has preparado el pedido para los de Azkune?

—No es pronto, ¡pero si estás ya de cinco meses! Ahora el bebé será ya como mi mano, es hora de que pensemos nombres. Rosario, venga, que te dejo elegir a ti, mira la lista y dime cuál te gusta —había insistido poniendo el papel ante su rostro.

Ella se había vuelto, arrebatándole la lista de las manos y dejándolo petrificado por el asombro. Inclinó el rostro como si leyese y después, mirándolo oblicuamente, sin alzar la frente, había mascullado:

—Un nombre, un nombre. ¿Sabes qué es esto?

Él no pudo contestar.

—Una lista de muertos.

—Rosario…

—Una lista de muertos, pero los muertos no necesitan nombre, los muertos no necesitan nada —murmuraba a media voz, y mirándole entre los mechones de pelo que se habían soltado de su recogido.

—Rosario… ¿Qué estás diciendo? Me estás asustando.

—No te asustes —dijo, levantando la cabeza y recuperando el tono normal—, es sólo un juego.

Él la observaba intentando tragar la masa de miedo que se había formado en su garganta y que sabía tan ácida…

Hizo una bola con el papel y se lo arrojó a la cara antes de salir del obrador.

—Guárdala donde estaba —añadió—, también hay nombres para varón, y créeme, mucho mejor si es un chico, porque si es una zorrita no necesitará un nombre.