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17 de agosto de 1946

Tokio, 32º, buen tiempo

Me pica y me rasco. Gari-gari. Otra noche sin dormir. No he pegado ojo. Los ojos fatigados y doloridos. El sol de primera hora de la mañana ya entra por la ventana, iluminando el polvo y las manchas de la habitación de ella, el sonido de los martillazos infiltrándose junto con la luz.

Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton

Me incorporo hasta sentarme en el futón. Me miro el reloj.

Chiku-taku. Chiku-taku. Llego tarde.

¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota!

Me levanto del futón. Me pica y me rasco. Gari-gari. Me pongo la camisa y los pantalones. Gari-gari. Voy hasta el genkan. Gari-gari. Me ato los cordones de las botas. Gari-gari

Maldigo. Maldigo. Maldigo

Me giro para decir adiós.

Pero ella no se mueve, de espaldas a la puerta, de cara a la pared, al papel, a las manchas.

Me maldigo a mí mismo

Cierro la puerta y me alejo corriendo por el pasillo. Bajo las escaleras corriendo y salgo del edificio. Salgo de las sombras y me adentro en la luz. Esta mañana la luz brilla mucho y las sombras son muy oscuras, y entre ambas manchan y destiñen la ciudad hasta dejarla en blanco y negro. Las moles de cemento blanco, las ventanas negras y vacías. Las aceras y las calzadas blancas, los árboles y los postes de telégrafos negros. Las láminas de metal blancas, las montañas de escombros negras. Las hojas blancas, las hierbas negras. Los ojos blancos y la piel blanca de los Perdedores, las estrellas blancas y los uniformes negros de los Vencedores.

Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton

Hoy no hay colores. No hay colores en esta luna.

El detective Fujita está sentado a su mesa prestada en nuestra sala prestada. Fujita no levanta la vista. Ishida está sirviendo el té. Fujita se está rebuscando en los bolsillos de la chaqueta. Nishi y Kamura están reparando sus cuadernos, enrollando pedacitos de papel sacado de la papelera en forma de cordelitos muy finos para ligar las páginas de papel tosco y áspero donde toman sus notas. Fujita se saca un sobre del bolsillo interior de la chaqueta. Los demás se despiertan, bostezando y desperezándose, tosiendo y rascándose. Fujita no ha dormido. Las ventanas están abiertas pero en la sala sigue haciendo calor y oliendo a mal aliento y a sudor. Fujita se echa un vistazo al reloj. Los agentes se beben el té y empiezan a refunfuñar. Fujita escribe un nombre en la parte delantera del sobre. Quieren cigarrillos, pero la siguiente ración no llega hasta el lunes, y todavía es sábado. Fujita se vuelve a guardar el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta. Quieren desayunar, pero la siguiente comida va a ser otra vez zôsui frío. Por fin levanta la vista. El detective Fujita me mira.

Yo espero a que me diga algo pero no dice nada. Me levanto de mi mesa. Le hago una reverencia a todo el mundo y les digo:

—Buenos días, Unidad número uno.

Los presentes se ponen de pie. Hacen una reverencia.

—Buenos días —dicen.

—Esta mañana —les digo— voy a acompañar al inspector Kai de la Unidad número dos al Hospital Universitario de Keiô para asistir a las autopsias. En mi ausencia, el detective Fujita se encargará de continuar el registro de la escena del crimen. No va a ser fácil identificar el segundo cuerpo, por eso hasta la prueba más diminuta puede resultar crucial, así que les pido a todos que sean lo más diligentes que puedan en su registro.

—Seremos lo más diligentes que podamos —me contestan.

Les hago otra reverencia. Ellos me hacen una reverencia.

Todos salvo el detective Fujita.

De vuelta a la luz y de vuelta a las sombras. Me adentro en el blanco y me adentro en el negro. Me adentro en la suciedad y me adentro en el polvo. La caminata calurosa hasta la Jefatura de la Policía Metropolitana de Tokio. La reunión matinal.

Llamo a la puerta del despacho del jefe. La abro. Me disculpo. Hago una reverencia. Ocupo mi lugar a la mesa. El jefe Kita en la cabecera; Adachi y Kanehara a su derecha; Kai y yo a la izquierda; la misma gente, el mismo lugar y las dos mismas conversaciones.

Las purgas y las reformas. Las reformas y las purgas

El año pasado, siete mil ochocientos noventa y un policías renunciaron de forma voluntaria a sus trabajos, tres mil setecientos sesenta y nueve se marcharon por enfermedad o por heridas, mil seiscientos cuarenta y nueve murieron y dos mil ochocientos cincuenta y seis policías fueron expulsados.

—Ahora quieren emitir otra Directiva de Purga —está diciendo Kanehara—. Ya tenemos pocos hombres, y como hagan esa purga no nos quedará ninguno…

—Por eso están prometiendo mejorar las condiciones de trabajo —dice Adachi—. Para reclutar agentes nuevos…

Purgas y reformas. Reformas y purgas

A partir del lunes que viene entrarán en vigor nuevas regulaciones; en la actualidad los agentes de uniforme están trabajando una media de trece horas diarias en tres turnos. Los Vencedores han decretado que ahora trabajarán una media de ocho horas diarias repartida en tres turnos; un primer turno de las ocho de la mañana a las seis de la tarde; un segundo turno de las cinco de la tarde a las nueve de la mañana, y por fin el tercer turno del tercer día será un día libre.

—Pero los números no nos llegan para esos turnos —dice Kanehara—. No tenemos bastantes hombres para cubrir un horario así.

—Y todos sabemos lo que nos van a contestar —dice Adachi—. Que transfiramos setecientos agentes de nuestro departamento de Policía Metropolitana de vuelta a patrullar las calles para cubrir el déficit.

—Es culpa nuestra —dice Kanehara—. Nosotros les pedimos mejorar las condiciones; mejorar los horarios, mejorar las vacaciones, mejorar los incentivos, mejorar las pensiones y mejorar los sueldos. Se lo pedimos para poder reclutar agentes mejor formados y conservar a los buenos que ya teníamos. Se lo pedimos y ahora ellos contestan, esta es su respuesta…

—Continúan purgando el mando —dice Adachi—. Y transfiriendo a los hombres que tenemos…

—Nosotros pedimos y pedimos —dice Kanehara—. Y ellos nos prometen esto y nos prometen aquello…

—Es lo único que hacen…

La misma gente, el mismo lugar, el mismo momento y las mismas conversaciones de todos los días, reunión tras reunión, hasta que alguien llama a la puerta y nos interrumpen.

—Disculpen —murmura el agente de uniforme.

—¿Qué pasa? —ladra el jefe Kita.

—Ya están listos en el hospital de Keiô, señor.

Ha habido otro accidente en uno de los tranvías, han muerto una madre y su criatura. El sistema de transporte está detenido, de manera que el inspector Kai y yo nos bajamos de nuestro autobús y hacemos el resto del camino a pie. La ruta nos lleva por los viejos parques y jardines de Moto-Akasaka.

El ruido de los cuervos, el ruido de los cuervos

Aquí la luz también es tan brillante que las hojas verdes se ven blancas sobre el fondo negro de la corteza de los árboles, a pesar de que las bombas apenas tocaron esta zona, y ahora estas casas majestuosas y antiguos palacios de Moto-Akasaka sirven de casas y oficinas de los Vencedores y sus familias.

—Siguen yendo de caza por aquí —me dice Kai.

—¿De caza? —le pregunto—. ¿Quién sigue cazando por aquí?

—La nobleza y los americanos.

—¿Van de caza juntos?

—Sí —dice Kai—. He oído que los miembros de nuestra nobleza entretienen a los mandamases americanos con halcones. Hasta a MacArthur…

—¿Qué pasa, que los americanos no se fían lo bastante de la nobleza como para darles armas?

—También se llevan a los americanos a pescar con cormoranes.

—Ahora me encantaría comer ayu —le digo—. Me daría igual que fuera ayu pescado por los americanos. Me imagino su sabor, acompañado con sake.

—Yo hasta me comería al cormorán —dice Kai, riendo.

A dos colinas al norte de donde estamos se levantan los edificios del antiguo Ministerio de la Guerra en Ichigaya y el enorme fortín de tres plantas que antaño albergó al Ejército Imperial pero que desde mayo ha sido la sede del Tribunal Militar Internacional para Extremo Oriente.

Un tipo distinto de cacería. Un tipo distinto de deporte

El Hospital Universitario de Keiô está en Shinanomachi, en el distrito de Yotsuya, Tokio. El edificio principal está dañado pero sigue en pie, y las entradas y los terrenos circundantes están quemados o invadidos por la vegetación. Hay gente enferma o perdida entrando y saliendo erráticamente del edificio, deambulando de un lado para otro. Hay colas en las entradas. Policías en las puertas. En el interior el yeso se cae de las paredes y el linóleo se despega de los tablones del suelo. Los pasillos están abarrotados de muertos y de moribundos, de gente que espera y gente que llora a sus muertos.

No me quiero acordar. No me quiero acordar

Paso por encima de ellos o a su alrededor y trato de no respirar.

Odio los hospitales. Odio los hospitales. Odio los hospitales

El aire va cargado de gritos y de llanto, de muerte y de enfermedad, de DDT y de desinfectante. No hay más medicinas que aspirinas y mercromina, y las únicas vendas están grises y manchadas de sangre. Las camillas se apelotonan contra las paredes, con los brazos y las piernas caídos inertes a los costados. Restos de comida y sobras abandonadas, apestando en cajas de cartón y en latas abolladas debajo de camas con mantas ásperas y sábanas sucias.

Pero en la penumbra no consigo olvidar

Intento no mirar, solo pasar de largo.

Llevo demasiado tiempo aquí

Cruzo las salas de espera y recorro los largos pasillos, paso por entre las salas de consulta y los quirófanos, los consultorios y las salas, hasta llegar al director médico.

El director médico aparenta unos ochenta o noventa años, tiene una cara gris y hundida y unos ojos negros y vacíos. Lleva una levita sin planchar y unos pantalones a rayas; ambas prendas le vienen dos tallas grandes y huelen a naftalina.

—Llegan tarde —nos dice.

El inspector Kai y yo le hacemos profundas reverencias. Nos disculpamos repetidamente ante él.

El director médico niega con la cabeza y dice:

—Tengo que hacer un informe importante para la Sección de Salud Pública y Bienestar. No quiero llegar tarde…

—Lo sentimos muchísimo —le vuelvo a decir—. Pero uno de los tranvías ha tenido un accidente…

—Más trabajo —se lamenta él.

—Han muerto —le digo yo.

—¿Quién ha muerto?

—La madre y su criatura —le digo yo—. La madre y la criatura que se han caído del estribo del tranvía.

Él nos entrega dos expedientes del montón que tiene sobre la mesa.

—Ya conocen el camino —nos dice.

Cogemos cada uno nuestro expediente y nos alejamos leyéndolos por otro largo pasillo que lleva al ascensor. Nos encontramos a las madres sentadas. Han venido cinco de las madres, en busca de sus hijas desaparecidas.

Las cinco madres cuya descripción de su hija desaparecida se parece más a los dos cadáveres encontrados en el parque Shiba. Cinco madres que rezan por no encontrarlas aquí

—¿Por qué vienen ahora? —espeta Kai—. Les hemos dicho que se esperen a mañana. No tendrían que estar aquí…

Yo he leído por encima las pruebas y las declaraciones de los expedientes. He visto la esperanza y el miedo en sus ojos.

—Dejemos que echen un vistazo —digo.

—Pueden esperar —dice Kai—. Hasta después de las autopsias…

—¿Por qué no dejamos a estas cinco que echen un vistazo? Puede que nos ayuden…

—¿Por qué? —dice él—. O bien tendrán suerte o bien llegarán tarde.

—Que miren antes de la autopsia —vuelvo a decir.

—No.

—¿Y si fuera tu hija la que hubiera desaparecido? —le pregunto—. ¿Te gustaría verla después de una autopsia?

Ahora el inspector Kai se detiene en el pasillo.

—Mi hija está muerta —dice—. Mi hija se quemó en un refugio antiaéreo. Mi hija no tuvo autopsia.

Ahora me callo. Ahora me acuerdo.

—Lo siento —le digo—. Lo siento mucho…

Pero Kai ya se ha alejado de mí y se ha alejado de las cinco madres, ya está a medio camino. En mitad del estrecho pasillo que lleva al ascensor de servicio. Para pulsar el botón del ascensor. Para esperar. Para mirar cómo se abren las puertas del ascensor. Para entrar. Para que yo lo siga. Para pulsar otro botón. Para ver cómo se cierran las puertas del ascensor.

Aquí dentro no hay bombillas, para ahorrar, según nos cuenta uno de los camilleros, de manera que bajamos en un ascensor tan oscuro que no me veo la mano ni poniéndomela delante de la cara.

Pienso en ella todo el tiempo

No veo el cuerpo que tengo al lado en una camilla. El cuerpo de la camilla que tengo aparcada contra la pierna. El cuerpo que huele.

Que huele a fruta, que huele a albaricoques podridos

El ascensor se detiene. Las puertas del ascensor se abren.

La luz regresa. La penumbra. En el sótano no hay mucha más luz que en el ascensor. En la penumbra se mueven cosas incompletas. La gente y los insectos atraídos como imanes hacia las pocas bombillas desnudas que hay encendidas. Cosas incompletas. La gente trabajando en mangas de camisa o bien en camiseta; los insectos dándose un festín con su sudor y con su piel, con su carne y con sus huesos. En la penumbra. En este laberinto de pasillos y salas. Aquí, adonde vienen los muertos. Las paredes de azulejos de los fregaderos, de los desagües. Donde viven los muertos. Los camilleros que se lavan y se enjuagan las manos y los antebrazos, una y otra vez. Aquí. Aquí abajo

La sala de autopsias está al final del pasillo y a la derecha, más allá del depósito de cadáveres. Nos han dejado unas chanclas para que nos las pongamos; la sala en sí está al otro lado de unas puertas de cristal, con la cinta adhesiva para las bombas todavía pegada al cristal.

Ella está viniendo. Ella está viniendo

El doctor Nakadate nos espera delante de la sala de autopsias, delante de las puertas de cristal, delante de la cinta adhesiva. Nakadate se está terminando su cigarrillo, fumándoselo hasta la misma boquilla.

Un lugar familiar, un lugar familiar

El doctor Nakadate levanta la vista hacia nosotros. Nos saluda con una sonrisa.

—Buenos días, detectives.

—Buenos días —le contestamos—. Sentimos llegar tarde.

—Aquí abajo no hay relojes —dice el doctor Nakadate.

Apaga el cigarrillo y abre las puertas de cristal de la sala de autopsias, donde ya hay cinco forenses en prácticas con sus batas de laboratorio grises y mugrientas, congregados alrededor de las tres mesas de autopsias y de las dos mesas de disección más pequeñas; las tres mesas de autopsias están en el centro de la sala con suelo de cemento, las tres octagonales y alargadas, hechas de mármol blanco y diseñadas en Alemania, inclinadas para desaguar y con los bordes elevados para no manchar el suelo.

Me pica y me rasco. Gari-gari

Ella está viniendo

Las puertas de cristal se vuelven a abrir. Los camilleros traen el primer cuerpo del depósito, cubierto con una sábana gris y sobre una camilla vieja. Quitan la sábana gris. Levantan el cuerpo de la camilla.

En la penumbra, ella está aquí

El cuerpo desnudo de la primera mujer es colocado sobre la mesa.

Aquí, en la penumbra donde se mueven cosas incompletas

Su cuerpo parece más largo y más pálido. Los ojos abiertos, la boca abierta.

«Y es por ti por lo que estoy aquí», dice ella

Se toma nota de su sexo. Se estima que tiene unos dieciocho años.

«Aquí, donde vive el dolor…».

Se anota su peso. Se mide su estatura.

Aquí, en la penumbra

El doctor Nakadate se pone una bata de cirujano manchada y unos guantes de goma. Los camilleros levantan el cuerpo. Los camilleros le meten debajo el taco de goma. A ella se le levantan el torso y los pechos y le caen hacia atrás el cuello y los brazos.

Yo me doy la vuelta.

—¿Sigue sin haber nombres? —pregunta el médico—. ¿Siguen sin identificar?

Le echo un vistazo al inspector Kai y digo:

—Sigue sin haber nombres.

—Entonces esta es la Número Uno. La otra será la Número Dos.

Yo asiento con la cabeza. Saco mi lápiz. Le lamo la punta.

Nakadate inicia sus observaciones generales sobre el estado exterior del primer cadáver, mientras uno de sus ayudantes apunta todo lo que va diciendo en la pizarra de la pared y otro lo apunta en un cuaderno de gran tamaño del hospital, las observaciones en alemán y en latín.

Evocaciones en voz baja. Conjuros en voz baja

—Los iris están negros, las córneas nubladas —recita el médico—. Hemorragias en las superficies…

Vuelvo a levantar la vista.

Ella está mirando al médico, mirando cómo trabaja

—La extracción de un pedazo de tela del cuello revela una marca de ligadura, que llamaremos la Ligadura A, por debajo de la mandíbula…

Ella está mirando la tela que él tiene en la mano

—Hay rasguños menores presentes en la zona de la Ligadura A, pero la ausencia de hemorragia sugiere que la Ligadura A es post mortem…

Ella abre los ojos y los cierra

—Los fuertes hematomas del cuello presentan una forma que sugiere que se intentó estrangular a la víctima…

Ahora ella traga saliva

—En la misma zona de los hematomas del cuello hay una segunda marca de ligaduras, que denominaremos Ligadura B, que rodea el cuello, cruzando la mediana anterior del cuello justo por debajo de la protuberancia laríngea…

Mientras recuerda

—La piel del cuello frontal por encima y por debajo de la Ligadura B muestra hemorragias petequiales…

Su propia muerte

—La ausencia de rasguños aquí concuerda con el uso de una ligadura más blanda…

—¿Como un haramaki? —pregunta Kai.

El doctor Nakadate levanta la vista del cuello de ella. Asiente con la cabeza.

—Sí. Como un haramaki, inspector Kai.

Kai me mira a mí. Yo abro la boca para decir algo. Para seguir preguntándole. El inspector Kai niega con la cabeza. Yo me detengo.

El doctor Nakadate se ha desplazado para ver la zona genital de ella.

—Aquí hay evidencias de actividad sexual forzada…

Aquí hay dolor. Aquí está el dolor

—¿Pre o post mortem? —le pregunto yo.

«Es por ti por lo que estoy aquí…».

El doctor Nakadate me mira desde el otro lado del cuerpo. Levanta un dedo.

—Un momento, por favor, inspector.

A ella se le ruborizan las mejillas. Cierra los ojos

—Posiblemente ambos —dice.

Aquí hay dolor. Aquí está el dolor

Ahora el doctor Nakadate y sus ayudantes examinan minuciosamente hasta el último recodo de la piel de ella, de sus uñas y su pelo, de sus dientes y sus orificios, hasta la última marca y la última mancha.

—¿Hay algún rasgo distintivo que ayude a la identificación, doctor? —le pregunto—. Lo que sea…

—Sí —dice él—. El pulgar izquierdo muestra una pequeña cicatriz de infección por herpes…

Miro otra vez al inspector Kai. Kai también está tomando notas. Toso. Carraspeo. Vuelvo a intervenir para decir:

—Entonces tal vez deberíamos dejar que las madres vean el cuerpo ahora, inspector Kai…

El doctor Nakadate detiene sus observaciones. Levanta la vista.

—No —vuelve a decir el inspector Kai.

—Pero entre esa cicatriz —le digo— y el haramaki, los cinco agujeros zurcidos en el haramaki

—No —dice Kai.

—A mí me parece que ya es posible una identificación segura…

—No.

—Pero estamos desperdiciando tiempo…

—Este cadáver se lo han asignado a la Unidad número uno…

—Sí —le digo—. Pero…

—Y el cadáver siguiente a la Unidad número dos.

—Pero es obvio que hasta que se haya identificado este cuerpo yo no puedo…

—Entonces creo que de este caso me encargo yo, detective.

—Sí, pero…

—Pero ¿qué, detective? —pregunta el inspector Kai.

—Nada.

—Doctor Nakadate —dice a continuación Kai—. Siento que hayamos interrumpido su trabajo. Por favor, siga con la autopsia.

El doctor Nakadate coge un escalpelo de la bandeja. Metal sobre metal. El doctor Nakadate introduce el escalpelo en la cavidad torácica. Metal atraviesa piel. El doctor Nakadate hace una incisión con forma de «Y» por el centro del torso de ella, empezando por la parte delantera de cada hombro, pasando por debajo de los pechos y llegando al ombligo y el hueso del pubis. Metal corta carne y hueso

Ella se cruza de brazos. Ella se agarra los hombros

La piel, los músculos y los tejidos blandos de su pared torácica son desprendidos y retirados; la piel del pecho es apartada hacia arriba en dirección a la cara, y por fin las costillas y la parte baja de la garganta quedan al descubierto.

Ella gira la cabeza y me mira a mí

Su cuerpo está abierto. Su sangre fluye.

«Es por ti por lo que estoy aquí…».

Luz blanca/negra. Cuchillo que entra/sale.

Cortar. Despedazar. Trozo a trozo.

Pesar. Medida por medida.

Aquí, donde está el dolor

El doctor Nakadate le extrae el estómago y uno de sus ayudantes lo abre en una de las mesas más pequeñas de disección y examina su contenido, mientras otro ayudante le rebana el hígado y el olor a ácidos gástricos…

El hedor a ácidos gástricos llena la sala.

Ahora le abren la caja torácica.

Aquí, donde está el dolor

Le sacan el corazón.

Aquí.

Por fin le colocan el taco de goma debajo de la cabeza. A continuación el doctor Nakadate le corta el cuero cabelludo.

Vuelvo a cerrar los ojos.

Luz blanca/negra. El cuero cabelludo de mi mujer. Cuchillo que entra/sale. El cuero cabelludo de mi hija. Cortar y despedazar. De mi hijo

Abro los ojos.

Aquí

Ella tiene la cabeza echada hacia atrás, con los ojos mirando hacia arriba, su última mirada gélida clavada en las grietas del techo de la sala de autopsias, con la médula espinal cortada y el cerebro extraído.

Medida por medida

Trozo a trozo…

Que quede registrado

El inspector Kai ha cerrado el cuaderno. Se ha guardado el lápiz y ha sacado un cigarrillo. El detective ha terminado su trabajo.

El sufrimiento de ella queda registrado. Su tristeza consta en acta

El doctor Nakadate lava sus guantes en un cuenco metálico. El agua está roja, su bata está negra. El médico ha terminado su trabajo.

Los ayudantes del médico se ponen a coser.

El sufrimiento de ella. Su tristeza

Yo miro cómo trabajan. La miro a ella.

Cómo se rompe ella

—¿Conclusiones preliminares, doctor? —pregunta el inspector Kai.

—Mi estimación es que la fecha de la muerte fue hace entre diez y once días —dice el médico—. Y la causa de la muerte fue asfixia por estrangulamiento con ligaduras.

—Muchas gracias, doctor —dice el inspector Kai—. Me quedo a la espera de leer su informe completo.

—De nada.

El inspector Kai se gira hacia a mí.

—Yo me vuelvo a Atago.

—¿Qué pasa con el segundo cuerpo? —le pregunto—. ¿No se va a quedar a la autopsia? Es posible que haya…

—Ése es el caso de usted —me dice Kai—. Además, no hay más que huesos. No va a haber nada que ver.

Yo me vuelvo hacia la mesa de autopsias. Hacia ella. Cuando terminan de coserla, cargan con su cuerpo hasta la camilla. La vuelven a cubrir con la sábana gris. Por fin abren las puertas de cristal y la sacan en camilla de la sala de autopsias para devolverla al depósito.

Luego limpian la mesa de mármol con un cubo de agua.

Yo trago bilis. Trago bilis. Trago

De ella manan ríos de sangre.

Estoy sentado en el pasillo, entre la sala de autopsias y el depósito de cadáveres. Me pica y me rasco. Gari-gari. Espero a que el doctor Nakadate se beba su té y se fume su cigarrillo. Me pica y me rasco. Gari-gari. Espero a que los camilleros terminen de limpiar la sala de autopsias. Me pica y me rasco. Gari-gari. Espero a que traigan el segundo cuerpo. Me pica y me rasco. Gari-gari. Espero a que empiece la segunda autopsia.

Me pica y me rasco. Me pica y me rasco.

Mi autopsia, mi cuerpo. Mi cuerpo, mi autopsia

La cinta adhesiva de los bombardeos sigue pegada al cristal.

El segundo cadáver está sobre una manta echada sobre unas parihuelas puestas encima de la camilla de hospital. El segundo cadáver es poco más que ropa y huesos. Dos camilleros cogen cada uno de una esquina de la manta para levantarla de las parihuelas y de la camilla y dejarla sobre la mesa de autopsias. A continuación sacan la manta de debajo de los huesos y la ropa.

El doctor Nakadate se ha vuelto a poner la misma bata de cirujano manchada y los mismos guantes de goma y ahora vuelve a iniciar el examen general externo con sus medidas y estimaciones, con uno de los ayudantes frente a la pizarra de la pared y el otro escribiendo en el cuaderno del hospital; los datos y las cifras y las conjeturas cautelosas; primero en alemán y en latín y después en nuestro idioma nativo.

Las evocaciones en voz baja. Los conjuros en voz baja

—Se trata del cuerpo de una mujer joven, que en este caso también presenta una edad aproximada de dieciocho años…

La misma edad, el mismo sexo

Le desprenden la ropa con cuidado de los huesos.

Cuchillos y tijeras cortan botones y fibras.

Primero el vestido de peto a rayas amarillas y azul marino, a continuación la camiseta blanca de manga corta, después las zapatillas de lona blanca con sus suelas de goma roja y por fin los calcetines teñidos de color rosa.

No lleva ropa interior.

El mismo sexo, el mismo lugar.

—Se encontraron unas bragas cerca de la escena —digo yo.

—Haga que nos las manden —dice uno de los ayudantes—. Puede que todavía sea posible comparar su antigüedad con la de esta ropa y también buscar hilos o fibras que coincidan.

Lamo la punta del lápiz.

Me lo apunto y pregunto:

—¿Qué me dice de la fecha de la muerte?

El doctor Nakadate niega con la cabeza.

—Con el calor y la humedad que ha hecho este verano, y con los insectos y alimañas que la han encontrado primero, cuesta de precisar, pero yo diría que hace entre tres y cuatro semanas…

Vuelvo a lamer la punta del lápiz. También me lo apunto.

Entre tres y cuatro semanas; entre el 20 y el 27 de julio

El doctor Nakadate rodea los huesos del cuello y de la mandíbula con las manos enguantadas. A continuación me mira a mí. Saca hacia fuera el labio inferior, asiente para sí mismo y por fin dice:

—Tiene el hueso hioides fracturado en la base de la lengua, además de los cartílagos tiroides y cricoides, todo lo cual se ha visto también en el Cuerpo Número Uno.

El mismo lugar, el mismo crimen

—¿A esta chica la estrangularon?

—Sí, pero a esta probablemente con las manos.

—¿La misma persona?

El doctor Nakadate asiente con la cabeza.

—Y los dos hemos visto esto antes, detective. ¿Se acuerda?

De vuelta a la luz. Maldición. Maldición. Maldición. No me quiero acordar. No me quiero acordar. El calor de la calle. Sudo. Sudo. Sudo. No te compliques la vida, no te la compliques; dos cadáveres, un solo asesino; un solo caso, que se lo quede Kai. El tranvía o bien nunca llega o bien llega lleno. Me pica. Me pica. Me pica. No me quiero acordar. No me quiero acordar. Los trenes siempre llegan tarde, siempre están llenos. Me rasco. Me rasco. Me rasco. A la mierda Nakadate, esconde el vínculo y entierra la conexión. Regreso por Moto-Akasaka y bordeando el río. Corro. Corro. Corro. No me quiero acordar. No me quiero acordar. Entro en la jefatura. Jadeo. Jadeo. Jadeo. No oigas nada, no veas nada, ni digas nada. Subo las escaleras hasta la Primera División de Investigación y llego a la puerta del despacho del jefe. Llamo. Llamo. Llamo. No te acuerdes de nada. No te acuerdes de nada. De nada

Entro en el despacho del jefe. Me disculpo. Hago una reverencia.

No está Adachi. Ni Kanehara. Ni Kai. Solo yo

—Siéntese, por favor —me dice—. Se lo ve acalorado…

Hago una reverencia y me vuelvo a disculpar. Me siento.

Él me da una taza de té.

—Beba…

Cojo el té. Le doy las gracias.

—Siempre hace calor en esta ciudad —dice el jefe Kita—. Lo odio, odio el calor de esta ciudad. Me he comprado un terrenito, ¿sabe? Cerca de Atami. He empezado a cultivarlo. Mire…

El jefe Kita extiende las manos por encima de su mesa. Tiene callos en las manos.

—Son callos de verdad —dice—. De la tierra. Porque la tierra es importante. La tierra nos mantiene con vida. La tierra nos mantiene cerca de la gente…

El jefe Kita ha perdido a sus dos hijos; el uno muerto en China y el otro desaparecido en Liberia

Asiento. Le digo que tiene razón. Dejo el té en la mesa.

—¿Cómo estaba Nakadate? —pregunta el jefe.

—El doctor Nakadate cree que los dos cuerpos encontrados en el parque Shiba fueron probablemente asesinados por la misma persona.

—¿En serio? —dice el jefe Kita—. ¿Y usted cree que eso nos pone las cosas más fáciles o más difíciles?

—Yo confío en que más fáciles —le digo—. Está claro que ahora ya no hace falta tener dos investigaciones…

Me callo. Es demasiado tarde.

¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!

El jefe me mira por encima de su mesa. Chasquea la lengua. Sonríe.

¡Me maldigo a mí mismo! ¡Me maldigo! ¡Me maldigo!

—Simplemente no creo que nos hagan falta dos…

Ahora el jefe tiene un dedo en alto.

¡Me maldigo a mí mismo! ¡Me maldigo!

—Lo siento —digo—. No quería decir…

El jefe suspira. Niega con la cabeza. Y me pregunta:

—¿Por qué no quiere usted este caso, inspector?

—No es que no lo quiera —le digo—. Es solo que…

—¿Que quiere un traslado? ¿Un traslado a la Unidad número seis?

—Sí —le digo, y añado—. Pero no es solo eso…

—¿Sabe usted que Kanehara y Adachi piensan que soy demasiado blando con usted? ¿Que ellos creen que se lo dejo pasar todo cuando lo que debería hacer es reprenderlo?

Inclino la cabeza. Me disculpo.

—Y yo sé que tienen razón —me dice—. Pero yo conocí al padre de usted y era un buen amigo mío, de manera que tengo obligaciones hacia su memoria y por tanto hacia su hijo…

Me vuelvo a disculpar.

—Y en tiempos como los que corren —continúa—, estoy convencido de que no hay nada más importante que cumplir con las propias obligaciones, y que es cumpliendo con nuestras obligaciones como seremos capaces de sobrevivir a estos tiempos y reconstruir nuestro país…

Le echo un vistazo al pergamino que tiene en la pared de detrás de su mesa, ese pergamino salpicado de sangre en el que hay escrito: «Es hora de revelar la verdadera esencia del país».

—No es momento de olvidar nuestras obligaciones —me dice—. Ellas son nuestra esencia.

—Lo siento mucho —le digo—. Le he hecho peticiones poco razonables…

—Tiene usted los ojos rojos —dice el jefe—. Vigile por donde anda.

El día sigue siendo insoportablemente caluroso y yo necesito una copa. Necesito comer y necesito un cigarrillo. Tomo una ruta distinta para volver al parque Shiba, cruzando uno de los muchos mercadillos improvisados donde los vendedores callejeros han colocado sus puestos y tenderetes con esterillas de mimbre y mamparas rojas. Están en cuclillas en la poca sombra que hay y se dedican a vocear sus mercancías, con la cara roja y propensos a la cólera, con abanicos en las manos y toallas en la cabeza, los hombres podrían ser mujeres y las mujeres hombres.

Pero aquí hay bebida. Hay comida y cigarrillos.

Aquí, entre los chillidos de los vendedores y el repiqueteo de sus platos, mientras los clientes boquiabiertos van dando tumbos de un tenderete al siguiente, mirando con los ojos inyectados de sangre los productos y la comida, agarrándose las barrigas deformadas y los viejos billetes arrugados.

Bebida y comida y cigarrillos.

Miro cómo un vendedor tira sardinas pútridas sobre una parrilla de chapa metálica. Huelo el aceite sobre el metal y escucho cómo los hambrientos llegan corriendo con sus billetes y sus barrigas.

Yo no me puedo comer eso.

Me doy la vuelta. Sigo mi camino. Me acerco a una mujer que está vendiendo bolas de arroz, cada una envuelta en una tira estrecha de alga.

—Tres yenes —dice la mujer—. Arroz blanco…

Pero hay como diez o veinte moscas en cada bola de arroz, las algas están rotas y el arroz es viejo. Me alejo del tenderete y miro el mercado en una dirección y en otra, intentando ver u oír a alguien que venda alcohol o cigarrillos.

Miro al hombre que hay a dos tenderetes de distancia de mí. Veo que vende caramelos y golosinas que saca de un bidón de queroseno. Miro cómo mete la mano en el bidón de metal y también saca paquetes de cigarrillos americanos.

Me acerco al tenderete.

—¿Cuánto vale un solo paquete?

—No sé de qué me está hablando —dice el hombre.

El hombre va en camiseta, pantalones cortos y botas del ejército.

—Por favor… —le pido—. ¿Cuánto vale un solo paquete?

El hombre se me queda mirando y dice:

—Cien yenes.

—¿Qué me dice de dos paquetes por cien yenes?

El hombre se ríe.

—Piérdete, muerto de hambre…

Miro a mi alrededor. Saco la cartilla policial. La sostengo delante de mí de manera que la pueda ver él pero nadie más.

—Cuatro paquetes —le digo.

—¿Cómo dice? —me dice el hombre—. Está de broma…

Yo niego con la cabeza.

—Cuatro paquetes —le repito.

El hombre suspira. Mete la mano en el barril de queroseno. Saca cuatro paquetes de Lucky Strike.

—Aquí tiene, agente —me dice.

Cojo los cigarrillos. Me doy la vuelta.

—¡Alto! Devuelve eso ahora mismo, ladronzuelo de mierda…

Me vuelvo a girar. La mujer del tenderete de bolas de arroz tiene a un niño cogido de la muñeca. El niño tiene una bola de arroz en la mano.

Ese niño me suena de alguna parte

El niño está embadurnado de una capa negra de ropa y de mugre que el calor y el sudor han adherido entre sí, la mugre a la ropa y la ropa a su piel, y tiene la cara y las manos cubiertas de ampollas y forúnculos que segregan pus bajo el sol del mercado.

Ese niño me suena

—¡Suéltalo! —le grita la mujer.

Pero el niño no solo no lo quiere soltar, sino que se inclina sobre ella y le muerde la mano, y la mujer da un salto atrás de dolor mientras aparta al niño de un empujón.

Empujándolo hacia mí.

¡Banzai!

Mordiendo la bola de arroz mientras cae hacia mí, aprovechando para tragársela entera, el niño me manda de espaldas contra un tenderete y al suelo, pero antes de que yo pueda atraparlo, antes de que pueda ponerme de pie, el niño ya está de pie y alejándose, adentrándose en la multitud que ahora permanece plantada y mirándome.

Entre ellos el hombre de la camiseta, los pantalones cortos y las botas militares, que niega con la cabeza y dice:

—Ladrón de mierda.

Tengo los pantalones cubiertos de polvo. Me duele la espalda de la caída. Son las cuatro de la tarde. Encuentro a algunos hombres de mi equipo sentados en las laderas del parque Shiba; a Hattori, Takeda, Sanada y Shimoda, encorvados y a la sombra, con el sombrero en las manos, apartando moscas y mosquitos a sombrerazos. Cuando me ven acercarme se ponen de pie con esfuerzo, haciendo reverencias y disculpándose, presentando sus excusas y sus informes. Yo les doy cigarrillos. No me importa. No los estoy escuchando. Estoy buscando a los demás. Al detective Fujita.

Hattori, Takeda, Sanada y Shimoda se rascan el cráneo y suspiran, niegan con la cabeza y dicen:

—El detective Fujita estaba aquí hace un rato. Estaba aquí seguro. Pero ya no está…

—¿Y dónde está Nishi? ¿Y Kimura? ¿E Ishida? —les pregunto.

Hattori, Takeda, Sanada y Shimoda escrutan en dirección al sol y se protegen los ojos con las manos, señalan colina arriba y dicen:

—Los detectives Nishi y Kimura han subido ahí con el leñador…

—¿Y dónde está Ishida? —les pregunto.

Ahora Hattori, Takeda, Sanada y Shimoda se lo piensan antes de decir:

—Con el detective Fujita.

Doy media vuelta para marcharme, pero al hacerlo me topo con Adachi.

—Trabajando duro, como de costumbre —me dice el inspector jefe Adachi.

Le hago una reverencia. Me disculpo. Le presento mis excusas. Mi informe.

Pero a Adachi no le importa. No me está escuchando. Adachi no está buscando a los demás. Está buscando al detective Fujita.

Aquí nadie es quien dice ser

Me rasco el cráneo y suspiro. Niego con la cabeza y le digo:

—El detective Fujita se ha vuelto a la comisaría de Atago, señor.

En Atago, una hora más tarde, el inspector jefe Adachi me está mirando a mí. Ni rastro de Fujita. El Primer Equipo, el Segundo Equipo y todos los agentes uniformados de las otras comisarías están congregados en la sala del Primer Equipo en Atago. Adachi me está mirando a mí. Ni rastro de Fujita. Yo estoy de pie al frente de la sala junto a Adachi, Kanehara y Kai, los cuatro mirando al Primer Equipo, al Segundo Equipo y a los agentes de uniforme. Pero la mirada de Adachi está vuelta hacia un lado y clavada en mí.

Ni rastro de Fujita. Ni rastro de Fujita. Ni rastro de Fujita

—¡Firmes! —grita el sargento.

»¡Reverencia! —grita—. ¡Descansen!

Todos los presenten adoptan posición de descanso o bien se sientan, salvo el inspector Kai y yo. Kai tiene un papel en la mano; Kai lee los hallazgos del informe preliminar de la autopsia llevada a cabo por el doctor Nakadate sobre el primer cuerpo; la descripción física de la víctima y su edad estimada, la hora y la causa de la muerte. Pero yo no estoy escuchando. Lo que estoy haciendo es buscar la cara del detective Fujita entre las caras del fondo y los lados de la sala.

—¡Inspector Minami! —vuelve a decir Adachi—. Si no le importa presentarnos su informe…

Hago una reverencia. Me disculpo. Me pongo a leer en voz alta los hallazgos del informe preliminar de la autopsia llevada a cabo sobre el segundo cuerpo; la descripción física de la víctima y su edad estimada, la hora y la causa de la muerte. Pero yo no estoy escuchando lo que digo. Sigo buscando la cara de Fujita entre las caras del fondo y los costados de esta sala, y todavía estoy buscando a Fujita cuando veo a Ishida.

—¡Firmes! —vuelve a gritar el sargento.

Ishida aquí, con la cabeza gacha

—¡Reverencia! —grita el sargento.

La espalda encorvada

—¡Pueden retirarse!

Él echa a correr

Y yo echo a correr.

Bajo corriendo las escaleras de Atago, por entre los agentes uniformados, hasta las puertas, pero llego tarde. Tarde. Tarde. Tarde. Una mano en mi brazo. Doy un respingo. Doy un respingo. Doy un respingo. Me doy la vuelta pero no es Ishida. Ni Fujita.

El sargento de guardia me pregunta:

—¿Ha hablado usted con el detective Fujita?

—No —le digo—. ¿Dónde está el detective Fujita?

—Hayashi del periódico Minpo

—¿Qué pasa con él? —pregunto.

—Ha estado aquí…

—¿Cuándo?

—Esta tarde —dice el sargento—. Hayashi lo estaba buscando a usted, pero como usted estaba en Keiô, ha pedido ver al detective Fujita…

—¿Y el detective Fujita sí que estaba?

—Sí —dice el sargento de guardia—. También estaba esperando para verlo a usted. No paraba de preguntarme a qué hora tenía que volver usted de Keiô…

—Entonces, ¿cuándo ha visto usted por última vez al detective Fujita?

—No lo he visto desde que se ha reunido con Hayashi…

—¿Cuándo? —le pregunto—. ¿Cuándo ha sido eso?

—Debían de ser las tres de la tarde…

—¿Dónde? ¿Dónde se han encontrado?

—Al principio estaban aquí —dice el sargento—. En la recepción, pero luego han salido y…

—¿Y qué? —le pregunto.

—Y ya no he vuelto a ver al detective Fujita desde que ha salido con el señor Hayashi.

Por entre las sartenes y las ollas, las teteras y las latas de conservas. Por los callejones y los pasadizos, bajo las sombras y las arcadas. Subo la escalera y cruzo las puertas. Me arrodillo en su tatami. Le hago una reverencia.

—Lo siento —le digo.

Akira Senju elige un mondadientes nuevo. Se lo mete entre los dientes y mastica. Enciende su ventilador eléctrico nuevo en mi dirección y dice:

—Siempre huele usted a cadáveres, siempre huele usted a muerte, detective.

—Lo siento —le repito—. Lo siento muchísimo…

—Me dicen que tiene usted un cadáver nuevo —dice Senju—. Me dicen que están ustedes todos acampados en la comisaría de Atago.

—Sí —le digo yo—. Hemos encontrado a dos jóvenes muertas en el parque Shiba.

—¿Y esas dos jóvenes eran prostitutas? —pregunta.

—Es posible que no —le digo—. Todavía no las hemos identificado.

—No es de extrañar que huela usted a mierda, pues, ¿verdad? —dice él, riendo—. Le hacen trabajar a usted duro, ¿verdad? ¿Cuántas horas al día son?

—Durante una investigación de asesinato, veinticuatro —le digo.

—¿Veinticuatro horas? —se vuelve a reír—. ¡Trabaja usted casi tanto como yo, detective! Pero por lo menos yo trabajo para mí mismo y por lo menos yo cobro bien y por lo menos mis hijos tienen para comer y mis amantes llevan medias de seda y yo no huelo a muerto, cojones…

De pronto Akira Senju deja de reírse. De pronto escupe su mondadientes. Y me dice:

—Dígame, pues, agente, ¿a cuántos detectives tienen trabajando en el caso de esas dos chicas muertas?

—A unos veinte detectives —le digo.

—¿Veinte? ¿Por dos putas muertas?

—No sé si… —empiezo a decir.

—Dígame una cosa, pues, detective, ¿a cuántos hombres tienen ustedes ahí fuera buscando al asesino de mi jefe? ¿Al asesino de verdad? ¿Al hombre que pagó a Nodera para que apretara el gatillo? ¿A cuántos, detective?

Hago una reverencia. Me disculpo.

—No es mi decisión —le digo.

Hago otra reverencia. Empiezo a disculparme de nuevo.

—¡Cállese! —me grita Senju, y luego se pone de pie y dice—: Demos un paseo, usted y yo solos, detective.

Me pongo de pie. Lo sigo. Escaleras abajo. Hasta sus dos matones.

Con sus trajes de color claro, con sus camisas estampadas y sus gafas de sol

Salimos al mercado acompañados de los dos matones.

Al mercado de Senju; el Mercado de la Vida Nueva de Shimbashi

Todos los vendedores de los tenderetes le hacen reverencias a Senju y le dan las gracias mientras él pasea por entre ellos, por entre las sardinas frescas y los trajes de segunda mano, por entre el café y la seda, y todos los tenderetes le ofrecen esto gratis y aquello gratis, haciéndole reverencias y dándole las gracias mientras él les corresponde con asentimientos imperiales de la cabeza o bien con saludos marciales, y todo el mundo está de rodillas, haciendo reverencias y dándole las gracias, postrados sobre sus rodillas maltrechas ante los zapatos de cuero de él.

¡Emperador Senju, Banzai! ¡Emperador Senju, Banzai! ¡Banzai!

Luego él se gira hacia mí y me pregunta:

—¿Tiene usted un nombre para darme?

—Lo siento. Lo siento mucho —le digo. Agacho la cabeza.

—Entonces, ¿para qué ha venido usted, detective?

—Lo siento —le vuelvo a decir—. Lo siento mucho…

—Deje de disculparse —dice Senju—. Y empiece a mirar a su alrededor, a mirar el sitio donde está. Esto es un mercado, agente, donde la gente viene a comprar y vender. Esto es el futuro… ¡Esto es el Nuevo Japón!

—Sí —le concedo yo—. Sí.

—¿Sí? —Senju se ríe—. Pero no tiene usted nada que vender ni tampoco dinero para comprar, detective.

—Lo siento —le vuelvo a decir—. Lo siento mucho.

—Usted es el pasado, detective inspector Minami. —Se vuelve a reír—. Con su olor a muerto y sus cien yenes al mes, sus niños berreando y su amante muerta de hambre…

Agacho la cabeza.

Ahora Senju se detiene frente a un tenderete de kakigôri. Senju pide dos tarrinas con sabor a fresa. El vendedor del tenderete le hace una reverencia. El vendedor se los da a Senju. Le da las gracias a Senju una y otra vez.

Senju me pasa una de las tarrinas a mí.

Hago una reverencia. Me disculpo. Le doy las gracias.

Yo lo maldigo. Lo maldigo

—¿Qué quiere usted en realidad? —me pregunta—. ¿Más dinero, es eso lo que necesita, detective?

Yo niego con la cabeza. Me vuelvo a disculpar. Y por fin le digo:

—Por favor, me hace mucha falta el Calmotin.

Senju deja de reírse.

—Y a mí me hacen mucha falta los nombres.

Fujita. Hayashi. Fujita. Hayashi. Fujita. Hayashi

—Deme usted un nombre y yo le daré su Calmotin.

—Pero ¿cuánto me puede dar? —le pregunto—. De verdad que necesito todo el que pueda darme. Por favor…

—No se preocupe. —Senju se vuelve a reír—. Deme usted un nombre y no le hará falta volver a despertarse nunca.

—Gracias —le digo, una y otra vez—. Gracias. Gracias.

«Manzana roja en mi boca, el cielo azul mira en silencio…».

—Pero no se atreva a volver aquí sin un nombre.

Fujita. Hayashi. Fujita. Hayashi. Fujita. Hayashi

—Gracias —le vuelvo a decir—. Gracias.

—O le prometo que no se volverá a despertar usted.

De Shimbashi vuelvo a Atago. Subo las escaleras que van a la oficina.

Ni rastro de Fujita. Ni rastro de Fujita. Ni rastro de Fujita

Pero Ishida sí que está; Ishida, con la cabeza gacha sobre su mesa de escritorio.

Lo zarandeo. Lo agarro del pelo. Le susurro:

—¿Dónde está el detective Fujita? ¡Venga! ¡Rápido! ¿Dónde está? ¡Dímelo! ¡Rápido!

Ishida niega con la cabeza. Empieza a disculparse.

Lo vuelvo a zarandear. Lo abofeteo.

—¡Dímelo! —le digo entre dientes.

Ishida se disculpa y se vuelve a disculpar.

Los cadáveres se agitan. Los cadáveres se despiertan

Lo aparto de un empujón.

Echo a correr otra vez.

Salgo de Atago y cruzo Shimbashi. Salgo de Shimbashi y cruzo Ginza. Salgo de Ginza y cruzo Hatchôbori. La ciudad se vuelve más y más oscura. Salgo de Hatchôbori y cruzo el río Kameshima. Me alejo del río Kameshima por Shinkawa. Salgo de Shinkawa y cojo el puente de Eitaibashi. La ciudad se vuelve más y más llana, cada vez hay menos edificios. Por el puente de Eitaibashi llego a Monzen-nakachô. Desde Monzen-nakachô paso a Fukagawa, al llano negro y quemado donde una vez estuvo Fukagawa.

¡Bombardeo! ¡Bombardeo! ¡Viene un bombardeo!

El llano quemado interminable donde ya no queda más que una chimenea solitaria por aquí y otra chimenea solitaria por allá; las casas de baños y las fábricas ya no son más que polvo y escombros. ¡Rojo! ¡Rojo! ¡Bomba incendiaria! La carcasa de un hospital, el esqueleto de una escuela, todo lo demás no es más que ceniza y malas hierbas. ¡Corred! ¡Corred! ¡Coged un colchón y arena! Un llano interminable de ceniza y hierbas.

¡Bombardeo! ¡Bombardeo! ¡Viene un bombardeo!

Aquí es donde estaba la casa de Fujita.

¡Negro! ¡Negro! ¡Ya llegan las bombas!

Su casa ya no está. Su familia ya no está.

¡Tapaos los oídos! ¡Cerrad los ojos!

Fujita ya no tiene nada que perder.

Me detengo ante las ruinas de su casa, ante los peldaños de piedra calcinados y el tocón chamuscado del árbol, jadeando y sudando, lleno de picores, y me echo a llorar mientras una ráfaga de viento levanta el polvo espeso y marrón que cubre el solar donde antes estaba su casa y hace repicar las láminas sueltas de hierro de las chabolas vecinas, ahogando el ruido de mis sollozos, de mi grito.

¡Poneos de pie!