39

Inma Herranz le dedicó una severa mirada que acompañaba el gesto de contrariedad en el que los labios casi desaparecían en el feo corte que era su boca. Amaia comprobó su reloj: o la secretaria del juez hacía horas extras, o había prolongado su jornada para estar presente cuando llegase. Ya cuando había llamado para hablar con él, pasó la llamada sin replicar y sin contestar a su saludo, y ahora permanecía tras su mesa fingiendo repasar el mismo expediente del que no había pasado la página en los últimos diez minutos.

Markina llegó apresurado. Traía puesto un abrigo largo de lana en el que las gotas de lluvia no lograban calar, quedándose en la superficie como extraños objetos mates.

—Lamento haberla hecho esperar —se disculpó, mientras reparaba en la presencia de la secretaria.

—Inma, ¿aún está aquí? —dijo haciendo un gesto hacia el reloj.

—Estaba terminando con estos expedientes —contestó ella con su voz meliflua.

—Pero ¿ha visto qué hora es? Déjelos para mañana.

Ella se resistió.

—Quería terminar hoy, si no le importa, mañana tenemos bastantes cosas…

Él sonrió mostrándole su dentadura perfecta y se acercó a ella.

—De eso nada —dijo cerrando la carpeta—, no lo consentiré, váyase a casa y descanse.

Ella le miró embelesada durante un par de segundos, antes de recordar la presencia de Amaia.

—Como quiera —contestó un poco defraudada.

Solucionados los asuntos domésticos, el juez se dirigió a su despacho sin volver a mirarla.

—Venga, inspectora —pidió.

Amaia le siguió sintiendo en su espalda los cuchillos que Inma le lanzaba en forma de miradas. Se volvió para ver un rostro que se había oscurecido como si la luz se hubiese apagado ante ella; los labios más rectos que nunca, y, en la mirada, un odio antiguo y reservado a las mujeres celosas.

Le sacó la lengua.

El odio mutó en sorpresa y profunda indignación. Arrancó su abrigo del perchero y salió apresuradamente. Todavía le duraba la sonrisa cuando se sentó ante el juez. Él la miró un poco confuso sin saber muy bien a qué venía aquello.

—Imagino que hay novedades en el caso, si no, no vendría a verme —dijo él, amable.

—Así es, ya le informé anoche de que habíamos detenido al sospechoso. Lo tenemos en la comisaría, pero no es de eso de lo que quiero hablarle.

En la siguiente media hora le puso al día de los avances logrados las últimas horas y las dudas y sospechas que esto le planteaba. Markina la escuchaba atentamente apuntando algunos datos mientras ella iba exponiendo sus ideas. Cuando terminó, ambos quedaron en silencio durante unos segundos. El juez frunció un poco el ceño y ladeó la cabeza.

—¿Quiere detener a un sacerdote agregado del Vaticano para la defensa de la fe, y que además es uno de los más altos cargos de la curia, bajo la sospecha de ser un asesino en serie, caníbal e inductor de criminales?

Amaia dejó salir todo el aire por la nariz mientras cerraba los ojos.

—No voy a acusarle de nada, sólo quiero interrogarle. Es el jefe de psiquiatría y de la clínica universitaria, es el responsable de asignar psiquiatras a esos servicios carcelarios.

—Un servicio que prestan de modo altruista.

—Me da igual su altruismo, si el servicio que prestan está dirigido a incitar a tipos violentos a más violencia o al suicidio.

—Eso será difícil de probar.

—Sí, pero de momento tengo una serie de informes fantasma de las prisiones en las que aparece la firma de Sarasola y ningún nombre en la casilla del psiquiatra asignado.

—Una irregularidad que se pasó por alto en las instituciones penitenciarias —recordó el juez.

—Venían firmados por un jefe de psiquiatría, no tenían por qué dudar.

—¿Y cree que él firmaría las asignaciones con su nombre si luego iba a ser él el que visitase a los presos?

—Sería una buena coartada. Seguro que su abogado diría lo mismo.

—No creo que ningún abogado se vaya a ver en esa tesitura, porque lo que me pide es imposible. Es un alto cargo del Vaticano y sólo con eso ya entraríamos en conflicto con la Santa Sede. Pero es que además estamos hablando de una prestigiosísima clínica del Opus Dei. Usted es de aquí, no hace falta que diga quiénes son.

—Sé perfectamente quiénes son, y sólo quiero hacerle unas preguntas.

Markina negó con la cabeza.

—Tendría que pensarlo, las acusaciones de un psiquiatra dolido en su honor médico y seguramente en su cuenta corriente no son suficientes como para interrogar a una personalidad como Sarasola.

—El responsable de las profanaciones, que intentó matar a una mujer, ha llamado a esa clínica, concretamente al área de psiquiatría, esta mañana. Todos los asesinos recibieron terapia y al menos dos de ellos la recibían de esa clínica. Tienen relación con tres de los asesinos y estoy segura de que podría probar que la tuvieron con los otros, y las razones de ese psiquiatra dolido, como usted lo llama, no son tan descabelladas, están argumentadas y razonadas, y lo cierto es que la implicación de Sarasola no parece casual. Él mismo pidió que fuese yo quien me hiciese cargo de la investigación de las profanaciones de Arizkun y apareció milagrosamente cuando hubo que trasladar a mi madre.

Markina negó con la cabeza.

—Tengo las manos atadas.

Ella le miró a los ojos.

—Sí, para esto haría falta mucho valor.

Él levantó ambas manos.

—No me hagas esto, Amaia, no lo hagas —rogó.

Ella alzó la cabeza con desdén.

—No tienes derecho a hacerme esto.

—No sé de qué habla, señoría.

—Sabes perfectamente de qué hablo.

El teléfono de Amaia comenzó a sonar. Miró brevemente la pantalla; era Iriarte. Contestó sin dejar de sostener, retadora, la mirada de Markina, escuchó lo que le decía y colgó en el momento en que el teléfono del juez comenzaba a sonar.

—Está usted de guardia, ¿verdad? Pues no se moleste en cogerlo, yo le diré para qué es. El psiquiatra paranoico herido en su honor ahora está herido también en su cuerpo, tan herido que está muerto, y qué casualidad, está en el aparcamiento de la clínica universitaria, después de que esta misma mañana advirtiese que no dejaría las cosas así con Sarasola.

Oscurecía rápidamente y las nubes negras sobre Pamplona no ayudaban. Por fin había dejado de llover, aunque por el aspecto del cielo aquello era sólo una tregua. Sobre el motor de los coches de policía detenidos flotaba una capa de vaho fantasmal, y el suelo del aparcamiento estaba plagado de charcos que Amaia sorteó para llegar hasta el cuerpo, seguida por el taciturno juez. El doctor San Martín la saludó al verla.

—Inspectora Salazar, qué alegría verla, aunque sea aquí.

—Hola, doctor —saludó ella.

Iriarte se acercó y le mostró una cartera ensangrentada en la que era visible la documentación. Ella asintió; era Aldo Franz, el doctor Franz.

El cuerpo estaba semiapoyado contra un coche. La sangre había chorreado desde el cuello, desde un corte profundo y no demasiado grande. La camisa se veía rota donde había recibido varias puñaladas y la corbata aparecía incrustada en el estómago como si se la hubiera tragado la herida.

—Las puñaladas del abdomen fueron las primeras; así, sin mover el cuerpo, cuento ocho; lo del cuello fue posterior, seguramente para evitar que gritara. Tuvo el tiempo justo de llevarse la mano a la herida para contener la hemorragia, ¿ve? —dijo San Martín mostrando la mano y el puño de la camisa ensangrentados—. Se debilitaría muy rápidamente con esta hemorragia.

Amaia miró al juez, que parecía muy abatido mientras contemplaba el reguero de sangre que había corrido por el suelo mojado hasta llegar a un charco cercano, donde había formado caprichosas flores rojas sobre la superficie del agua.

Los constantes y descarados intentos del doctor Franz para manipular su opinión no le habían granjeado su amistad, pero ahora, viendo su cadáver desmadejado y cosido a puñaladas tirado entre los charcos, Amaia se preguntaba hasta qué punto era responsable de su muerte por no haber sido más diligente. Era verdad que le había advertido que no se involucrase, pero sabía también que para él era algo personal, y que por naturaleza el ser humano se sentía legitimado y casi impelido a solventar por su cuenta este tipo de ofensas.

Montes hablaba a un lado con Zabalza, y el subinspector Etxaide sonreía con cara de circunstancias mientras el doctor San Martín le adoctrinaba, incapaz de resistirse al placer de poner a prueba la resistencia de su estómago. Inclinado sobre el cadáver y valiéndose de un bolígrafo, separaba la gabardina y la chaqueta del muerto para que Jonan pudiese ver la trayectoria de las cuchilladas.

—Si pone atención, podrá observar que aunque todas están muy juntas entre sí es fácil establecer un orden. Es evidente que el atacante estaba enfrente, vino hacia él con el arma oculta; es probable que lo abrazase o lo sostuviese mientras lo apuñalaba, seguramente la primera sea ésta, la más baja. El agresor esperó hasta estar muy cerca, y con la mano derecha hundió el cuchillo en sus intestinos. —Miró a Jonan para decir—: Muy doloroso, pero no mortal. —Sostuvo dos segundos la mirada del policía y volvió al cadáver—. Las siguientes son pura saña, se ve cómo fue subiendo en su trayectoria, como dibujando una escalera, seguramente debido a que la víctima se iba encogiendo sobre sí misma; según avanzaba, alcanzó hígado, estómago y… Ayúdeme —dijo inclinando el cadáver hacia adelante y palpando su espalda.

Amaia observó cómo el subinspector Etxaide cerraba los ojos mientras con ambas manos sujetaba por un hombro el cuerpo inerte.

—Sí —dijo triunfante San Martín—, lo que pensaba; algunas van de delante atrás.

—Se necesita mucha fuerza —apuntó Etxaide, aliviado al poder soltar el cadáver.

—O un gran odio —dijo Iriarte—. Se ve que es algo personal, la mayoría de las puñaladas no van destinadas a matarle, sólo a infligir un gran dolor.

Amaia les escuchaba, repartiendo su atención entre el cadáver y el juez, que unos pasos más atrás dictaba el texto para el informe al secretario judicial, sin levantar la mirada del hipnótico reguero de sangre y las caprichosas estelas que dibujaba sin llegar a disolverse en el agua. Fue hacia él y se detuvo pisando deliberadamente el charco, que se enturbió bajo sus pies, devolviéndole la atención del juez. Él la miró a los ojos dos segundos, desvió la vista hacia la fachada de la clínica y asintió.

Amaia se volvió hacia su equipo.

—Iriarte, conmigo. Montes, reparta a la gente en todas las salidas principales, urgencias, cocinas, todas. Buscamos al doctor Sarasola. —De pronto reparó en que no sabía su nombre de pila—. Un sacerdote, el padre Sarasola, suele vestir como un cura, de negro y con alzacuellos, aunque en la clínica llevaba una bata de médico. Si le localizan pídanle amablemente que espere, díganle que quiero hablar con él y no permitan que se vaya, pero sin detenerle; invéntense cualquier excusa.

La recepción de la clínica estaba tranquila a aquella hora. Amaia e Iriarte se dirigieron al ascensor y Zabalza se quedó en la entrada principal. La recepcionista les habló desde el mostrador.

—Disculpen, ¿a qué planta van? El horario de visita ha terminado.

Amaia se volvió por completo, dándole la espalda.

—¡Disculpen! —insistió la chica—. No se puede subir a las plantas fuera del horario de visita, a menos que tengan una cita concertada.

Su tono alertó al guardia de seguridad, que varió la ruta de su paseo hacia el mostrador. Las puertas del ascensor se abrieron ante ellos y entraron en el interior sin contestar.

—Ya estará avisando —dijo Iriarte, mientras se cerraban las puertas.

La alarma no debía de haber llegado aún a la cuarta planta. Rebasaron el control de enfermería caminando decididos hacia el despacho de Sarasola. Una enfermera, que no habían visto, salió de alguna parte de detrás del mostrador.

—Disculpen, no se puede estar aquí.

Amaia le mostró su placa estirando el brazo, hasta casi tocar con ella la nariz de la mujer, que quedó frenada en seco.

Dio dos toques rápidos a la puerta antes de abrirla. El doctor Sarasola, sentado tras su mesa, no pareció sorprenderse al verlos.

—Pasen, pasen y siéntense. Imaginaba que vendrían a verme. Es terrible lo que ha ocurrido en el aparcamiento de nuestra clínica, en pleno centro de Pamplona, es terrible que en una ciudad tan tranquila ocurran cosas así.

—¿No sabe quién es la víctima? —preguntó Iriarte.

Aunque Sarasola no hubiera tenido nada que ver, Amaia no se creía que el poderoso sacerdote no tuviese ya aquella información de algo ocurrido en las puertas de su clínica.

—Bueno, corren rumores, ya sabe, pero quién puede fiarse; esperaba que ustedes me lo confirmasen.

—La víctima es su colega, el doctor Franz —dijo Iriarte.

Amaia no se perdió su expresión, y él, consciente de cómo lo observaba, optó por no fingir sorpresa.

—Sí, eso me habían dicho, confiaba en que fuese un error.

—¿Había quedado con él? —preguntó Amaia.

—¿Quedar con él? No, no sé por qué piensa eso, no…

Respuesta demasiado larga, pensó Amaia; un no habría bastado.

—Le consta que el doctor Franz no estaba de acuerdo con el procedimiento por el que Rosario fue trasladada a este centro, y esta misma mañana comunicó a varias personas su intención de resolver algunas cuestiones con usted.

—No sabía nada —dijo Sarasola.

—Será muy fácil comprobar las últimas llamadas del doctor Franz —dijo Iriarte, levantando su móvil.

Sarasola apretó los labios como si formara un beso y permaneció así un par de segundos.

—Quizá sí que llamó, pero no lo tuve en cuenta, había llamado varias veces desde el traslado…

—¿Se ha cambiado de ropa en las últimas horas, doctor? —preguntó Amaia, observando su impecable aspecto.

—¿A qué viene eso?

—Yo diría que acaba de ducharse.

—No entiendo qué importancia puede tener eso.

—La persona que apuñaló al doctor Franz tuvo que mancharse de sangre.

—¿No estarán insinuando…?

—El doctor Franz pensaba que usted tenía algo que ver en lo que había sucedido en su clínica, en el extraño comportamiento de Rosario, y que de algún modo había orquestado su traslado aquí.

—Eso es ridículo. El doctor Franz estaba devorado por los celos profesionales.

—¿Por qué pidió que yo me ocupase del caso de las profanaciones?

—¿Qué tiene eso que ver?

—Responda, por favor —instó Iriarte.

Sarasola sonrió mirando a Amaia.

—Su fama la precede. Creí, acertadamente, que usted tenía la profesionalidad y sensibilidad precisas para un caso tan especial; no hace falta que le diga que para la Igle…

Amaia le cortó.

—¿Dónde estaba hace una hora?

—¿Me está acusando?

—Le estoy preguntando —respondió ella, paciente.

—Pues parece que me está acusando.

—Se ha cometido un asesinato en su clínica, la víctima venía a verle, y entre ustedes las relaciones no eran precisamente cordiales.

—Si las relaciones no eran cordiales, era por su parte; el crimen se ha cometido en el aparcamiento, y ésta no es mi clínica, yo sólo soy el director de psiquiatría.

—Lo sé —dijo Amaia sonriendo—. El director de psiquiatría es el que autoriza los tratamientos externos, como los que se administran en prisiones.

—Así es —concedió él.

—Al menos dos pacientes que habían asesinado a mujeres y que usted trató en prisión se suicidaron dejando la misma firma.

—¿Qué? —Su sorpresa era auténtica.

—Jasón Medina, Ramón Quiralte, y ahora Antonio Garrido, que esta misma mañana aprovechaba su derecho a una llamada para llamar aquí.

—No conozco a esas personas, jamás había oído sus nombres, pueden comprobar cuantos registros telefónicos quieran. Esta mañana la he pasado entera en el arzobispado, recibiendo a un prelado vaticano que nos visita.

—En los certificados de tratamiento de sus pacientes aparece su firma.

—Eso no significa nada, firmo muchos documentos. Y desde luego, siempre firmo las asignaciones. Pero nunca visito a presos en prisión, es algo que se hace voluntariamente. Varios médicos de esta clínica participan en esa actividad, pero le puedo dar mi palabra de que ninguno ha tenido nada que ver en algo tan sórdido.

—¿No se asignó como médico visitante en ninguna prisión?

Sarasola negó con la cabeza; se notaba su confusión.

—¿Dónde está Rosario?

—¿Qué? ¿Su madre?

—Quiero verla.

—Eso es imposible. Rosario recibe un tratamiento en el que el aislamiento tiene un importantísimo papel.

—Lléveme a verla.

—Si hacemos eso estaremos echando al traste el trabajo de los últimos días, y la mente de alguien como su madre no funciona como algo que uno pueda parar y volver a comenzar más tarde. Si detenemos el tratamiento ahora, los daños pueden ser muy graves.

—Lo asumo; además, poco le importó eso el otro día.

—Tendrá que firmar una renuncia, la clínica declina cualquier responsabilidad…

—Firmaré lo que quiera, pero después; ahora lléveme a ver a Rosario.

Sarasola se puso en pie, y Amaia e Iriarte le siguieron por un corredor flanqueado por varias puertas que el doctor iba abriendo, introduciendo su tarjeta y una clave personal, hasta llegar junto a una habitación. Sarasola se volvió hacia Amaia; parecía haber recobrado su natural confianza.

—¿Está segura de esto? No lo digo por Rosario, a ella le encantará verla, estoy seguro, pero ¿y usted?, ¿está preparada?

«No», gritó una niña en su interior.

—Abra la puerta.

Sarasola introdujo la clave, abrió la puerta y la empujó suavemente hacia el interior.

—Pase —invitó, cediendo su lugar a Amaia.

El inspector Iriarte cruzó ante ella y sacando su arma penetró en la estancia.

—¡Por el amor de Dios! Eso no es necesario —protestó el padre Sarasola.

—Aquí no hay nadie —se volvió Iriarte—. ¿Nos toma el pelo?

El psiquiatra entró en la habitación y pareció de veras sorprendido. La cama se veía revuelta y dos pares de correas acolchadas colgaban a los lados.

—¿Y en el baño? —sugirió Amaia, colocándose la mano sobre la nariz y la boca para no respirar el olor de su madre.

—Estaba sondada para mantenerla completamente inmóvil, no tiene que ir al baño —dijo, mientras observaba con gesto clínico la reacción de Amaia—. No soporta su olor…; es increíble. Yo no noto nada más que el detergente que usan aquí, pero usted…

—¿Dónde está? —atajó ella, furiosa.

Él asintió saliendo hacia el control de enfermería. La fama de Sarasola debía de ser terrible. La enfermera, de unos cincuenta años, se irguió mientras alisaba su uniforme con las manos. Le temía.

—¿Por qué no está Rosario Iturzaeta en su habitación?

—¡Oh!, doctor Sarasola, buenas tardes. La han trasladado para un TAC.

—¿Un TAC?

—Sí, doctor Sarasola, estaba programado.

—No he pedido un TAC para Rosario Iturzaeta, estoy seguro.

—Lo pidió el doctor Berasategui.

—Esto es completamente irregular —dijo, sacando su teléfono.

La enfermera enrojeció y tembló levemente. Amaia se volvió asqueada. Si había algo que odiaba más que el servilismo de personas como Inmaculada Herranz era la sumisión cimentada en el miedo.

El doctor marcó, se llevó el teléfono a la oreja y esperó mientras su gesto de contrariedad iba en aumento.

—No lo coge. —Se volvió hacia la enfermera—. Busque al doctor por megafonía por toda la clínica, que me llame inmediatamente.

—¿Dónde se hacen los TAC?

—En la planta baja —contestó Sarasola caminando hacia el ascensor.

—¿Quién es ese médico?

—Un brillante doctor, no puedo comprender de dónde sale esta decisión. Rosario no debía salir de su aislamiento bajo ninguna circunstancia en esta fase del tratamiento, y él lo sabe, así que confío en que habrá una razón. El doctor Berasategui es un psiquiatra destacado, uno de los mejores médicos de mi equipo, si no el mejor. Ha recibido una formación excelente y está muy vinculado al caso de Rosario. —Hizo un gesto como de recordar algo—. Usted ya le conoce —dijo—, aunque no formalmente. Iba a presentarles el día del incidente con su madre en la cámara de espejos. ¿Recuerda? Era uno de los médicos del grupo que se cruzó en el pasillo. Precisamente al verle recordé que había sido él el primero en interesarse por Rosario y su caso, iba a decírselo, pero usted, bueno, comprendo que quizá no era el momento más adecuado.

El recuerdo de la pavorosa sensación de aquel momento volvió a su mente y la descartó, mientras intentaba razonar.

—¿El doctor Berasategui fue el que le habló del caso? ¿Fue así como comenzó a interesarle?

—Sí, usted lo preguntó, ¿recuerda? Y yo le dije que se había tratado en varios congresos y que no recordaba la primera vez que alguien lo mencionó, pero al verle lo recordé.

—Su nombre me resulta familiar.

—Ya le digo que es un prestigioso psiquiatra.

—No, no es de eso —descartó Amaia, mientras se esforzaba en hacer memoria y sólo conseguía la desagradable sensación que produce estar a punto de recordar algo que se pierde de nuevo entre las tinieblas de la mente.

Llegaron al control de la zona de rayos y el doctor preguntó de nuevo a otra temblorosa enfermera mientras la megafonía repetía el mensaje de búsqueda. En efecto, había programado un TAC hacía dos horas, pero no se había realizado.

—¿Puede explicarme por qué?

—Yo acabo de entrar en mi turno, pero el estadillo pone que el doctor Berasategui lo anuló a última hora.

—No entiendo nada —exclamó Sarasola.

El tono de su piel, que iba tornándose más ceniciento a cada minuto, y el tono exasperado con el que lo dijo ponía de manifiesto que no estaba acostumbrado a que las cosas escapasen a su control. Hizo una nueva e infructuosa llamada al médico y seguidamente llamó a seguridad.

—Localicen al doctor Berasategui y a una paciente de psiquiatría, Rosario Iturzaeta. Es muy peligrosa.

—Imagino que tienen cámaras —dijo Iriarte.

—Claro —respondió Sarasola con cierto alivio.

Para cuando llegaron, el revuelo en la sala de control interno era notable. Al verles, el jefe de seguridad se dirigió a Sarasola y Amaia percibió que casi se puso firme, como si en lugar de con un médico o un sacerdote hablase con un general.

—Doctor Sarasola, hemos revisado las imágenes y, en efecto, el doctor bajó con la paciente hasta la planta baja y después salieron por la puerta de atrás.

Sarasola se quedó estupefacto.

—Lo que me dice es imposible.

En sendos monitores el guardia reprodujo una secuencia. Un médico con bata blanca acompañaba al celador que empujaba una camilla en la que un paciente irreconocible aparecía oculto bajo una sábana. La siguiente secuencia era del ascensor. En la planta baja se les veía por un pasillo. En el siguiente plano, el celador ya no estaba y el médico de la bata blanca ayudaba a caminar a alguien que llevaba un plumífero acolchado que le llegaba hasta los tobillos y cubría su cabeza con una capucha rematada con pelo.

—¡Se la lleva andando! —exclamó el doctor, incrédulo.

El walki del jefe de seguridad crepitó y alguien al otro lado le comunicó algo que nubló su rostro antes de que volviese a hablar.

—Han encontrado al celador en un almacén de limpieza, está muy grave, le han apuñalado.

Sarasola cerró los ojos, y Amaia supo que estaba a punto de bloquearse.

—Doctor, ¿adónde da esa salida?

—Al aparcamiento —respondió, pesaroso—. No puedo entender esta imprudencia por parte del doctor, sólo se me ocurre que ella le esté amenazando, ya sabemos que es muy peligrosa.

—Mire otra vez, doctor, va de modo voluntario, y es ella la que lo acompaña a él.

Sarasola observó las pantallas en las que se veía cómo el doctor cedía su brazo a su acompañante, a la vez que indicaba con un gesto hacia dónde debía ir.

—Necesitamos una fotografía del doctor Berasategui.

El jefe de seguridad le tendió una ficha en la que estaba prendido un pase impreso en una tarjeta. Amaia lo estudió. Con unas gafas y una perilla era sin duda el visitante misterioso de Santa María de las Nieves.

No hay miedo como el que ya se ha probado, del que se conoce el sabor, el olor y el tacto. Un viejo y mohoso vampiro que duerme sepultado bajo cotidianeidad y orden, y que mantenemos alejado, fingiendo una calma tan falsa como las sonrisas sincronizadas. No hay miedo como el que conocimos un día y que permanecía inmóvil, respirando con un jadeo húmedo en algún lugar de nuestra mente. No hay miedo como el que produce la sola posibilidad de que el miedo regrese. Durante los sueños vislumbramos la luz roja que sigue encendida, recordándonos que no está vencido, que sólo duerme, y que si tienes suerte no volverá. Porque sabes que si regresara, no lo resistirías; si volviese, acabaría contigo y con tu cordura.

A pesar de haber estado inmovilizada en los últimos días, Rosario caminaba con seguridad, algo entumecida pero estable. Bajo el plumífero, se vislumbraban unas piernas demasiado blancas y los pies enfundados en unas zapatillas que arrastraba sin apenas despegarlas del suelo. A la mente de Amaia acudió el recuerdo de la tía Engrasi arrastrando unas similares que le quedaban grandes, y se preguntó si sería ésa la causa. Verla así, en pie, caminando, era una especie de aberración que atentaba contra la imagen mental que durante años había alimentado. El miedo campaba libre y en algún lugar, en el fondo de su alma, una niña gritaba «Viene a por ti, viene a por ti».

Un escalofrío recorrió su espalda como una sacudida eléctrica. Tragó saliva, que de pronto se había vuelto muy densa, y tomó todo el aire que pudo para compensar el tiempo que había contenido la respiración.

—¿Tendremos su colaboración? —preguntó, dirigiéndose al padre Sarasola.

—La ha tenido desde el primer momento —respondió él.

Había en su voz un reproche que Amaia ignoró. Sabía que no era plato de gusto ser tratado como sospechoso por la policía, pero aquél era su trabajo y el doctor no había sido del todo sincero. Se acercó a él hasta estar segura de que sus palabras resultarían inaudibles para los demás.

—Me cuesta creer que al todopoderoso doctor Sarasola se le haya descarriado una oveja mientras dormía bajo el olivo. No le acuso de nada, hasta creo que es probable que usted no supiera lo que su chico hacía por su cuenta —remarcó el concepto «su chico» para poner de manifiesto su responsabilidad—, pero estoy segura de que si interrogo a todos sus muchachos, cosa que sería muy penosa para la imagen de la clínica, declararían que se veían abocados por la política del jefe de psiquiatría a buscar esos casos tan especiales en los que ustedes son expertos, esos con un matiz extra, el matiz del mal, y que el hecho de que esta clínica lleve a cabo tantas acciones de voluntariado en las prisiones no obedece a un sentimiento altruista, sino al interés por captar a ese tipo concreto de pacientes que en las cárceles deben proliferar, ¿no es cierto? El doctor Berasategui le habló del caso de Rosario, pero su rastreo de pacientes «especiales» no había concluido y me atrevo a afirmar que tenía carta blanca para seguir con su búsqueda.

Sarasola la miraba, impertérrito, pero era evidente que sus insinuaciones sobre que su personal pudiera estar desmandado habían tocado nervio.

—La política de esta clínica en cuanto a la elección de pacientes psiquiátricos es públicamente conocida, así como lo son la generosidad y el altruismo que muestra atendiendo a presos en las cárceles, y como bien ha dicho el personal es instruido para la elección de los casos que nos pueden resultar más interesantes, siempre en aras de la investigación y los avances que puedan procurar una mejor calidad de vida a nuestros pacientes y sus familias.

Amaia negó, impaciente.

—No es una rueda de prensa, doctor Sarasola, ¿conocía y alentaba la captación de presos con enfermedades mentales que presentasen «el matiz», o Berasategi era el verdadero jefe de psiquiatría?

Sus ojos ardieron, pero su tono no varió.

—Firmé las visitas, lo hago con todos los miembros de mi equipo, pero desconocía las acciones que el doctor Berasategi realizaba paralelamente. Desvinculo mi nombre y el de la clínica y declinamos cualquier responsabilidad en los actos delictivos que hayan podido derivar de las acciones del doctor Berasategi.

Amaia sonrió; el gestor corporativista e implacable hasta el final, ¿o era el gran inquisidor ladino? Daba igual, le había hecho una concesión; a cambio, decidió ser conciliadora.

—Ya sé que no podemos verlas, pero sería interesante que repasase las últimas sesiones con Rosario para ver si algo de lo que dijo nos sirve como pista. Y necesitaré también la ayuda de su jefe de seguridad.

Sarasola hizo un gesto al guardia, que asintió adoptando aquella postura cercana al firmes.

Amaia se dirigió al hombre.

—Proporciónele al inspector Montes modelo y matrícula del coche del doctor Berasategui para emitir una orden de búsqueda. Necesitaré ver toda la documentación relativa a Berasategui que tenga, currículum, credenciales, titulaciones, la ficha con sus datos y su solicitud de trabajo o cartas de presentación, si las hubiera. Por supuesto, su número de teléfono, su dirección y los de sus familiares.

Sarasola asintió sacando el móvil.

—Llamaré a mi secretaria.

Iriarte intervino.

—Si pudiera dejarnos una mesa donde trabajar.

—Pueden utilizar el despacho del jefe de seguridad.

Montes entró con las ampliaciones de las fotos de Berasategui en la mano y miró a Amaia con gesto preocupado.

—Zabalza dice que el nombre del fulano este aparece en la lista al menos dos veces. —Se la quedó mirando como si no saliese de su asombro—. Manda cojones, jefa; este tío, el doctor Berasategui, fue mi terapeuta durante mi baja. Él impartía la terapia de control de la ira.

Ella lo miró, asombrada.

—Consuélese, inspector, no es extraño que tuviera ganas de matarme.

Usando la clave de Sarasola, Amaia accedió a toda la documentación sobre el doctor Berasategui. Un currículum brillantísimo, estudios en Suiza, Francia, Inglaterra. Nacido en Navarra, no especificaba el lugar; tampoco aparecía el nombre de los padres o su dirección.

—Parece que el doctor haya roto toda relación con su familia, aunque sí aparece su domicilio aquí, en Pamplona; según esto, no está casado y vive solo.

—Está bien, de camino llamaré al juez, pero antes envíe por correo electrónico la foto de Berasategui a las cárceles de Pamplona y Logroño, a ver si alguien le reconoce. Diga que es urgente, si es necesario localice a los directores, tengo que saberlo cuanto antes, y envíela también a Elizondo, que una patrulla visite a Nuria y a la madre de Johana Márquez y les muestren la foto.