33

Amaneció un extraño día de sol. Quedaban restos de niebla que desaparecerían en poco rato si el astro seguía calentando así. Casi se sintió agradecida, siempre lo estaba por el sol, pero hoy además le brindaba el amparo perfecto para esconder el morado de su pómulo tras unas gafas bien grandes y oscuras.

Iriarte la había llevado hasta Pamplona, pero excepto por un par de comentarios sobre las novedades del caso, había permanecido taciturno y silencioso, concentrado tan sólo en la conducción. Había visto a Montes al entrar. Él la había saludado con un tímido buenos días, y casi se alegró al comprobar que no tenía mejor cara que ella. El labio inferior se veía hinchado y el oscuro corte en el medio parecía un extraño piercing.

Un policía salió a llamarles desde el despacho del comisario. Todos vestían de uniforme con la excepción de Montes, que llevaba un elegante, y seguramente caro, traje azul marino.

Además del comisario, en la larga mesa de juntas se sentaban los policías de asuntos internos que ya habían tomado declaración cuando se produjo el suceso. A Amaia no se le escapó la mirada que ambos dedicaron a la moradura en su cara, apenas disimulada por el maquillaje, y al labio de Montes.

—Como saben, ha transcurrido un año desde que el inspector Montes fuera suspendido por los hechos acaecidos en febrero en el parking del hotel Baztán de Elizondo. En este tiempo, el inspector Montes ha debido someterse a terapia recomendada. Tengo aquí los informes y son favorables a su reincorporación. Jefa Salazar, inspector Iriarte, ustedes fueron las personas que acompañaban al inspector Montes cuando se produjeron los hechos. Nos gustaría escuchar cuál es su opinión al respecto. ¿Creen que el inspector está listo para reincorporarse?

Iriarte dirigió una breve mirada a Amaia antes de hablar.

—Estuve presente el día en que se produjeron los hechos y durante los meses que ha durado la suspensión, he coincidido con el inspector en unas cuantas ocasiones en las que se ha pasado por la comisaría para saludar a los compañeros. Su comportamiento… —titubeó lo suficiente como para que Amaia lo percibiese, aunque los demás no dieron muestras de ello— ha sido en todo momento adecuado, y a mi juicio está listo para reincorporarse al trabajo.

Amaia suspiró.

—Inspectora —dijo el comisario, cediéndole la palabra.

—La baja del inspector Montes ha requerido ajustes que todo el equipo ha tenido que afrontar con sacrificios y esfuerzo personal. Creo que sería adecuado que se reincorporase cuanto antes.

Mientras hablaba, fue consciente de la sorpresa que sus palabras suponían para todos.

—Inspector Montes —invitó el comisario.

—Quiero agradecer la confianza que tanto el inspector Iriarte como la jefa Salazar depositan en mí. Hace una semana habría aceptado encantado; sin embargo, tras una conversación con una persona cercana, he decidido que lo más prudente sería que prolongase unos meses más la terapia.

Amaia lo interrumpió.

—Con su permiso, jefe. Entiendo que el inspector quiera seguir su terapia, pero no veo impedimento para que lo haga tras reincorporarse. El equipo está cojo, la gente está trabajando mucho, horas, guardias…

—Está bien —asintió el comisario—, opino como usted. Montes, se reincorporará a partir de mañana. Bienvenido —dijo, tendiéndole la mano.

Amaia salió sin esperar y se inclinó sobre la fuente del pasillo haciendo tiempo. Montes se entretuvo hablando con Iriarte en la puerta del despacho, pero cuando la vio se despidió de los demás y se acercó a ella.

—Gracias, yo…

—De mañana nada —cortó ella—. Me consta que está alojado en Elizondo, así que se va ahora, y de paso sube a Iriarte, y más vale que venga con ganas de trabajar. Tenemos un sospechoso huido que no aparece, dos coches haciendo guardia en un domicilio y una iglesia, un profanador y algo bastante peor. Así que ya puede ponerse las pilas.

Montes la miró sonriendo:

—Gracias.

—A ver si dice lo mismo dentro de una semana.

El panorama nada halagüeño que le había descrito a Montes no distaba de la verdad. Estaba bastante segura de que no habría más profanaciones, pero tras su negativa a entregar a Beñat Zaldúa como responsable de los ataques, debía seguir «compensando» a Sarasola. Manteniendo el coche patrulla junto al templo, contenía las aguas en su cauce, y al comisario tranquilo, después del trago de tener que dar explicaciones de por qué la patrulla se había ausentado la última vez. En el caso de Nuria, el empeño era suyo. Si todo seguía la pauta de los anteriores crímenes, el objetivo de aquel hombre era matarla para cumplir su extraño voto de obediencia. Sabía que las cosas habían cambiado sustancialmente en el momento en que la mujer había dejado de comportarse como una víctima y se había defendido, provocando un giro en su destino que sin duda era acabar muerta. Tenía que haber sido una desagradable sorpresa para un bestia que únicamente podía enfrentarse a alguien indefenso. Por otro lado, seguían con los registros de agresiones y crímenes machistas que se repartían por todo el país, con el extra de dificultad que las competencias entre cuerpos policiales añadían. Pasó la siguiente media hora conduciendo por Pamplona, primero hacia las afueras y de vuelta al centro haciendo tiempo para el encuentro con Markina. Cuando se acercaba la hora, aparcó en el subterráneo de la plaza del Castillo y mirándose en el espejo retrovisor se ajustó la boina roja y se estiró la chaqueta, también roja, del uniforme, que lucía en el pecho el escudo de Navarra y que hoy se había puesto para la vista.

El restaurante del hotel Europa era uno de los mejores de Pamplona, y conociendo los gustos de Markina no le sorprendió que lo eligiera. Su cocina era más purista, más tradicional, uno de esos restaurantes que había sabido modernizar sus platos con la presentación que tanto se valoraba actualmente sin dejar de poner una buena tajada de carne o de pescado en el plato.

Notó cómo todas las miradas se volvían hacia ella cuando entró en el comedor. Un policía de uniforme en un restaurante elegante desentonaba como una cucaracha en un pastel de boda.

—Me están esperando —murmuró, rebasando a la maître, que le salió al encuentro, y dirigiéndose a la mesa donde la esperaba el juez, que se puso en pie para recibirla mientras intentaba disimular su sorpresa. Ella le tendió una mano enguantada antes de que tuviese tiempo de reaccionar.

—Juez Markina —saludó.

Sólo cuando estuvo sentada se quitó los guantes.

—Viene de uniforme —dijo Markina, con gesto de desconcierto.

—Sí, he tenido una reunión importante, y su naturaleza exigía uniforme. Acabo de salir ahora —mintió.

—… Y armada —dijo, haciendo un gesto hacia la pistola que colgaba en su cintura.

—Siempre voy armada, señoría.

—Sí, pero no a la vista…

—Oh, lamento que le moleste, me siento orgullosa de este uniforme.

A pesar de la evidencia, él se apresuró a negar:

—No, no me molesta. —Y para demostrarlo le sonrió con aquella sonrisa suya—. Es sólo que me ha sorprendido.

Ella alzó las cejas.

—Usted insistió en que fuese hoy, ya le dije que tenía una reunión muy importante en comisaría. —Parecía que el juez se estaba enfadando, pero no le importaba.

Él la miró durante unos largos segundos, de aquel modo.

—Es cierto, tiene razón, yo se lo pedí, y usted aceptó.

—Quiero agradecerle el apoyo recibido y el hecho de que haya decidido abrir el caso del tarttalo.

—Usted no me ha dejado más remedio.

—Bueno, eso unido a las pruebas —puntualizó ella.

—Por supuesto, pero primero confié en usted. ¿Ha conseguido avances?

—Hemos localizado algún caso más que parece encajar en la victimología, y tenemos identificado a un sospechoso; creemos que es un colaborador. Torturó durante dos años a su esposa, una mujer nacida en Baztán y que entonces vivía en Murcia; ha estado en la cárcel pero en cuanto ha salido ha venido a por ella. Creemos que encaja en el perfil que buscamos. Hemos emitido una orden de arresto contra él. Creemos que el inductor los elige por su perfil, aún no sabemos cómo establece una relación con ellos, pero sí que se prolonga algún tiempo hasta que están preparados y su forma de vida a punto de desbocarse; entonces sólo tiene que hacer una señal y ellos le obedecen.

El camarero trajo una botella de vino que seguramente Markina había elegido antes y que Amaia rechazó.

—Agua, por favor —dijo, atajando las protestas del juez.

Cuando el camarero se alejó le preguntó de nuevo:

—¿Tiene alguna pista del sospechoso que visitó a su madre en el sanatorio?

Se sentía incómoda hablando de aquel tema con Markina; habría dado cualquier cosa para no tener que hacerlo.

—Bueno, le mandé las fotos y el informe del FBI.

—Sí, las he visto. Es muy interesante que esté tan bien relacionada, pero parece que ni con tecnología punta puede subsanarse una calidad tan deficiente de la imagen.

—Así es.

—¿Sabe si alguien ha intentado visitarla de nuevo o ponerse en contacto con ella de algún modo?

—No hay posibilidad. La hemos trasladado y está completamente aislada. El responsable del nuevo centro conoce la situación y confío en su criterio.

Se preguntó hasta qué punto era verdad, hasta qué punto confiaba en Sarasola; desde luego, no total y absolutamente. También se preguntó si estaría sucumbiendo a la paranoia del doctor Franz.

Por supuesto evitó hablar de sus sospechas de que el tarttalo estuviese también detrás del caso de las profanaciones, del hecho de que los restos utilizados para la profanación pertenecieron a miembros de su familia y que concretamente los últimos fueran de su hermana muerta en la cuna y velada en la historia familiar como si nunca hubiera existido. Se preguntó cuánto tiempo más podría ocultarle aquello al juez sin comprometer la investigación. «Hasta que tenga una prueba que lo relacione —se dijo—, hasta entonces».

Sí le puso al día de las analíticas de las esquirlas de metal halladas en el cadáver de Lucía Aguirre y el antiguo bisturí entregado por el visitante a su madre.

Un nuevo grupo de comensales entró en el restaurante y se dirigió a ocupar una mesa reservada cerca de la suya. Algunos la miraban extrañados, y a Amaia no se le escapó el gesto de incomodidad del juez.

Lo aprovechó.

—Así que con esto, creo que ya le he contado todo lo que tenemos hasta ahora. Estrecharemos el cerco sobre el sospechoso y esperamos detenerle en las próximas horas. Le mantendré informado.

Él asintió, distraído.

—Y ahora me voy y le dejo cenar a gusto.

Le pareció que iba a replicar, pero no lo hizo.

—Está bien, como quiera —contestó, fingiendo rendirse cuando en realidad estaba aliviado.

«Si una policía vestida de rojo no logra intimidarte, nada lo hará», pensó Amaia, poniéndose de pie y tendiéndole la mano.

Salió del restaurante mientras todas las cabezas se volvían a mirarla, y ella recordó cuando conoció a James en la galería donde él exponía. Aquel día también llevaba uniforme. James se había acercado a ella, y tendiéndole un catálogo la había invitado a visitar la exposición.

Antes de arrancar el motor de su coche, Amaia sacó su teléfono y marcó.

—Espérame para cenar, amor. Voy para allá.

—Por supuesto —contestó él.

A menudo pensaba en el modo en que una investigación avanzaba en una u otra dirección y cómo había un momento, un instante, que no parecía distinto de otro, y que sin embargo lo cambiaba todo.

En un caso criminal, el investigador trata de montar un puzle del que desconoce el número de piezas y la imagen que será visible tras ensamblarlo. Y había puzles a los que les faltaban piezas, que quedarían como agujeros negros en la investigación, espacios de absoluta oscuridad en los que nunca se sabría qué hubo en realidad.

La gente mentía, no en lo grande, pero sí en lo importante, en los detalles. La gente mentía en sus declaraciones y no para ocultar un asesinato, sino para esconder insignificantes aspectos de su vida que les resultaban vergonzosos. Muchas personas terminaban pareciendo sospechosas por no admitir la verdad. El investigador lo notaba. «Miente», pero el noventa y nueve por ciento de las veces la razón por la que mentían era la pura vergüenza y el temor de que sus esposas, maridos, jefes o padres se enterasen de lo que habían estado haciendo realmente. En otras ocasiones, los dos únicos testigos jamás hablarían. El asesino por razones obvias, y la víctima porque había sido silenciada a la fuerza y nunca podría contar lo que realmente pasó. Las técnicas de la más alta investigación en los últimos años habían virado en esta dirección, estableciendo toda una nueva ciencia forense basada precisamente en este testigo mudo que era la víctima y que durante mucho tiempo tuvo una importancia secundaria en la resolución del caso.

La victimología establecía muchas líneas que seguir basadas en la personalidad, los gustos y los comportamientos de la víctima, y a nivel forense, en reconstrucciones faciales a partir de restos óseos, identificación por ADN y odontología forense. Y cuando la presunta víctima no aparecía, cuando se sospechaba su muerte como en el caso de Lucía Aguirre pero aún no se había hallado el cuerpo, el estudio exhaustivo de su comportamiento, de su intimidad, podía arrojar mucha luz sobre el caso. Eso, o que se te apareciese a los pies de la cama susurrando el nombre de su asesino.

Pero existe otra pieza, la pieza que los investigadores buscaban todo el tiempo: la pieza maestra que podía iluminar toda la escena, haciendo que todo encajase y se explicase perfectamente. A veces, esa pieza servía para dar al traste con una línea de la investigación y el trabajo de docenas de personas durante meses. Y otras, era un detalle, un pequeño y brillante detalle que podía presentarse de múltiples formas: un testigo que se decidía a hablar, la grabación de un cajero, los resultados de un análisis, un registro de llamadas telefónicas o una no tan pequeña mentira que quedaba al descubierto. Dar con esa pequeña pieza en el gran puzle le daba sentido a todo. Y de pronto lo que había sido oscuridad se iluminaba.

Eso podía ocurrir en un instante. La diferencia entre no tener nada y tenerlo todo reside en un detalle y cuando se coloca esa pieza, el investigador sabe que ya lo tiene, que ha atrapado a un asesino. A veces, esta mágica percepción llega antes que la prueba que lo confirma; a veces, esa prueba no llega nunca.