• Prólogo •

Octubre de 1825, Condado de Durham, Inglaterra.

R:

«Una niña ejemplar, eso es lo que eres», solía decir mi padre cuando terminaba una ejecución aceptable de pianoforte o sugería una palabra más precisa en alguna frase de sus sermones escritos. Con el tiempo lo cambió por: «una joven ejemplar, eso es lo que eres».

Yo pensé durante muchos años que ser ejemplar era maravilloso, pero con el tiempo se fue volviendo más y más cansino. Ahora creo que no existe nadie completamente ejemplar. En todo caso, mi padre luego cambiaría de opinión.

Esta historia será contada por sus protagonistas. La «R:», por Rachel, antecederá a mis palabras; y la «D:», por Dugan, a las del personaje masculino.

* * *

D:

Aquella mañana era fresca para dedicarse a las largas caminatas. A pesar de ello, y tras dar una excusa inverosímil a su padre, algo así como refrescar la moral, Rachel Stewart se dirigió hacia la colina que actuaría como lugar del encuentro.

El sitio había sido idea mía, porque sabía que pocas personas recorrían el lugar.

Al llegar allí se encontró con que Dugan Craig, es decir, yo, estaba sentado sobre el césped. A mi costado descansaba un frasco de mermelada de calabaza, con una cuchara colocada sobre él.

Aquel asiento fue una decisión desacertada, porque el lugar estaba húmedo y frío. Me crucé de brazos, intentando atrapar todo el calor que pudiera.

La joven era fácilmente reconocible, no solo porque pocas personas recorrían aquellos lugares cuando el viento corría frío, condición que habíamos aprovechado, sino por el atuendo estrafalario de su propia creación que portaba. Llevaba algo que ella describía como su hábito de montar color mostaza. Este tenía unos botones dorados tan enormes que parecía que le tuvieran que cubrir el pecho de algún disparo de bala perdido, y un cuello de alas tan largas y puntiagudas que resultaba gracioso.

Llegó hasta mí con esos pasos nerviosos que le había visto tantas veces. Era común que patease piedras del camino sin querer.

Me paré, me incliné para saludarla, contestó con otra inclinación y nos sentamos juntos, en silencio.

Todo olía a tierra húmeda, excepto Rachel. Ella traía perfume de césped pisado y notas dulces de algún perfume desconocido para mí.

El sol apenas brillaba, pero se colocó la sombrilla casi tocándole el peinado, para evitar que algún rayo mínimo pudiera colarse.

—Casi no hay sol hoy —le comenté, mirando su sombrilla.

—Ya lo sé, pero es importante cuidar mi piel. Tengo facilidad para crear lunares.

Su lunar, sí, una de sus obsesiones. Gracias a él su piel era blanca como el alma de los perros. Solo por un lunar, ese que estaba junto a su ojo, satélite orbitando ese inquietante planeta almendrado (¿Le gustaría esta metáfora a mi hermano, que es poeta?).

Preferí obviar esa dirección de diálogo y proponerle que hiciéramos aquello que nos había convocado.

—He traído lo prometido —le dije.

—Sí, lo he visto junto a ti. ¡Quiero probarlo! Ya sabes que me encantan los dulces —me dijo mientras buscaba con la mirada el frasco que se hallaba a mi otro lado.

Lo abrí, saqué una pequeña cantidad en la cuchara de té, y le ofrecí probar, teniendo en una mano el frasco y en la otra el utensilio que le tendí. La textura no era tan densa como se hubiera deseado, y temí que se manchara.

—¿Puedes dejar la sombrilla a un lado y colocar una mano debajo de la cuchara para proteger tu abrigo? —le dije mientras veía cómo acercaba su boca al dulce.

—No, no puedo. Ya sabes que debo cuidarme del sol.

Antes de que ella lograra limpiar la cuchara, y ante la frustración de los dos, una gota naranja fue a caer a su ropa.

—Está realmente deliciosa. —Se lamió los labios, aunque intentó hacerlo rápido, para que no la viera—. No habías mentido al respecto, pero me manché.

Su boca brillaba, húmeda. No pude evitar que esa imagen me inquietara, pero me forcé a seguir con la línea de la conversación:

—Te lo advertí.

—Sí, eso es cierto; pero ahora, ante la circunstancia del vestido manchado, aprovecharé. ¿Me puedes dar otra más?

—Sí, por supuesto. Puedes probar las que quieras.

Le pasé otra vez la cuchara llena. Ni siquiera entonces fue capaz de dejar la sombrilla.

Así transcurrieron unos minutos, hasta que se hartó de tanto dulce. En esos momentos había entre nosotros solo miradas cómplices. El rumor del mundo se había apagado. Unas pocas aves piaban sobre un roble lejano, sin prestarnos atención.

—¿Puedes conseguirme la receta, Dugan?

—Sí, claro; se la pediré a Daphne.

Entonces me sonrió con simpatía, como era muy común en ella.

—¿Qué has estado haciendo? —le pregunté.

—He ayudado con un discurso de padre; ya tiene varios adelantados.

—¿Cómo le ayudas?

—Sugiero algunos cambios o sumo algunos párrafos.

—Debes ser buena con las palabras.

—Solo lo justo para considerarme educada. Mi padre es realmente bueno —dijo, con algo de falsa modestia.

—Me parece que eres más justa con él que contigo. ¿Ya no dibujas?

—Solo diseños de vestidos. Y algunos moldes si la creación me gusta lo suficiente como para que me decida a coserla para mí.

—Lo imagino —contesté, centrando de nuevo la atención en las grandes alas de su cuello.

Quería decirle que me gustaban mucho sus dibujos, pero sabía que me haría más preguntas al respecto, y no junté el coraje suficiente. Rachel tenía una actitud activa y llena de vida, que yo envidiaba, y que se veía reflejada en su arte, incluso en sus diseños de indumentaria, que rebosaban la misma necesidad de crecimiento, cambio y expansión que ella.

—Deberías seguir haciéndolo —le respondí, aunque el matiz de esas palabras estaba lejos del que hubiese querido lograr.

—Tampoco soy especialmente buena en ello… —me dijo, y la duda en su voz me hizo considerar que quizás esperaba que interfiriera.

Me mantuve en silencio.

Yo tenía guardado uno de sus dibujos en el escritorio de mi habitación, uno de esos que no le importaban y que seguramente había dado por perdido. Se trataba de un retrato de la señora Forbes, que mostraba una mirada atenta a su sombrero. Tenía algo muy caricaturesco que se había ganado mi especial admiración.

—¿De veras lo crees? —me preguntó, mirándome con ilusión.

—Sí, así lo creo —le respondí, con un tono neutro.

Llevó su mirada hacia sus manos e hizo girar su sombrilla. En eso estuvo varios minutos, en los que no supimos cómo continuar.

Recordé que tenía que entregarle algo: una canasta de papel que había realizado con cintas entrecruzadas. Le pedí que me esperase un instante y me fui hasta mi caballo. Saqué el regalo del morral, volví a sentarme a su lado y se lo entregué.

—¡Oh!, ¡qué bonita! —me dijo—. Tienes gran habilidad con las manos —continuó—. Muchas gracias, Dugan; ya tengo otra más para mi colección. —Y la guardó en su ridículo con mucho mimo.

Pensé que nunca hallaría el mensaje, porque las figuras de papel no le interesaban realmente. La excepción eran las flores, ya que las usaba para adornar sombreros. En cuanto a mis regalos, los recibía por ser simpática conmigo. A pesar de ello, yo albergaba la esperanza de que mi mensaje actuara como una especie de oración, como esas plegarias que se elevan a Dios, que parecen servir, aunque nadie las escuche; solo porque han sido dichas con el corazón, solo por existir.

Volvimos a quedarnos en silencio.

—¿Sabes que padre opina que ser enamoradizo no es una característica de alguien con carácter virtuoso? —preguntó, cortando el aire frío con su soplo repentino.

—No, no lo sabía —atiné a responder.

—¿Eres enamoradizo? —me preguntó mientras parecía observar la línea de botones de mi chaleco.

Seguí la dirección de su mirada y se ruborizó.

—Me parece que no —le respondí.

Hizo un extraño sonido con la garganta, como de asentimiento mezclado con duda.

—Yo tampoco, pero si lo fuera, ¿me juzgarías?

La miré con seriedad y fruncí el entrecejo.

—No, de ninguna manera. Nunca voy a juzgarte, Rachel.

Me tomó del antebrazo un momento; luego regresó su mano al mango de la sombrilla.

—Eres el mejor amigo, Dugan. Entonces voy a contarte algo: solo me enamoré cinco veces en mi vida.

No sabía si debía sonreír. No tenía muchas ganas de sonreír.

—Entiendo. ¿Y quieres contarme más sobre aquello? —le pregunté, siempre presto a ser un buen oído, porque sabía que las personas se sentían mejor luego de confesarse.

—No puedo hablarte acerca del quinto, porque aún sigo ilusionada —me dijo, mirándome con el rostro levemente inclinado hacia mí y sin parpadear.

—¿No me dirás el nombre del quinto, entonces?

Movió la cabeza a los lados como una niña, frunciendo los labios. Con ello se sacudió la mata exagerada de rizos largos que dejaba a los costados de su cabeza, sin que yo supiese por qué en aquel momento.

—No te lo puedo decir —me contestó, con exagerado espacio de tiempo entre palabra y palabra.

—Bueno, puedes contarme de los otros cuatro si gustas.

—De acuerdo, ¿pero no te… molestará? —me preguntó, con un tono de misterio que no entendí, o que encontré extraño; me era imposible imaginar sus añoranzas.

—No, creo que no —le contesté, y ese creo debió haberla hecho reaccionar, pero no lo escuchó o no lo consideró importante.

Su monólogo no solo me molestó; me hizo rabiar.

Dedicó las dos horas siguientes a hablar de cuatro cerebros de corcho 1, a razón de treinta minutos aproximados invertidos en destacar las virtudes de cada cual. A dos de ellos los conocía; a los otros dos, no, pero aquello daba igual; me exasperaba tener que escuchar lo maravillosos que le habían parecido en su momento, y cómo la ilusión se le había ido apagando cuando los caballeros dejaban de mostrar interés en ella.

Para empeorar mi incomodidad, una mosca de San Marcos, extraña de ver en tiempos fríos, comenzó a mostrar su cuerpo negro y alargado revoloteando alrededor del frasco.

Procuré ocultar mi irritación, y en algunos momentos hasta me dispuse a hacer preguntas que le permitieran ampliarme el relato de lo acaecido con estos hombres. Parecía que lo gozaba, que de un cierto modo cruel esperaba dar justo en el punto que me hiciera saltar, hervir de ira, que se me calentara el cerebro hasta hacerse líquido y me borboteara en la cabeza.

Usó todo truco retórico que pudo encontrar para ensalzarlos; el único que evitó, el más sucio de todos, fue el de compararlos conmigo. La emoción que ponía en el discurso era tal que pensé que pronto la lengua se le cansaría o la saliva se le espesaría, pero nada de eso ocurrió tan pronto como yo hubiese deseado.

Mientras tanto, yo me rascaba la palma de la mano derecha con los dedos, y destrozaba una esfera que había creado apretando y frotando dos hojas de roble que me habían caído en el sombrero.

Y al mundo no le importaba. La brisa fresca nos saludaba con la misma calma. El eco del silencio volvía a envolvernos cuando ella se callaba. Los pájaros seguían ocupados en sus cuestiones vitales.

Quizás Lazarus se compadeciera. En cuanto terminó la charla, volví al castillo a encontrarme con él. Al menos obtendría un maullido y la mirada interesada de sus ojos de colores diferentes (uno amarillo y el otro celeste).