• Capítulo II •
R:
Mi observación sobre el estado de salud del mayor de los Loring no había estado equivocada. Falleció a los dos días. Su corazón, antiguo e iracundo, no soportó más.
Siempre me habían causado conmoción las muertes, aunque mi intelecto las entendiese como hechos naturales. Quizás me recordaban nuestro carácter efímero, como todas las despedidas.
Llegué a Windy House al segundo día de velatorio. Encontré la habitación de la vigilia cubierta de tapete negro, como era costumbre. Las velas, ubicadas de manera estratégica cercanas a los espejos, reflejaban toda la luz que les era posible en esa cueva de ultratumba. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Sobre la mesa, bien ataviado y ubicado dentro de un féretro de madera de olmo, se hallaba el cuerpo del señor Loring.
No había rostros tristes, ni siquiera entre los más allegados a la familia. Todos se mostraban serios, pero parecían hallarse allí por una obligación social. Las lágrimas, las lamentaciones y las palabras de dolor dichas en susurros faltaron por completo.
Los dos hijos varones miraban el féretro como se mira algo ya antes percibido o calculado. Sus posturas y gestos, como ya había notado muchas otras veces, eran distintas. Baldwin miraba la escena con los brazos a los lados y una pierna ligeramente adelantada sobre la otra, flexionando una rodilla. Las piernas de Edward, por el contrario, eran dos columnas rectas; mantenía los brazos cruzados y una mirada dispersa. Me pregunté si los vinculaba algo más que el apellido.
Los rostros de las dos hijas mujeres, a las que tenía por algo presumidas y engreídas, no podían observarse con claridad bajo los bonetes de luto y los velos de crespón.
Yo tenía en ese momento una excelente opinión del menor de los hermanos varones, Edward. Con menos de treinta años ya era un gran abogado, y hasta se comentaba que había rechazado algunos clientes por considerar injustas sus posturas. Solía vérselo con su perro dálmata, con algunos allegados del mundo de la ley, o con Dugan, con el que parecía tener una amistad especial. Era alto y macizo; su cabeza parecía no caber en su pequeño sombrero. Resultaba impactante a la vista.
Me ofrecí para ayudar a repartir los recordatorios que las Loring habían pasado varias horas componiendo. Una rama de romero atada con cinta de seda negra para cada persona. Aquello me hizo suponer que pronto se realizaría el entierro, por lo que decidí no preguntar. Atardecía.
Pasada la medianoche se dispuso que comenzaría la procesión hacia el cementerio de la parroquia, donde se enterrarían los restos del señor Loring. Las voces y el sonido del roce de los vestidos se multiplicaron entonces.
Cubrieron el cajón con un paño de terciopelo negro y lo llevaron hasta el carruaje principal. Al seguirlos observé que los caballos que tiraban de los coches de luto llevaban las cabezas vestidas con plumas negras de avestruz, lo que les daba un aire especialmente triste.
Una caravana larga de carruajes rodaba con lentitud hacia el cementerio. Parecía que todo el pueblo estuviera allí. Los coches negros provistos por la empresa de pompas fúnebres encabezaban el largo camino, que se veía en la distancia como una seguidilla de velas mágicas a las que les hubieran crecido ruedas.
Luego los perdí de vista, pero pude observar y escuchar a mi padre en mi imaginación. Estaría comandando el servicio en la iglesia, y luego caminarían hasta la tumba, en la que, vestido con su pelliza blanca común de los sacramentos, destacaría entre la masa oscura informe que compondría el resto del pequeño grupo que llegaría hasta ese terreno santificado.
Las mujeres, como era costumbre, permanecimos en Windy House.
Dugan fue el único McKay que se había presentado a dar sus respetos, y hasta se sumó a la procesión con su caballo. Se trataba de un gran amigo de Edward, por lo que su presencia era comprensible. Los miembros restantes de esta familia no se acercaron a los Loring, porque no eran personas de fingir aquello que no sentían.
* * *
D:
De ese evento recuerdo especialmente que tuve una breve charla con mi amigo, Edward, en algún momento del velatorio en Windy House, la residencia de los Loring. Esta era una mansión mediana, de líneas geométricas simples y bellas, en la que no siempre corría un viento fuerte.
Recuerdo que los sirvientes de los Loring iban y venían, vestidos de luto por orden de Baldwin. Las hijas del difunto velaban junto al cajón.
Nosotros habíamos salido para tomar algo de aire. El olor a vela consumida y flores marchitas a veces le hacía sentir a uno mareado. En mi caso, además, me recordaba la muerte de mi madre.
Ambos estábamos de pie bajo el pórtico de entrada, en silencio, con esa camaradería que mostramos los hombres que no requiere de palabras, sino solo de la presencia. Nos acompañaba su perro dálmata, un ejemplar joven y de gran porte que no utilizaba para acompañar a los carruajes de la familia, sino como sana compañía en un hogar que sentía demasiado frío y falto de afecto. Su nombre era Frank y en esos momentos se hallaba a su lado, sentado sobre sus patas traseras. Mi amigo le acariciaba la cabeza.
—Creo que las cosas se pondrán más difíciles por aquí —me dijo Edward.
—¿A qué te refieres con eso?
—Todavía no he podido salir de este maldito lugar.
Le contesté con un sonido bajo y gutural de asentimiento. Yo ya sabía que Edward había querido dejar esa propiedad toda su vida, pero aún no había logrado ahorrar la suficiente cantidad de dinero para comprar la propia; y entonces, antes de lo esperado, todo pasaba a manos de su hermano, como siempre se supo que sería.
Edward resopló.
—Creo que deberás tener paciencia —le dije.
—¡He tenido ya tanta!
—Necesitarás más —le di una palmada en el hombro y nos miramos, sabiendo que poco o nada se podía hacer al respecto.
* * *
R:
Creo que aquel día, que marcó un hito en la historia familiar, fue cuando Baldwin Loring tomó la decisión de que yo sería suya.
Se acercó a mí cuando regresaron del camposanto, una vez concluido el entierro. Me encontraba en el vestíbulo, tomando algo de aire y esperando que mi padre viniera por mí. Me agarró suavemente del brazo, clavándome sus ojos expresivos, un tanto húmedos:
—Haga el favor, por su bondad, de decir a su padre que sus palabras me han conmovido. Por una cuestión de orgullo masculino me resulta difícil decírselo ahora, con este grado de turbación.
—Sí, no se preocupe. Se lo diré.
Le señalé la salita en la que se había servido té, por si quería calentarse un poco.
Comenzamos a caminar lentamente hacia allí. Edward nos seguía, tan cercano que sentí algo de incomodidad. Me dije que debía tranquilizarme, que si Edward tenía tan buena reputación en cuanto a su moral debía ser porque provenía de una buena familia, que el hermano tenía que ser de la misma buena madera.
Cuando miré hacia Baldwin, torció el rostro hacia el otro lado, reparando unos segundos en los pocos dolientes que habían quedado en la sala de la vigilia.
Hicimos el resto del camino hasta la mesa de té en silencio. Su mirada había ido a parar al piso de la propiedad.
Antes de transponer la puerta de la sala y de que su hermano pudiera ubicarse a su lado, me lanzó, algo apurado, estas palabras:
—Espero volver a verla pronto. Necesitaré mucha ayuda para superar el dolor de esta pérdida. Solo un ángel como usted podrá mitigarla. —Su boca mostró un gesto de cansancio—. Discúlpeme, debo seguir atendiendo a mis parientes y amigos.
No puedo negar que me conmocionó. Nunca me habían llamado en esos términos, y era casi una desconocida para él, pero me sentí demasiado halagada como para que aquello no aumentara mi simpatía hacia Baldwin.
Cuando me marché de la casa con mi padre, transportados por el cochero de los Loring, recordé las hortensias que había visto ya varias veces en Windy House, y me dije que la existencia de mi flor preferida en aquel lugar quizás fuera una buena señal.
* * *
D:
Ojalá Edward hubiera tenido el tino de decírmelo entonces. Supongo que ya lo sospechaba, porque dos días después de aquel incidente, a mitad de una de nuestras charlas, me dijo:
—Creo que mi hermano está tramando algo, pero no lo aseguraré a nadie, ni siquiera a ti, hasta que logre comprobarlo.