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19 de agosto de 1946
Tokio, 30º, sin luna y nublado
Los tres salimos del salón Matsu, abandonamos Kanda y regresamos a pie a la jefatura. Me pica y me rasco. Gari-gari. Esta vez caminamos por el otro lado de las vías, el lado de Nihonbashi, el lado opuesto al viejo Palacio Imperial y al nuevo. Me pica y me rasco. Gari-gari. El lado donde no tenemos que enseñar las cartillas.
Aquí no hay Vencedores. No hay estrellas blancas. No hay ni una luz.
Desde Sotobori hasta la entrada de Yaesu de la estación de Tokio.
Cinco camiones en fila. Cinco camiones llenos de formosanos.
Pero no todos formosanos, algunos son japoneses…
Kimura mira a Nishi. Nishi me mira a mí.
Sin radios. Ni teléfonos. Ni coches…
—¿Jefe? —me grita Nishi—. ¿Qué está haciendo, jefe? ¿Jefe?
Estoy andando hacia los cinco camiones. Me estoy sacando la cartilla policial. Sostengo en alto mi identificación. Me acerco a la portezuela del pasajero del primer camión. Levanto la mano, abro la portezuela del camión y grito:
—¡Quiero que salgan de estos camiones ahora mismo!
Y de pronto tengo delante una metralleta.
Piel contra metal, metal contra piel…
Dedos en el gatillo del arma.
Bala atravesando mi piel…
Estoy esperando a morir.
Rezando…
Pero la bala no llega nunca; ni ayer, ni hoy ni mañana; ni por aquí ni por allí.
No puedo morir. No puedo morir…
No es una bala en la tripa lo que me manda despatarrado al suelo, es una bota en la tripa mientras los camiones arrancan y se alejan por Sotobori-dôri hacia Shimbashi.
Hacia Akira Senju.
Ya estoy muerto.
Para cuando me vuelvo a poner de pie, para cuando Kimura, Nishi y yo echamos a correr, para cuando llegamos a la jefatura, para cuando repetimos nuestro informe cuatro o cinco veces, para cuando nos dan un teléfono que funciona, para cuando solicitamos refuerzos, para cuando los refuerzos se reúnen, para cuando los refuerzos se despliegan, para cuando todos llegamos al mercado de Shimbashi…
Ya es demasiado tarde…
Los camiones formosanos ya han venido y se han marchado.
El tiroteo ya se ha producido.
La sangre se ha derramado.
La batalla se ha acabado.
De momento.
—Cabrones formosanos kuso. —Los hombres de Senju, los antiguos hombres de Matsuda, están todos soltando palabrotas—. Cabrones americanos kuso. Cabrones policías kuso. Cabrones formosanos kuso. Cabrones americanos kuso. Cabrones policías kuso. Kuso…
Kuso… Kuso… Kuso… Kuso…
Dos muertos. Ocho heridos.
Pero Akira Senju no.
Senju nunca.
Senju, con su espada corta en una mano y la pistola en la otra, la camiseta blanca sin mangas y la parte superior de su haramaki manchada de sangre.
—Menos mal que estaba haciendo negocios fuera de aquí —dice Senju—. Una bala perdida por aquí, otra bala perdida por allí, y ¿dónde estaríamos ahora?
Senju se quita las gafas de sol americanas…
Senju, plantado delante de sus hombres, delante de sus tropas; el Shôgun de Shimbashi, bajo el cielo nocturno, en la puerta de su cuartel de emergencia; el emperador de todo lo que divisa.
—¿Dónde estaría usted, detective?
Yo me encojo de hombros pero no le contesto. No le digo nada.
Esta noche han venido conmigo Nishi, Kamura y la mitad de la comisaría de Atago.
Esta noche he venido como policía. No he venido a suplicar…
—Y ya que hablamos del tema —continúa Senju—. ¿Dónde estaba la policía? En ninguna parte, claro. Estos coreanos, formosanos y chinos nos intentan pisotear y ¿dónde están ustedes? En ninguna parte… ¿Y qué hace usted? Nada… —Suspira.
Lo maldigo. Lo maldigo. Lo maldigo.
—Nada más que suplicar…
Los vendedores del Mercado de la Vida Nueva, todos arrancados de la cama, arrancados de sus sueños, hacen cola para ofrecerle a Senju su apoyo y sus vituallas de cara a la guerra que se avecina, se dedican a hacerle reverencias mientras le ofrecen su mejor sake, carne y arroz blanco.
He venido como policía…
—Porque si resulta que tengo dinero, si tengo cigarrillos, si tengo alcohol o alguna comida especial, entonces siempre puedo encontrar a un policía. Siempre puedo contar con encontrármelo o con tropezarme con uno postrado a cuatro patas, suplicándome pastillas para dormir…
Y me maldigo a mí mismo…
—Los formosanos no lo están pisoteando a usted —le digo—. Solo quieren puestos en su Mercado de la Vida Nueva, igual que los tenían en su viejo Mercado Negro, pero usted no se las quiere dar…
Pero Senju no está escuchando. Solo está hablando.
—¡Actúan como Vencedores pero ellos no han ganado nada! ¡No han derrotado a nadie! No combatieron y no vencieron. ¡Simplemente han tenido suerte! Tienen suerte de que les haya permitido venir aquí y tienen suerte de seguir aquí…
—En esos camiones no había solo formosanos —le digo—. También había japoneses; lo sé porque yo mismo los vi.
—¿Cuándo les estaba usted cobrando para hacer la vista gorda?
—Nadie quiere otra guerra —le digo—. Sobre todo ahora.
—¿Otra guerra? —Se ríe—. ¡Pero si es la misma de siempre!
Yo niego con la cabeza.
—La comandancia aliada le va a cerrar a usted el mercado.
—¿Lo ve? —dice, riendo—. ¡Es la misma guerra de siempre!
—Y entonces los formosanos la habrán ganado.
—¿Ganar, los formosanos? —Senju se ríe otra vez—. Nunca, y le diré por qué, detective. De este mercado dependen miles de personas. Si dejo que los formosanos o los yanquis me cierren o me echen, entonces este mercado morirá, y si este mercado muere también morirán los miles de personas que dependen de él y dependen de mí…
—Si lo cierran —le digo—, usted habrá perdido.
—¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! —grita Senju—. Yo nunca he perdido. Nunca he sido derrotado y nunca lo seré. ¡Y menos por los kuso de los formosanos! ¡Ni por los kuso de los coreanos! ¡Ni por los kuso de los yanquis ni por los kuso de la policía y la gente como usted! ¡Nunca he perdido! ¡Nunca he sido derrotado! ¡Y nunca lo seré!
—¿Y qué va a hacer entonces? —le pregunto.
—¡Si tú matas a uno de los míos —dice Senju—, yo te juro que mato a diez de los tuyos!
Contemplo el cielo nocturno que tenemos encima. Esta noche no han salido las estrellas. Vuelvo a negar con la cabeza. Le hago una reverencia. Empiezo a alejarme.
—¡Hasta luego, detective! —me grita—. ¡No se olvide…!
Nishi y Kamura me vienen detrás.
—Porque yo no me olvido nunca —me dice—. Nunca me olvido de una deuda; ni con los vivos ni con los muertos.
Los hombres hablan en sueños de los muertos. Los hombres se acuerdan en sueños de los muertos. De su padre, su madre, sus esposas y sus amantes. De su familia y sus amigos, de sus colegas y camaradas. Hay más de un millón de urnas de cenizas de caídos en la guerra todavía sin reclamar por sus afligidas familias. Se trata de las urnas que contienen las cenizas de todo el contingente de caídos en la guerra, tanto del ejército como de la armada. Las Oficinas Primera y Segunda de Desmovilización, que son las responsables de emitir los comunicados de defunción y de hacerse cargo de los muertos, dicen que muchas de las cenizas han sido trasladadas a su institución de forma descuidada y que cada vez son más incapaces de verificar si todas las cenizas y despojos de los caídos en la guerra pertenecen en realidad a personal militar. Las oficinas también están encontrando un sinfín de dificultades para devolver las cenizas de los muertos a sus parientes, que a menudo se han cambiado de dirección o han perdido su domicilio. Además, cuando no las reclama nadie suele ser porque quienes tendrían que hacerlo han muerto.
Los estómagos vacíos, los sueños perdidos…
Hasta este mes de junio, las Oficinas de Desmovilización también recibían una subvención de quince yenes por cada urna individual de la que se hacían cargo. Sin embargo, a estas instituciones les quitaron la subvención en junio. La ausencia de esa financiación ha hecho que a las instituciones les resulte imposible construir cajas nuevas para depositar las cenizas. De momento todavía se están fabricando cajas con la madera que había almacenada, pero pronto va a suceder que las cenizas de los muertos de la guerra se tendrán que devolver a sus familiares envueltas en papel marrón ordinario de embalar.
Tienen hambre, se mueren de hambre…
Los hombres hablan en sus sueños de los muertos. Los hombres se acuerdan en sus sueños de los muertos. De su padre, su madre, sus esposas y sus amantes. De su familia y sus amigos, de sus colegas y camaradas. Los hombres hablan en sus sueños de fantasmas y demonios.
Sus amos se han ido…
Me he pasado el resto de la noche sentado en esta silla prestada, con la cabeza apoyada en la mesa de despacho prestada. He cerrado los ojos pero no he dormido. Ahora abro los ojos pero no me despierto. Leo sus informes. Leo periódicos viejos. El amanecer ya está aquí pero todo sigue pareciendo viejo. Muerto. Como el último rayo de luz antes de una larga noche. Perdido y muerto. No parece una mañana nueva. Aquí no hay mañanas nuevas. Me incorporo hasta sentarme en mi silla prestada. Miro a mi alrededor. Ni rastro de Fujita. Vuelvo a cerrar los ojos.
Esta noche dormiré. Esta noche dormiré. Esta noche…
Los abro. Levanto la vista hacia el agente de uniforme que tengo plantado delante.
El agente de uniforme tiene un telegrama en la mano.
Cuatro agentes de Takanawa se están desabotonando el uniforme. Los mosquitos vuelan en círculos. Los cuatro agentes se quedan en ropa interior. Los mosquitos atacan. Los cuatro agentes se tiran al canal de Shiba. El agua apesta. Los cuatro agentes nadan hasta la puerta de madera que está flotando en el canal. El agua negra. Los cuatro agentes llevan la puerta hacia la orilla del canal, donde estamos todos de pie. Bajo el sol. El jefe asiente con la cabeza. En medio del calor. Los cuatro agentes le dan la vuelta a la puerta. Maldigo. El cuerpo de un hombre desnudo y atado a la puerta.
Jo Hayashi desnudo y atado al reverso de la puerta…
Atado y con las manos y los pies clavados a la puerta.
Y luego las manos y los pies clavados a la puerta…
Y luego han echado la puerta al canal.
Hayashi boca abajo en el agua…
La boca y los pulmones llenos.
Ahogado mientras flotaba…
Atado y clavado.
Yo me arrodillo delante de él. Y digo:
—Jo Hayashi del periódico Minpo…
¿Ha sido Senju o Fujita? Nadie conoce su nombre. Todo el mundo conoce su nombre. ¿Fujita o Senju? A nadie le importa. A todo el mundo le importa. ¿Senju o Fujita? El día es la noche. La noche es el día. ¿Fujita o Senju? El negro es blanco. El blanco es negro. ¿Senju o Fujita? Los hombres son las mujeres. Las mujeres son los hombres. ¿Fujita o Senju? Los valientes son los que están asustados. Los que están asustados son los valientes. ¿Senju o Fujita? Los fuertes son los débiles. Los débiles son los fuertes. ¿Fujita o Senju? Los buenos son los malos. Los malos son los buenos. ¿Senju o Fujita? A los comunistas habría que soltarlos. A los comunistas habría que encerrarlos. ¿Fujita o Senju? Las huelgas son ilegales. Las huelgas son legales. ¿Senju o Fujita? La democracia es buena. La democracia es mala. ¿Fujita o Senju? El agresor es la víctima. La víctima es el agresor. ¿Senju o Fujita? Los ganadores son los perdedores. Los perdedores son los ganadores. ¿Fujita o Senju? Japón perdió la guerra. Japón ganó la guerra. ¿Senju o Fujita? Los vivos son los muertos. Los muertos son los vivos. ¿Fujita o Senju? Estoy vivo. Estoy muerto.
¿Senju o Fujita? ¿Fujita o Senju?
Soy uno de los afortunados.
Dos muertos y ocho heridos en Shimbashi; el cadáver en el canal de Shiba; la noche ha sido mala y la mañana también. Y los Vencedores quieren respuestas; los Vencedores han convocado al jefe de la División de Salud Pública. Y ahora el jefe quiere respuestas; ahora el jefe nos ha convocado a todos de vuelta a la Jefatura de la Policía Metropolitana.
A los jefes de todas las secciones. A los jefes de todas las unidades…
—No va a haber ninguna guerra de bandas —dice el jefe—. Voy a pedir que cierren todos los mercados. Voy a pedirle a la Comandancia Aliada que nos mande refuerzos del Octavo Ejército. Pero en Tokio no va a haber ninguna guerra de bandas…
»Se creen que pueden hacer lo que quieren —continúa el jefe—. Pero no nos agradecen la ayuda que les damos. No nos agradecen la protección que les damos. No nos agradecen los problemas que les ahorramos. Y lo único que yo pido es paz.
—Pero no han sido nuestras bandas locales las que han empezado esto —dice Kanehara—. Son los formosanos y los chinos del continente los que están abriéndose paso a la fuerza…
—Y los coreanos —dice el inspector Adachi.
—Y los americanos los están protegiendo —dice Kanehara—. Dejan que esos inmigrantes hagan lo que quieran y al mismo tiempo castigan a los tekiya normales y corrientes que solo intentan tener sus puestos de venta…
—Y nosotros no nos podemos implicar —dice Adachi—. Porque si se ve a la policía meter baza a favor de los japoneses en contra de los formosanos o los coreanos, entonces corremos el riesgo de que nos purguen por maltratar a los inmigrantes y regresar a nuestras viejas costumbres japonesas, pasando por alto los derechos humanos y abandonando las libertades democráticas; pero si no lo hacemos nosotros, si no lo hace la policía, ¿quién queda para proteger los derechos humanos y las libertades democráticas, las vidas y el sustento de los tekiya, más que las bandas mismas?
—Divide y vencerás —dice Kanehara—. Divide y reinarás.
—Y yo ya sé todo eso y se lo pienso decir —dice el jefe—. Pero ustedes díganles a sus hombres de las bandas que van a tener que elegir…
Está luchando por sus derechos, luchando por sus libertades…
—O guerra abierta —dice el jefe—. O mercados abiertos.
Averiguarán el nombre de Hayashi. Visitarán el domicilio de Hayashi. Hablarán con la familia de Hayashi. Visitarán la oficina de Hayashi. Hablarán con los colegas de Hayashi. Encontrarán los artículos de Hayashi. Leerán los artículos de Hayashi. Hablarán con los contactos de Hayashi. Encontrarán las notas de Hayashi. Leerán las notas de Hayashi. Hablarán con los soplones de Hayashi y ellos se lo dirán.
Les dirán mi nombre y entonces vendrán a por mí.
Igual que nosotros hemos ido hoy a por Yoshio Kodaira.
En las calles de Shibuya no se mueve nada. Es casi mediodía del día más caluroso del año. Delante de la casa de Hanezawamachi no se mueve nada. Ahora estamos a treinta y dos grados a la sombra. La Unidad n.º 2 ha venido para prestar apoyo a la n.º 1. Hay parejas de agentes en cada esquina. En cada callejón. En cada puerta. El inspector Kai está al mando. El inspector Kai tiene el silbato en la mano. El inspector Kai se vuelve a mirar el reloj. Chiku-taku. El inspector Kai se lleva el silbato a los labios.
Por la puerta principal. Escaleras arriba. A la sala de la segunda planta donde Yoshio Kodaira está durmiendo desnudo debajo de una mosquitera, su mujer cubriéndose los pechos con la mano y buscando a tientas a su niño…
Yoshio Kodaira sacado a rastras por los pies de debajo de la mosquitera, hasta las esterillas y luego escaleras abajo.
Kodaira poniéndose los pantalones. Kodaira poniéndose la camisa. Kodaira abotonándose los pantalones. Abotonándose la camisa sobre la marcha, poniéndose las botas del ejército.
En el asiento de atrás del coche. Un hombre cualquiera de mediana edad. Kodaira se frota la coronilla. Kodaira se rasca las pelotas. En el asiento de atrás del coche. La cara demacrada. Kodaira parpadea. Kodaira se frota los ojos. En el asiento de atrás del coche. El pelo ralo. Kodaira sonríe. Kodaira se ríe. En el asiento de atrás del coche. Kodaira se parece a Kai, Kodaira se parece a Kanehara y se parece a mí…
A mí…
Hay periodistas por toda la calle y en los escalones de entrada de la comisaría de Atago. Kodaira acepta un cigarrillo. El coche se vuelve a meter por Sakurada-dôri y luego gira por Meguro-dôri. Kodaira charla sobre el tiempo. El coche vuelve a girar a la derecha para coger Yamate-dôri y luego sigue el río Meguro hasta la comisaría de Meguro.
Kodaira habla con madurez. Habla con autoridad.
Aquí es donde se va a interrogar a Yoshio Kodaira.
Ahora Kodaira sonríe. Ahora Kodaira se ríe.
Aquí es donde Kodaira va a confesar.
Pero la policía de Meguro está furiosa. Desde que se encontraron los dos cuerpos en el parque Shiba, la jefatura ha estado usando a agentes de Meguro para hacer el trabajo de campo. Y ahora se limitan a echar a la policía de Meguro de sus propias oficinas. Como nadie les explica nada ni cuenta con ellos para nada, los policías de Meguro se limitan a rondar por ahí, sudorosos y huraños.
Dos hombres de la Unidad n.º 1 llevan a Kodaira escaleras arriba.
Le dan té. Le dan un cigarrillo.
Luego lo dejan solo para que beba y fume.
Lo dejan ahí para que espere y piense.
El inspector jefe Kanehara, el inspector Kai y el resto de la Unidad n.º 1 ocupan otra oficina en el mismo pasillo, despejando mesas y vaciando cajones, moviendo expedientes y robando lápices.
Los policías de Meguro se limitan a mirar y maldecir, huraños y sudorosos, sin que nadie les explique nada ni cuente con ellos.
Me llevo una silla vacía al fondo de la sala, junto a la ventana, mientras Kanehara y Kai perfilan la estrategia para la entrevista, las preguntas que van a hacer y las que no van a hacer.
Luego vuelve Adachi, trayendo un telegrama en la mano y una sonrisa en los labios.
—Acaba de llegar esto de Nikkô. Ha matado antes.
«Y los dos hemos visto esto antes, detective. ¿Se acuerda…?».
Kai se ha puesto de pie.
—¡Venga! ¡Vamos! —dice Kai.
«¿Ha encontrado usted aquel expediente, inspector? El expediente Miyazaki…».
—Despacio, despacio —dice Kanehara con una sonrisa—. Paso a paso.
Sigo a Adachi, a Kanehara y a Kai. Por el pasillo. A la sala de interrogatorios. Nadie me invita. Nadie me lo impide. Me siento junto a la puerta. No digo nada. En la sala hay mucha luz. Está vacía salvo por una mesa y seis sillas. Adachi, Kanehara y Kai se sientan delante de Kodaira y el estenógrafo a un lado, con bolígrafo y papel.
Yoshio Kodaira con las manos sobre la mesa, sonriente.
—¿Cuándo nació usted? —le pregunta el inspector Kai.
—En el año treinta y ocho del reinado del emperador Meiji —dice Kodaira—. El día vigésimo octavo del mes primero.
O sea, el 28 de enero de 1905.
—¿Y dónde nació? —pregunta Kai.
—En la prefectura de Tochigi —dice Kodaira.
—¿En qué parte de la prefectura de Tochigi?
—En Kami Tsuga-gun, Nikkô-chô, Ôaza-Hosô.
—¿Es usted el hijo mayor de su familia?
—No —dice él—. Soy el sexto hijo.
—¿Y su padre sigue vivo?
—No.
—¿De qué murió su padre?
—De hemorragia cerebral.
—¿Y cuándo murió?
—Hace diez años.
Kai asiente.
—¿Qué clase de trabajo hacía su padre? —pregunta.
—Bueno, tenía tierras, una granja y una posada —dice Kodaira—. Pero bebía mucho, compraba mujeres y era jugador y lo perdió todo.
—O sea, que era un hombre arruinado —pregunta Kai—. ¿Desempleado?
—No —dice Kodaira—. Siempre trabajó. Su último trabajo fue de engrasador en una fábrica de raíles de hierro…
—¿Y el hermano mayor de usted?
—También muerto —dice Kodaira.
—¿Cuándo murió?
—Este año.
—¿Y de qué trabajaba?
—De nada fijo. —Kodaira se ríe—. Había trabajado en la fundición de cobre de Nikkô. Luego lo dejó y vino a Tokio, pero no sé a qué se dedicaba aquí. En Tokio no lo vi nunca.
—Y entonces, ¿quién es ahora el cabeza de su familia?
—Supongo que será mi otro hermano mayor. —Kodaira se encoge de hombros—. Pero no los veo nunca. La verdad es que ya no voy nunca por allí.
—Pero sigue usted teniendo familia en Nikkô-chô…
Kodaira afirma con la cabeza.
—Sí —dice Kodaira.
—Hablemos un poco de usted —dice ahora el inspector Kai—. Nació usted en Nikkô-chô… ¿Fue ahí donde asistió a la escuela?
—Me gradué en la escuela de Nikkô —dice Kodaira—. Sí.
—¿Y qué hizo usted a continuación? —pregunta Kai—. Después de la escuela…
—Me fui de casa y me vine a Tokio.
—¿Y cuándo fue eso? ¿Qué edad tenía usted?
—Pues debía de tener catorce años, creo.
—¿Y eso cuándo fue? —El inspector Kai hace un cálculo—. Sobre el año séptimo de Taishô. ¿Le parece correcto?
—Me parece correcto —confirma Kodaira—. Pero no me acuerdo exactamente. Lo que sí sé es que tenía unos catorce años.
—¿Y dónde trabajó usted?
—En una planta siderúrgica de Ikebukuro —dice él—. La Corporación Metalúrgica Toyo. Pero no trabajé mucho tiempo allí…
—¿Y eso por qué? —pregunta Kai—. ¿Lo despidieron?
—No —dice él riendo—. Me salió un trabajo mejor.
—¿Haciendo qué? ¿Dónde?
—En la tienda de comestibles Kameya.
—¿La de Ginza?
—Sí.
—Es una tienda muy famosa —dice el inspector Kai—. ¿Y cuánto tiempo trabajó allí?
—Un par de años nada más.
—¿Por qué?
—Simplemente me cansé de trabajar en la tienda —dice Kodaira—. Se trabajaban demasiadas horas, la paga era miserable y el trabajo en sí no era más que trajinar cosas de un lado para otro, llevar cajas y esas cosas…
—¿Y qué hizo usted entonces?
—Me volví a Nikkô.
—¿A su casa?
—Sí.
—¿Y en qué año fue eso? —Vuelve a hacer cálculos—. ¿En qué año se marchó de Tokio? ¿Tres años más tarde? ¿En el décimo año de Taishô?
—Por ahí más o menos —confirma Kodaira—. Sí.
—¿Y en su ciudad encontró trabajo?
—Sí —vuelve a decir él—. Trabajaba para la compañía Furukawa.
—Que es esa fundición tan grande de cobre, ¿verdad?
—Donde había trabajado mi hermano, sí.
—¿Y cuánto tiempo estuvo trabajando allí?
—Trabajé allí dos veces —dice Kodaira—. La primera trabajé allí hasta que me alisté.
—¿Y eso cuándo fue?
—En el mes sexto del año duodécimo de Taishô.
—O sea, mil novecientos veintitrés —dice Kai—. Antes del Gran Terremoto.
—Sí. —Kodaira se ríe—. Me escapé por bien poco.
—¿Sirvió usted en el ejército o en la marina?
—Me fui de voluntario con la marina —dice—. Y luego me alisté en el cuerpo de marines en Yokosuka.
—¿En calidad de qué?
—Primero hice instrucción como ingeniero en el buque de instrucción Yakumo, luego me destinaron a los buques de guerra Yamashiro, Kongô y Manshu, y estuve también en el submarino I-Gô.
—¿Siempre fue usted ingeniero?
—No, no, no —dice—. Después fui marine de combate. Formé parte de la Fuerza de Defensa de Ryojun y luego estuve con los marines Rikusen Tai destinados en Shandong.
—¿O sea que entró usted en combate?
—Por supuesto —dice él, riendo.
—O sea que debió usted de luchar durante el incidente de Jinan…
—Por supuesto —vuelve a decir—. Durante el incidente mismo de Jinan tomé parte del asalto inicial del almacén del Ferrocarril Norte y después estuve en la defensa de la compañía Nissei Bôseki…
—O sea que debe usted de haber matado en alguna ocasión…
—Naturalmente —sonríe—. En Jinan maté con la bayoneta a seis soldados chinos y luego hubo más…
—¿Cuánto tiempo estuvo en el ejército?
—Serví mis seis años, luego me di de baja con el rango de suboficial de marina, de primera clase, y recibí la paulonia blanca de la Orden del Sol Naciente.
—Felicidades —dice el inspector Kai.
Kodaira hace una inclinación de cabeza.
El inspector Kai le da a Kodaira un cigarrillo y a continuación todos nos ponemos de pie y lo dejamos que fume a solas.
En el pasillo de fuera de la sala de interrogatorios, Adachi mira fijamente la pared; Kanehara mira el telegrama de Nikkô; Kai fuma.
Por fin el inspector jefe Adachi se gira hacia mí y me sonríe y me pregunta:
—Usted también sirvió en China, ¿verdad, inspector?
—Sí —le digo yo—. Estuve en el ejército.
—¿Y cuántos años tiene ahora?
—Tengo cuarenta y uno.
—La misma edad, pues.
La luz ya está empezando a atenuarse. Las sombras descienden de las paredes al suelo. Kodaira se ha terminado el cigarrillo. Kodaira se está mirando las uñas. Yo me vuelvo a sentar junto a la puerta. Vuelvo a guardar silencio. Adachi, Kanehara y Kai se vuelven a sentar delante de Kodaira.
El inspector Kanehara se inclina hacia delante en su silla y le pregunta:
—Cuando le dieron la baja, ¿volvió usted a Nikkô?
—Sí —dice él—. Volví a trabajar para Furukawa.
—¿Y cómo le fue la vida de civil después de la marina?
—Pues bien durante un tiempo…
—¿Y cómo es eso?
—Porque me casé.
—¿Se casó con su primera mujer? —le pregunta Kanehara.
—Sí. La primera.
—Que no es su mujer actual…
—No —dice Kodaira.
—¿Y cómo conoció usted a su primera mujer?
—Me la presentó el gerente de la fábrica —dice—. Era hija de su hermana, sobrina suya.
—¿Qué edad tenían ustedes dos?
—Ella tenía veintiuno y yo tal vez veintiocho.
—¿Y qué pasó pues?
—Que vivimos juntos unos seis meses —dice—. Pero luego ella se volvió con sus padres.
—¿Y por qué?
—Se fue a ayudarlos a plantar arroz, pero ya no volvió nunca.
—¿Por qué no?
—Porque su familia quiso que yo me divorciara de ella.
—¿Por?
—Porque yo había tenido una aventura con otra mujer y la otra mujer se había quedado embarazada.
—Eso quiere decir que se debió de alegrar usted de divorciarse de su mujer, ¿no?
Ahora aparece algo, algo en sus ojos…
—No —dice—. Me sentí humillado.
Algo le centellea en los ojos, en los ojos…
—¿Y qué hizo usted entonces?
Una linterna en la oscuridad…
—Ya lo sabe usted.
Muerte…
El inspector Kanehara echa un vistazo al papel que tiene delante. Asiente con la cabeza y dice:
—Pero cuéntenoslo otra vez, por favor. Con sus propias palabras. Cuéntenos qué pasó…
—Que volví a su casa.
—¿A qué casa?
—A la de la familia de ella.
—¿Cuándo?
—En la medianoche del día primero del mes séptimo del séptimo año del reinado del emperador Shôwa…
El 1 de julio de 1932…
—¿Y?
—Salí de mi casa a las nueve de la mañana. Fui a casa de la familia de mi mujer. Inspeccioné la casa con cautela a la luz del sol y luego esperé a que anocheciera.
—¿Y?
—Me metí en la casa a medianoche.
—¿Y?
—Fui de habitación en habitación.
—¿Y?
—Los golpeé mientras dormían.
—¿Con qué?
—Con una barra de hierro.
—¿Todavía se acuerda de la barra de hierro? —pregunta el inspector Kanehara—. ¿Puede describirme esa barra de hierro?
—Claro que me acuerdo —dice Kodaira—. La barra tenía unos ochenta centímetros de largo, cinco centímetros de diámetro y pesaba unos cuatro kilos.
—¿A cuántos miembros de esa familia golpeó usted?
—Creo que fueron seis o siete.
—¿Y a cuántos mató?
—Solo a su padre.
El inspector Kanehara asiente con la cabeza.
—De manera que en febrero de mil novecientos treinta y tres el Tribunal Superior de Tokio lo sentenció a quince años de cárcel.
—Quince años —confirma Kodaira—. Pero después me redujeron la condena.
—¿Y cuánto tiempo pasó usted en la cárcel?
—Unos seis años y medio.
—¿En Kosuge? ¿En Tokio?
—Sí.
—O sea, que lo soltaron con la Amnistía Imperial de mil novecientos cuarenta.
—Sí —dice Kodaira—. Por la clemencia del Emperador.
—¿Y qué hizo usted cuando lo soltaron?
—Me fui a las fuentes termales de Kusatsu.
—¿Cuánto tiempo se quedó allí?
—Medio año más o menos.
—¿Y trabajó?
—En realidad no —dice—. Me estaba recuperando de la cárcel.
—¿Y luego volvió para trabajar en Tokio?
—Trabajé como encargado de calderas, sí.
—¿Para qué empresas?
—Para cuatro o cinco —dice—, pero no me acuerdo de los nombres de todas. Esto fue antes de que me fuera a Saipan.
—¿Cómo consiguió usted ese trabajo?
—Me vinieron a buscar ellos.
—¿A pesar de sus antecedentes criminales?
Yoshio Kodaira se encoge de hombros.
—Ellos no me preguntaron nada y yo tampoco lo mencioné.
—¿Y qué clase de trabajo hacía usted en Saipan?
—Trabajé en la construcción, construyendo una pista de aterrizaje.
—¿Y cuánto tiempo trabajó usted en Saipan?
—Volví a tener suerte —me dice—. Me marché en abril de mil novecientos cuarenta y dos.
—¿De manera que volvió usted a trabajar en Tokio?
—Trabajé para la Nihon Steel en Kamata, sí.
—¿Y eso cuánto tiempo le duró?
—Medio año más o menos.
—¿Y luego?
—Creo que fue entonces cuando trabajé para la Suzuki Seihyo en Ômori —dice Kodaira—. Trabajo de mantenimiento de los frigoríficos.
—¿Y cuánto le duró ese trabajo?
—Pues otro medio año.
—¿Y luego qué?
Ahora Kodaira hace una pausa, pero enseguida se encoge de hombros y dice:
—Me asignaron al Departamento de Indumentaria Naval que hay cerca de Shinagawa.
«Los dos hemos visto esto antes, detective. ¿Se acuerda?».
—¿Quién lo asignó a trabajar en Indumentaria Naval?
«¿Ha encontrado usted aquel expediente, inspector?».
—Me asignaron al Departamento de Suministros Navales que hay cerca de la Oficina de Movilización Laboral de Gotanda…
—¿Y lo asignaron en calidad de…?
—Técnico de calderas.
—¿Y eso cuándo fue?
—En agosto de mil novecientos cuarenta y cuatro.
—¿Y luego?
Kodaira se vuelve a encoger de hombros y dice:
—Me casé. Y tuve un hijo.
—¿Con su esposa actual, se refiere? —pregunta Kanehara.
—Sí.
—¿Cómo conoció a su nueva esposa?
—Por medio de un amigo.
—¿Y cuándo se casaron?
—En febrero del año pasado.
—¿Y usted todavía trabajaba para los Suministros Navales?
—Entonces sí —dice—. Hasta junio del año pasado.
—¿Y qué pasó en junio del año pasado?
—Nada —dice él—. Que me despedí.
—¿Por qué?
—Yo había evacuado a mi mujer y al bebé a la casa de su familia en Toyama y alquilaba una casa en Wakagi-chô, en Shibuya…
—¿Se trata de la misma casa en la que está usted ahora?
—No —dice—. Nuestra antigua casa se quemó en los bombardeos de mayo, y fue entonces cuando decidí dejar el trabajo en Suministros Navales para irme a vivir con mi mujer y mi hijo a Toyama.
—¿Y pudo encontrar trabajo en Toyama?
—Nos estábamos alojando con el hermano mayor de mi mujer, y él me ayudó a conseguir trabajo de guardia de seguridad.
—¿Dónde?
—En Fuji Seikô-zai, en Higashi Toyama.
—¿Y cuándo volvió usted?
—Una semana después de la rendición, más o menos.
—¿Y qué hizo entonces?
—Bueno, le pedimos prestado algo de dinero a un prestamista —dice él—. Para poder ponerme de vendedor de Botiquines Toyama de puerta en puerta.
—¿Y cuánto tiempo le duró ese trabajo?
—No mucho. —Se ríe—. Lo justo para devolverle el dinero al prestamista. Hasta noviembre del año pasado…
—Así pues, ¿cuándo empezó a trabajar usted en la lavandería del Shinchû Gun, para el ejército de ocupación?
—Bueno, mi mujer y mi hijo volvieron a Tokio en diciembre del año pasado —dice—, así que yo debí de empezar en la lavandería del Shinchû Gun en marzo de este año.
—Muchas gracias —dice el inspector jefe Kanehara—. Ha sido usted de gran ayuda. Ha cooperado muy bien. Ahora le vamos a dejar que descanse y que beba un poco de té y entonces volveremos para hacerle más preguntas.
Yoshio Kodaira sonríe. Kodaira asiente con la cabeza.
—Pero esas preguntas ya no serán sobre su vida —dice Kanehara—. Ni sobre su familia. Ni sobre su trabajo. Será una clase distinta de preguntas. ¿Sabe usted sobre qué van a ser esas preguntas distintas?
Kodaira ha dejado de sonreír. Kodaira está negando con la cabeza.
Ahora Kanehara está sonriendo.
—Pues yo creo que sí que lo sabe…
Kodaira vuelve a negar con la cabeza. Una y otra vez.
—Esas preguntas serán sobre la señorita Midorikawa.
Una y otra vez. Niega con la cabeza.
—¿Ryuko Midorikawa…?
Una y otra vez.
—Quítese la camisa y los pantalones y volvemos enseguida —dice ahora Kanehara.
En el pasillo de fuera de la sala de interrogatorios, Adachi vuelve a mirar la pared; Kanehara vuelve a leer las notas; Kai fuma…
Ahora el inspector jefe Adachi se gira de nuevo hacia mí y me pregunta:
—¿No le suena de nada el Departamento de Indumentaria Naval de Shinagawa?
—A mí no —le digo—. ¿Por qué? ¿A usted le suena de algo?
—No —me dice—. Pero a mí últimamente no me suena nada.
Ahora está oscuro. La mesa ya no está. Las sillas ya no están. El estenógrafo tampoco. Los cigarrillos ya se han fumado. El té ya se ha bebido. La sala es todo sombras. Entran en la sala diez policías. Diez policías con varas de bambú. Diez policías delante de Yoshio Kodaira. Yoshio Kodaira de pie en ropa interior. Yoshio Kodaira con la cabeza gacha. Yoshio Kodaira con sus lágrimas en el suelo.
El inspector jefe Adachi se le acerca.
—Con sus propias palabras… —dice Adachi.
—Conocí a Ryuko Midorikawa en la estación de Shinagawa hace unos dos meses. Aquel día había habido un accidente de tren, o sea que el andén estaba abarrotado de gente esperando. Vi a Ryuko Midorikawa caminando por el andén. Yo llevaba encima algo de pan del Shinchû Gun. Cuando ella pasó a mi lado, le ofrecí la mitad del pan y ella lo cogió y se lo comió allí mismo. Me dio lástima, así que le di la otra mitad y ella se quedó cerca de mí…
—¿O sea que fue la señorita Midorikawa quien lo siguió a usted? ¿Y no usted a ella…? —dice el inspector Adachi.
—Nos subimos juntos en el tren de Meguro y mientras estábamos en el tren yo le metí la mano por debajo de la falda y le acaricié el coño. Ryuko no protestó y cuando nos bajamos del tren ella copió mi dirección de mi pase. Después de eso visitó mi casa tres veces…
—Entonces es obvio que a ella le gustó que usted le metiera la mano por debajo de la falda —dice Adachi—. Le debió de gustar que usted jugara con su coño…
—Volví a quedar con Ryuko el día seis de agosto a las diez de la mañana en la entrada este de la estación de Shinagawa. Le había dicho que la podía ayudar a encontrar trabajo con el Shinchû Gun, pero que primero ella tendría que hacer un examen escrito en el cuartel; y que para que ella entrara en el cuartel primero teníamos que conseguir una autorización escrita; y que para conseguir la autorización teníamos que ir al Club Americano de Marunouchi. Era todo mentira, pero yo le pedí que me siguiera y la llevé a lo alto de la colina de Shiba…
—Pero una vez más fue la señorita Midorikawa quien lo siguió, ¿verdad? Usted no la tuvo que arrastrar hasta allí arriba, ¿eh?
—Encontramos un sitio tranquilo y nos sentamos juntos, codo con codo, y nos pusimos a comer nuestras fiambreras bentô, codo con codo. Pero mientras comíamos, yo no podía parar de mirarle las tetas y de sentir su olor a mujer, y todo el tiempo que pasamos comiendo yo quería hacerla mía, quería hacerla mía allí mismo, pero ella me dijo que no lo quería hacer allí. Me enfadé y me frustré, de manera que le di un bofetón y luego le quité la ropa interior y la hice mía allí mismo, aunque sabía que aquello estaba mal. Simplemente perdí el control…
—Pero usted ya había hecho algo parecido antes, le había metido los dedos por debajo de la falda y dentro del coño…
—Cuando terminé, ella no paraba de llorar y llorar, o sea que la estrangulé.
—Ella nunca se había disgustado antes, ¿verdad? Se había reunido con usted de buena gana, ¿verdad?
—La estrangulé con su haramaki.
—No lo había planeado usted…
—Luego le quité la ropa a su cadáver y…
—Tuvo usted miedo…
—Me fui corriendo.
En el pasillo de fuera de la sala de interrogatorios, el inspector jefe Kanehara y el inspector Kai felicitan al inspector jefe Adachi. Caso cerrado. El inspector jefe Kanehara y el inspector Kai le dicen al inspector jefe Adachi que ha hecho un trabajo magnífico. Caso cerrado. En el pasillo de fuera de la sala de interrogatorios, el inspector jefe Adachi felicita al inspector jefe Kanehara y al inspector Kai. Caso cerrado. El inspector jefe Adachi les dice al inspector jefe Kanehara y al inspector Kai que han hecho un trabajo magnífico. Caso cerrado. Caso cerrado. Caso cerrado.
Esta noche comerán por todo lo alto, levantarán sus copas para brindar.
Cantarán canciones antiguas, canciones de victoria.
—Ya ha visto usted cómo se hace —me dice Kai—. Buena suerte.
Han encendido la luz. Han vuelto a traer la mesa. Le han devuelto su silla a Yoshio Kodaira. Le han devuelto su ropa a Yoshio Kodaira. Le han traído un té. Le han traído cigarrillos para que fume.
Kodaira sonríe. Está sonriente. Kodaira se ríe.
—¿Hay algo más que me quiera contar? —le pregunto.
—¿Como qué? —me pregunta—. ¿Algo sobre Midorikawa?
—No era la primera vez que usted mataba, ¿verdad?
—Ya lo sabe usted —me dice—. Se lo he dicho yo.
—Dígamelo otra vez, por favor…
—¿Para qué? —dice, riendo.
—¡Dígamelo!
Él se encoge de hombros.
—Maté a mi suegro —me dice.
—¿Y?
—Y acabo de decirles que maté a Midorikawa —dice él.
—¿Y?
Ahora sonríe.
—Y maté a seis soldados chinos.
—¿Y?
Él niega con la cabeza.
—¿Y qué? —me pregunta.
—¿Y a cuánta gente más ha matado?
—¿Dónde? —pregunta él—. ¿En China?
—Hábleme de las otras…
—¿Ha sido usted soldado, detective? ¿Ha combatido?
—No le estoy hablando de China —le digo—. Le hablo de aquí.
Pero él me vuelve a preguntar:
—¿Ha combatido usted, detective?
—Sí —le digo yo—. En el ejército. En China.
—Entonces ha visto usted lo mismo que yo —dice él—. Ha hecho usted lo mismo que yo.
Se forman pensamientos incompletos. En la penumbra. Se mueven cosas incompletas…
—No le estoy hablando de China —le digo—. Hemos encontrado otro cadáver en el parque Shiba. Alguien ha asesinado a otra chica.
Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton…
Kodaira se vuelve a encoger de hombros. Niega con la cabeza.
—Otra chica muerta de diecisiete o dieciocho años…
Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton…
Kodaira niega con la cabeza. Hace una reverencia con la cabeza.
—Llevaba un vestido de peto a rayas amarillas y azul marino —le digo—. Camiseta blanca de manga corta, calcetines teñidos de color rosa y zapatillas de lona blanca con suelas de goma roja…
Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton…
Kodaira se encoge de hombros. Kodaira niega con la cabeza.
—No he sido yo, detective —dice Kodaira.
Ton-ton. Ton-ton…
Me levanto para irme.
Ton-ton…
—Lo siento mucho —dice Kodaira—. Pero no he sido yo, soldado.
No me acerco por la jefatura. Habrán averiguado su nombre. Estarán de fiesta para celebrarlo. Habrán hablado con su familia. Estarán comiendo por todo lo alto. Habrán encontrado su oficina. Estarán levantando las copas para brindar. Habrán hablado con sus colegas. Se estarán quitando las corbatas. Habrán encontrado sus artículos. Se estarán atando las corbatas sobre la frente. Habrán hablado con sus contactos. Estarán cantando sus canciones. Habrán encontrado sus apuntes. Sus canciones de coraje. Habrán hablado con sus soplones. Sus canciones de arrojo. Se habrán encontrado con mi nombre. Sus canciones de batalla. Y vendrán a por mí…
Caso cerrado. Caso cerrado. Caso cerrado…
Estarán cantando sus canciones de victoria.
Chiku-taku. Chiku-taku…
El aire de la noche va cargado; el calor es oscuro; el Mercado de la Vida Nueva de Shimbashi está desierto salvo por unos cuantos vendedores desperdigados, en grupos pequeños, mirando cómo se desmontan las mamparas de juncos, bebiendo mechiru-arukôru y leyendo los letreros mientras todavía pueden.
Cerrado de forma temporal. Estamos haciendo lo posible para abrir de nuevo…
Ni rastro de ollas. Ni de sartenes. Ni de sardinas ni trajes de segunda mano.
Ni de fruta enlatada ni botas militares.
Esta noche no hay ningún Vencedor en la escalera.
No me llevo ninguna manzana roja a la boca…
—El jefe le ha estado esperando —dice un matón vestido con un traje nuevo mientras otros dos matones vestidos con trajes nuevos me cogen cada uno de un brazo y me llevan por entre las esterillas vacías y los tenderetes rotos, por los callejones y los pasadizos, bajo las sombras y las arcadas, hasta la vieja escalera de madera y la puerta que está abierta en lo alto de la escalera.
Me seco la cara. Luego me seco el cuello.
Luego subo por la escalera.
Me adentro en la luz.
Akira Senju está sentado con las piernas cruzadas ante la mesa baja y alargada de madera bruñida, con el pecho descubierto, la cintura de los pantalones desabotonada y un cinturón de haramaki blanco atado al vientre.
Senju, más tranquilo que antes.
Antes de la tormenta…
—Hoy he asistido a una reunión muy interesante —me dice.
Hay diez revólveres de policías desplegados sobre la mesa alargada…
—Todos los jefes de las bandas y todos los jefes de policía…
Hay munición para todas. Hay espadas cortas…
—Les he transmitido la idea de que la amistad que ha habido tradicionalmente entre jefes y seguidores tiene que permanecer intacta, aunque he admitido que hay que cambiar por completo el sistema para que pueda sobrevivir en estos tiempos de democracia…
Coge una pistola. Coge un trapo. Se pone a limpiar…
—He defendido que todas las bandas deberían abandonar la práctica de vivir del dinero de la protección, además de otras prácticas anticuadas y parasitarias por el estilo…
Despacio, pieza a pieza, se dedica a frotar, sacar brillo, engrasar…
—He defendido que hay que democratizar drásticamente los mercados y reorganizarlos para que se conviertan en modernas corporaciones de negocios, y hasta darles sindicatos propios…
Se pone a buscar entre la munición, a cribarla…
—Les he dicho a los jefes de las bandas y a los jefes de policía que el viejo Mercado Negro de Shimbashi ya se ha transformado en el Mercado de la Vida Nueva de Shimbashi, y que la vieja banda de Matsuda ya se ha reorganizado en forma del Grupo Kantô-Matsuda, una moderna organización comercial que presido yo…
Elige la munición, carga el arma…
—Que todos nuestros miembros han abandonado la ropa tradicional para ir de traje, como cualquier otro oficinista. Que se ha introducido el seguro de desempleo…
Una bala, dos balas, tres balas, cuatro…
—Que les pagamos la baja a los empleados que están enfermos…
Cuatro balas, cinco balas, seis más…
—Y ayudamos a las familias de los que mueren…
Cierra la cámara de la pistola…
—Les he dicho que estamos aquí para ayudar a la policía, hombro con hombro, como hermanos, todos japoneses. Les he dicho que estamos aquí para ayudar a la policía…
Ahora amartilla la pistola…
—Pero también les he dicho que nunca nos someteremos, que nunca nos arredraremos ante las amenazas y las intimidaciones de los formosanos y los coreanos…
Pum. Pum. Pum…
—Nunca. Jamás…
Pum. Pum…
Ahora Senju me apunta con la pistola a la cara. Y me pregunta:
—¿Qué le parece eso, detective?
Pum…
—Jo Hayashi ha muerto —le digo—. Lo han sacado del canal de Shiba a primera hora de esta mañana.
Atado y clavado…
Senju baja el revólver. Sonríe.
—Pues qué suerte tiene usted.
—¿En qué sentido tengo suerte? —le pregunto—. Ahora va a haber una investigación.
—Pero tiene suerte de haberme dado el nombre de un muerto.
—No estaba muerto cuando le di su nombre.
—Eso dice usted ahora —dice Senju, riendo—. Eso dice usted.
—Pero de haber sabido yo que estaba muerto, ¿por qué le habría dado su nombre?
—Porque los muertos no dicen gran cosa, ¿verdad que no, detective inspector Minami? —dice Senju.
Lo maldigo. Y me maldigo a mí mismo. Y maldigo mi dependencia…
Le hago una reverencia. Me disculpo ante él. Le digo:
—Hayashi estaba clavado a una puerta. He pensado que tal vez lo había matado usted.
—De modo que ha venido usted a detenerme, ¿verdad, detective?
Le hago otra reverencia. Me vuelvo a disculpar ante él. Niego con la cabeza y le digo:
—No. He venido a por el Calmotin.
Senju mete la mano debajo de la mesa. Saca una cajita.
—Y aquí lo tiene —me dice—. Felices sueños, detective.
Me vuelvo a disculpar. Le doy las gracias. Cojo la caja.
Akira Senju me tira unos billetes sobre la mesa.
—Pero me sigue haciendo falta un nombre, ¿me entiende, detective? —me dice Senju.
Asiento con la cabeza. Le hago otra reverencia. Me vuelvo a disculpar. Le vuelvo a dar las gracias.
—El nombre de alguien vivo, no de un muerto…
Empiezo a arrastrar los pies hacia atrás por las esterillas, pero antes de irme le pregunto:
—¿Qué va a hacer usted con el mercado? ¿Con los formosanos…?
—Ellos me han dicho que no han acabado conmigo —dice Senju, riendo.
—¿Y qué les ha dicho usted? —le pregunto—. ¿Qué les ha contestado?
Senju vuelve a levantar el arma.
—Me he limitado a decirles la verdad. Que yo todavía no he empezado con ellos…
No hemos averiguado su nombre. No me acerco por la comisaría de Atago. No me acerco por la Unidad n.º 2. No hemos hablado con su familia. Mis hombres no van a comer por todo lo alto. Mis hombres no van a levantar sus copas para brindar. No la hemos relacionado con Kodaira. No se van a quitar las corbatas. No van a cantar sus canciones de victoria. No hemos conseguido una confesión. Estarán durmiendo sobre sus mesas prestadas. Sus estómagos seguirán vacíos y sus sueños perdidos.
Nuestro caso no está cerrado. Nuestro caso nunca se cierra…
Salgo a empujones del tren. Me pica y me rasco. Gari-gari. Salgo por la entrada de pasajeros de Mitaka. Me seco la cara. Me seco el cuello. Voy siguiendo los postes de telégrafo de la calle que lleva a mi restaurante de costumbre, a medio camino entre la estación y mi casa.
Pero en la penumbra no consigo olvidar…
—Han venido más hombres preguntando por usted —dice el dueño—. Vienen casi todas las noches…
Nadie es quien dice ser…
Me encojo de hombros. Me quito el sombrero. Pido yakitori y un whisky. Me llevo el vaso a los labios. Me lo bebo de un trago.
Nadie es quien parece ser…
—Entran aquí todas las noches haciendo preguntas…
Me quema. Toso. Me pido otro.
—Sobre su mujer y sus hijos…
Me voy. Me voy del bar.
Me alejo corriendo por la calle.
La casa está a oscuras. La casa está en silencio. Me seco la cara y me seco el cuello. Saco mi llave y abro la puerta. Las esterillas podridas. La casa huele a rábano hervido. Las puertas hechas jirones. La casa huele a DDT. Las paredes caídas. La casa huele a dolor.
El dolor que yo les he llevado. El dolor que les he dejado…
Pongo el dinero y la comida en el genkan.
El dinero y la comida; el dinero sucio…
Vuelvo a salir. Vuelvo a cerrar la puerta.
El dinero sucio y la comida sucia…
Doy media vuelta. Me alejo.
Con lágrimas en los ojos…
Oigo que se abre la puerta.
Lágrimas de sangre…
Echo a correr, me escapo, me escapo otra vez.
Pienso en ella todo el tiempo. Con la cabeza un poco inclinada a la derecha. Con camiseta blanca de manga corta. Pienso en ella todo el tiempo. Con el brazo derecho extendido. Con un vestido de peto a rayas amarillas y azul marino. Con el brazo izquierdo en el costado. Con sus calcetines rosa. Pienso en ella todo el tiempo. Con las piernas abiertas y levantadas y las rodillas dobladas. Sus zapatillas de lona blanca con suelas de goma roja. Pienso en ella todo el tiempo. Mi semen secándose sobre su estómago y sus costillas.
—Parezco un esqueleto —dice Yuki, en la penumbra.
En la penumbra. Abro la caja de Calmotin.
Me trago unas pastillas. En la penumbra.
Los muertos son los vivos, los vivos son…
En la penumbra. Cierro los ojos.
¿Me favorece este paraguas?
—No me acuerdo del paraguas —le digo—. Pero sí me acuerdo de tu pelo, del moño recién peinado que llevabas sujeto con mechones de pelo.
—Y tú me seguiste —dice ella, sonriendo—. Me seguiste.
Otro relámpago. Otro trueno…
—Tenías miedo —le digo—. Me cogiste la mano.
—Me preocupaba que te hubieras perdido. Que me perdieras a mí.
Ella gira por el callejón, cruza el puentecillo que salva la zanja y me espera delante de los toldos de junco de su casa adosada…
—Tú me devolviste el paraguas y luego me sacudiste la lluvia del abrigo.
—Llevabas aquella ropa occidental completamente empapada —dice ella, riendo.
Los truenos ya se van retirando pero la lluvia sigue cayendo con fuerza, rebotando sobre los edificios y sobre nuestros cuerpos como un diluvio de piedras…
—Estabas preocupada por mi ropa y me invitaste a entrar.
—Lo hice por pura educación —dice ella—. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Ella me lleva a una habitación trasera cerrada con una celosía de madera sin barnizar y una cortina hecha de cintas largas con cascabeles…
—Tú te secaste los pies descalzos mientras yo me desataba los cordones de mis zapatos extranjeros.
—Pero no te quisiste quitar el abrigo —dice ella, riendo otra vez.
Y me hace sentarme ante el brasero alargado de carbón mientras se pone a preparar el té, con la rodilla izquierda levantada hasta el pecho izquierdo…
—¿Lo hiciste con agua de pozo? —le vuelvo a preguntar—. ¿O con agua del grifo?
—Te preocupaba más el tifus que la sífilis —dice ella—. ¿Es por eso por lo que nunca te bebes el té en mi casa?
Luego ella se seca la grasa de la frente con un papel de color claro y luego atraviesa las cortinas para visitar la pileta…
—Debías de tener veintitrés o veinticuatro años —le digo—, y ya tenías la piel de la cara estropeada y deslustrada de tantos cosméticos.
—Pero tenía los labios rojos —dice ella—. Y los ojos claros.
Todavía la puedo ver a través de las cintas, al otro lado de los cascabeles, inclinándose para lavarse la cara, con el kimono levantado por encima de los hombros, con unos hombros y unos pechos que eran más blancos que su cara…
—Siempre estabas sola —le digo—. ¿No tenías miedo?
En la penumbra, ella no me contesta. En la penumbra.
De cara a la pared. Al papel de pared. A las manchas.
En la penumbra, Yuki duerme. En la penumbra.
¡Negro! ¡Negro! ¡Ya vienen las bombas!
Me tapo los oídos. Cierro los ojos.
¡Tapaos los oídos! ¡Cerrad los ojos!
En la penumbra, ella se sobresalta y se despierta, agarrándose el pelo. Ahora ve que un mechón de su pelo se me ha enredado alrededor del cuello.
—Solo me crece el pelo cuando dormimos juntos —me dice ella con una sonrisa.
Me trago más pastillas. Vuelvo a cerrar los ojos.
—Pero yo no quiero dormir —me susurra ella en la boca—. ¿Por qué tenemos que dormir? ¿Por qué iban a dormir nunca unos amantes?
—Un amor que no duerme nunca nos volvería locos.
—Antes nunca dormíamos —dice ella—. Cuando dormir era egoísta. Cuando dormir era para los demonios. Cuando dormir era para los muertos…