• Capítulo XIV •
D:
Llegué a Londres un día y medio después. La noche estaba bien entrada. El tiempo de la cena ya había pasado y la ciudad descansaba.
Tenía que dejar de pensar en Rachel, en su acercamiento, su proposición y su dinero. Su dinero, eso era lo más complicado. ¿Cómo había obtenido el dinero? ¿Podía habérselo dado Baldwin? ¿Había vuelto con Baldwin y por eso sentía culpa? ¿Sentía lástima por mí? ¿Qué sentía por mí?
Me encontré en una estación de posta con mi baúl mirándome desde el suelo. Ambos tendríamos que buscar un lugar donde pasar la noche.
Allí mismo, a unos cuantos pasos, se erguía una posada de exterior desconchado. La humedad parecía correr por dentro de las paredes como sabia de árbol. No podía ser muy cara, a juzgar por el aspecto. Esperaba que no lo fuera; mis recursos eran muy limitados.
Me fui con mis pensamientos lúgubres y una bolsita con pocos chelines a buscar un lugar donde dormir.
A los quince minutos ya me hallaba tendido en una habitación que me costaría un chelín por noche. Esta tenía un mobiliario escaso: un armario ropero, dos sillas y una cama, pero todo estaba limpio. No se podía destacar ningún cuidado especial.
Por lo pronto, agradecía tener un lugar donde pasar la noche. Me pesaban la cabeza, los músculos flacos y hasta los huesos.
Con la cabeza sobre la almohada, imaginé muchas monedas en sacos, monedas cayendo, monedas huyendo, sacos vacíos, vacíos, y todo comenzó a diluirse.
Hasta que me despertó el ruido de dos golpes en la puerta. ¿Ratas? ¿Podían las ratas golpear así? Las que andaban por el castillo no se manifestaban de ese modo.
El sonido se repitió. Tuve que sentarme en la cama, salir de mi estado de duermevela y aceptar la idea de que un ser humano me buscaba.
Encendí el farol, me arrastré hasta la puerta y la abrí.
Una pelliza con capucha de color violeta, adornada con ribetes amarillos, o algo desde el interior de ella parecía mirarme. Solo podía tratarse de una mujer, a juzgar por lo peculiar del atuendo.
—¿Rachel?
La visita se descubrió el rostro y comprobé lo que ya había sospechado.
La tomé del antebrazo y la introduje en la habitación. Aunque estábamos en un lugar aislado, uno jamás sabía quién podía verla o reconocerla, o cómo los comentarios podían correr de aquí hasta allá. Muchas veces me asombraba la relación que existía entre personas que residían en lugares muy lejanos de Inglaterra.
Creo que me llevé las manos a la cabeza y acabé muy despeinado.
—Pero, ¿qué haces aquí?
—Te seguí.
—Eso ya puedo verlo.
Le hice señas para que se ubicara en una de las sillas viejas y desvencijadas que había por allí. Se sentó donde le había indicado. Yo lo hice en la cama, frente a ella.
—Aproveché que mi padre había dejado la casa para visitar a los enfermos. No podía quedarme tranquila en Durham sabiendo que estabas en ese estado de nervios y de economía.
Se levantó, sacó una bolsita de su ridículo y la dejó sobre la cama. Luego volvió a su lugar anterior con toda calma.
—Es mío. Lo he traído desde Durham. —Juntó las manos en el pecho—. ¡Acéptalo, por favor!
Abrí levemente la bolsita con el pulgar y el índice. Si hubieran sido frutas, las habría aceptado, pero eran monedas.
—No es necesario que me entregues tu dinero.
—Yo he sido la causante de tu ruina.
Me acodé sobre mis rodillas y suspiré.
—No, no has sido tú; ha sido Baldwin Loring. Ya hemos hablado de eso. En cuanto al dinero —señalé la bolsa como si allí hubiese algo gestado por el diablo—, ¿cómo lo has obtenido? Las ideas al respecto no me han dejado dormir durante el camino.
Miró en derredor con pena.
—Hasta el sueño te he quitado. —Volvió a dirigirme sus ojos—. Oh, Dugan, no es nada malo. ¿Recuerdas que siempre me gustó diseñar vestidos?
—Sí, lo recuerdo perfectamente.
—Pues ahora diseño para madame Fantin, bajo el nombre de señorita Johnson, y recibo buena paga por ello.
Aquella declaración parecía sincera, y me tranquilizó.
—¿Quién es madame Fantin?
—Es una modista francesa, considerada la mejor de las radicadas en Londres.
Asentí.
—Me alegra que el dinero no tenga nada que ver con Baldwin Loring.
Rachel se sacudió en su silla de manera nerviosa.
—Cómo pudiste pensar… Baldwin Loring… de ninguna manera… ¿Qué has creído de mí?
Se puso de pie. Su mirada no era la de una persona arrogante, sino la de una mujer herida en su orgullo.
Yo también me paré.
—Rachel, llevo mucho tiempo sin saber qué pensar. Desde algún momento indeterminado, desde hace unos meses, nuestras vidas parecen estar rodando ladera abajo; hacia dónde, no lo sé, pero tiene aspecto de precipicio. ¿Qué nos pasó?
Se pasó una mano por las sienes. No pude comprobar si lloraba; la iluminación era mala.
—Nos hemos perdido. No logramos encontrarnos.
—Quizás sea eso, o quizás sea que te has dejado convencer por una gran cantidad de palabras bonitas que no iban a ninguna parte.
—Sí, he sido una idiota. —Alzó la mirada hacia mí, otra vez sin arrogancia—. En lo único que te equivocas es en decir que no iban a ninguna parte. Tenían un fin bien determinado, pero yo lo confundí.
Se hizo un largo silencio entre los dos. Me debatía entre callar o preguntar lo que deseaba saber. Me decidí.
—¿Sigues enamorada de Loring?
—¡No! —contestó, y temí que su grito despertara a los demás inquilinos, porque las paredes parecían estar hechas de papel encolado.
Temblaba. Sus manos, su mentón. Era leve, pero perceptible. Sin saber cómo, había tocado alguna fibra sensible.
Se acercó a mí y me apretó en un abrazo fuerte. Era la primera vez que la tenía tan cerca. La estreché. No podía reaccionar de otra manera; había deseado aquello durante demasiados años.
Su cabello olía a tierra, café y guisado de posada, al igual que yo. Había recorrido todas esas millas siguiéndome para darme lo único que tenía. Era probable que su reputación volviera a salir herida, y sin embargo estaba ahí, abrazándome, a mí, que no me sentía nada especial en el mundo.
Comenzó a sollozar sobre mi pecho. Estreché más el abrazo, pensando que con eso podría contenerla. Luego su respiración comenzó a aquietarse.
Me separé un poco, le miré el rostro cubierto de lágrimas y se lo limpié con las manos. Le sonreí y me contestó con el mismo gesto.
—Han sido muchas emociones en poco tiempo. Creo que debemos dormir —le dije.
—Sí, tienes razón, pero acepta el regalo, por favor.
—No, no lo haré. —Tomé la bolsa y la dejé en sus manos—. ¿Estás alojada en la posada?
—Así es, en una habitación del piso superior.
—Puedo acompañarte, pero te expondrías si lo hago.
Miró hacia la puerta como si detrás se encontrase un dragón enorme.
—¿Puedo quedarme aquí?
Miré la pequeña cama, en la que no hubiésemos cabido ni mi gato y yo.
—No soy muy grande. Puedes dormir a mi lado. Temo mucho dormir sola en la otra habitación.
—De acuerdo —le dije.
Me lancé a la cama, me puse de lado y le di la espalda. Era la única posición que nos permitiría entrar a los dos.
—Buenas noches, Rachel.
—Buenas noches, Dugan —me contestó; luego susurró más cerca de mi oído—: Gracias.
* * *
R:
Me había dejado dormir a su lado. Me sentía protegida, a pesar de que me diera la espalda, lo que supuse que hacía por respeto hacia mi intimidad y porque de otro modo no hubiésemos cabido en la cama. La estrechez del lecho nos obligaba a contactar.
Nuestras espaldas estaban pegadas. Su calor traspasaba mi camisa de dormir. Nuestros pies también se rozaron en algunos momentos de la noche, aunque él tenía medias y yo estaba descalza. Se había acostado tal como me había recibido: con su camisa, sus pantalones y sus medias. Me hubiera gustado ver más: vislumbrar algo de su pecho, un brazo desnudo, algún músculo de sus piernas. Haciendo escaso uso del pudor que me habían inculcado, me alegré de que no pudiera leer mi mente.
Al otro día me despertó apoyándome apenas las yemas de los dedos sobre la mano. Ya estaba vestido. Me dijo que tenía que marcharse, que le urgía averiguar sobre el asunto de sus inversiones.
—Por favor, déjame acompañarte —le dije, y salté de la cama en camisa de dormir.
Retrocedió y respiró con dificultad, como si se enfrentara a un perro rabioso. Luego me di cuenta de que yo había actuado de modo indiscreto. Corrí hasta la pelliza y me tapé con ella.
—¿Esperarías a que me cambie para que pueda acompañarte? Juro que lo haré rápido.
—De acuerdo —me dijo.
Comenzó a caminar hacia la puerta.
—¡No! ¿Podrías quedarte? Me aterra la soledad en este lugar. Hay muchos hombres solteros.
Al principio se mostró dubitativo; después asintió.
Se giró para observar la vida de Londres desde la ventana de la habitación. O para evitar mirarme.
Pero un vidrio es un vidrio, y se podía jugar con los reflejos. Creo que en algún momento me habrá mirado, especialmente mientras me colocaba el corsé, porque su inquietud era evidente en el acto de tamborilear los dedos sobre el vidrio y bambolear la rodilla derecha como si la tuviese floja.
Le pedí que me contara sobre el asunto que le preocupaba mientras yo me peinaba.
—Creo que he sido estafado en una inversión. Si es así, he perdido todos los ahorros de mi vida. Esto, considerando además mi situación laboral, me vuelve casi un paria.
—No hables así de ti. No me gusta —le reñí.
Me pareció escucharlo sonreír.
—Ya estoy lista, Dugan. Hagamos lo que tengamos que hacer.
Se giró hacia mí.
—Sabes que no puedes andar sola por Londres con un hombre que no sea tu pariente cercano.
—Puedes presentarme como la señora Craig. ¿Quién sabrá que soy tu amiga? —Me encogí de hombros—. Ya no importa, Dugan. Mi reputación ya está enlodada.
No insistimos en el tema. Acordamos encontrarnos en la calle.
Salió primero de la habitación. Yo bajé más tarde. Me esperaba a una cuadra de la posada, según el plan. Nos reunimos y nos dirigimos hacia Lombard Street, donde decía que tenía domicilio la casa de inversiones que lo había estafado.