• Capítulo VII •

D:

Aquella mañana habíamos cabalgado con Neil hasta la posada del administrador de correos local, donde entregamos la carta en la que viajaban los últimos poemas que mi hermano había vendido.

Al salir nos encontramos con un pueblo animado, de actividad frenética. A esa hora todos parecían estar entre apurados y enérgicos. Los hombres se quitaban el sombrero con gestos distinguidos al pasar junto a las damas, pero no se detenían. Las muchachas, cubiertas por sus sombrillas y tomadas del brazo, caminaban con pasos rápidos y señalaban a las vitrinas de las diferentes tiendas.

Nuestro regreso transcurría en silencio. Neil me había hecho notar durante el camino que me mostraba muy callado. No tenía ganas de comenzar un diálogo.

Todo se mantuvo así hasta que la señora Robards nos distrajo. La vi desplomarse frente a nosotros, como si fuera una muñeca hechizada que de repente hubiera perdido el alma.

Neil, más rápido de reflejos que yo, corrió hasta ella y la levantó con suavidad. Luego le dio pequeñas palmadas en las mejillas para que reaccionara. La gente comenzó a agolparse en torno nuestro.

La señora Robards se despertó al momento. Dijo algo entre dientes sobre sus hijos, algo que no se entendía bien. Su debilidad era evidente. Neil me preguntó si sabía dónde vivía y le respondí que sí.

La subió a su caballo con paciencia y cuidado, y fuimos hasta la humilde vivienda de la mujer.

Allí el escenario era casi devastador. La pobreza se había comido todo: las vigas del techo estaban por caer sobre la cabeza, parcialmente podridas y llenas de telarañas; sobre las capas de tierra del piso se podían plantar lechugas; y los niños se rascaban las cabezas sucias, con aspecto de hambre y abandono.

La mujer ingresó en su hogar y abrazó a dos de ellos. Los otros dos, mayores, la miraron, más distantes, y le preguntaron si se encontraba bien. Ella asintió, con un gesto en el que pretendía ocultar su dolor.

Rachel ya me había dicho hacía tiempo que la señora Robards estaba muy enferma y que los doctores no sabían si algún día se recuperaría.

Neil le ofreció que se mudaran al castillo durante unos días, hasta que ella pudiera restablecerse para cuidar de los niños, tal era la impresión que aquel lugar le había causado.

Ella lo pensó durante un momento. Volvió la mirada hacia sus hijos, quizás debatiéndose entre soportar la caridad o dejar que todo empeorase. Aceptó.

Los recién llegados fueron prontamente atendidos por Daphne y Neil. Él se ocupó de bañar a los niños y ella a las niñas. Como solo había una tina, el proceso tuvo que hacerse por tandas. Los pequeños parecieron disfrutarlo mucho.

Ese día comieron en grandes cantidades; todos excepto la madre. Ella conservaba los movimientos débiles y los ojos apenas abiertos, como si vivir le costase.

Neil le ofreció llamar al cirujano del pueblo, aunque sabía que eso le costaría más de lo que podía pagar. Ella le agradeció y se negó, contestando que ya sabía cuál era la enfermedad que padecía.

Al día siguiente, muy temprano, Rachel se presentó en casa. Llevaba un vestido de tela a cuadros que me pareció discreto para sus gustos. Estaba acompañada por dos grandes canastas llenas de víveres. No podía imaginar cómo las había traído. Supuse que algún sirviente del padre le había ayudado. Neil me pidió que la presentara, puesto que se trataba de mi amiga.

Ese día Rachel conoció a toda mi familia. La observé con atención. Me pareció que se había asustado menos de lo que yo había temido.

Luego pasamos a la sala, donde se encontraban nuestros invitados. También estaba allí Rebecca, que jugaba con los otros niños.

—Oh, señora Robards, ¡cuánto lamento lo que pasó!

Se dieron un apretón de manos.

—Te preocupas mucho, muchacha. Eres muy joven para preocuparte tanto —le respondió la mujer, haciendo acopio de fuerzas.

La relación entre Rachel y la señora Robards mostró ser muy estrecha. Me mantuve cerca, entretenido con los niños.

A los pocos minutos Lazarus se acercó a la señora Robards y se frotó contra su vestido. La mujer lo levantó y lo puso en su regazo. El gato comenzó a recibir mimos de las dos damas.

—Este pícaro debe ser Lazarus —dijo Rachel.

—Así es —acoté.

—¿Por qué Lazarus? —preguntó Rachel.

—Porque cuando lo encontré estaba muy herido, casi muerto. A pesar de que lo curamos, no pensábamos que fuera a sobrevivir. Se puede decir que volvió del otro lado.

Ambas mujeres me miraron con ternura, para seguir prodigando su cariño a mi compañero felino.

Concluida la visita, acompañé a Rachel a la salida.

* * *

R:

Fingía mirar la sala. Me asombró el patrón rojo con el que habían empapelado las paredes, que encontré de buen gusto. Me asombró el alto techo del castillo, muy superior al de la casa de la vicaría. Pero lo miraba a él.

Lo vi transformado en otro niño, y aunque no sonreía como antes, mostraba entonces un Dugan que yo no había conocido.

Incluso había estado dispuesto a dejar el sofá y arrastrarse para jugar con los pequeños soldados de peltre de uno de los Robards. La colección se veía escasa, pero usaban el ingenio para darle vida. Dugan había construido una línea de defensa a la vera de la chimenea de mármol negro del lugar. Lo encontré entonces familiar, cercano, humano, y hasta un tanto paternal.

Aunque siempre supuse que era un hombre tímido, no creí que el grado de confianza con sus acompañantes pudiera cambiarlo tanto. Era otra persona en su entorno familiar.

Los niños parecían ser la excepción a su regla: confiaba en todos ellos. Me pareció que aquello era de hombre sabio.

Cuando mi visita hubo terminado, me acompañó en silencio hasta la salida del castillo de los McKay.

Caminamos en el exterior hasta un ala derruida. Me contó que el castillo había cobrado nueva vida desde la llegada de Daphne, la esposa de Neil McKay. Luego seguimos hasta mi caballo.

—En un momento en que se silenció la conversación con la señora Robards, escuché a tu sobrina hablar de algún ritual que harían esta noche. ¿O lo he imaginado? —le dije, mirándolo con los ojos casi cerrados, porque las nubes se habían hecho a un lado y los rayos del sol del mediodía rebotaban en las piedras del camino.

—Sí, es un ritual que los escoceses realizamos a veces en Halloween.

—Solo conozco un poco de esa celebración. ¿Y en qué consiste el ritual?

—Es un entretenimiento. Si un hombre o mujer tiene muchas parejas potenciales y no puede decidirse entre ellas, asigna el nombre de cada una a una nuez, y lanza los frutos al fuego. La nuez que arda durante más tiempo y con más brillo será la que represente al compañero o compañera más fiel.

—¡Qué interesante! El destino hablando a través de algo que parece azaroso. Quizás funcione… Lo haré esta noche, sin que mi padre me vea, para saber si debo seguir ilusionada con Baldwin; luego te contaré el resultado.

Lo miré con el rostro divertido, pero el suyo era neutro, como si sus pensamientos estuvieran ocultos tras un biombo. Tenía la cabeza ligeramente ladeada, lo único que le daba un aspecto un tanto más amistoso para conmigo.

—Si crees en las nueces…

Me saludó con una inclinación cortés, yo hice una reverencia, y nos separamos. No pude asimilarlo hasta que estuve a mitad de camino entre el castillo de los McKay y la casa de la vicaría.

Dugan nunca antes me había mostrado esa frialdad. Algo tenía que estarle ocurriendo a ese muchacho.

Esa noche, en casa, realicé el ritual con las nueces. No fue fácil convencer a papá de que las comprara, porque no le gustaban especialmente ni era común que las comiésemos en casa.

Mi padre por fin se retiró a dormir. La ansiedad hizo que sintiera que las horas pasaban lentas. No perdí más tiempo. Puse los nombres a los dos frutos secos escogidos: llamé Baldwin a una, y a la otra, aunque no me lo explicaba, Dugan.

Las lancé al fuego de la chimenea, ambas al mismo tiempo. Dugan se consumió allí mismo donde había caído. Baldwin se incendió en una pequeña llamarada, vibrante y hambrienta de aire, y tardó mucho más en apagarse.

Miré al fuego y resoplé.

* * *

D:

Esa tarde la señora Robards dijo que ya se sentía mejor y nos pidió que le permitiésemos regresar a su hogar. Llevamos con Neil todos los víveres que le había dejado Rachel, más unas conservas de vegetales que sumamos nosotros.

La mujer se deshizo en agradecimientos, que Neil tomó con disgusto y seriedad. Solía comportarse así cuando la gente se mostraba agradecida con él.

Habíamos terminado de cenar y estábamos sentados, formando un arco, alrededor del fuego de la sala. Rebecca no olvidaba lo del ritual de las nueces. Neil había estado contándoselo con todo detalle durante el desayuno, y los niños son muy amigos de los rituales mágicos. Había comenzado una pequeña discusión al respecto entre ellos. Cuando se callaban, podía oír el pasar de las páginas del libro de Daphne.

—Pero con tu madre estamos casados, y tú eres muy pequeña para tener pretendientes —le dijo Neil a Rebecca.

La niña estaba sentada sobre el suelo. Se cruzó de brazos y sacó los labios hacia fuera. Lucía un vestido blanco, similar al de su madre, de corte sencillo, que acentuaba el rojo de su melena. Me pregunté cuántas cintas, flores y ribetes le agregaría Rachel de tratarse de su hija.

—Solo podremos jugar si es que tu tío quiere —dijo mi hermano, y me miró.

—Oh, no, Neil —le dije yo, sacudiendo con la mano supuestos insectos invisibles, que no eran más que metáforas del disgusto que me estaba causando.

El viejo Lazarus, que descansaba en mi regazo, no se mostró contento con que dejara de acariciarlo para desperdiciar mi mano en aquel gesto.

—¿No tienes al menos dos jovencitas interesantes con las que podamos nombrar a las nueces? —preguntó Neil.

Daphne me miró. Suspiró. Se dio cuenta de mi tensión. Miró entonces a mi hermano, con un gesto de reprimenda que lo decía todo. Slade y Aiken prefirieron no interferir y siguieron charlando entre ellos.

—La niña quiere jugar… —se explicó Neil, en un tono tan infantil y tan poco suyo que nos dejó un tanto asombrados, y continuó—: Bueno, yo nombraré a las nueces, ya que tu tío no quiere jugar. Pero tú, pequeña —le tocó la punta de la nariz con su dedo—, debes guardar silencio sobre estos dos nombres. ¿Es un trato?

—Es un trato —respondió la niña, extendiéndole la manito, que él se apresuró a estrechar.

Me crucé de brazos y fingí mirar hacia otro lado.

—De acuerdo. Esta se llama Rachel, y esta otra… —me miró, divertido— supongamos que se llama Amelia. La que más arda será aquella con la que deberá comprometerse tu tío.

—Lánzalas, lánzalas, papá —dijo la niña, que se había puesto de pie. Las llamas se reflejaban en sus pequeños ojos celestes, húmedos por la emoción.

Neil lanzó las dos nueces a un tiempo, pero a distintos sectores de la chimenea. Sobra decir que no conocíamos a ninguna Amelia.

Me puse de pie de repente. Lazarus debió pegar un salto al suelo. Me incliné frente al fuego. Me cubrió una mezcla de ira y espanto. El sonido del crepitar de las llamas parecía calarme los oídos.

Rachel no había ardido.

Neil acercó a su hija hacia su hombro.

—Parece que tu tío deberá quedarse con Amelia.

Ella hizo un sonido de duda.

—Pero la señorita que hoy nos visitó no se llama Amelia, sino Rachel.

Mi cuñada alzó los ojos al cielo.

Yo le apunté a mi hermano.

—¿Ves lo que logras?

—Es solo un juego, Dugan —me dijo con su tono más calmo de voz—. Nadie se lo toma en serio. —Miró a su hija y le apuntó con el dedo—. Tú tampoco debes tomarlo en serio. Nadie en su sano juicio elige a su cónyuge basado en estas cosas.

—Sí, papá.

—¿Te das cuenta? —me dijo Neil—. La niña ha entendido. ¿Entiendes tú que es un juego?

Me volví a sentar, resoplando como gato encerrado.