CAPÍTULO X
EL MERCADO DE LAS PULGAS

Un sábado vi a mi hermana Clara metiendo sus muñecas viejas en el antiguo coche de juguete. Luego se puso las botas de invierno y el abrigo como para salir a pasear.

—¿A dónde vas? —le pregunté.

—Al mercado de las pulgas —me respondió—. Hoy hay un mercado de las pulgas a la vuelta de la esquina.

—¿Y qué vas a hacer allá?

—Voy a vender mis muñecas.

—¿Por qué?

—Porque ya soy grande y no me voy a pasar toda la vida jugando con muñecas —me dijo. Mientras me hablaba se puso de puntillas frente al espejo para mostrarme y mostrarse a sí misma cómo era de grande ya.

—¡Espera! —grité—. ¡Espérame, que quiero ir contigo!

—No, tú no puedes ir.

—¿Por qué no?

—Al mercado de las pulgas sólo pueden ir los que van a vender o a comprar. ¿Acaso quieres comprar algo allá? Tú no tienes dinero.

—Voy a vender —respondí—. Voy a vender mis carros viejos. Por favor, Clara, espérame.

Así que nos fuimos juntos al mercado de las pulgas a vender nuestros juguetes viejos y llevamos a Sabueso que corría feliz delante de nosotros. Clara empujaba el viejo coche lleno de muñecas, y yo llevaba una cesta muy grande llena de carritos. Los tres escogimos un buen puesto en el mercado para exhibir nuestra mercancía. Hacía un poco de frío, pero, por lo demás, todo era muy agradable. Había mucha gente que quería vender y comprar. Sabueso los olfateaba a todos.

Infortunadamente muy poca gente se interesó en nuestras cosas, aunque no eran nada caras. Clara quería vender su vieja muñeca Heidi sólo por ciento cincuenta pesos y yo sólo pedía cincuenta pesos por cada uno de mis carros. Mi hermana le había pegado a las muñecas y a cada uno de mis carritos hermosas etiquetas con el precio. Claro, ella ya sabe escribir.

Yo y Clara esperamos y esperamos hasta que mi nariz se puso roja del frío, empezó a lloviznar y Sabueso comenzó a tiritar sin cesar. Finalmente llegó una señora que tomó a Heidi, la muñeca de Clara, en sus manos y la miró por todos lados.

—No está mal por ciento cincuenta pesos —dijo—. Espera, pequeña, ya regreso. Voy a comprar tu muñeca.

Clara dio dos saltos de alegría, pero yo casi me desmayo. ¡Vender a la querida muñeca Heidi por ciento cincuenta pesos! ¡Qué barbaridad! Cuando la señora se fue me registré los bolsillos con rapidez.

—Clara —dije—, no vendas la muñeca. Yo te la compraré.

—¿Tienes dinero?

—Sí, pero primero tengo que buscarlo.

Busqué en todos mis bolsillos hasta que finalmente encontré veinte pesos.

—Infortunadamente la muñeca cuesta ciento cincuenta pesos —dijo Clara.

—En la casa tengo doscientos pesos escondidos —le dije—. Voy a traerlos rápidamente. No vayas a vender a Heidi.

—Bueno, te esperaré.

Corrí a casa tan rápido como pude, seguido por Sabueso. Cuando regresé al sitio donde estaba mi hermana, la muñeca Heidi todavía se hallaba ahí. No había acabado de darle el dinero a Clara, cuando llegó la señora que quería comprar a Heidi.

—Aquí tienes tus ciento cincuenta pesos —dijo.

—Infortunadamente ya la vendí —respondió mi hermana.

—¡Cómo así que la vendiste! La muñeca todavía está ahí.

—Mi hermano la acaba de comprar.

—Sí —dije yo—. La acabo de comprar.

—¡Niños tontos! —exclamó furiosa y se fue. Luego regresó y dijo:

—Díganme una cosa, ¿ustedes están locos?

—No, él la compró de veras —explicó Clara—. Aquí está el dinero. Y le mostró los ciento cincuenta pesos que yo le había dado.

—Escucha, pequeño —dijo la señora, dirigiéndose a mí—, ¿no quisieras venderme la muñeca?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque es muy bonita.

—Te daré trescientos pesos por ella.

—No.

—Quinientos pesos.

—¡No!

—Seiscientos pesos.

—¡No, no, y no!

—¿No sabes que un niño tan grande no juega con muñecas?

—¡No voy a vender la muñeca!

—grité—. ¡Ni siquiera por cien mil pesos!

La mujer no siguió insistiendo, y se fue.

Yo y Clara recogimos nuestras cosas y nos fuimos para la casa. Yo llevaba mis carros y mi muñeca Heidi.

—¿Y qué? —dijo mamá riendo cuando llegamos a casa—. ¿Vendiste algo en el mercado de las pulgas, Clara?

—Solamente la muñeca Heidi — contestó Clara—. ¡Mi hermano la compró!