38
La intensidad de la lluvia había disminuido en las últimas horas. La mañana en Pamplona había llegado ruidosa y desapacible, con tráfico y gente presurosa bajo los paraguas, que resultaban a veces invisibles entre las ramas de los grandes árboles que rodeaban la comisaría y que eran señal inequívoca de identidad de aquella ciudad verde y piedra. Miraba a través de las ventanas de la comisaría, que a aquella hora de la mañana olía a café y a loción para después del afeitado, y añoró su casa de Pamplona. Eso le hizo pensar en James, sacó el teléfono y marcó.
—Hola, Amaia, buenos días, iba a llamarte…
—Lo siento, James, las cosas se complicaron anoche.
—¿Pero llegarás a tiempo?
Suspiró vencida antes de contestar:
—James, no voy a poder acompañarte. El sospechoso que detuvimos ayer es el autor de las profanaciones de Arizkun, esta semana ha intentado matar en Elizondo a una mujer a la que tuvo retenida dos años y probablemente sea quien levantó las tumbas de Juanitaenea. Va a declarar y tengo que estar… ¿Lo entiendes?
Él tardó dos segundos en responder.
—Lo entiendo, Amaia, es sólo que… Bueno, ya sabes lo importante que es esto. Llevamos tanto tiempo esperándolo. Creía que estarías conmigo.
—Oh, James, lo siento, amor mío. Ve a montar la exposición, yo acabaré con esto y te prometo que iré en cuanto pueda.
Se sintió casi una traidora. Una exposición en el Guggenheim era uno de los acontecimientos más importantes en la vida de un artista, y el momento de montarla, uno de los más apasionantes para James. La colocación e iluminación de las piezas, la concentración con que observaba desde todos los ángulos, el cuidado con que usando ambas manos variaba la posición de una pieza hasta que la luz incidía en ella del modo deseado. Sus gestos tenían una carga de sensualidad y erotismo que él alimentaba mirándola intensamente a los ojos mientras lo hacía.
—¿Cómo está Ibai?
—Despierto desde hace una hora. Tu tía le está dando un biberón y ya tiene los ojitos medio cerrados.
—¿Y Elizondo?
—Yo no he salido aún, pero tu hermana ha dicho que hay un palmo de agua en la calle Jaime Urrutia y en la plaza. No llueve mucho ahora, pero no tiene pinta de parar. Si sigue así, al menos no irá a más.
—James, lo siento. Habría dado cualquier cosa por poder cambiar esto.
De nuevo un silencio demasiado largo.
—No te preocupes, lo entiendo. Hablamos más tarde.
Colgó y se quedó mirando el teléfono añorando su voz, deseando poder decirle algo más. Habían esperado mucho aquel momento. Sería la primera vez que estarían solos desde que había nacido Ibai con excepción de algunas salidas para cenar. ¿Cómo iba a compensarle? ¿Y cómo iba a compensarse ella misma?
El teléfono vibró en su mano y vio que tenía nuevos correos en su bandeja de entrada. El doctor Franz acusaba a Sarasola sin cortapisas. Volvía a exponer sus argumentos, unas razones que resultaban, curiosamente, más verosímiles y desesperadas a un tiempo. Buscó su teléfono y marcó.
La sorpresa inicial del doctor Franz al recibir su llamada duró el tiempo justo para calibrar si la inspectora comenzaba a tomarlo en serio o todo lo contrario. Apostó por lo primero; ¿por qué iba a hablar con él si no le creía?
—Cuánto me alegra que se decida a escucharme. Sarasola es un manipulador, es así como se ha labrado su fama. Me cuesta creer que una mujer de pensamiento lógico como usted se deje seducir por ese parloteo místico de exorcista vaticano.
Amaia valoró el halago mientras pensaba que seguramente las tácticas de ambos no diferían tanto.
—Él está detrás de todo esto, no me cabe la menor duda. Piénselo. No cuadra nada, ni lo del visitante, ni lo de la medicación oculta tanto tiempo en la pata de la cama, ni su oportuna aparición como salvador que se lleva a su madre. A mí no me engaña. Lo único que no alcanzo a comprender es con qué fin lo hace. Es verdad que a nivel médico el caso de Rosario es muy interesante, pero no tanto como para armar a una enferma peligrosa que habría acabado con la vida del celador si no llega a ser por las alarmas, así que sólo se me ocurre que esté desequilibrado, o que la ambición de notoriedad haya nublado su juicio hasta el punto de cometer esta atrocidad.
Amaia se armó de paciencia.
—Doctor Franz, no hay manera de establecer una relación entre Sarasola y su clínica. Usted lo conoce muy bien, no habría podido colarse. Y bueno, toda esa historia está un poco traída por los pelos.
—A mí no me lo parece. Estoy seguro de que está detrás de todo esto, y como le dije, no me voy a detener.
—No sé qué significa eso, pero no se meta en líos. De momento el único que profiere amenazas contra Sarasola es usted. No quisiera que se buscase problemas. Déjenos hacer a nosotros, le prometo que lo investigaremos.
—Ya… —No estaba convencido, ni mucho menos—. Hágame caso, ese hombre es un demonio, por raro que pueda parecerle que un psiquiatra diga esto.
Regresó al cuarto oscuro y observó a Garrido. A pesar del deplorable aspecto de su rostro no presentaba síntomas de cansancio, se sentaba relajado y se entretenía arrancando con la uña la etiqueta del botellín de agua. Un policía de uniforme le había traído un café en un vaso de papel y una pieza de bollería cubierta con celofán, seguramente procedente de la máquina del primer piso. Garrido masticaba pacientemente cada pedacito antes de tragarlo. Tenía que dolerle horriblemente, pero no emitía ninguna queja. Cultura del dolor, pensó Amaia. Quizá después de todo estaba más extendida de lo que Lasa III pensaba. Vio que Garrido se dirigió al policía que hacía guardia en la sala. Amaia activó el altavoz, pero para entonces Garrido volvía a estar en silencio. Se asomó al pasillo y llamó a otro policía.
—Sustituya a su compañero en la sala.
Cuando el primero salió, Amaia preguntó.
—¿Qué le ha dicho?
—Quería saber la hora, y después ha dicho que quiere hacer su llamada.
Amaia se volvió hacia Iriarte y Montes, que regresaban de desayunar.
—Ha pedido llamar.
Iriarte se extrañó.
—Había dicho que no quería abogado.
—Ya, pues ahora quiere llamar. Sáquenle al pasillo esposado, y no le quiten ojo.
—Perdón, inspectora —interrumpió el policía que había acompañado a Garrido—. Me ha dicho que quiere llamar a su psiquiatra.
—¿Su psiquiatra?
—Sí, eso ha dicho.
Regresó a su despacho mientras una nueva señal le indicaba otro correo entrante y una llamada hacía vibrar su teléfono, casi a la vez. Era Zabalza.
—Buenos días, jefa —dijo, y sonó como si aspirase la palabra—. Hemos sacado a Beñat Zaldúa de su casa con los servicios sociales. Acabo de hablar con un primo que tiene en Pamplona que parece que se hará cargo de él.
—Bien.
—He terminado con las listas, las he cotejado y hay unos cuantos nombres que se repiten. Acabo de enviárselos.
—Perfecto. ¿Algo más?
—Sí, esta mañana hemos efectuado un registro exhaustivo del antiguo hospital de peregrinos donde se escondía el sospechoso. Parece que llevaba bastante tiempo escondido, supongo que esperando. Hemos encontrado restos de alimentos y provisiones que indican que llevaba allí al menos quince días y que tenía intención de continuar algún tiempo más. Pero lo más interesante es que en la planta superior del edificio hemos encontrado almacenados muchos de los antiguos enseres del hospital. Había camas, lámparas, mesitas y vitrinas con instrumental médico muy parecido al bisturí que analizó el doctor San Martín, yo diría que idénticos; le envío ahora las fotos.
—Joder, claro, el antiguo hospital de peregrinos, de ahí obtuvieron las herramientas médicas. Garrido le dijo a Nuria Otaño que la iba a «llevar al hospital», algo que inicialmente carecía de sentido… Buen trabajo, subinspector, le felicito. Envíeselas a San Martín para que las compare y…, Zabalza, venga a Pamplona, le necesito aquí.
—Sí, jefa —respondió.
Amaia sonrió. Era la primera vez que sonaba claro.
Tras colgar, abrió el correo. La lista de nombres que se repetían era más larga de lo que había pensado. La leyó tratando de hacer memoria. Algunos de los nombres le resultaban familiares, pero era normal; en los últimos años sus hermanas y ella habían oído docenas de ellos, mientras estrechaban las manos de médicos en pasillos de hospitales, salas de urgencia y consultas psiquiátricas. Incluso el doctor Franz aparecía un par de veces. Pero no Sarasola. Releyó la lista para ver si alguno de los nombres le resultaba más llamativo. Casi todos eran apellidos navarros o vascos. Muy comunes. La cerró y pensó de nuevo en Garrido y en lo que Montes le había dicho sobre las terapias de control de la ira. Buscó el número de Padua.
—Buenos días, inspectora, iba a llamarla para felicitarla. Hoy es la noticia en el valle, ha detenido al profanador.
—Gracias, Padua, pero este tío es sólo un fantoche. No hemos hecho más que empezar.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Es algo que se me ha ocurrido. Me interesaría mucho saber si el preso de Logroño que se suicidó había recibido terapia antes o mientras estuvo en la cárcel, y he pensado que como usted tiene buenas relaciones con los de la Policía Nacional de allí… En el caso de Medina ya sé que no recibió terapia antes, pero me interesaría saber si estuvo en tratamiento psiquiátrico en la cárcel.
—¿Algo más?
—Pues ya que va a llamar, podría preguntar también por Quiralte; estuvo como Medina en Pamplona. A ver qué le dicen.
—Seguramente sí, muchos presos se acogen a terapia para reducir la pena y en todas las cárceles hay psiquiatra en el centro, y en algunas hasta visitan ONG de médicos voluntarios.
Buscó en su agenda otro par de números y llamó. La tía de María creía que sí.
—Bueno, no creo que se le pueda llamar asistir a terapia; fue después de una conversación muy seria que tuve con él. Me prometió que iría, pero a la segunda sesión lo abandonó.
La hermana de Zuriñe lo recordó al mencionárselo.
—Lo había olvidado, pero es verdad, no sé si llegó a ir, pero mi hermana me dijo que él juró que asistiría a terapia cuando ella le comunicó que quería divorciarse. No sé por qué lo había olvidado, supongo que por la evidencia de que nunca fue —dijo con tristeza.
—O quizá sí… —susurró Amaia, tras colgar.
Era mediodía cuando Padua contestó.
—Inspectora, de Logroño me dicen que sí, que el preso habló con un psiquiatra. Consta en un informe, no tienen el nombre; simplemente aparece como servicio de psiquiatría, y la firma es ilegible. Se me ocurre que podríamos llamar a la cárcel. Aunque ha pasado bastante tiempo, allí tienen que saberlo. En Pamplona ha sido más fácil: tanto Medina como Quiralte asistieron a terapia. En este caso, la tutoría la tiene la clínica universitaria. Siempre mandan a alguien de allí.
Todos los pelos de su nuca se erizaron al oír la mención de la clínica. Quizás el doctor Franz no iba tan desencaminado.
—¿Especifica algún nombre?
—No, sólo servicio de psiquiatría de la clínica universitaria de Navarra.
Amaia salió de su despacho, se dirigió a la cristalera y durante un par de minutos observó a Garrido. Iriarte y Montes estaban inmóviles a su lado junto al cristal.
—Ha preguntado la hora dos veces. No va a decirnos nada. No va a haber declaración, sólo nos entretiene —sentenció Iriarte.
Amaia le escuchó atentamente.
—Aún no sé para qué, pero pregunta por la hora constantemente; para él es importante que pase el tiempo. Ya ha oído lo que ha dicho. Nos tiene pendientes de la promesa de que declarará más tarde, pero no lo hará. Su trabajo terminó en el momento en que su mujer dejó de comportarse como se esperaba, en ese instante dejó de ser un objetivo; y con Beñat Zaldúa interrogado, la profanación también ha terminado. Debía suicidarse antes de permitir que lo detuviésemos, pero al no conseguirlo, se activa el plan del que usted habla, y este plan consiste en entretenernos aquí hasta el momento oportuno, mientras en otro lugar alguien actúa.
—Es imposible saber en qué lugar —repuso Montes.
—Pero el momento tiene que estar relacionado con usted —dijo Zabalza, que acababa de llegar.
Ella le miró sin verle mientras valoraba su teoría.
—Quizá sí —admitió, saliendo al pasillo. Los demás la siguieron—. ¿Desde qué teléfono ha llamado Garrido?
Montes hizo un gesto hacia un terminal sobre un mostrador. Ella lo descolgó.
—¿Quién más ha llamado desde aquí después de hacerlo él?
—Pues cualquiera… Pero puede que tengamos suerte, esos teléfonos guardan las diez últimas llamadas.
Apretó una tecla, miró la pantalla y resopló mirando los prefijos.
—Son todos de Pamplona. Jonan, compruébalos, por favor.
—¿Por qué cree que el momento que espera Garrido tiene relación conmigo? —dijo volviéndose hacia Zabalza mientras regresaban a la ventana.
—Porque todo lo tiene en este caso, con usted y con Baztán, pero sobre todo con usted. El momento que espera tiene por fuerza que estar relacionado con usted.
Amaia lo miró muy seria. Si se quitaba la mitad de las tonterías que tenía en la cabeza, Zabalza podía llegar a ser un buen policía.
Jonan volvió corriendo y visiblemente excitado.
—Jefa, no se lo va a creer. La mayoría son de trabajo, y hay un par de llamadas particulares, gente que ha llamado a casa y esas cosas, pero mire éste. —Jonan lo marcó en su móvil y se lo cedió.
La voz impersonal le llegó clara:
—Clínica universitaria, psiquiatría. ¿Dígame?