• Capítulo VIII •

R:

Mi padre no dejó de insistir en que debía hacer una tarta de manzanas, de esas que me salían tan bien, y llevársela como regalo al señor Loring, como una muestra de agradecimiento por el gran muchacho que había conseguido como cura. Respecto a este, yo solo lo había tratado al pasar, pero parecía tener un comportamiento adecuado y ser servicial.

No deseaba hacerlo, pero tampoco tenía una buena excusa, por lo que accedí.

Los manzanos se alzaban en el borde de la gleba que el beneficio de papá nos había asignado, por lo que debí caminar mucho para llegar a la zona de recolección. La vista merecía la pena. En el verde campo abierto, con el césped oscurecido por la temporada de frío, los pocos manzanos se veían a la distancia como grandes hojas atestadas de mariquitas.

Me dediqué durante varios minutos a observar el color y humedad de las manzanas, en busca de las más maduras. Nuestro clima, de mucha lluvia y sol leve durante el verano, hacía sufrir a los manzanos. Nuestra producción no era muy abundante, pero por ello mismo el sabor tendía a concentrarse.

Cuando ya tenía observadas las cinco mejores manzanas del árbol, me dispuse a arrancarlas con suavidad, una a una. Me encontraba en ello cuando una forma en movimiento, de color homogéneo con el entorno, se apareció junto a mí. Solo lo vi por el rabillo del ojo y lo reconocí por la violencia del desplazamiento; no podía tratarse de una oscilación de las ramas producida por el viento.

—Perdóneme, señorita Stewart.

Se trataba de Baldwin, que llevaba una chaqueta de terciopelo verde. Estaba vestido de modo muy elegante. Me extendió un ramo compuesto por cinco rosas blancas.

—Sé que me comporté mal con usted. Mi ausencia en nuestra primera cita es imperdonable. No fue mi deseo que ocurriera así.

—Buenos días, señor Loring —le dije, sin mirarlo siquiera, y seguí con la recolección de manzanas.

Se acercó más, tanto que comencé a sentir su aliento pegándome en el cuello.

—¿Se encuentra enojada?

Me aparté de él y lo miré a la cara.

—¿Debería estarlo?

—Sí, debería. La entiendo perfectamente, pero perdóneme, por favor. Tuve un asunto respecto a mi hermana mayor que requería de mi ayuda urgente. Se trataba de un hombre que se estaba comportando con ella de modo poco caballeroso.

Me llevé una mano a los labios.

Me miró con los ojos abiertos y expectantes, y luego me extendió el ramo.

—Son para usted: las más bellas de Windy House.

Las tomé con algo de reticencia.

—Gracias.

Nos miramos y permanecimos un tiempo en silencio. Luego observé el interior de la canasta; la cantidad de manzanas era suficiente para realizar la tarta.

—¿No me dirá nada más? —me preguntó.

—Sí, le diré «que tenga un buen día», señor Loring.

—Buen día —respondió.

Parecía confundido. Hice una inclinación y lo dejé.

Esa misma tarde tuve que asistir a Windy House acompañada por mi padre, quien cargó la canasta con la tarta.

Edward nos recibió. Nos dijo que Baldwin estaba indispuesto, aunque no se nos dio mucho detalle al respecto. Las señoritas Loring se hallaban también de visita, por lo que no pudieron cumplir con la costumbre de recibir a las propias.

Me pareció una vez más que era Edward un hombre serio pero cercano.

Mi padre se mostraba parco en las conversaciones, a diferencia del calor con el que se movía en los monólogos, por lo que decidí intervenir en lo que me fuera posible.

Windy House tiene un hermoso jardín. Unas hortensias le darían aún más alegría a la entrada —le comenté a Edward.

El hermano de Baldwin tenía las piernas cruzadas y el brazo extendido sobre la chaise en la que se hallaba sentado.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted, señorita. De hecho, antes de que mi padre muriese, había hortensias en el jardín delantero, pero mi hermano ordenó que las quitasen hace unos días. Puso ligustros en su lugar, y aseguró que estos jerarquizaban la propiedad.

Aquello me dejó en silencio. O yo recordaba mal o Baldwin había dicho que…

Edward me miró como esperando que contestase algo.

Sonreí por obligación. Creo que lo notó.

—Supongo que cada persona tiene gustos diferentes en decoración y paisajismo. Es algo muy personal, como el aroma de los perfumes, ¿no lo cree usted? —le dije.

Mi padre miró a Edward y luego a mí. Supongo que no acababa de entender cómo habíamos llegado hasta ese tema.

—¡No me hable de decoración, por favor! —dijo Edward, llevando una mano a la frente y alzando las cejas—. A mi hermano se le ha ocurrido redecorar toda la vivienda. Está gastando una fortuna y no sé si está quedando tan bien. Todo a su gusto, sin preguntar a nadie.

Me moví incómoda en el sofá, a pesar de que me encontraba en un asiento de un solo cuerpo, más mullido que cualquier otro en que me hubiese sentado.

Edward miró en derredor, especialmente las cortinas y la alfombra, y negó levemente con la cabeza.

—Tiene gusto de caballero soltero. No hay nada que se pueda hacer —comentó Edward.

—A mí me parece agradable —se apresuró a decir mi padre.

—¿Y usted qué opina? —me acorraló Edward.

—Creo que tiene gusto de caballero soltero, como usted dice, pero no considero que eso sea algo negativo. Encuentro su estilo muy… —volví a plantar la vista sobre las cortinas de terciopelo, de un marrón tan oscuro que parecía negro, bordadas con diseños intrincados y recargados— elegante.

Edward mantuvo sus labios presionados y redondeó más los ojos, como si contuviera la risa.

La charla fue breve. Las visitas de cortesía no podían ser demasiado largas y estaba claro que mi padre no lograría ver al señor de Windy House, ese por el que se había tomado el trabajo de llegar hasta allí.

Ambos nos fuimos frustrados, aunque por causas diferentes.

* * *

D:

Es el destino un genio torpe, y a veces juguetón, que no sabe bien cómo hacer girar las historias. Me sentí empujado a actuar.

A pesar de que la señora Robards había dejado el castillo por su propio deseo, todos seguíamos preocupados por su familia. A veces los visitábamos con Neil, a veces iba yo solo. Un día coincidí con Rachel allí.

Cuando ingresé en la sala donde se encontraban, el lugar que ocupaba Rachel parecía brillar. Solía sucederme eso: que perdiera la visión del contexto al hallarse ella en algún sitio. Solo puedo decir que vi a la señora Robards sentada, y una vieja mesa de hierro forjado y oxidado con unas tazas encima, que Rachel me sonrió con mucha ternura, y que uno que otro niño vino a saludarme. No podría siquiera asegurar cuántos pequeños había.

Me sumé a la plática e intenté parecer sensato.

Ella llevaba un rato charlando con la señora Robards, mientras bebían un café con aspecto muy lavado. También me ofrecieron la infusión, pero preferí declinar. Ni tenía suficiente color para parecer café ni olía a café. Había un difuso aroma a guisado de la noche anterior que se metía por los orificios nasales.

Luego nos retiramos juntos.

Me había decidido a contar a Rachel todo lo que conocía, incluso lo que Edward me había dicho como un secreto personal. Sabía que mi amigo me perdonaría el desliz de comentarlo a alguien a quien podríamos salvar.

—Rachel, hay algo que tengo que decirte.

Detuve el paso. Nunca lo había hecho antes mientras caminaba con ella. Nuestras reuniones siempre se habían basado en excusas u ocultamientos.

Se detuvo. Me miró con atención, esperando que continuara.

—No sabes lo que estás haciendo. Baldwin no es lo que imaginas.

Ella se cruzó de brazos y me miró con el rostro tenso, parpadeando más veces de las que yo hubiese deseado.

—Tengo información que puede interesarte —continué.

—Te escucho —me dijo, con las cuerdas vocales rígidas.

—Ha testado. La mitad de su propiedad, que no está vinculada, y que su padre le legó con un testamento, pasará a sus dos hermanas. Si no tiene hijos y Edward lo sobrevive, este heredará por primogenitura, es decir, la parte de la propiedad que está vinculada. Te pregunto ahora: ¿por qué testa un hombre que está a punto de casarse, que espera tener un heredero para su propiedad?

—No hay manera de saber si eso es cierto… Muchas veces se habla de testamentos que…

—El albacea del testamento es un colega de Edward. Se lo ha contado a riesgo de perder la confianza de Baldwin si esto se supiera, por lo que debes mantener esta información como un secreto.

—Es muy inteligente de tu parte que me digas algo que lo deja mal ante mis ojos y no me permitas preguntarle si es cierto —me dijo, y miró el camino que la separaba de la casa de la vicaría, como si quisiera abandonarme.

Inspiré mucho aire. Me costó dejarlo ir.

—¡No es una especie de trampa! Es la verdad —le dije, procurando que mi voz sonara tajante.

—Tengo dudas al respecto.

—Si las tienes, te diré algo más. Manejo las cuentas de la hacienda de los Loring y puedo asegurarte que Baldwin ha puesto gran parte de su fortuna en inversiones de alto riesgo. Está jugando a la ruleta con la fortuna de su familia, Rachel, ¿lo entiendes?

—¿Cuál es el problema? Seguramente recibirá mucho dinero si gana. ¿No hacen eso todos los hombres ricos?

—No, los hombres ricos no hacen eso. Eso hacen los hombres que quieren volverse ricos rápidamente. Tampoco hacen eso los hombres ricos que quieren establecerse. ¿Entiendes por qué te estoy contando todo esto?

—No, no lo entiendo —me dijo.

Me miró con los ojos fijos y la boca entreabierta.

—Ya hay gente que los ha visto, Rachel, e imagino que tienes la ilusión de que te propondrá casamiento. Déjame decirte algo: no lo hará.

Abrió más los ojos y retrocedió.

—¿De qué gente hablas? ¿Por qué sacas esas conclusiones?

—Los chismes han comenzado a correr.

—Tú también los desperdigas…

—Yo no los desperdigo. Jamás lo haría. Yo solo te pongo al tanto.

Sus ojos comenzaron a humedecerse. Di otro paso hacia ella, pero luego me detuve.

—¿Por qué lo haces?

Me acerqué un poco más. Me sentía un perdedor, cansado y abatido, sin más fuerzas para enfrentarme a los sentimientos de Rachel o intentar ordenar la injusticia de toda la situación.

—Porque me importas —le dije. Ese fue el mejor resumen que pude lograr.

Sacó de su ridículo un pañuelo con el que se secó los párpados y las mejillas, y siguió caminando a mi lado. No dijo nada más sobre el asunto de Baldwin, sino que se mantuvo unos minutos en silencio y luego comenzó a hablar sobre otros temas que nada tenían que ver.

Parecía que nuestra conversación, tan trascendente para mí, no hubiera ocurrido.

* * *

R:

Lo que Dugan me había dicho repercutió en mí. Me pasé todo ese día pensando en sus palabras y en cuánto podían tener de ciertas.

¿Podía ser que Dugan estuviese celoso, no como un hermano sino como un hombre? ¿Era una dama presuntuosa por pensar así? ¿Yo le importaba? ¿Podía creer en el más noble de sus motivos? ¿Había algo de cierto en todo lo que me había dicho?

¿Cómo podía Dugan mentir? Nunca lo había hecho. La relación con él había crecido desde la curiosidad hasta una amistad profunda porque la confianza era su sostén. ¿Qué me había hecho Baldwin que ahora era capaz de dudar incluso de ese vínculo? Desde ese momento me prometí andar con más cuidado.

Las cosas empeoraron al día siguiente. Mi padre me dijo que debía ser más cuidadosa en mis diálogos con los caballeros. Me comentó que el nuevo cura me había visto con Baldwin en la campiña. También le había dicho que aquello podría acarrear problemas a nuestra familia. Mi padre aseguró que nadie más lo sabía. Acotó que probablemente fuera Baldwin un hombre noble, dispuesto a demostrar las mejores intenciones conmigo, pero que debía conservar las formas. Me instó a no volver a verme con él a solas, pero procuró tranquilizarme diciendo que el cura no había comentado las noticias a nadie más. Yo sabía que eso no podía ser cierto.

La pesadez de emociones que trajo ese día solo podía tolerarse con la lectura. Al mediodía me dirigí hacia mi sitio favorito, cargando el pequeño libro que Baldwin me había regalado. Llevaba tiempo sin ir a la biblioteca circulante, por lo que era la única novedad que tenía. De haber contado con un libro desvinculado de Loring, de seguro lo habría elegido.

Me encontré durante el camino con el chismoso cura. Lo saludé con frialdad y lo miré como se mira lo insignificante. Mis primeras ideas sobre él ya habían cambiado al lado opuesto.

Llegué a destino sin más sobresaltos.

Me gustaba sentarme a leer bajo las amplias ramas de un roble particular, que prefería por lo frondoso y la intimidad que brindaban los arbustos circundantes. Allí había practicado mis primeras lecturas y era un lugar tranquilo donde mi padre no podía revisar mis libros. Un refugio para dejar volar la imaginación y aislarme de los rumores del mundo.

Un tablero de madera, que yo misma había recogido, cargado hasta el lugar y colocado sobre dos piedras, hacía las veces de banco personal. La superficie era lisa, aunque dura. La soledad compensaba la falta de confort.

Me senté y permanecí allí en lo que habrá sido más de una hora, hasta que los cascos de un caballo demasiado cercano me interrumpieron.

Miré hacia el jinete. Estaba ya irritada antes de saber quién era, pero mirarlo solo aumentó esta emoción.

Antes que su voz escuché el resoplar del caballo, cansado del galope al que lo habían sometido.

—Perdóneme por no haber podido recibirlos el día de su visita. Estaba muy enfermo, pero ya he mejorado.

Algo en su mirada me decía que mentía.

—Iba rumbo a la casa de la vicaría, a devolverles el gesto —me dijo, moviendo con galantería el pequeño mechón de cabello ondulado que le caía sobre la frente—. Llevo como obsequio un té excelente que nos acaba de llegar. Es lo menos con lo que puedo compensar una tarta tan deliciosa.

Permanecí sentada.

—Creí que había estado muy enfermo. ¿Pudo probar la tarta?

Miró hacia la derecha, pero no había nada allí. Solos nos rodeaba el camino, mi roble preferido, unos arbustos y vastas extensiones de campo.

—Sí, pude. Al día siguiente mejoré y por supuesto que quise probarla. Estaba deliciosa —concluyó.

Asentí con la cabeza y me puse de pie.

Fui hasta su caballo y lo miré a los ojos. Él pareció entender que debía apearse.

Se colocó frente a mí, demasiado cerca.

—Sabe muy bien que me compromete al vernos en estas condiciones —le dije, sin más preámbulos, cuando él comenzó a acercarse de modo lento hacia mis labios.

Retrocedí.

—Nos comprometemos ambos, ya lo sé, pero no puedo evitarlo.

—¿Y qué piensa hacer al respecto?

Se mordió el labio inferior y me miró en silencio.

—¿No estaremos tomando esto demasiado en serio?

—No lo sé. ¿No es serio?

Los milímetros que su cabeza se movía denotaban sus nervios.

—Me refiero a lo que la gente pueda decir.

Me crucé de brazos y lo miré con rostro interrogativo. Retrocedí todavía más. Si alguien pasaba por allí, quería que nos viera muy distantes.

—No les haga caso —me dijo, reduciendo el espacio entre los dos.

—Eso es fácil de decir para usted. Yo soy una dama.

Miró al cielo, extrañamente límpido, y torció la boca en un gesto de fastidio.

—¿Le parece bien si la dejo en soledad y sigo camino hacia su hogar? Podemos encontrarnos allí, de «casualidad», más tarde.

—¿Usted cree que no sé que le disgustan las hortensias y que ha invertido gran parte de su fortuna en negocios de alto riesgo?, ¿que no se me ha pasado por la cabeza que usted es un soltero empedernido? ¡No sé si nos volverá a unir la casualidad! —le dije.

Hervía de rabia. Quería lanzarme a él y golpearle el pecho hasta cansarme, pero la batalla estaba perdida de antemano.

Cuando me acerqué, sonrió pensando que me había arrepentido del duro tono utilizado. Se sorprendió cuando separé su chaleco de su camisa y dejé caer entre las prendas el pequeño libro que me había regalado.

—¡Ya no lo quiero!

Mas la suerte fue mala, muy mala conmigo otra vez. La señora Forbes, una de las chismosas más consagradas del pueblo, nos había visto.