… bién! Los refugiados se apiñan en los recintos. ¡Un hombre japonés de verdad! Los hombres pierden a sus mujeres. ¡Corred! Las mujeres pierden a sus hijos. ¡Escondeos! Hay una jaula de alambre pisoteada en el suelo de la calle. ¡No! Así es como empieza todo, entre los cadáveres. Setenta Calmotin, setenta y uno. Los soldados desarmados con su uniforme gris gimen y lloriquean como animales, con las manos atadas detrás de la espalda dentro del cercado de alambradas. Cientos de ellos, sentados en el suelo delante de las bayonetas listas de solo cinco soldados de nuestra unidad, mientras nuestra artillería sigue retumbando hasta el amanecer. Luego no hay más que humo, y después nada más que rumores. Doscientos ochenta colonos japoneses masacrados, dicen los periódicos japoneses. Mujeres japonesas desnudadas a la fuerza, tratadas con salvajismo inenarrable y por fin asesinadas. Historias de estacas clavadas en vaginas, de brazos rotos a palos y de ojos arrancados de sus cuencas. Casas saqueadas, escuelas quemadas. Se desentierran los cadáveres mutilados de tres japoneses en un campo situado al nordeste del puente del ferrocarril y seis más junto a la cisterna de agua. Les han cortado las orejas y les han llenado los estómagos de piedras. Ochenta Calmotines, ochenta y uno. Ahora aparecen los aviones, soltando bombas negras sobre los distritos chinos, y los combates en las calles se terminan. El aire va infestado de moscas. Nos pasamos dos días bebiendo sake y deambulando por la ciudad. Hedor a albaricoques podridos. Empezamos a contar los cadáveres chinos pero lo dejamos correr pronto. Los perros menean el rabo entre los muertos. Sacamos fotografías pero se nos acaba la película. Los mendigos duermen entre los huesos. Encontramos a familias chinas todavía escondidas en sus casas. Doscientos ochenta colonos japoneses masacrados, dicen los periódicos japoneses. Separamos a los hombres de las mujeres. Mujeres japonesas desnudadas a la fuerza, tratadas con salvajismo inenarrable y por fin asesinadas. A las jóvenes de las viejas. Historias de estacas clavadas en vaginas, de brazos rotos a palos y de ojos arrancados de sus cuencas. ¡Masaki, Banzai! ¡Papá, Banzai! Noventa Calmotin, noventa y uno. Las cuatro de la mañana, el cielo del este se está aclarando. Por la carretera mojada de rocío desfilamos hacia el hospital. Las calles están desiertas, el Sol de la bandera del Cielo Azul ya se ha caído. El teniente Shigefuji lidera la carga por el interior del hospital. Los chinos de mierda robaron a los japoneses. Las enfermeras de blanco retroceden aterradas ante nuestro avance, los pacientes siguen en sus camas. Los chinos de mierda violaron a las japonesas. Ahora las botas llenas de barro saltan sobre las camas, sobre los uniformes blancos. Los chinos de mierda asesinaron a los japoneses. Un niño acuchillado contra la pared, con la sangre manándole del pecho, se cae de cuclillas. ¡Masaki, Banzai! Una mujer pálida dormida en su cama, con la boca abierta, ya no se despertará nunca. ¡Papá, Banzai! Les damos patadas a los cadáveres de los chinos igual que ellos les darían patadas a los nuestros. ¡Banzai! Mañana las unidades principales se marcharán pero nosotros nos quedaremos. Las hojas de las acacias vuelan por las calles. Para mantener la paz. En medio del polvo y la suciedad. Para mantener la ley y el orden. En medio del viento amarillo. Entre los cadáveres. Cien Calmotin, ciento uno. Kasahara y yo transportamos a los tres bandidos en un rickshaw por la carretera de T’ai-ma-lu. La vieja madre se está fatigando. El primer bandido gime. ¡Un cigarrillo! ¡Dadme un cigarrillo! Tienen las manos retorcidas detrás de la espalda y las piernas sujetas con unos grilletes enormes. Los mendigos y los culíes, los alemanes y los japoneses, se agolpan alrededor del rickshaw. De tanto esperar a que vuelva su amado hijo. El segundo bandido llora. ¡Dadme un P’ao-t’ai-pai! ¡Nada de porquería barata! La multitud les echa vino en la boca a los bandidos. Los rickshaws entran en la plaza de delante de la estación. La joven esposa con sus adornos rojos. El tercer bandido grita. Los hombres que cargan con los rickshaws dejan caer sus asas. Los soldados hacen retroceder a las multitudes negras. Kasahara y yo ordenamos que saquen a los tres hombres de los carros. Vela en solitario junto a la cama vacía. El mayor de los bandidos se pone a cantar una canción de guerra. ¡Hijos de puta! ¿Acaso yo he asesinado a alguien, hijos de puta? Estos chinos de mierda robaron a los colonos japoneses. ¡De rodillas!, le grito yo. ¡Adelante, hacedlo! ¡No me dais miedo! Estos chinos de mierda violaron a las mujeres de los colonos japoneses. ¡Ponte hacia el oeste! ¡Traedme empanadillas de cerdo! ¡Traedme empanadillas de cerdo! Estos chinos de mierda asesinaron a colonos japoneses. La multitud se vuelve a abalanzar hacia delante. Ese gordo de mierda llora como un bebé. Olor a ajo y susurros metálicos. ¡Hacedlo! ¡Hacedlo! Yo doy la orden. Los dos soldados quedan cubiertos de sangre humeante mientras el cadáver decapitado cae hacia delante. ¡Hurra! ¡Hurra! Se me llena la boca de bilis. La multitud aplaude. Me trago la bilis. ¡Hurra! ¡Hurra! Tres mujeres con los pies envueltos en vendas negras salen tambaleándose de la multitud. ¡Hurra! ¡Hurra! Las tres mujeres llevan sendos bollos sin corteza ensartados en las puntas de palillos largos. ¡No la dejéis que lo vea! La boca se me vuelve a llenar de bilis. Las tres mujeres aprietan los bollos contra las heridas de los tres bandidos muertos. ¡No la dejéis que lo vea! Me trago la bilis. Los bollos blancos se empapan de la sangre y se vuelven rojos. ¡No la dejéis que lo vea! Se me vuelve a llenar la boca. Las tres mujeres se comen los bollos empapados de sangre. ¡No la dejéis que lo vea! Yo vomito detrás de un rickshaw. ¡Yuan-na! Una mujer se ha abierto paso entre la multitud. ¡Yuan-na! Un hombre mayor la coge en brazos. ¡Yuan-na! Era inocente, chilla ella. ¡Fueron los japoneses! ¡Fueron los japoneses! Ciento diez Calmotines, ciento once. Campos de paja brava, montañas de pinares. ¡Abajo el imperialismo japonés! Hasta la última pared de la última casa del último pueblo de la última provincia por la que pasamos. ¡Datô Nippon Teikokushugi! Trincheras cavadas a intervalos de seis metros, llenas de sombreros, cinturones y jaulas. ¡Esto no es una conquista, es una emancipación! Los huesos sin enterrar de los muertos chinos sobresalen como estacas clavadas en el suelo. La Luz que viene del Este. Los fémures marrones relucen bajo el sol, las vértebras emiten destellos. La Paz Luminosa. Las moscas se agolpan, el aire apesta. Estoy tirado entre los cadáveres. Ciento veinte Calmotin, ciento veintiuno. La pareja china está embadurnada de suciedad, con caras inexpresivas. El intérprete escupe su cerilla y le grita al hombre. Hedor a ajo y palabras metálicas. La mujer contesta a la pregunta. El intérprete la golpea. La mujer se tambalea. El intérprete asiente con la cabeza. Kasahara y yo llevamos a la pareja a las afueras del pueblo, donde el cielo rojo se refleja en el arroyo flanqueado de sauces. Esta noche los árboles están quietos, las granjas abandonadas. La pareja se queda mirando las aguas del arroyo, las matas de crisantemos silvestres, el cadáver de un caballo, con su silla enredada en las hierbas. Kasahara desenvaina su espada y yo la mía. El hombre y la mujer caen de rodillas. Con las manos cogidas, sus frenéticas súplicas metálicas. La hoja de la espada y luego silencio otra vez. Se les inundan los hombros de sangre pero a ninguno le cae la cabeza. El cuerpo del hombre se tuerce a la derecha y se desploma sobre los crisantemos silvestres. ¡Masaki, Banzai! Llevo el cadáver de la mujer hasta el arroyo, con las plantas enfangadas de sus pies mirando al cielo. ¡Papá, Banzai! En la aldea que hay en la orilla, flanqueada de sauces, el grupo de jóvenes sanos está posando delante de una casa medio destruida. Nuestro capitán en el centro, con las manos apoyadas en las cabezas de dos niños. Sin lágrimas por los ríos y las montañas de su tierra, sin tristeza para sus padres y sus madres que ya no están. Me acuerdo de tu pequeña figura, agitando la banderita en tu manita. El cuerpo del hombre entre los crisantemos, con los pies vueltos hacia el cielo. Papá conservará esa imagen en su mente para siempre. Junto a la orilla, flanqueada de sauces. En una casa medio destruida, yo estoy tirado entre los cadáveres. Miles de ellos, millones. Ciento treinta Calmotin, ciento treinta y uno. La luz del sol entra a raudales por las ventanillas del carruaje, unas polainas cuelgan de la red del portaequipajes. Un niño desenvaina una espada. ¡Banzai! Ciento cuarenta Calmotin, ciento cuarenta y uno. En la Casa de la Aniquilación no hay banderas. Ton-ton. La Muerte es un hombre de Tochigi. Ton-ton. No hay canciones. La Muerte es un hombre de Tokio. Ton-ton. La Muerte es un hombre de Japón. Ton-ton. Solo hay tambores. La Muerte es un hombre de Corea. Ton-ton. La Muerte es un hombre de China. Ton-ton. Tambores de piel, tambores de pelo. La Muerte es un hombre de Rusia. Ton-ton. La Muerte es un hombre de Alemania. Ton-ton. Tañidos con fémures. La Muerte es un hombre de Francia. Ton-ton. La Muerte es un hombre de Italia. Ton-ton. Tañidos por los niños. La Muerte es un hombre de España. Ton-ton. La Muerte es un hombre de Gran Bretaña. Ton-ton. Tocando el tambor, después de que nosotros nos marchemos. La Muerte es un hombre de América. Ton-ton. No hay salidas, en la casa de la Aniquilación. Ton-ton. La Muerte es un hombre. Ton-ton. ¡Córtate la polla! ¡Masaki, Banzai! La Muerte es un hombre. Ton-ton. ¡Arráncate el corazón! ¡Papá, Banzai! La Muerte es un hombre. ¡Banzai! Ciento cincuenta Calmotin…