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28 de agosto de 1946

Tokio, 28º, lluvia

La noche vuelve a ser el día. Abro los ojos. Sin dormir. La noche es el día. Oigo caer la lluvia. Sin pastillas. La noche es el día. Veo que brilla el sol.

No me quiero acordar. No me quiero acordar

Salgo de la luz del sol y entro en las sombras. La investigación es trabajo de campo. Vuelvo a subir la colina hasta la escena del crimen. El buen detective visita cien veces la escena del crimen

La escena del crimen. Esconder bien. La luz matinal blanca detrás de los árboles negros de Shiba. Los cadáveres. Los árboles negros que han visto tantas cosas. Entre las hierbas altas. Las ramas negras que tanto han soportado. Las hojas muertas y la maleza. Las hojas negras que han vuelto a brotar. Los jóvenes de un país distinto. A brotar y a caer y a brotar de nuevo. Los muertos de un país distinto.

Me alejo de la escena del crimen. Un país distinto. Me planto debajo de la Puerta Negra. Otro siglo

En la penumbra no consigo olvidar

Por fin ha llegado el día. Con arrojo a la victoria. Mañana me voy al frente. Tal como juramos al dejar atrás nuestra tierra. Mi mujer y mi familia se despiertan temprano y se van todos al parque Shiba. ¿Quién puede morir sin antes demostrar lo que vale? En el complejo interior del templo de Zôjôji se ha reunido una gran multitud para despedirme. Cada vez que oigo las cornetas de nuestro ejército en marcha. Salen del complejo y se abren paso entre el tumulto de las excursiones escolares hasta detenerse ante la Puerta Negra. Cierro los ojos y veo las olas de banderas que nos jalean para entrar en combate. Mi hijo lleva una banderita en la mano y mi hija lleva otra en la suya. La tierra y sus plantas están ardiendo. Han venido mis padres. Mientras hendimos la llanura sin cesar. Amigos de la escuela, compañeros del club de béisbol de mi instituto, colegas con los que me licencié; cada uno de ellos sostiene en alto un estandarte de gran tamaño, y todos los estandartes llevan mi nombre, todos se detienen delante de la Puerta Negra. Con el emblema del Sol Naciente en nuestros cascos. El reloj marca el mediodía y los gritos se elevan mientras mi camión se aproxima hasta detenerse ante la Puerta Negra. Y acariciando la crin de nuestros caballos. Yo salto de la parte de atrás del camión Nissan. ¿Quién sabe qué traerá la mañana? ¿La vida? Me quedo mirando la multitud, contemplo los estandartes y las banderas, y me cuadro. ¿o la muerte en la batalla? Y por fin suena la señal de la partida.

Nadie es quien dice ser. Nadie

Bajo la Puerta Negra. Otro país. El día vuelve a ser la noche. Otro siglo. Árboles enormes calcinados. Otro mundo. Nada más que las ruinas de la vieja Puerta Negra. Otra época. Ramas calcinadas y hojas perdidas. Otro país. En este lugar, me planto bajo el tejado oscuro de la Puerta. Otro mundo. Hemos visto el infierno. Otro siglo. Hemos conocido el paraíso. Otra época. Hemos oído el juicio final. En la penumbra. Hemos presenciado la caída de los dioses. No puedo olvidar. La noche es el día, el día es la noche. En la penumbra. El negro es blanco, el blanco es negro.

Pero el buen detective sabe que nada es casual.

Bajo la Puerta Negra, el perro callejero aguarda.

El detective sabe que en el caos hay un orden…

Su casa perdida y su amo desaparecido.

Sabe que en el caos hay respuestas…

El perro callejero no tiene patas.

Respuestas, respuestas…

El perro está muerto.

Me subo a mi hija a los hombros. Cojo a mi hijo de la mano. En la penumbra, los llevo por el sendero del jardín y luego por la calle hasta detenernos en la cola de la oficina de correos, con la esperanza de que haya llegado el seguro del gobierno, con la esperanza de poder cobrar el último de nuestros bonos.

La cola avanza muy despacio. El banco de delante se queda libre. Siento a mi hija y a mi hijo en el banco al lado de un viejo que apesta a alcohol. Él le guiña el ojo a mi hija y sonríe a mi hijo. Luego se vuelve hacia mí, me enseña un impreso de reintegro y me pregunta:

—¿Me puede usted rellenar esto…?

Yo asiento con la cabeza.

—¿Cuánto quiere sacar?

El viejo abre su libreta de ahorros de la oficina de correos y dice:

—Con cuarenta yenes ya tengo para hoy.

Escribo cuarenta yenes en el impreso de reintegro. Luego copio el número de su cuenta de ahorros y la dirección.

Por fin pongo el nombre.

Un nombre de mujer.

La cola vuelve a avanzar. Recojo a mi hija y a mi hijo del banco. Entramos en la oficina de correos detrás del viejo. El viejo enseña su impreso de reintegro a uno de los empleados de correos y yo hago lo mismo en la ventanilla de al lado.

Luego nos sentamos todos a esperar.

El viejo le vuelve a guiñar el ojo a mi hija y vuelve a sonreír a mi hijo.

Luego el empleado del mostrador de pagos lo llama por su nombre.

—¿Es usted Hanako Yamada? —pregunta el empleado.

Nadie es quien dice ser

—No —dice el viejo—. Hanako es mi hija pequeña.

El empleado se encoge de hombros. Cuenta los cuarenta yenes. Le entrega el dinero y dice:

—Es mejor que venga ella en persona…

El viejo asiente con la cabeza, le da las gracias al empleado y pasa a nuestro lado.

El viejo le guiña el ojo a mi hija y sonríe a mi hijo.

—No puede venir en persona —susurra—. Está muerta.

El empleado del mostrador de pagos me llama por mi nombre.

El empleado nos entrega nuestro dinero y yo le doy las gracias.

Nadie es quien parece

Me subo a mi hija a los hombros. Cojo a mi hijo de la mano. En la penumbra, los llevo de vuelta a la calle, por el sendero del jardín, hasta dejarlos en el genkan de la casa, donde ellos se me quedan mirando mientras me despido.

Me despido mientras pongo sus zapatos hacia la puerta.

—Por favor, papá, no te vayas —me dice mi hija.

—Tengo que volver al trabajo —le digo.

—Pero esta noche no —dice mi hijo.

Ahora mi mujer sale de la cocina, con la cara caliente de cocinar, secándose el agua de los pantalones con las manos.

—Dejad que vuestro padre vaya a trabajar —dice.

Yo les doy palmaditas en la cabeza.

—Adiós —les digo.

—Por favor, acuérdate de nosotros —me dicen mis hijos, levantando la voz mientras me alejo—. Por favor, no nos olvides, papá…

¡Papá, banzai!

Ahora me alejo por el sendero, cruzo la cerca, subo la calle.

No me quiero acordar. No me quiero acordar

No me doy la vuelta. No me doy la vuelta.

Pero en la penumbra, no consigo olvidar

No estoy volviendo al trabajo.

Nadie es quien parece

Esta noche vuelvo con ella.

La noche vuelve a ser el día. Hay otras víctimas. Entre las ruinas, bajo la lluvia. Hay otras víctimas. Los niños me miran, los perros me miran. Hay otras víctimas. Me fumo un cigarrillo, leo un periódico.

MANÍACO SEXUAL CONFIESA HABER MATADO

A CUATRO MUCHACHAS

Yoshio Kodaira, de cuarenta y un años, un maníaco sexual sádico al que la Dirección de la Policía Metropolitana ha estado investigando por la violación y el asesinato por estrangulamiento de Ryuko, la hija de dieciséis años de Isaburo Midorikawa, de Meguro, Tokio, el día 6 de agosto, ha confesado también las violaciones y los asesinatos de otras tres jóvenes en el pasado año.

El maníaco sexual empleado de lavandería ha admitido que el 15 de julio del año pasado mató a Kazuko Kondo, de veintidós años de edad, en la prefectura de Seitama, mientras la joven estaba visitando el distrito para comprar comida. Kodaira atrajo a la pobre inocente hasta un bosque con la promesa de que la iba a llevar a un buen sitio donde comprar comida y una vez allí la violó y la mató.

El 28 de septiembre del mismo año, Kodaira mató a Yoshie Matsushita, de veinte años, usando un método similar. El cuerpo de la chica fue encontrado desnudo y tirado en un bosque de Kiyosu-mura, Kita Tama-gun, el mismo lugar donde había cometido el crimen anterior.

El maníaco también ha admitido el asesinato similar de Yoshiko Abe, de dieciséis años de edad, cometido en Shinagawa, Tokio, el 9 de junio de este año. También esta muchacha fue violada.

En todos los casos el asesinato fue acompañado de violación, y en todos los casos el cuerpo fue escondido o bien enterrado bajo la hojarasca a unos treinta o cuarenta metros de distancia de la escena del crimen. En todos los casos a las víctimas se las estranguló con sus fajas haramaki.

El único caso en el que el asesino conocía bien a la víctima y a su familia fue el de Ryuko Midorikawa, la última de sus víctimas, que arrojó la primera pista de la identidad del asesino y acabó llevando a la detención de Kodaira. El resto de las víctimas eran completas desconocidas para el asesino.

La Dirección de la Policía Metropolitana de Tokio tiene planeado interrogar al maníaco sexual asesino en relación con otros cuatro asesinatos; el de Tatsue Shonokawa, de diecisiete años, que fue violada y asesinada en el sótano de los Grandes Almacenes Toyoko de Shibuya y cuyo paraguas fue encontrado en la casa de la familia de Kodaira, en Toyama. Y también los asesinatos de Hiroko Baba, Yori Ishikawa y Mitsuko Nakamura, cuyos cadáveres se han encontrado todos en la prefectura de Tochigi, cerca de la casa de la familia de Kodaira.

Termino de leer el periódico. Hay otras víctimas. Me acabo el cigarrillo. No se menciona para nada a Mitsuko Miyazaki. Los perros me esperan. Hay más víctimas. Los niños me esperan. No se menciona para nada el segundo cadáver de Shiba. Bajo la lluvia. Hay más víctimas. Entre las ruinas.

En la penumbra, oigo el viento azotando la puerta, golpeteando las tejas y la parte de debajo de los aleros del tejado de la casa de ella. Pero esta noche no hay lluvia, no hay truenos, no se oye más que el repicar de las sandalias y los gritos de los niños procedentes de la calle. Esta noche no tendría que haber venido aquí. Esta noche me tendría que haber quedado en casa con mi mujer y mis hijos. Mi mujer sirviéndoles la cena de zôsui, y mis hijos con los cuencos en las manos extendidas, pidiéndole más a su madre.

«Okawari… Okawari… Okawari…».

Yuki está plantada con los brazos en jarras, descalza sobre el suelo de tierra del pasillo, y ahora levanta la vista para mirarme por entre las cintas.

Esta noche no tendría que estar aquí

—Pero ¿te vas a quedar un rato más?

Yo asiento con la cabeza y le doy las gracias.

Yuki abre un armario. Saca un platillo de rábanos encurtidos y un cazo pequeño de aluminio. Olisquea el contenido del cazo y se encoge de hombros. Lo coloca sobre las brasas del carbón.

—Y vas a cenar conmigo, ¿verdad?

Yo vuelvo a asentir con la cabeza y a darle las gracias.

Ella levanta la tapa del cazo.

—¿Estás casado? —me pregunta.

Aquí la noche sigue siendo el día. Colas para cruzar las verjas, colas para llegar a las puertas, colas por los pasillos. He pasado demasiado tiempo aquí. Cruzo corriendo las verjas, entro corriendo por las puertas y recorro corriendo los pasillos. Por entre las colas, por entre los pacientes y por entre las camillas, hasta llegar al ascensor. Horas, días y semanas. Pulso el botón, entro y pulso otro botón. Las puertas se cierran y yo desciendo en el ascensor a oscuras. Semanas, meses y años. Las puertas se abren.

Aquí en la penumbra, las cosas incompletas

Corro por entre las paredes de azulejos llenas de fregaderos y de desagües, de letreros que previenen contra los cortes y contra los pinchazos, hasta la morgue.

Ella está aquí. Ella está aquí. Ella está aquí

Leo los nombres de los cadáveres.

Ella está aquí. Ella está aquí

Abro el ataúd.

Ella está aquí

Sin nombre.

Aquí

Saco su ropa y saco sus huesos.

Cosas incompletas en la penumbra, cosas incompletas

Meto su ropa en mi mochila del ejército.

Aquí, aquí en la penumbra

Meto sus huesos en mi mochila.

Deudas con los muertos

Me alejo por el pasillo con sus paredes de azulejos y sus letreros de advertencia, pulso el botón y espero el ascensor. Le echo un vistazo al espejo que hay encima de un fregadero. Aparto la vista. Luego vuelvo a mirar el espejo.

«Casi no lo reconocí…».

Con sus huesos a mi espalda, miro el espejo.

Nadie es quien parece

Vomito en el fregadero. Bilis negra. Vuelvo a vomitar. Bilis marrón. Vomito cuatro veces. Bilis negra, bilis marrón, bilis amarilla y gris

Miro el espejo de encima del fregadero.

—¡Sé quién soy! —grito.

A continuación rompo el espejo, lo rompo en mil pedazos, mil pedazos que caen, que caen al suelo.

Hecho pedazos y esquirlas

—¡Sé quién soy!

No tendría que estar aquí. Esta noche no. Tendría que haberme ido a casa con mi mujer y mis hijos. Pero en la penumbra, miro cómo cena Yuki. Esta noche sigue sin llover, siguen sin oírse los truenos, solo el viento, que ya suena más fuerte que la radio. Ella se termina su segundo cuenco de arroz. Lava sus palillos y luego su cuenco. Devuelve los utensilios al armario. Se lleva una mano a la boca, reprime un eructo y se ríe.

—Supongo que tu mujer es mucho más educada que yo.

Me duele el corazón y me apesta el cuerpo.

Me pica y me rasco. Gari-gari

Detrás de la mampara de seis paneles, dos almohadas colocadas la una junto a la otra, ella vestida con un kimono amarillo con rayas azul marino; el cuello le deja un hombro al descubierto, su mano está sobre mi rodilla.

Pienso en ella todo el tiempo

Le paso la mano por la espalda.

Ella me tiene hechizado

Con el cepillo de pelo en una mano, Yuki se inclina hacia delante para mirarse en los tres paneles de su espejo de tocador.

Se gira para mirarme y me sonríe.

Se ha teñido de negro los dientes.

Deja caer el cepillo, ton, y me pregunta:

—¿Me sienta bien?

El jefe ha reservado la misma sala en el mismo restaurante que acaba de reabrir cerca de Daimon, el que está cerca de las cocinas de los Vencedores. El jefe está invitando a toda la Primera División de Investigación a un banquete de celebración. Toda la Primera División de Investigación, sentada codo con codo y rodilla con rodilla sobre las esterillas nuevas.

No está Ishida. No está Fujita. No estamos ni Adachi ni yo

Hay cerveza y hay comida; hay zanpan de los cubos de basura de los Vencedores, y los hombres agradecen no tener que volver a comer zôsui.

Levantan las copas, se quitan las corbatas, se las atan alrededor de la frente y cantan sus canciones; sus canciones de coraje, sus canciones de batalla.

Sus canciones de victoria.

¡Caso cerrado!

Pero en el informe del interrogatorio solo figuran los nombres de tres detectives: Adachi, Kanehara y Kai.

Tres nombres y una firma.

Yoshio Kodaira.

Los demás detectives de la Unidad n.º 1 y de la Unidad n.º 2, los agentes uniformados de Atago, Meguro y Mita, los demás detectives y agentes uniformados de las prefecturas de Saitama y Tochigi…

Perros famélicos a los pies de sus amos

Faltan todos sus nombres.

Bajo sus mesas

Pero a nadie le importa; todo el mundo sigue hablando de Yoshio Kodaira, del hecho de que haya confesado el asesinato de Kazuko Kondo, de veintidós años de edad, originaria de Jûjô, distrito de Kita, Tokio, a quien Kodaira conoció en la cola para comprar billetes de la estación de Ikebukuro el 15 de julio del año pasado, a quien se llevó a los bosques de Kiyosu-mura, Kima Tama-gun, en la prefectura de Saitama, para estrangularla y violarla y después robarle sesenta yenes y sus zuecos geta de madera de paulonia.

La muerte está aquí

Todo el mundo sigue hablando de Yoshio Kodaira, del hecho de que haya confesado el asesinato de Yoshie Matsushita, de veinte años de edad, también originaria del distrito de Kita, Tokio, a quien conoció en la cola de la estación de Tokio el 28 de septiembre del año pasado, a quien se llevó a los bosques de Kiyosu-mura, para estrangularla y violarla y después robarle ciento ochenta yenes, su bolso, su mejor chaqueta de vestir negra y su paraguas.

La muerte

Ahora todo el mundo está hablando en voz baja de los rumores de purgas, de los kempei que siguen escondidos, de los kempei que siguen fugados. Todo el mundo habla en voz baja de los juicios y los ahorcamientos, de los kempei que adoptan nombres nuevos y vidas nuevas, nombres de locos y nombres de muertos. Todo el mundo habla en voz baja de los muertos, de los muertos y de sus fantasmas.

Ahora todo el mundo está hablando en voz baja de mí.

De mí y de Ishida. De mí y de Fujita

De mí y de Adachi

En esta sala de este restaurante que acaba de reabrir cerca de Daimon, toda la Primera División de Investigación sentada codo con codo y rodilla con rodilla sobre las esterillas tatami nuevas.

Sobre las montañas y montañas de mentiras

El jefe Kita y el inspector jefe Kanehara.

Sobre mentiras y más mentiras y más mentiras

El inspector Kai y el inspector Hattori.

Mentiras y más mentiras y más mentiras

Con las copas en alto, con las corbatas atadas sobre la frente, tras cantar sus canciones, ahora todos me miran a mí.

Todas sus mentiras sobre mis hombros

Todos me miran a mí como si no supieran quién soy, como si no me pudieran ver aquí de pie, aquí de pie delante de ellos.

Con los huesos de ella sobre mis hombros

Yo no tendría que estar aquí.

Deudas con los muertos

Y ya no estoy.

El viento sigue soplando mientras la sirena empieza a sonar, mientras la voz de la radio de ella anuncia que los aviones enemigos ya están en la punta sur de la península de Izu, y luego las sirenas empiezan a sonar con más fuerza y la voz se vuelve más apremiante y Yuki corre hasta el armario, abre la puerta corredera y se mete entre las mantas, con el corazón a cien y los ojos muy abiertos, escuchando ya el petardeo de las bombas incendiarias o los silbidos de las bombas de demolición.

Primero viene la lluvia y luego los truenos

—Vuelvo en un momento —le digo yo.

Esta noche yo no tendría que estar aquí

Bajo las escaleras y salgo a la calle.

La gente está corriendo, escarbando.

Tendría que estar en mi casa

Escondiendo cosas en el suelo de tierra.

En sus refugios.

¡Pum! ¡Pum!

Las baterías antiaéreas se han activado, los reflectores surcan el cielo, sorprendiendo a los aviones mientras empieza el fuego.

Gente con maletas, gente en bicicleta.

¡Bombardeo! ¡Bombardeo! ¡Llega el bombardeo!

Huelo humo. Me pongo la capucha de los bombardeos.

¡Rojo! ¡Rojo! ¡Bomba incendiaria!

Miles de pasos en la calle.

¡Corred! ¡Corred! ¡Coged un colchón y arena!

El ruido ensordecedor del cielo.

¡Bombardeo! ¡Bombardeo! ¡Llega el bombardeo!

Me caigo al suelo, al suelo de tierra.

¡Negro! ¡Negro! ¡Ya llegan las bombas!

Pero ya no hay más que silencio.

¡Tapaos los oídos!

Me vuelvo a levantar. Entro corriendo en la casa.

¡Cerrad los ojos!

Subo las escaleras y entro en el armario para coger en brazos a Yuki, para sacarla de la casa, a la calle, las casas en llamas, la tienda de la esquina, mientras el viento arrecia y las chispas vuelan, la llevo en brazos por el puente, el canal lleno de gente, un callejón en llamas, y el siguiente y el siguiente, el cruce bloqueado en las cuatro direcciones por animales de compañía y bebés, perros y niños, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, soldados y civiles, dando tirones y agarrones, repartiendo golpes y empujones, dando tumbos y cayéndose, yendo a parar al suelo con cada nuevo petardeo, con cada nuevo silbido, pisoteando y aplastando a los más pequeños y a los más viejos, soltando una mano y perdiendo a una criatura, llamando a gritos y dando media vuelta, repartiendo empujones y golpes, dando tumbos y cayendo, pisoteando y aplastando.

Yo no tendría que estar aquí

Tengo que decidir para dónde voy, hacia dónde escapar; por tres de los lados las casas están en llamas, todo el mundo está empujando en la única dirección que queda, pero en esa dirección no hay campos, solo hay edificios.

¡Bombardeo! ¡Bombardeo! ¡Llega el bombardeo!

Me tiro a la zanja que hay a un lado de la calle con Yuki todavía en brazos y embadurno nuestras capuchas y nuestras mantas de barro negro y agua oscura. Vuelvo a cargar con Yuki y la saco de la zanja, en dirección al incendio, en dirección a las llamas, pero ahora ella está luchando para soltarse de mis brazos, desesperada por escapar.

¡Negro! ¡Negro! ¡Ya llegan las bombas!

—¡Olvídate del fuego! —le susurro—. Olvídate de las bombas y confía en mí. Al otro lado de estas llamas está el río, al otro lado de estas llamas hay vida…

¡Tapaos los oídos! ¡Cerrad los ojos!

Ahora Yuki se agarra con fuerza y asiente con la cabeza, mientras regresamos corriendo a los incendios, mientras regresamos a las llamas.

Regresamos a la guerra, a mi guerra

Los jefes, los inspectores y todos sus detectives todavía deben de estar en el restaurante de Daimon; con las copas ya vacías y las canciones ya cantadas, estarán ya tumbados y durmiendo la mona; esta noche en la comisaría de Meguro solo quedan los agentes de uniforme.

Los agentes de uniforme y el sospechoso.

Yoshio Kodaira

En su sala de interrogatorios, frente a su mesa, sentado en su silla.

Kodaira sonríe. Kodaira sonríe de oreja a oreja. Kodaira se ríe

—Me dijeron que ya no estaba usted con nosotros, soldado…

—Cállese —le digo yo—. Ahora solo estamos usted y yo…

Pero Yoshio Kodaira se inclina por encima de la mesa y me vuelve a sonreír y dice:

—Es un poco como una reunión del viejo regimiento.

—Yo sí que le voy a enseñar una reunión —le digo, y cojo mi vieja mochila del ejército y vacío su contenido sobre la mesa.

Toda su ropa y todos sus huesos

—¿Reconoce esto? —le grito.

Kodaira sigue sonriendo

—¿O esto? ¿O esto? —vuelvo a gritar, cogiendo el vestido de peto a rayas amarillas y azul marino y la camiseta blanca de manga corta, luego los calcetines teñidos de rosa y las zapatillas de lona blanca con las suelas de goma roja, y por fin sus huesos.

Kodaira sonríe de oreja a oreja

—Bueno, esos huesos podrían ser de cualquiera, soldado…

A continuación yo me saco del bolsillo el otro reloj de pulsera. Se lo pongo delante.

—Y esto…

Kodaira coge el reloj de pulsera de la mesa. Le da la vuelta. Lee la inscripción que hay en el dorso.

La inscripción que dice: Mitsuko Miyazaki

Que grita: Mitsuko Miyazaki

—¿También podría ser de cualquiera? —le pregunto yo.

Kodaira se ríe.

—Me ha pillado usted, soldado —dice—. Porque sí que conocí a una tal Mitsuko Miyazaki, en la época en que yo trabajaba para el Departamento de Indumentaria Naval, cerca de Shinagawa. Una criatura encantadora, con la piel blanca y pura y la carne bien firme…

Relamiéndose

—Y después de marcharme de allí, me mantuve en contacto con el viejo conserje que cuidaba el lugar y él me dijo que a la pobre Mitsuko la habían encontrado desnuda y muerta en uno de los refugios antiaéreos…

—¡Fuiste tú, sucio animal de los cojones!

—Pare el carro, soldado —dice—, porque mi viejo amigo me contó que la había matado un yobo que solía trabajar por allí, que fue aquel yobo el que execró su piel y violó su cuerpo; a mí me puso enfermo pensar en una sucia y repulsiva persona de tercera clase como aquella follándose a una chica japonesa tan pura como ella…

—¡Fuiste tú, puto monstruo!

—No me está escuchando usted, soldado —dice Kodaira—. La Kempeitai atrapó a aquel yobo, lo atraparon, lo juzgaron y lo ejecutaron allí mismo, eso es lo que me contó el viejo conserje. Me llenó de orgullo ser japonés…

—Fuiste tú, ¿verdad?

—¿Es usted sordo, soldado? —Ahora Kodaira se ríe—. Tiene usted neurosis de guerra, ¿verdad? Fue un yobo

—Fuiste tú…

Kodaira niega con la cabeza. Devuelve el reloj a la mesa, estira mucho los brazos por encima de la cabeza y dice:

—¿Sabe usted? No entiendo nada de todo esto…

Yo no le pregunto nada. No le digo nada.

—Mire a la Kempeitai, o hasta a mí, por ejemplo. Nos dan una medalla enorme por todo lo que hicimos, pero luego volvemos a casa y lo único que nos dan es una soga…

Sigo sin decir nada.

—Venga ya —dice, riendo—. Usted estuvo allí; usted vio lo mismo que yo, usted hizo lo mismo que yo…

—¡Cállese!

—¿Sabe, soldado? De verdad que se parece usted mucho a un hombre al que vi una vez en Jinan…

—¡Cállese!

—¿Por qué? —Kodaira se vuelve a reír—. Es imposible que fuera usted, ¿verdad, soldado? Él era un kempei y era cabo.

—¡Cállese! ¡Cállese! ¡Cállese!

—Y no se llamaba Minami…

—¡Cállese! ¡Cállese!

—Creo que se llamaba Katayama…

—¡Sé quién soy! —grito—. ¡Lo sé! ¡Sé quién soy!

Ahora Kodaira se inclina sobre la mesa hacia mí. Pone su mano sobre la mía. Y me dice:

—Olvídelo, cabo…

Nadie es quien dice ser

—Pero yo sé quién soy —le digo entre dientes—. Lo sé…

Nadie es quien parece

—Aquello era un mundo distinto —dice Kodaira—. Una época distinta.

Un siglo entero de cambios se precipita en una sola noche de incendios; vecindarios enteros reducidos a cenizas, con sus habitantes calcinados; allí donde había fábricas y casas, donde había trabajadores y sus hijos, ya solo hay polvo, solo quedan cenizas, ya nadie recordará esos edificios, nadie recordará a esa gente.

Nadie recordará nada

Las cosas que sucedieron la semana pasada ya parece que sucedieron hace años, hasta décadas. De las cosas que sucedieron ayer ya ni siquiera queda constancia.

Ésta es la guerra ahora

Hay piernas cortadas y cabezas cortadas, el tronco de una mujer con los intestinos fuera, las gafas de un niño soldadas a su cara, los muertos amontonados, animales de compañía y bebés, perros y niños, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, soldados y civiles, imposibles de distinguir entre ellos.

Olor a albaricoques

Todos quemados, todos muertos.

Ésta es mi guerra ahora

El aire es cálido y el amanecer es rosado. Olor a albaricoques. Montones negros de mantas, montones negros de posesiones desperdigados a ambos lados de la calle. Hedor a albaricoques podridos. Sus bicicletas negras tiradas por el suelo y sus cuerpos negros apiñados. Olor a albaricoques. Las fábricas negras y las casetas de baños negras todavía humeando.

Hedor a albaricoques podridos

Suena la sirena de final de bombardeo.

Las órdenes de reunirse en varias escuelas primarias, las órdenes de evitar otras escuelas. Olor a albaricoques. Yo continúo dando tumbos y dando traspiés, con Yuki todavía en brazos. Yo no tendría que estar aquí. Quiero dejarla, quiero irme a casa, pero no puedo. Hedor a albaricoques podridos. Doy tumbos y doy traspiés, cruzando las hileras negras de supervivientes, con las mantas negras sobre los hombros, con las bicicletas negras a su lado. Yo no tendría que estar aquí. Sigo dando tumbos y dando traspiés hasta que llegamos al río Sumida, el río que ahora baja negro por los cadáveres. Olor a albaricoques. Cruzo el puente negro con Yuki en brazos. Yo no tendría que estar aquí. Paso dando tumbos y dando traspiés entre los soldados que despejan las calles negras, que llevan los cadáveres negros con garfios hasta las partes de atrás de sus camiones. Hedor a albaricoques podridos. Doy tumbos y doy traspiés mientras la carne negra se desgarra y los cuerpos negros se caen a pedazos. Yo no tendría que estar aquí. Hasta que el aire ya no es cálido y el amanecer ya no es rosado. Nada más que olor a albaricoques

Hasta que ya no puedo mirar más, dando tumbos y traspiés.

Yo no tendría que estar aquí. No tendría que estar aquí

Hasta que horas más tarde, o tal vez días, la subo en brazos por las escaleras de un bloque de apartamentos desierto de Shinagawa.

Yo no tendría que estar aquí

Hasta que la dejo sobre los tatamis pálidos de una habitación del segundo piso, raídos y desgastados, y el papel de pared de crisantemos despegado y cayéndose a tiras. Aquí, en la penumbra. Me saco el frasco del bolsillo. Desenrosco el tapón del frasco. Saco la bolsa de algodón del cuello del frasco. Me pongo a contar las pastillas.

Yo no tendría que estar aquí

Un Calmotin, dos. Cuento y cuento. Saco el segundo frasco. Cuento las pastillas. Treinta y un Calmotin, treinta y dos. Cuento y cuento. Saco el tercer frasco. Sesenta y un Calmotin, sesenta y dos. Cuento y cuento. Saco el cuarto frasco y luego el quinto.

Ciento veintiún Calmotin

Yo no tendría que estar aquí, de rodillas.

Esto es la rendición

Yo no tendría que estar aquí.

Esto es la derrota

Potsu-potsu, la lluvia sigue cayendo, los goterones calientes sobre las teteras y las sartenes; potsu-potsu, cayendo con su ritmo terrible sobre la vajilla y los utensilios; potsu-potsu sobre la ropa y los zapatos; potsu-potsu sobre el aceite de cocinar y la salsa de soja.

Esta noche aquí no suena la «Canción de la manzana».

Potsu-potsu cayendo sobre el tejado de chapa de zinc que cubre la escalera que lleva al despacho de Akira Senju.

Potsu-potsu, potsu-potsu

Con más y más fuerza.

Zâ-zâ, zâ-zâ

Agarro mi mochila. Empiezo a arrastrarme hacia atrás en dirección a la puerta, a cuatro patas.

¡Ja, ja, ja, ja!

Ahora Senju se ríe de mí y me pregunta:

—¿No me ha traído ningún recuerdo de Tochigi? Qué poco considerado…

—Lo siento mucho —le digo yo, y le hago otra reverencia.

Pero ahora Senju se ha pasado de la raya

A cuatro patas.

Se ha pasado de la raya

Me pongo de pie. Se ha pasado de la raya. Abro mi vieja mochila del ejército. ¡Póngase de pie! Saco la pistola del ejército de 1939. Se ha pasado de la raya. La levanto. ¡Póngase de pie! Apunto con ella a Akira Senju. Se ha pasado de la raya. A Senju, sentado con las piernas cruzadas delante de la mesilla alargada y barnizada. ¡Póngase de pie! Con el pecho desnudo y con los pantalones desabotonados. Se ha pasado de la raya. Con los revólveres y las espadas cortas desplegados en la mesilla que tiene delante.

¡Póngase de pie! ¡Póngase de pie!

—Fue usted —le digo—. Fue usted quien ordenó a Ishida que me matara. Fue usted quien ordenó a Ishida que robara el expediente porque Fujita le dijo que con él compraría el silencio de Adachi. Porque usted sabía que Adachi se enteraría. Usted sabía que él se enteraría de que había sido usted. De que había sido usted quien presentó a Fujita y Nodera. De que fue usted quien los confabuló para que mataran a Matsuda, a su propio jefe, a su mentor, al hombre al que usted llamaba hermano; fue usted…

»Fue usted quien ordenó el asesinato de Matsuda…

Ahora Senju levanta la vista y me sonríe.

Ahora Senju se está riendo otra vez de mí.

¡Je, je, je, je! Jo, jo, jo, jo

—De pronto es usted valiente, ¿verdad? Con su pelo canoso y con su peste a muerto, de pronto vuelve usted a ser un héroe, ¿verdad? De pronto ha vuelto de entre los muertos. Adelante, pues, cabo…

La pistola del ejército de 1939 apuntándolo.

—¿Cabo qué…? ¿Cómo se llama usted…?

La pistola del ejército de 1939 encañonándolo.

—¿Cómo se llama usted esta semana, cabo…?

Con la pistola del ejército en mi mano.

—¿Quién es usted hoy, cab…?

Aprieto el gatillo. ¡Pum!

La frente se le hace añicos.

Me he puesto de pie

Oigo pasos que se acercan. Cojo el expediente y los documentos, el dinero y las drogas. Pasos que suben por las escaleras, que cruzan las puertas.

Cruzan las puertas y yo vuelvo a disparar.

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

El primero se desploma y el otro da media vuelta.

Corro a la puerta y disparo.

¡Pum! ¡Pum!

El hombre cae por la escalera mientras yo lo sigo.

Mientras paso por encima de la camisa estampada y manchada de sangre. Zâ-zâ, zâ-zâ. Mientras piso las gafas de sol americanas. Zâ-zâ, zâ-zâ

Ahora corro. Ahora me vuelvo a escapar.

Zâ-zâ, zâ-zâ. Zâ-zâ, zâ-zâ

Corro a la estación.

Zâ-zâ, zâ-zâ

La lluvia cae en forma de cortinas de agua blanca, rebotando en las vías del tren y en los paraguas del andén. Zâ-zâ, zâ-zâ. Por fin aparecen los faros del tren de Shinjuku y empiezan los empujones, empiezan los golpes. Zâ-zâ, zâ-zâ. Yo me abro paso a empujones y consigo subir a bordo a base de golpes. Zâ-zâ, zâ-zâ

Se ha pasado de la raya. Ya no se volverá a pasar

Ahora las puertas se cierran y el tren arranca. Zâ-zâ, zâ-zâ. Me pica y me rasco. Gari-gari. Zâ-zâ, zâ-zâ. Recibo empujones y golpes mientras avanzamos a paso de tortuga por las vías y a través de la lluvia. Zâ-zâ, zâ-zâ. Me pica y me rasco. Gari-gari. Pero yo ya no veo este tren. Zâ-zâ, zâ-zâ. Ya no me pica y ya no me rasco. Zâ-zâ, zâ-zâ. Cierro los ojos.

Zâ-zâ, zâ-zâ. Zâ-zâ, zâ-zâ

Ya no estoy aquí.

Con el sombrero bien calado en la cabeza y la chaqueta por encima, corro calle abajo hasta el restaurante, el que está a medio camino entre la estación y mi casa.

Con un solo fanal meciéndose bajo la lluvia y el viento.

¡Ja, ja, ja, ja! ¡Je, je, je, je! ¡Jo, jo, jo, jo!

Aparto la sábana que hace de puerta y se interrumpen de golpe las bromas, las sonrisas y las risas. Muertas. No más bromas. No más sonrisas. No más risas. Todo el mundo se ha ido. No hay nadie.

Nadie salvo el hombre que está detrás de la barra.

Nadie es quien dice ser

—Bienvenido a casa, cabo —dice el inspector jefe Adachi.

—Ésta no es mi casa —le digo yo—. ¡Ésta no es mi casa!

Pero Adachi asiente con la cabeza. Adachi dice:

—Esto es lo único que tiene usted.

—¡Pare! —le grito yo—. ¡Está mintiendo!

—Lo repatriaron desde China en camisa de fuerza —me dice—. Y lo habrían encerrado en Matsuzawa con su padre de no haber sido por mí y por el jefe Kita.

—¡No quiero oír esto! —le grito.

—Yo lo admití para hacerle un favor a Kita, y luego, después de la rendición, él nos recompensó a los dos con estos puestos.

—¡Pare! —le vuelvo a gritar.

—Con estos nombres.

No consigo olvidar

Pero ya no estoy escuchando a Adachi. Ahora estoy haciendo trizas las paredes de este cuchitril. Estoy arrancando el techo.

Y ahora, bajo la luz, bajo la luz resplandeciente y cegadora, Adachi ya no está; este hombre vuelve a ser el capitán Muto.

—Y yo soy lo único que le queda —me dice—. Están viniendo a por usted.

Y yo los oigo. Están viniendo a por mí. Puerta a puerta. Están viniendo a por mí. Los oigo. Están viniendo a por mí. Kita está viniendo, los Vencedores están viniendo. Están viniendo a por mí

Ahora el capitán Muto me pone una navaja sobre la barra.

Esta noche yo no tendría que estar aquí. Tendría que estar en casa

Y al lado de la navaja, los frascos de Calmotin.

—Felices sueños, cabo Katayama.

Ella está tumbada y desnuda sobre el futón. Las cejas afeitadas y los dientes negros. Con la cabeza un poco inclinada a la derecha. Las cejas afeitadas y los dientes negros. Con el brazo derecho extendido. Las cejas afeitadas y los dientes negros. El brazo izquierdo en el costado. Las cejas afeitadas y los dientes negros. Las piernas abiertas y levantadas, con las rodillas dobladas. Las cejas afeitadas y los dientes negros. Mi semen secándosele sobre el vientre y las costillas. Las cejas afeitadas y los dientes negros.

—Cásate conmigo, por favor, cásate conmigo…

A continuación se lleva la mano izquierda al vientre. Se moja los dedos en mi semen. Se lleva los dedos a los labios. Se lame mi semen de los dedos y me pregunta:

—¿Me sienta bien?

Vestida con su kimono a rayas amarillas y azul marino. Yo le sonrío.

—Te sienta más que bien…

Ya no quedan pastillas

—Cásate conmigo…

Cojo la navaja. Nadie sabe mi nombre. Todo el mundo conoce mi nombre. Abro la navaja. A nadie le importa. A todo el mundo le importa. Le desato el kimono. El día es la noche. La noche es el día. El kimono amarillo a rayas azul marino. El negro es blanco. El blanco es negro. Se le abre. Los hombres son las mujeres. Las mujeres son los hombres. Con la navaja en mi mano derecha. Los valientes son los que están asustados. Los que están asustados son los valientes. Bajo la mano derecha. Los fuertes son los débiles. Los débiles son los fuertes. Bajo la navaja. Los buenos son los malos. Los malos son los buenos. La hoja me toca la piel. A los comunistas habrían que soltarlos. A los comunistas habría que encerrarlos. Me levanto la polla con la mano izquierda. Las huelgas son ilegales. Las huelgas son legales. La hoja está fría. La democracia es buena. La democracia es mala. Tengo la boca seca. El agresor es la víctima. La víctima es el agresor. Me duele el estómago. Los ganadores son los perdedores. Los perdedores son los ganadores. Me duele el corazón. Japón perdió la guerra. Japón ganó la guerra. Empiezo a cortar. Los vivos son los muertos. Los muertos son los vivos.

Y corto y corto y corto y corto y corto

Hasta que los muertos son los vivos. Corto

¡Soy uno de los supervivientes!

Hasta que las paredes de su cuarto están manchadas de rojo, los tatamis empapados de negro, y ahora sus paredes ya no están, sus esterillas ya no están, y yo voy corriendo por las calles.

¡Uno de los afortunados!

Por estas calles que no son calles, pasando frente a tiendas que no son tiendas. En esta ciudad de los muertos.

Los muertos de Shôwa

Llamándome con sus voces, intentando tocarme con las manos. Los muertos de Shôwa. El dueño de mi restaurante de siempre. Los muertos de Shôwa. El amigo de mi escuela primaria. Los muertos de Shôwa. El viejo del bar. Los muertos de Shôwa. Mis compañeros del club de béisbol del instituto. Los muertos de Shôwa. La mujer de la parada del tranvía. Los muertos de Shôwa. Los colegas con los que me licencié. Los muertos de Shôwa. Los niños, los niños.

En la Ciudad de los Muertos.

Los muertos de Shôwa

Me están llamando.

Para que vaya a casa.

Corriendo por mi calle, corriendo hacia mi casa. En la penumbra, no consigo olvidar. La suciedad de mis rodillas y la sangre de mis manos.

El sol que se pone en el oeste, la lluvia que amenaza con caer.

Los márgenes de la calle atiborrados de cadáveres sobre esterillas, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, soldados y civiles, con los ojos en blanco o cerrados, con la carne podrida y los huesos pulverizados.

Hedor a melocotones podridos

Pero en mi calle no hay coches, el puente se ha desplomado sobre el río, todos los restaurantes están destruidos y las granjas abandonadas.

Campos quemados sin fin, campos quemados de ceniza y maleza.

Ya no sé cuál de estas casas es la mía.

No puedo ver de tanto que estoy llorando.

Ahora me acuerdo. Me acuerdo

Llevo demasiado tiempo sin venir.

Me acuerdo. Me acuerdo

Le he fallado a mi mujer.

Ahora me acuerdo

A mis hijos.

Pero entonces reconozco la cerca de mi casa, reconozco el sendero del jardín. Abro la puerta de la cerca. Camino por el sendero.

Ahora abro la puerta de mi casa.

Sus zapatos hacia la puerta

Estoy de pie en el genkan.

—Estoy en casa.

En casa

Mi mujer y mis hijos salen de la penumbra, tienen las capuchas antibombardeos chamuscadas, las mantas que llevan encima ennegrecidas, las caras llenas de ampollas y los ojos hundidos, pero están vivos.

Corro hacia ellos y los rodeo con los brazos.

Caigo de rodillas y los abrazo con fuerza.

—Creía que estabais muertos —les digo, llorando.

»Creía que os había perdido…

Pero ahora ellos me apartan de un empujón, se vuelven a las sombras y levantan el dedo para señalarme.

Ahora la lluvia me está cayendo encima

—Es que estamos muertos…

De pronto no hay tejado ni tampoco paredes, solo hay cenizas, no hay esterillas ni tampoco mamparas, solo hay cenizas, no hay muebles ni tampoco hay ropa, solo hay cenizas, no hay genkan ni tampoco hay puerta, solo hay cenizas.

Sus zapatos son meros rescoldos

La mano derecha me empieza a temblar, luego el brazo derecho, luego las piernas.

Porque no tengo mujer y no tengo hijos, solo cenizas.

¡Masaka, Banzai! ¡Sonoko, Banzai!

No tengo hijo y no tengo hija.

¡Papá, Banzai! ¡Banzai!

No tengo casa. No tengo familia.

¡Papá, Banzai!

No tengo corazón.

¡Banzai!

En esta Casa de la Aniquilación, yo soy la muerte.

Entre los edificios dañados y los terrenos desatendidos, entre las cercas desaparecidas y los árboles talados, ya vienen; entre la pintura descolorida y el linóleo gastado, los uniformes manchados y las oficinas mugrientas, ya vienen; entre el ruido de los gritos y los sollozos, los olores a DDT y desinfectante, ya vienen.

Al Hospital Mental de Matsuzawa.

Ya están viniendo. Ya vienen

Por estos pasillos y subiendo estas escaleras, subiendo estas escaleras y recorriendo otro pasillo largo flanqueado de puertas metálicas cerradas con llave, ya vienen; cruzando las puertas metálicas cerradas con llave de los pabellones de seguridad, entrando en los pabellones de seguridad y recorriendo más pasillos, ya vienen; recorriendo los pasillos que llevan a las celdas de seguridad, ya vienen.

¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí!

El doctor Nomura se detiene ante la puerta metálica cerrada con llave.

Delante de la ventanilla metálica con cerrojos.

—Aquí es —dice.

Nomura abre los cerrojos de la ventanilla. Nomura baja la ventanilla metálica. Por fin da un paso atrás y dice:

—Aquí tiene…

Me acerco a la puerta. Miro por la ventanilla.

Miro por la ventanilla y les veo los ojos.

Varios pares de ojos castaños y otros azules

No es la primera vez que esos hombres me miran a los ojos.

A esos ojos míos que no parpadean y a mi cabeza afeitada.

Por fin me aparto de la ventanilla.

Me siento con las piernas cruzadas en mi camastro.

Con mi bata sin forma de seda china a rayas amarillas y azul marino, con mi cabeza afeitada y mis ojos que no parpadean.

El pergamino salpicado de sangre en la pared de encima de mi camastro.

«Es hora de revelar la verdadera esencia del país…».

La postal a color del Templo de Itsuku-shima.

Mis manos juntas sobre el regazo vendado.

Soy uno de los supervivientes

—¿Ya han visto suficiente? —pregunta Nomura.

Los hombres se apartan de la ventanilla.

—Ya hemos visto suficiente —dice el jefe Kita—. Gracias, doctor.

El doctor Nomura cierra la ventanilla. El doctor Nomura pasa los cerrojos.

Las paredes son blancas, pero ahora la celda está a oscuras.

En la penumbra se mueven las cosas incompletas.

Yo cierro los ojos y me pongo a contar otra vez; ciento veinte Calmotin, ciento veintiuno.

Uno de los afortunados.