• Capítulo IV •

D:

El encuentro que narraré a continuación es demasiado importante. Como fui el que más lo sufrió, acordamos que lo relataría yo.

El señor Stewart, vicario de la parroquia y, como ya se mencionó, padre de Rachel, me había convocado esa mañana para revisar sus cuentas. Estaba seguro de que alguien le había robado.

El hombre, sereno, aunque recto, algo barrigón y con actitud de no simpatizarle yo demasiado, me había llamado porque no tenía otra opción. Entre los administradores de fincas que había a su alrededor y a los que les podía pagar sus honorarios, yo me encontraba en una lista de un solo miembro.

Desayuné en soledad. Llegué muy temprano, cuando el sol recién se alzaba. Encontré a Rachel leyendo en su pequeña salita. Su padre no me la presentó. La saludé con la cabeza al pasar por la puerta del recinto, que estaba abierta. Solo nos vinculó esa mirada en ese momento. Creo que estaba bordando. Seguimos camino hacia la biblioteca.

Cuando llegamos a destino, el vicario me preguntó si necesitaba algo. Al comprobar que contaba con papel y pluma, le dije que no. Se marchó con un paso demasiado sosegado.

Giré hacia mis costados sin moverme del lugar. El sitio era muy sobrio. Ningún color destacaba ni brillaba demasiado.

Me acerqué a una biblioteca que se hallaba a mi derecha. A través del cristal se apreciaban siete Biblias en diferentes versiones. Me pregunté si todos esos libros contendrían el mismo texto.

Fui hasta la silla principal y me senté. Sentía que mi corazón latía en las sienes. «Tranquilo», me dije, «es solo un escritorio más de caoba».

Acerqué los papeles hacia mí, tomé mis impertinentes por la empuñadura y, satisfecho de que no se me viera con un objeto considerado como femenino, comencé a leer y realizar anotaciones.

Solo me acompañaban el sonido de los gallos y las voces distantes de algunas personas. Aunque a veces aguzaba el oído para escuchar la voz de Rachel, no lograba distinguirla entre las del resto. Me enfrasqué más en la tarea. Hice aritmética de suma y resta una y otra vez.

Revisé las cuentas de aquel hombre, cuyos papeles, facturas y comprobantes estaban bastante descuidados, con el ardor y la concentración que no lo había hecho jamás. Quería causar en el señor Stewart la mejor impresión que fuera posible. No podía imaginarme el estigma que iba a llevar ante los ojos de Rachel si llegaba a equivocarme en el veredicto, si había sido robado y yo decía que no, o viceversa, y más tarde se descubría mi fallo. Pensaría que era un inútil. No sería capaz de volver a mirarle a la cara. Esto me aterrorizaba tanto que, una vez concluido el trabajo, lo repasé. Mientras lo hacía, el olor a tinta me llenaba las fosas nasales. Mi vieja amiga. Me dije que debía cobrar seguridad, que ese aroma ya me había acompañado muchas veces porque tenía sobre la espalda miles de horas de trabajo. No bastó con ello; no me detuve hasta que todo estuvo revisado.

Cuando logré estar totalmente seguro, ya era el mediodía. Llamé al vicario para poder comentarle lo que había encontrado.

Ingresamos juntos en la biblioteca.

—Señor Stewart, he revisado estos papeles varias veces y concluyo que nadie le ha robado. Es solo que se le han ido acumulando muchos gastos pequeños. Estos hicieron la diferencia negativa que usted no sabe de dónde procede.

Las arrugas de sus sienes se intensificaron, y aquello me incomodó.

—¿Está usted seguro?

—Muy seguro, señor. En esta pila encontrará todos esos pequeños gastos a los que me refiero. —Señalé las facturas con el dedo índice.

Se acercó a mí y comenzó a leer rápidamente, un comprobante tras otro.

Suspiró.

—Parece ser que tiene razón.

Asentí agachando apenas la cabeza.

—Para aclarar mejor la situación, le he dejado escrito el análisis de sus ingresos y egresos en esa hoja que está sobre el escritorio, a su derecha.

Se sentó sobre la butaca principal, la que yo había ocupado durante toda la mañana. Observó con detenimiento el detalle que le había indicado.

—Es usted una persona muy prolija, cualidad notoria en un hombre —me dijo, como si aquello fuera para él un descubrimiento sorprendente.

—Me alegra que así lo considere, señor.

Me miró el rostro, quizás intentando dilucidarme. Noté en él cierta duda, no respecto a mi tarea, sino respecto a mi persona.

Cruzó los dedos de sus manos sobre el pecho y me dijo:

—Le agradezco su trabajo. Está hecho a consciencia. Me quedo mucho más tranquilo.

Se levantó de su silla y tiró de la manija del cajón que se ubicaba por debajo de los estantes de la biblioteca y que abarcaba todo su ancho. Sacó de allí una bolsita.

—Aquí están sus honorarios.

Lo tomé con cuidado, sin estar dispuesto a contarlo, por supuesto. Estábamos tratando entre caballeros con honor. La bolsita fue a parar al bolsillo interior de mi chaqueta.

—Muchas gracias, señor Stewart.

Asintió con la cabeza y, haciéndome una seña con el brazo extendido, me invitó a seguirlo hacia fuera.

Di una última mirada a los libros que dormían en la biblioteca, pensando que la del castillo McKay era mucho más nutrida.

Lo seguí con un paso muy ansioso. Después pensé que podía interpretarse como poco gentil.

Me despidió en la puerta de entrada con fría cortesía, y se alejó, no sin antes dirigir a Rachel una mirada protectora.

* * *

D:

Ella estaba entonces leyendo, con su cintura apoyada sobre un cerco de madera que temí que no pudiera sostenerla. Tal vez quería aprovechar la buena luz que había a esa hora. Tal vez le gustaba el clima, que le permitía estar al aire libre sin su sombrilla y usar ambas manos para sostener el libro.

Dudé en acercarme, pero finalmente lo hice. Me mantuve a una distancia más que respetuosa.

—¿Puedo conversar contigo?

Se fue con pasos de chiquilla a verificar si su padre se encontraba en las cercanías. Volvió a la misma velocidad. El aire que desplazó al correr trajo su perfume, algo cítrico, que se mezcló en mi nariz con el del pudin que la cocinera de seguro estaría preparando.

—Puedes conversar… y debes. Cuéntame por qué te ha llamado mi padre.

Sus ojos se encendieron de curiosidad. Volvió a apoyarse sobre el cerco, y yo imité su postura, colocándome a su lado, aunque mantenía ciertas reticencias con respecto al soporte.

—Temía que le estuvieran robando. Lo convencí de que no es así. Le dejé un análisis bien detallado, y entendió que hay ciertos gastos repetitivos que no había considerado.

—Oh, es una buena noticia, supongo.

—Sí; era la mejor respuesta posible. Se siente mal perder la confianza en las personas.

Cerró su libro y lo estrechó entre sus brazos. El ejemplar desapareció bajo las anchas mangas azules de su vestido.

—Y qué bonito es ganar la confianza de alguien, al contrario —dijo.

Suspiró, aunque yo no entendía por qué.

—¿No es hermoso sentir que alguien te entiende completamente?

—Supongo que sí.

—¿Nunca te ha pasado?

—No estoy seguro. ¿Puede alguien entender a otra persona completamente? —le dije, mientras pensaba que tendría que ser entre difícil e imposible.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Se puede! ¡Lo he vivido!

Me miró a los ojos; los suyos brillaban. Estaba ilusionada, eso me parecía muy claro.

—¿No es hermoso sentir que le puedes decir cualquier cosa y que aun así te amará como eres?

—Bueno, eso sí debe sentirse muy bien. Neil siempre ha tratado de inculcarme la libertad y la aceptación de los demás.

—Sí, de acuerdo, pero no hablo de fría aceptación, hablo de algo más allá… Hablo de admiración.

Tenía entonces la mirada perdida en un punto del horizonte, una región de las colinas verdes y espesas que teníamos al frente en ese momento.

—¿Cuando atraes a alguien?

—Cuando es un poco más que atraer, cuando siente que si no eres tú, no podrá ser nadie.

Se aferró más a su libro, como si se abrazara a sí misma.

Los pájaros piaban en la distancia, ajenos al tambor en los latidos de mi corazón. Desde la cocina, al otro lado de la casa, la cocinera canturreaba.

Rachel mantuvo una sonrisa extática, constante, y los ojos perdidos. Parecía estar alejándose de mí, aunque no sucedía de forma física.

—Supongo que eso es estar enamorado —continué.

—Claro, y cuando alguien está enamorado de ti, cuando no te lo ha dicho, pero te lo ha dado a entender tantas veces, cuando te sientes tan querida es muy difícil no corresponder a ese sentimiento.

Me incomodaron mucho sus palabras. ¿Podría haberse dado cuenta, considerar una obviedad, mi amor por ella? Siempre intentaba contenerlo, pero era como un dragón atrapado en una jaula, que podía lanzar fuego entre los barrotes. ¿Podría ser capaz Rachel de…?

Arranqué con violencia una flor de pétalos rosas que crecía a mis pies. La tomé por el tallo, aunque estaba cubierto por una especie de pelos que molestaban al tacto. Doblé una de las rodillas y comencé a destrozar la flor, con lentitud, haciendo caer los pétalos sobre el hueco de mi sombrero, que antes había dejado sobre el suelo.

Entonces Rachel salió un momento de su ensoñación.

—¿Por qué destrozas esa acedera?

—No sé… Quizás esté un poco nervioso.

—¡Pero son tan bonitas cuando están enteras! ¿Por qué tienes que destrozarla?

Puso las manos formando un cuenco bajo las mías para atajar los pétalos que caían. Cuando hubo juntado varios, se los llevó a la nariz.

No me había fijado en cómo olían, ni me importaba. Permanecí en silencio y seguí con mi actividad.

—Tengo que hacerte una pregunta, Dugan, amigo mío.

Tragué saliva con dificultad. La flor ya estaba destrozada. El pistilo también fue a caer al interior del sombrero.

—Dime.

—¿Cómo es posible enamorar a un hombre?

—Depende del hombre.

Se cruzó de brazos, un tanto molesta.

—¿Podrías ampliar la respuesta?

La miré, ensimismado. Su mirada tenía brotes de color esmeralda rodeados por un aro fino más oscuro. Nuestros ojos se encontraron, abiertos, expectantes.

—¿De qué tipo de hombre hablamos?

—Hablamos de uno que no tiene parangón —respondió.

¿Podría ser? ¿La fortuna iba a golpearme esta vez con algo que no tuviera espinas?

—¿En qué sentido?

—Sobre todo en su dulzura y su ternura: derrama azúcar cuando habla. Ni siquiera mi padre se le asemeja. ¿Cómo no te vas a desarmar si te recitan un poema de Keats?

Entonces la ilusión comenzó a disiparse.

—Dugan —me tomó por el antebrazo—, escúchame. Confío en ti como en nadie más en el mundo. Ya no puedo guardar esto durante más tiempo. Tengo que decírtelo.

Me ubiqué frente a ella. Tomé sus manos entre las mías. Las miró como se mira a un insecto extraño que se acaba de conocer en el campo.

—Estoy enamorada de Baldwin Loring. —Retiró sus manos con lentitud.

Abrí la boca, como un tonto, intentando encontrar palabras, pero era improbable que las encontrase en ese momento cuando me costaba hallarlas normalmente.

—¿Baldwin Loring?

—Sí, él. Quizás no lo puedas imaginar, ¡pero es igual en todo a mí!

—¿Igual a ti? Yo nunca lo he visto preocuparse por alguien que no sea él mismo, pero sí tú lo dices…

Puse los brazos en jarra y miré hacia el camino, frunciendo los labios. Allá lejos se distinguía la propiedad de los Loring, como un punto gris enclavado en el verde de las colinas y los plantíos.

—No lo puedo creer. Estás enojado… quizás celoso… Te lo conté porque confío en ti. No debes estar celoso. —Se aproximó y movió su cabeza para que nuestras miradas se encontraran—. Siempre serás como un hermano para mí.

Creo que la estupefacción se me habrá notado en el gesto de las cejas.

—¿Un hermano?

—Sí, nunca tuve uno, pero Dios me ha provisto de un ser como tú en su lugar. Tiene mucha razón McKay en valorarte tanto.

Sus ojos eran tiernos, estaban llenos de cariño hacia mí, y todo eso era gratis. ¿Qué derecho tenía yo sobre ella? Ninguno. Me dije que no podía ser tan egoísta.

Volví a tomar sus manos, sin apretarlas. No pude evitar admirarlas una vez más. ¡Las mías parecían tan toscas en comparación!

—Siempre podrás contar conmigo. Te deseo toda la felicidad que te mereces.

Sonreí, aunque creo que aquello me costó unas cuantas canas.

Solo recuerdo que me agradeció. Luego de eso, todo se nubló. Me giré y me fui de allí casi corriendo. Se nublaba más el cielo, y la mirada también.