• Capítulo I •
Mismo lugar, un año más tarde.
R:
Esta historia trata de amores, y creo que los personajes más importantes estaban aquel día en la parroquia, en misa dominical.
Yo, conocida como Rachel Stewart, hija de una buena mujer ya fallecida y del vicario, me hallaba sentada en la primera fila de bancos de madera oscura. Frente a mí, mi padre declamaba en el púlpito. Solo se escuchaba su voz profunda, que reverberaba en el recinto. Algunos feligreses se mostraban admirados y otros se dormían.
En cuanto el sermón hubo terminado, pude mirar hacia el lugar que ocupaba Dugan Craig, un amigo que no solíamos ver en terrenos religiosos hasta hacía poco tiempo. Muchacho rubio, veloz, nervioso y parco en apariencia. Era mi amigo desde hacía varios años y el mejor compañero para las charlas que hubiera tenido. Siempre estaba dispuesto a escuchar mis disparates. ¡Cuán bien me sentía si el azar o los planes nos unían en algún paseo compartido!
Le sonreí levemente. Como solía hacer, giró el rostro, entregándome la mejilla, y no contestó a mi gesto, como si yo lo incomodara.
Me costaba entonces admitir que me molestaban sus reacciones. Había llegado, incluso, a ilusionarme con él en cierto momento, a escribirle líneas dulces en mi diario y a dedicarle pensamientos antes de dormir. Pero agradecí en ese instante, allí, frente a mi padre, que aquello hubiera pasado. El muchacho no mostraba la más leve seña de estar interesado en mí y pensé que aquel afecto no tenía ningún futuro.
Mi padre tenía una pésima opinión de todos los integrantes de la familia McKay, entre los que se hallaba Dugan. Mi amigo había sido adoptado por el dueño de un castillo, a quien llamaba hermano.
Fui a mirar al suelo e imaginé la cantidad de tablones de madera que separaban sus pies de los míos.
Eran los McKay personajes estrafalarios, como los tiene todo rincón del mundo. Estos son, pues, los que quitan la uniformidad del color de las grises ciudades y los verdes campos.
Mi padre seguía con la misa, pero mi mente se había perdido.
Los habitantes del castillo de los McKay, tal era el nombre con el que conocíamos al lugar, eran una mezcla de ingleses con escoceses. El que peor reputación tenía era Neil McKay, el hermano mayor de Dugan. De este solo se sabía que escribía uno que otro verso, le gustaba vivir de noche, rechazaba a la iglesia y hacía trabajar a su esposa, que al casarse con él había descendido de clase social.
En esa familia bailaban mis pensamientos cuando sentí una mirada sobre mi rostro, casi como si fuera algo físico. Desde el otro extremo del mismo banco, Baldwin Loring me miraba de modo insistente.
Baldwin era el heredero de un hacendado conocido por su mal carácter, así como por el monto de cuatro interesantes cifras de libras en ingresos anuales.
Lo miré durante un momento, con timidez, esperando que con eso acabaría el contacto, pero no pareció conformarse. Cuando no debía seguir su libro de cánticos, a través de los quince minutos restantes de la ceremonia, no me quitó la mirada de encima. Alto como un pino, frente ancha que hacía suponer una inteligencia madura, cabello azabache rizado. El hombre ya no era tan joven, pero sonrojaba a todas las jovencitas casaderas de la zona con solo oír pronunciar su nombre. Era uno de los caballeros más deseados, sin lugar a dudas.
* * *
D:
Cabecita de manteca, eso era ese Baldwin Loring. No sé yo si las frentes anchas significan que la gente piensa más o mejor.
Ahora he vuelto a tomar la pluma. Yo, Dugan Craig, uno de los citados más arriba. Parco, quizás sí, pero no un calavera bueno para nada. Me doy cuenta de que se me cuela cierto rencor, pero es inevitable. Se me pidió relatar los hechos con total sinceridad, y supongo que eso incluye a las emociones.
Aquel día eludí la mirada de Rachel, porque me costaba soportar sus ojos sobre mí, pero ella no supo que en varias ocasiones me concentré en sus manos. Esos dedos, largos y finos, parecían los de una modelo de un cuadro perfecto, de los que solo se hacían carne en el mundo de la fantasía, a través de la imaginación. Mi mala vista no me permitía observarlo, pero sabía que llevaba el anillo que su padre le había regalado siendo niña, el de la piedra azul, el que tenía que usar en el meñique de tan pequeño que era, el que ella pensaba que adornaba su mano, cuando era su mano la que adornaba el anillo.
Me costaba lo de la misa. A veces me distraía viendo cómo la luz blanca y suave pasaba por el vitral ubicado al fondo del altar, cubriendo este de manchas de colores brillantes.
Era cierto que llevaba poco tiempo asistiendo a la iglesia, aunque lo había hecho contra las sabias palabras de Neil.
—¿Me puedes decir por qué admiras a una muchacha a la que no le interesas como realmente eres?
Mi hermano tiene problemas para encontrar los matices, y me era difícil explicarle que amaba a Rachel por su buen corazón, su calidez personal, su capacidad para las interacciones sociales, que me estaba tan negada desde el nacimiento, y su tendencia a defender a todos.
—Tú no la has visto cuidar de la familia Robards. No sabes cómo están esos chicos… casi abandonados… El padre muerto… La madre enferma… Ella va casi todos los días… Quizás la mitad de lo que comen viene de la vicaría. Creo que en una ocasión incluso me dijo que les horneaba los panes que les llevaba.
Neil alzó una ceja.
—Seguramente tienen a alguien para ocuparse de ese trabajo.
—No lo sé… pero el caso es que no la has visto, no las has visto como yo. Es querida por todas las muchachas, no solo las de su clase… Siempre está bien dispuesta. —Miré hacia el exterior, aunque era de noche, intentando que me llegara la inspiración—. Los caballeros también están interesados en ella.
Mi hermano se cruzó de brazos, disfrutando de mis intentos de convencerlo.
—No sé bien a qué apuntas con todo eso —me dijo.
—Lo que sucede es que no lo sé explicar con claridad.
—No tienes que explicarme por qué la admiras. El caso es que estás yendo a la iglesia para encontrarte con ella. Quizás pretendas mirarla, quizás pretendas tener una buena imagen ante sus ojos, pero no crees en la doctrina que te recitan. Me parece un poco hipócrita de tu parte.
Comencé a balbucear una respuesta que no se terminaba de formar.
—Olvídalo, Dugan. Eres un hombre ya. Haz lo que consideres mejor.
Recuerdo que la parroquia siempre olía a madera. Los muebles brillaban, el piso brillaba, solo la sotana del señor Stewart no podía brillar, por la razón obvia de que era negra. Me asombraba la pulcritud estudiada del lugar.
Vi a Baldwin dedicado a Rachel. Su inclinación hacia ella me pareció evidente.
Sentí sobre mi costado un pequeño golpe. Cuando me giré, me encontré con la sonrisa de mi cuñada. Me había descubierto.
Perdí el hilo de la liturgia, respondiendo algo que no correspondía.
La humedad del día ascendía con el sol. La corbata y la chaqueta me comenzaban a resultar insoportables.
Me retiré con paso acelerado en cuanto terminó la misa. Me hubiera gustado poder entregar a Rachel lo que llevaba en el bolsillo, pero ella charlaba con Baldwin Loring.
Avanzamos unos pasos fuera de la parroquia. El olor a mueble antiguo y el tufo de multitud acumulada había cambiado a una brisa cálida y limpia. Una conocida de Daphne se acercó a saludarnos y debimos detenernos. Me miró con extrañeza. Otros tantos de esos ojos incisivos sobre mí.
Si yo hubiera sabido… Si hubiera tenido alguna mínima idea de lo que pasaba por la cabeza de Rachel, seguramente habría actuado de modo más sensato, me habría forzado a sonreír, aun cuando quería volverme invisible; habría interferido, habría evitado lo que vendría después, habríamos ahorrado tanto dolor. Pero, ¿cómo podía saberlo si nunca me lo había dicho? En mi mente no cabía la posibilidad real de que una persona como Rachel pudiera amarme; solo se trataba de una ilusión.
* * *
R:
Una ilusión, señor Craig, una ilusión. Como si la persona amada pudiera valer solo una ilusión y no mucho más que eso. Como si no se pudieran alzar los brazos, las piernas, los cabellos, las armas y los puentes, todo, todo, lo que sea necesario por amor.
Mi padre se reunió con los Loring en cuanto terminó la ceremonia.
Creo que ya tenía trazado el plan de acercarme al hijo mayor, el llamado Baldwin. El viejo señor Loring, aunque todavía vivo, ya había perdido algo de color en el rostro; se veía cansado, distante; menos iracundo, pero no más sonriente; más alejado, más del otro lado. Quizás ese andar hacia el otro lado no se produzca de manera tan brusca y nos vayamos despidiendo de a poco.
Dugan me hizo una breve inclinación antes de dejar la iglesia, sin haberse acercado a compartir ninguna palabra conmigo. Se marchó con sus empleados, su cuñada y su sobrina pequeña, antes que todos, como siempre. No era muy alto, y lo parecía menos bajo el marco de la gran puerta ojival de la parroquia, pero se veía ágil y fibroso, y tenía una espalda ancha. Esta última, según decía, se debía a su gusto por nadar, algo que él llamaba deporte, pero que era otra de sus excentricidades.
Lo seguí con la mirada y vi que se mostraba inquieto mientras su cuñada y la pequeña se detenían para saludar a unos conocidos. Se aflojó el nudo de la corbata, incluso.
—Son gente rara esos McKay, ¿no le parece? —me dijo Baldwin, en el tono más bajo que podía para que nuestros respectivos padres no nos escucharan, destacando entre el alegre murmullo del resto de las voces.
—No lo sé. Quizás es que no los comprendemos.
—¡Es usted tan romántica, Rachel! —Pareció vacilar luego de decirlo; se apresuró a continuar—: Se parece en eso a mí. Oh, sí, Keats y tantos otros… Dedico muchas horas del día a empaparme de versos. ¡Cómo siente uno que el alma es liviana, liviana al leerlos!
Se dedicó a mirar mi sombrero, uno de los más sobrios que tenía.
—No sabía que tuviera esos gustos literarios. Acierta usted. Admiro a Keats, Wordsworth, Coleridge, Shelley, Walpole, Scott y, como usted dice, a tantos otros.
Me miró a los ojos sin pestañear e inclinó la cabeza un tanto hacia mí.
—Quizás algún día podamos tener una charla más extensa sobre todos ellos.
Me apresuré a extraer el abanico de mi ridículo.
—Sería muy agradable —contesté, mientras me alejaba unos centímetros de él.
* * *
D:
Ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay.
¿Por qué tengo que pensar en palabras grandilocuentes, que no se me vienen a la cabeza, si tengo el cerebro lleno de onomatopeyas? Ah, sí, ahora recuerdo. Es que Neil se ha cansado de decirme que empobrecen la escritura. Pero él es un poeta, y yo soy un pobre mortal de los números, y cada vez que escucho hablar de Baldwin Loring y el romanticismo, o Baldwin Loring y el amor, se me crispa la espalda hasta la nuca y me dan ganas de lanzar onomatopeyas.
Agradezco la sinceridad de la coautora a la hora de expresar las ideas que su padre tenía para con mi familia, aunque quizás se ha quedado un poco corta: nos temía.
Éramos los personajes extraños de Durham. Por extensión de Neil, el más peculiar de nosotros, por todo lo malo que de él se decía, el resto también éramos gente sin moral, sin reglas, sin nada de qué enorgullecernos. El noventa por ciento de lo que se hablaba eran mentiras o interpretaciones equivocadas. Yo siempre estuve orgulloso de pertenecer a esa familia.
A pesar del prejuicio del padre, a pesar de tener que charlar a escondidas en lugares pactados o donde nos uniera la casualidad, la relación con Rachel había ido creciendo. Tal había sido ese crecimiento que yo me encontraba en ese punto enamorado, y ella confiaba en mí como en ninguna otra persona, o al menos eso afirmaba.
Yo había estado trabajando en Londres durante dos años, adquiriendo experiencia como aprendiz de un administrador de fincas. Al volver a Durham había encontrado en Rachel un solaz del duro trabajo del día a día.
—Es peculiar ese Baldwin Loring —me dijo al día siguiente de la misa, mientras regresábamos a nuestras casas por la misma senda, montando a caballo con un aire muy lento.
Creo que ella ralentizaba a su caballo para que nuestra conversación durase más. Yo puedo asegurar que lo hacía por eso.
—¿En qué te parece peculiar? —le contesté, y aunque en ese momento sí busqué sus ojos, me fue esquiva.
—No sé… El carácter es diferente al de su padre; parece más soñador.
—Bueno, muchas veces ocurre que no nos parecemos a nuestros padres. ¿A qué te refieres con soñador?
—Tal como yo. Nubes, nubes, nubes. Flores, ah, hortensias.
Aspiró el aire húmedo del sendero, que olía a tierra mojada porque acababa de llover.
Me miró, esperando que yo dijera algo muy inteligente o muy profundo, quizás. Por un momento solo se escucharon los cascos de los caballos golpeando los pequeños guijarros mojados del sendero.
—Entiendo —fue todo lo que se me ocurrió contestar.
No me parecía entonces que el hijo mayor de los Loring fuera tan «soñador», aunque tampoco me consideraba excelente juez de los seres humanos.
Noté que Rachel comenzó a mirar hacia un lado.
Escuché el ruido de un grillo en las cercanías, quizás oculto entre el césped que rodeaba el camino, pero no sabía que Rachel temiera a los grillos.
—Tengo que dejarte, Dugan. Acabo de ver pasar la sotana negra de mi padre frente a la puerta de la casa. Debemos ahorrarnos problemas.
Tomó entonces un camino lateral, sobre la hierba, ahí por donde no había senda, como si no fuera claro que veníamos juntos por el único lugar que podíamos.
Como diría Rachel: «Oh, dolor. Oh, alfiler largo enterrándose en mi carne».