• Capítulo X •
D:
Estaba claro desde un principio, aunque yo no lo hubiera pensado así. El chisme debía combatirse con chisme, hasta que todo quedase hecho un solo embrollo donde no se pudiera distinguir lo falso de lo cierto.
Ese día, luego de terminar mis cuentas en una hacienda vecina, me dispuse a intentar encontrarme de «casualidad» con las señoras y señores más entrometidos del pueblo. Todos los conocíamos: eran aquellos que siempre tenían algo que decir sobre la vida de los demás y poco sobre la propia.
Logré hablar con cuatro de los cinco chismosos más importantes. La quinta, que era la misma señora Forbes, no estaba dentro del listado de gente a «toparme».
Había desarrollado la historia con mucho detalle y antelación, primero en mi cabeza y luego en un papel. La había memorizado. Todos escucharon el mismo relato. Pude ser muy consistente.
Yo iba hacia la parroquia, a pedir un favor al señor Stewart, cuando me encontré con la escena de Baldwin Loring y la señorita Stewart. Discutían en voz tan alta que hasta yo podía escucharlos. Se encontraban muy distantes entre ellos, como vi claramente al usar mi monóculo. Mi ángulo de percepción era mucho mejor que el de la señora Forbes, y mi instrumento óptico también contaba como ventaja. Era lógico que la visión de la dama, disminuida por la edad avanzada, le hubiera hecho malinterpretar las distancias. Los jóvenes peleaban por algo tan intrascendente como quién tenía las mejores manzanas, si la tierra de los Loring o la gleba de la vicaría. Les comenté que esto tenía sentido, porque la señorita Stewart se encontraba muy orgullosa de sus tartas de manzana, a las que consideraba las mejores de Durham, y quizás de toda Inglaterra. Para finalizar, les hice entender que yo había observado incluso la despedida entre el señor y la señorita, que se miraron con desdén porque no habían llegado a un acuerdo sobre los mejores manzanos.
No supe cuánto había logrado que me creyeran, pero sí sabía, porque los conocía, que cuchichearían entre ellos, que intercambiarían ideas y detalles.
* * *
D:
Había pasado una semana y Neil entró a paso apresurado en la biblioteca, donde yo trabajaba sobre algunas cuentas.
—Acaba de llegar de visita la señorita Stewart —dijo, poniendo pose de dama que carga una canasta—. Ha traído manzanitas —dijo, imitando la voz de su hija.
Esa personalidad paralela a la del otro Neil emergía solo cuando estaba muy contento. Yo lo estaba más, por lo que dejé al momento mi pluma y me dirigí a la sala.
Él caminó a mi lado. Me susurró que la noche anterior había quemado una cuartilla que tenía una historia que se titulaba «cuento de las manzanas». Me aclaró que debía guardar mejor los escritos y que debía agradecerle por todos los años en los que me había entrenado en composición de historias.
Cuando entramos en la sala, Rachel se puso de pie y nos saludamos. Me dedicó su mejor sonrisa; la mejor que me había dedicado hasta el momento, al menos.
—He venido a agradecerte, Dugan. Sé que la nueva versión sobre lo ocurrido junto al gran roble ha partido de ti. Como a mi padre le han entrado dudas, ahora me ha dejado volver a visitar a los pobres, y aproveché la oportunidad para venir.
—O sea que estabas realmente presa… —le dije, sin cuidar demasiado mis palabras.
—Algo así.
—No hay nada que agradecer. Yo solo hago honor a la verdad —le dije.
Neil miró por la ventana, supongo que para ocultar que estaba riendo. Daphne compuso con esfuerzo una pose seria.
—A modo de agradecimiento, les he traído las mejores manzanas de la gleba.
—Seguramente mejores que las de Loring —le dije.
Me miró con una mezcla de agradecimiento y cariño.
La conversación continuó sobre cuestiones superficiales. Aunque pretendí acompañarla en soledad hasta la salida, ella pidió que Daphne también lo hiciera. Su padre le había exigido tener siempre una carabina a su lado. Mi cuñada tomó a la pequeña Rebecca de la mano y nos acompañó.
Daphne se adelantó lo suficiente para permitirnos hablar en voz baja.
—He sido tan idiota, Dugan.
No le contesté. Llevaba los brazos cruzados en la espalda y la vista clavada en el suelo empedrado. Entonces me acordé de las palabras de mi hermano y enderecé mi posición.
Ella me miró, intrigada, como si no reconociera ese gesto en mí.
—De verdad le creíste que era un sentimental —dije, como un pensamiento en voz alta.
Seguí a mi sobrina con la mirada. No quería contemplar a Rachel.
—Sí, así fue. Pero no pasó nada de lo que creen.
—No debes darme explicaciones —le dije, cuando ya llegábamos a su caballo.
Daphne se fue a dar vueltas por los alrededores, observándonos cada tanto.
Rachel tomó las riendas que le entregaba Slade y se paró frente a mí. La posición no me daba más alternativa que mirarla.
—Espero que me perdones. Siempre te estaré agradecida.
—No tiene importancia. Recuerda que dijiste que éramos como hermanos.
Hizo un gesto de negación.
—Sé que no estuviste cerca cuando ocurrió aquello con Baldwin —me dijo, en algo que era apenas un susurro.
—Eso es lo de menos. Causó el efecto buscado, que era el ruido.
Se instaló entre nosotros un breve silencio, destacado por el silbido del viento frío que soplaba desde el nordeste.
—Elegí tan mal —dijo ella.
—En eso tienes razón.
Pedimos a Daphne que sostuviera su sombrilla y le ayudé a subir al caballo. Volvió a cubrirse del supuesto sol, que en realidad se escondía tras un puñado de nubes.
—Adiós, señora McKay. Adiós, Becca. Adiós, Dugan, gracias por todo.
—Adiós. Y deja de pelear contra ese lunar junto al ojo. Es hermoso.
Ella giró el rostro. Quizás quería comprobar que yo realmente había dicho eso.
Daphne me miró como si no me conociera. Rebecca se rio de mí.
Sonreí con satisfacción. Quizás Neil también lo habría hecho si me hubiese escuchado.
* * *
R:
Me sorprendió mucho cuando la señora Robards me lo dijo, pero Baldwin Loring se estaba dejando ver entre los pobres. Aquello tenía que ser una novedad en nuestro pueblo, donde no ocurrían muchas cosas diferentes.
Esto me hizo suponer, durante algunos días, que quizás Loring se hubiera arrepentido de haber jugado conmigo. Me gustaba pensar que a veces me equivocaba en los juicios sobre las personas, aunque fuera el segundo o tercero diferente que colocaba sobre la misma cabeza.
No lo pude acabar de creer hasta el día en que nos encontramos en la casa de la señora Robards. Yo me marchaba; mi visita había concluido ya. Él llegaba con un sirviente, cargado de costales que parecían contener harina.
El espacio de tiempo para poder conversar fue breve. Duró lo que tardé en caminar alejándome y su sirviente en arrastrar los costales hasta el interior de la vivienda familiar.
—Debe disculparme, por favor, yo no quería… —Me extendió un brazo e hizo caer la línea de sus cejas.
—Lo que yo no quiero es volver a verlo. Jamás.
—Ese Craig le ha mentido. Solo dígame si me equivoco o no.
No le contesté. Hui de él a la velocidad que mis piernas me permitían.
Creo que la señora Robards lo notó, porque emergió por la puerta de su hogar para pedirle a Loring que por favor pasara a su humilde casa. Lo hizo en un tono que era casi una orden, disparatado para alguien de su clase.
Creo que la señora Robards me quería, sabía el daño que había sufrido y deseaba protegerme.
* * *
D:
Supe de ese encuentro, aunque lamentablemente no podía conocer sus detalles. El muchacho que había transportado los víveres hasta dentro de la casa de la señora Robards no tardó en contar su visión del incidente a Edward. El camino de la noticia hasta mi oído fue entonces corto.
—Un muchacho que acompañó a Baldwin hasta la casa de los Robards comentó que Rachel y mi hermano habían tenido un nuevo intercambio de palabras. Ella se veía muy nerviosa, según contó. También dijo que no pudieron continuar porque fueron interrumpidos por la señora Robards, a la que parecía disgustar el coqueteo frente a su casa.
—No lo puedo creer… después de todo lo que sufrió.
—Ten en cuenta que esta es una versión muy confusa de un testigo poco informado.
—Sí, claro, Loring. ¡Como lo enredas todo con tu dialéctica de abogado!
* * *
R:
Yo conocía la amistad que unía a Dugan con Lazarus. Nunca le había preguntado dónde se recostaba el felino, pero me pareció que llevarle una yacija sería una buena manera de recuperar parte del cariño de Dugan.
Tomé recortes de tela que habían sobrado de la confección de mis vestidos y creé una pequeña habitación con forma de cueva, donde pudiera sentirse abrigado. Para dar un toque de ternura, coloqué dos moños azules a los costados, cual si fueran orejas. Me pareció que el resultado era muy simpático.
Ese mismo día lo llevé a Dugan. Me presenté en el castillo de los McKay pidiendo realizar una visita a la señora. De ese modo me aseguraba de que Daphne estaría presente, haciendo las veces de carabina.
El tiempo estándar para una visita de rutina estaba por terminar y Dugan no llegaba. En cualquier momento tendría que finalizar con naturalidad la charla y marcharme, o podría ser considerada descortés. También se me pasaba por la cabeza que tales normas, que siempre me preocupaba por cumplir, solo podían ser consideradas por mí, pero de ninguna manera por los McKay, gente poco afecta a las convenciones.
Entonces entró en la sala. Recuerdo el cabello algo despeinado, unos zapatos viejos y una chaqueta gris oscuro con poco estilo. A pesar de ellos, ese día lo encontré más interesante, como si hubiera crecido o se hubiera vuelto un hombre de repente.
Levanté el regalo y se lo entregué.
—Buenas tardes, Dugan. He traído un regalo para Lazarus.
Lo sostuvo en sus manos y lo miró, entre azorado y entretenido.
—Gracias. Eres muy amable —dijo.
Lo colocó en el suelo y Lazarus se acercó a olerlo, pero no tuvo intención de ingresar en él.
Dugan tomó al animal con suavidad y lo colocó en su nueva cama, pero el gato saltó más rápido que si el piso hubiera estado hirviendo.
Miré al suelo, avergonzada.
—Ya se acostumbrará —me dijo Dugan—. Es un gato viejo y tiene sus mañas.
A pesar de que se sentó en la sala con nosotras, y de que participó en algunas conversaciones, parecía dispuesto a estar callado.
No, Dugan ya no era el mismo de antes. ¿De antes de qué? Tampoco podía respondérmelo con seguridad.
Daphne fue llamada a gritos por su hija, que acababa de terminar de hacer alguna travesura en una habitación lateral. Nuestras miradas se encontraron.
Sus brazos descansaban, calmos, al costado de su cuerpo. Sus ojos, más celestes por la influencia del sol de la tarde, pestañeaban a ritmo regular mientras me miraban. Nada en él parecía decirme que me alejara y, sin embargo, estaba distante.
—Extraño mucho nuestras conversaciones a solas —susurré.
No sé si asintió o me pareció que asentía. El movimiento del rostro fue milimétrico. No quiso continuar con esa conversación.
—¿Me has extrañado también? —le pregunté, aunque debí juntar mucho valor para decir aquello.
Se mordió el labio superior.
—¿Puede ser, Rachel, que te sientas tan despechada por el trato que Baldwin te ha dado que estés buscando algún hombro masculino en el cual descargar tu llanto? —su voz apenas se oía, pero las palabras fueron pronunciadas con una dicción pulcra y un espacio pasmoso entre una y otra—. ¿Puede ser que el más cercano de esos hombros sea el mío?
Me sentí una persona sucia. ¿Realmente estaba haciendo eso? ¿Qué quería de Dugan? Era algo que todavía no estaba claro para mí. ¿Cómo podía responderle?
—No me acerco a ti por considerarte un objeto útil —contesté.
Creo que Daphne escuchó la frase final, porque estaba ingresando de nuevo a la sala mientras la pronunciaba, pero hizo de cuenta que no la había oído.
Decidí terminar la conversación allí, aunque ya no fui capaz de volver a sonreír. Las ilusiones con las que había ido a visitarlo se habían deshecho ante las palabras de Dugan, como castillo de arena bañado por una ola.
Tenía que evaluar mejor mi comportamiento, tenía que encontrar mis respuestas. Entonces solo sabía que el mundo parecía un lugar más cálido cuando lo tenía cerca.
* * *
D:
Cuando me lo dijo, no lo podía creer.
Había ido, como cada mes, a entregarle los balances de sus actividades y el dinero que había recolectado de sus inquilinos, pero ese día había en él algo diferente, o quizás más sincero y descubierto que el resto de los días. Tal vez era más Baldwin Loring que nunca.
No se levantó siquiera a saludarme. Me indicó con un gesto que dejara la recaudación sobre su gran escritorio. Después cruzó los brazos, se afirmó bien en su nueva silla principal y me miró como si con ello pretendiese petrificarme.
Tomé la cinta negra que llevaba al cuello, de la que colgaba mi monóculo, para calmar mi ansiedad.
—Ahí están sus honorarios —me dijo, haciendo volar una bolsa con dinero sobre el escritorio. Fue a parar a la silla que se encontraba al frente, la que yo no había tomado porque no me había sido ofrecida.
Tomé el dinero y lo guardé en un bolsillo interno de mi gabán.
Ya estaba dispuesto a marcharme sin saludarlo cuando comenzó con su intento de interrogatorio.
—¿Tiene usted una relación muy estrecha con la señorita Stewart?
También me crucé de brazos. Quería demostrarle que no estaba ni más abierto ni de mejor humor que él.
—Soy el administrador de sus fincas. Lo que haga o no con mi vida personal creo que no le incumbe.
Se puso de pie, descruzó los brazos, colocó la mano derecha en forma de araña y asentó al insecto sobre su escritorio. Puso los labios en forma de o, y por un momento creí que se veía mucho más estúpido de lo esperado.
—La señorita Stewart ha cambiado su comportamiento conmigo, y creo que su relación con ella puede tener mucho que ver. Se dice que usted nos vio durante el encuentro en el campo que tantas ampollas causó a los más recatados, pero yo no recuerdo haberlo visto. También sé que la señorita ha visitado el castillo. No crea que usted es el único que cuenta con medios para enterarse de las noticias personales de los demás.
—No me interesan las teorías de espías que usted haya podido imaginar. Si no tiene nada que decirme con respecto a mi desempeño laboral, me marcho enseguida.
Descrucé los brazos, y ya estaba por girar hacia la puerta, cuando me espetó:
—Márchese, pero hágalo para siempre.
—¿Cómo me dice?
—Que yo no quiero espías por aquí, entre los míos. Usted era un hombre de mi confianza, y esa confianza ha sido violada.
Cruzó los brazos otra vez y apoyó una cadera contra su escritorio.
—El contrato entre nosotros está acabado. Buscaré un nuevo administrador.
Me froté el mentón con el dedo índice, como si me picara mucho. Sin duda, en algún lugar de mí algo me picaba mucho. El deseo reprimido de lanzarle un puño a la cara, quizás.
—No puedo expresar cuánto me alegra esta noticia —le dije por fin.
Sacudió su mano delante de mí, como se haría con un animal que quiere correrse de un salón, para indicar que no deseaba verme.
Aunque el cese de esa relación contractual representaba una pérdida importante en mis ingresos, abandoné Windy House con una sonrisa de satisfacción.
Sabía que eso debía ser así.
Ahora tenía otro problema. Debía buscar nuevos clientes que pudieran compensar la pérdida económica que había sufrido; debía hacerlo por mí y por toda mi familia.