Capítulo 9
Levine estaba riéndose en el vestíbulo. Se reía mucho. Tenía una mano apoyada en la rodilla de Leonard Steed. Phil Needle salió del ascensor y se acercó a ellos arrastrando una maleta que parecía más liviana, tal vez por todas las cosas que no había metido en ella a causa del pánico. No le importaba perderlas para siempre.
—Tu mensajera —comentó Leonard Steed con un malintencionado tono infantil— ya me ha comentado lo sucedido, entiendo que ya ha dejado de trabajar para ti.
—Lo siento, Leonard. Como comprenderás estoy en medio de una emergencia.
—Lo comprendo, sí.
—Necesito marcharme cuanto antes.
Leonard Steed levantó un dedo con una uña sorprendente larga para detenerlo.
—He hecho lo imposible para preparar todo esto y ahora huyes.
—Entonces Levine no te lo ha contado —contestó Phil Needle mirando el cuadro plateado que colgaba indiferente de la pared.
—No me decepciones… He estado cocinando esto durante meses.
—Pero si me has llamado esta semana.
Leonard Steed suspiró y Phil Needle notó que en ese momento Levine levantaba la mano de su rodilla.
—Como socio tuyo en la producción, puede ser. Pero como tu consultor…
—Mi hija ha desaparecido —interrumpió Phil Needle. Miró a Leonard Steed a los ojos pero los ojos de Leonard Steed le provocaban demasiado miedo como para mirarlos directamente, así que miró hacia otro lado. Detestaba aquel maldito cuadro de los cuadrados.
—Espera —interrumpió Levine—. ¿Que ha desaparecido? ¿Cómo… en serio?
—Nadie sabe dónde está. ¿Puedes ir a buscar el coche?
—¿En serio?
—Sí, en serio —soltó Phil Needle—. ¡En serio! ¡Ve a buscar el coche!
—Levine me acaba de decir que ha dimitido —dijo Leonard Steed con tono imparcial. Al final de la frase dejó los labios ligeramente abiertos, y Phil Needle no pudo evitar sentir remordimientos sexuales.
—No puede dimitir ahora.
—Podría quedarse trabajando conmigo —dijo Leonard Steed, y se giró hacia Levine—. Tal vez puedas echarme una mano aquí.
—Phil tiene razón —contestó Levine con aire cansado—, me había olvidado de dónde nos encontrábamos.
—¿Qué hacéis? ¿Estamos listos o no?
Al oír aquella nueva voz Phil Needle se dio media vuelta. Era uno de los hombres que había conocido la noche anterior y no lograba recordar cómo se llamaba, si es que en algún momento lo había sabido y si es que aquel hombre tenía un nombre.
—Phil nos está dando una desafortunada noticia; tiene que cancelar su presentación —dijo Leonard Steed.
El hombre frunció el ceño.
—Oh…
—Me temo que debo hacerlo. Es una emergencia familiar.
—Oh —repitió quienquiera que fuera—. Lo siento mucho, Phil. Seguro que podemos hacerlo por teléfono en otro momento, pero que sea pronto. Creo que tengo libre el próximo viernes. Ve con tu familia, Needle.
—Eso es, ve con tu familia. Te lo digo en serio —dijo Leonard Steed mientras se señalaba el corazón para que quedara claro que lo que había dicho salía de allí. El otro ejecutivo asintió y también se tocó el corazón, o al menos el bolsillo de su camisa—. ¿Podemos confirmar la cita para el próximo viernes?
—No lo sé, no sé dónde está mi hija.
—Danos un tiempo estimado —dijo Leonard Steed cruzándose de brazos.
—Deja que te llame luego y te lo confirme —dijo Phil Needle. Hasta donde alcanzaba a percibir no estaba hablando demasiado deprisa ni moviéndose de forma extraña, pero sentía que todo allí era frenético, un frenético e indiferente vestíbulo—. Yo te llamo.
Las puertas se abrieron frente a Phil Needle. Hacía una mañana cruda y ventosa. Se le resbalaron las gafas por el sudor de la nariz —no había logrado encontrar la lentilla—. ¿Dónde estaba su hija? ¿Dónde podía encontrarla? Miró el teléfono, estaba encendido. Nadie le había llamado. No podía llamar a su hija, solo podía marcar su número y hacer sonar inútilmente el teléfono que había abandonado en su habitación. La compañía que le había vendido aquel teléfono le había dicho que podía llamar a cualquier persona, desde cualquier sitio, en cualquier momento, y ahora él quería hablar con Gwen, ahora mismo, en el sitio en el que estuviera. La compañía de móviles le había engañado. Mentirosos, eran todos unos mentirosos.
Levine estaba a su lado llamando por teléfono.
—Va ser complicado conseguir billetes —le dijo—. En realidad estamos más cerca del aeropuerto de Burbank pero es un aeropuerto pequeño.
—¿Qué?
—Estoy intentando conseguir un vuelo —dijo mirándole fijamente. Tenía una expresión ambigua, como cuando se mezcla una baraja de cartas: esperanzada, atenta, confundida, aunque en algún punto parecía haber algo más.
—¿En Winter Air?
—En cualquiera que tenga algo disponible.
—Todo menos Winter Air.
—Vale.
—Eso fue un error.
—Vale.
—¿Estás admitiendo que fue un error?
—Estoy admitiendo que todos cometimos errores ayer.
Phil Needle la miró a los ojos y la odió.
—¿Con qué aerolínea estabas hablando?
Ella no contestó al instante ni lo hizo tampoco con tono de disculpa.
—Con Winter Air.
—Iremos en coche —decidió—, si vamos rápido llegaremos antes. ¿Dónde está el coche?
—Phil…
Pero Phil Needle estaba pendiente de un ruido. Comprobó si era el teléfono, pero se dio cuenta de que el sonido provenía de él.
—Sería mejor ir en avión. ¿Por qué no quieres que volemos?
—Ya no necesito tu ayuda —le dijo.
Ella frunció el entrecejo.
—Te recuerdo que ya había dimitido. Entiendo que es una emergencia, pero…
—Lo es. Todo esto le está pasando de verdad a mi hija —dijo. Y tras pensarlo un poco más añadió—: Y lo más probable es que ya le estuviera sucediendo ayer por la noche.
—Pero tú no lo sabías.
Él dijo entonces que sentía mucho lo que había sucedido la noche anterior pero no lo dijo en voz alta, jamás en voz alta, sino apenas con un suspiro cuando ya salía del hotel.
—¿Vienes conmigo?
—No —contestó Levine, pero lo dijo de la misma manera que antes: sin la convicción suficiente.
El teléfono de Phil Needle sonó y él miró la pantalla. No pensaba contestar.
—Este hombre —dijo Levine, y por un instante Phil Needle pensó que le estaba denunciando a un policía, pero no, el uniforme no era el de la policía—, este hombre necesita su coche.
—¿Tienen el tíquet? —preguntó el empleado.
No hizo falta que Levine mirara a Phil Needle para que recordara que le había dejado las llaves al recepcionista sobre el mostrador. Aun así le miró. Sí, sí… claro que lo recordaba.
—¿Marca y modelo?
—De alquiler —dijo Phil Needle—, pequeño. Ayúdeme, por favor.
El chico suspiró y abrió una pequeña caja de madera que contenía distintos ganchos. De cada gancho colgaba una llave. De cada llave, un tíquet. Y en los tíquets había números. Incluso en aquella época ese sistema parecía antiguo y poco eficaz, como el uso de las sanguijuelas para curar enfermedades, las palomas mensajeras o mirar las estrellas para navegar en vez de seguir una flecha en la pantalla de un teléfono móvil. Pero funcionaba, ¿no? El empleado fue pasando las llaves como si estuviera comprobando por el olor cuál era el pescado más fresco. Tampoco importaba lo espantosa que era su cazadora. ¿Es que no estaba allí la llave?
—Iré contigo —dijo Levine.
—¿Qué?
—No puedes viajar solo. Ni siquiera deberías conducir pero…
—Conduciré.
—… iré contigo.
Levine miró hacia la fuente, que era horrorosa, y Phil Needle no supo si tenía que sentirse agradecido o continuar sintiendo aquella furia. La furia podía darle fuerzas. Si el empleado, aquel chaval que estaba frente a aquella pequeña caja de madera, estuviera furioso quizá ya habría encontrado la llave, ¿verdad? ¿A que sí? ¿A que habría encontrado su llave antes de que el destino hubiese clavado sus talones en el vestíbulo mientras Levine fue a recoger sus cosas? ¿Verdad que le habría dado ya aquella llave de mierda exactamente allí, fuera cual fuese aquel lugar?
Le habrían podido preguntar por qué hacía todo aquello. De hecho Gwen se imaginaba a veces que se lo preguntaban: «¿Por qué hacéis todo esto?». Y como respuesta ella soltaba todo el rollo.
—Mira todo esto —habría dicho desde lo alto de la escalera que bajaba hacia el camarote—: anacardos, almendras tostadas, almendras ahumadas, almendras crudas, cacahuetes frescos sin sal traídos de España, una mezcla oriental con galletas de arroz y guisantes con wasabi y golosinas picantes. Al lado de la silla en la que se sienta el capitán hay dos armarios llenos de todas esas cosas. ¡Es fantástico!
—Ya entiendo —responderían—, son aperitivos para acompañar los cócteles bajo el resplandor naranja del atardecer frente al Golden Gate. Debe de ser fantástico estar de pie en la cubierta del Contracorriente o incluso comer aquí, sobre estos mullidos cojines azules debajo del ojo de buey como sofás con vistas, y observar la superficie del luminoso océano, con todas esas botellas de alcohol medio llenas esperando tras los mapas enrollados, cerca de la silla del capitán, y todas esas botellitas individuales de agua con gas, tónica y ginger ale alineadas sobre ese dispensador de hielo que sin duda dispensa hielo, permitiendo que se derrita para luego volver a congelar el agua y dispensar aún más hielo en un eterno ciclo de lujo inmerecido. Y las servilletas con motivos florales de color púrpura volando cada vez que alguien abre la puerta, o pegadas a los charcos de sangre mientras otras, en otro armario, caen sobre la moqueta frente al horno para cubrir el cadáver de Roger Cuff.
—Fue Amber la que recordó lo del arma y la encontró entre las piernas de él, cubierta de sangre —diría Gwen—. Antes de eso no teníamos nada en la cubierta del Corsario, apenas las cosas que habíamos traído nosotros, una repugnante máquina de café que funcionaba mal y algunos paquetes de café. Habríamos desfallecido de hambre si nuestra buena fortuna no nos hubiese provisto mejor. Manny había traído bolsas de basura, lo había aprendido en otros viajes que había hecho antes, y bajó en cuanto Amber le contó lo que había sucedido. Tenían dos kilos de café, dos kilos de expreso apretados en el pequeño congelador junto a un paquete de gambas y unos bollos de canela para el desayuno. En el frigorífico había salmón ahumado. Leche para el café. Tenían comida para dos días. Supongo que planeaba pasar todo el fin de semana en el barco con la chica. Había dos filetes envueltos en papel de estraza y una bolsa con verduras para la ensalada. En una bolsa marrón había una pila de tortitas con cebolleta, probablemente del mercado de los agricultores, he visto que las venden allí. También había un frasco con salsa de judías negras y una cigala dentro de una bolsa de plástico que seguro que habían partido con un pequeño martillo, pum pum pum. Lo mismo que le hicimos nosotros a ellos. Y mientras se chupaban los dedos, se beberían una de las botellas de Chardonnay que había en el estante. Hay que admitir que se lo habían montado bien.
—Efectivamente —dirían ellos—, pero permítame el siguiente comentario: se supone que en una cruzada como la suya hay más cosas aparte de la necesidad de abastecerse de comida.
—Cuando se está en altamar —respondería Gwen—, uno no hace estas cosas por comida. Lo hace sobre todo por el combustible, que es lo que le permite continuar con sus hazañas.
—¿De modo que el combustible de esta hazaña es lo que les permite realizar otra, y el de la siguiente pasar a otra más? ¿Eso es todo, no hay nada más?
—¿Lo ha habido alguna vez?
—Bueno…
En ese momento Gwen citaba un episodio muy tenso que transcurría en uno de los últimos capítulos de Los saqueadores.
—«¿Qué tipo de vida has elegido tú? ¿Crees acaso que es mejor que un trampolín desde el que saltar al agua? ¿Te parece que este simple paso a paso, esta precaria manera de mantenerse a flote sobre las frías aguas se logra sin robar o derramar la sangre de los más débiles?».
—Pero aun así… —balbucearían.
—En una época hubo disturbios en Francia por la falta de pan —respondería Gwen muy tranquila—. Aquí encontramos dos baguettes y una barra de mantequilla sin sal. Abrimos todos los armarios y los enormes brazos de Manny arramplaron con todo, ahora lo tenemos almacenado en bolsas. Los terrones de azúcar, las chocolatinas, los frascos de pimientos asados y los botes de aceitunas. Incluso la sal marina, que nos pareció un producto muy gracioso estando aquí, ¿se da cuenta? Encontramos aceite de oliva, aceite de sésamo, aceite condimentado y aceite en espray. En un momento Amber empezó a reírse y Manny no sabía qué era tan gracioso, hasta que ella se acercó dando saltos sobre el brillante suelo de madera para enseñármelo. Yo también me puse a reír a carcajadas.
—¿Y qué era?
—Un bote de Vinagres Amber Dawn. ¡El que fabrica su padre! Lo sacudió sobre la cabeza y las dos subimos corriendo a cubierta. Se le ocurrió la idea de romper la botella contra el timón del barco como se hacía con las botellas de champán en las películas antiguas.
—Un bautizo.
—Supongo que sí… Aunque no lo sé, soy judía. ¡Nos reímos tanto! Pero cuando subimos a la cubierta estaba resbaladiza.
—Por la lluvia.
—No, aún no había empezado la tormenta. Era por la sangre de la chica, por la forma tan sangrienta en la que la habíamos matado.
—A eso me refería antes.
—Yo me estaba riendo tanto que no podía parar. Amber tiró la botella de Vinagres Amber Dawn, pero rebotó contra la barandilla y cayó al océano. Creo que nunca llegó a romperse.
—Ya veo.
—Fue muy gracioso.
—Tenemos que marcharnos —dirían entonces—, muchas gracias por sus respuestas y buena suerte. Adiós.
Gwen estaba sobre la cubierta y se dio cuenta de que se estaba riendo tan fuerte que hasta Amber se puso un poco nerviosa. Estaba sola, como es lógico, aunque Gwen sentía que había estado razonando de verdad con alguien y no temblando y discutiendo consigo misma. Sacudió la cabeza pero no podía parar de reír. Se le había ocurrido un chiste tan despiadado que no podía contarlo en voz alta: «¡Que todo el mundo eche una mano en cubierta!».
Había una mano de verdad en la cubierta.
Manny subió desde la cabina, llevaba un sobre blanco que sobresalía de su bolsillo y una abultada bolsa de basura sobre los hombros que hacía un ruido metálico. Le pasó la bolsa a Amber y a continuación agarró a Gwen tal y como había cogido antes la bolsa. Aquella súbita visión del mundo al revés hizo que le diera más risa aún al cruzar el tablón de vuelta hacia el barco. Vista desde lejos debía parecer un prisionero que se resistía. La apoyó en la cubierta del Corsario a estribor, no, no, un segundo: a babor. La madera parecía sólida bajo sus temblorosas piernas, de modo que se quedó allí respirando y observando a los demás. Cody, el amateur, cruzó el tablón cargando una caja de vino como si caminara sobre una cuerda floja. El sol parpadeaba como una bombilla que no funciona bien y Gwen se dio la vuelta para mirar hacia las turbias nubes que quedaban del otro lado del puente.
—Se avecina una fuerte tormenta —dijo Manny mirándola desde arriba—, aunque a nosotros nos da igual. —Cogió el sobre de su bolsillo y lo abrió. El interior estaba lleno de dinero, con los billetes apiñados formando un desobediente y arrugado montoncito—. No se lo he enseñado a los demás. Son veinticinco mil dólares, estaban en el fondo de un cajón. Con esto podríamos comprar un poco de cielo azul.
Gwen sintió la risa agolpándose en su garganta como un perro encadenado a su collar, pero le pareció suficiente con asentir. Manny volvió a guardar el sobre.
—¿Y ahora qué? —preguntó Cody, y al apoyar la caja se oyó el ruido de las botellas de cristal chocando entre sí. Había asesinado sin preguntarle a nadie pero seguía sin saber lo que tenía que hacer.
—Lo siguiente es coger el hacha para incendios que hay ahí abajo —dijo Manny—. Cuando todos dejen el yate voy a hacer varios agujeros en el fondo… Necesitamos que se hunda sin dejar rastro.
Gwen no entendía para qué servía un hacha cuando había un incendio, al menos no en altamar. Se agarró al borde del Corsario y por primera vez vio un aro de metal que colgaba del costado del barco y que tenía una soga atada que se hundía en el agua. No había nada por el estilo en El lobo de mar. Cody, el infeliz desobediente, arrastró la caja sobre la cubierta con el único objetivo de evitar los ojos de Gwen.
La sombra de Amber descendió sobre ella.
—¿No estás un poco…? —No pudo terminar la frase.
—Sí —contestó Gwen encogiéndose de hombros—. ¿Y tú?
—Sí. No sé.
—Cody no tendría que…
—Ya. Pero nosotras también lo hicimos.
—Es cierto —dijo Gwen con la mirada perdida.
—Supongo que ya es agua pasada —dijo Amber.
Gwen hizo algún gesto, se encogió de hombros o algo parecido, y comenzó a tirar de la cuerda.
—Te has dejado esto —dijo Amber dándole el cuchillo, que había limpiado hasta dejarlo casi impecable.
—Gracias.
—Me quedaré con el arma.
—Está bien.
—Está bien.
—Manny ha dicho que se acerca una tormenta —comentó Gwen—, que va a dar unos hachazos en el fondo del barco para que se hunda.
—Eso parece muchísimo trabajo.
—Sí.
—Ciertamente. —Amber se sentó a su lado. A Gwen le pareció que escondía algo detrás de la espalda—. Y además… Manny no está al mando. El capitán es Errol.
—¿No va a venir?
—Acaba de encontrar algo, vendrá en un minuto. Y además… ha sido nuestra idea.
—Lo sé. —Al final de la soga apareció un cubo amarillo lleno de agujeros que subió chorreando agua de mar.
—Nosotras sabíamos que la gente… —probó a decir Amber—… que podía ser violento.
—Deberíamos haberlo sabido —dijo Gwen.
—Bueno, ahora lo sabemos, zorra.
—Tú eres la zorra.
—Esta la vida que hemos elegido, ¿no?
—Sí —contestó Gwen—, tiene que ser así.
—Estaba pensando que lo llaman ola de asesinatos. ¿Sabías? Cuando hay muchas muertes se dice eso de «ola de asesinatos».
Aquella expresión no estaba en los libros.
—Suena como la fragancia de un perfume: Ola de piratas.
—Ola de asesinos.
—Sí. ¿Qué tienes detrás de la espalda? —preguntó Gwen.
—No te lo vas a creer.
—«Creer» —repitió el loro.
Errol cruzó el tablón arrastrando una bolsa de basura y unos cuantos mapas enrollados. Llevaba un sombrero nuevo. Gwen le sonrió, era una auténtica sonrisa que en aquella ocasión no quedó arruinada por las carcajadas.
—Me encanta este sombrero —dijo él.
—A mí también me gusta.
—Te conozco.
—Sí, soy Gwen.
—Eres parte de la tripulación.
—Sí.
—¿Te gusta mi sombrero?
—A todos nos gusta tu sombrero —dijo Amber.
—Lo he encontrado allí.
—Y yo he encontrado un cubo lleno de agua —dijo Gwen subiéndolo a cubierta.
—Pero yo gano —dijo Amber mostrando una caja de madera. Era del tamaño de una panera, que en aquella época tenían una especie de medida estándar, y llevaba una larga llave de la que colgaba una borla.
Errol la señaló como si fuese un objeto que había perdido hacía mucho.
—¡Por el amor de Dios!
—He estado hurgando en el dormitorio hasta que la ha encontrado —dijo Amber.
—Pero ¿qué es? —preguntó Gwen apoyando el cubo en el suelo—. ¿Qué hay dentro?
Amber frunció el ceño ante la mano extendida de Gwen pero luego sonrió con una mueca torcida, muy torcida.
—¿Te lo crees? ¿Te lo puedes creer? —dijo Amber abriendo la caja—. Hay un montón de cosas. Parece una caja cualquiera, una caja de esas en las que la gente guarda relojes, alguna foto en biquini o monedas de otros países… Pero mira esto. —Su mano emergió triunfal del interior con un papel gris doblado, un poco andrajoso y atravesado por renglones azules.
—¿Qué es?
—¡Es el puto mapa de un tesoro! —dijo Amber con profunda alegría—. Míralo, ábrelo.
Tenía razón. El mundo se desplegó ante Gwen para que ella lo viera. La tripulación al completo se reunió a su alrededor. Manny sostenía en alto la jaula del loro como si fuera una linterna. No era más que un esbozo, al igual que ciertas partes del mundo. En realidad no faltaba ninguna parte porque el mundo entero ya había sido dibujado en muchos mapas, pero había algunas zonas que estaban mal dibujadas a pesar de que existían y se encontraban en los planos y en la imaginación de todos. El mapa del tesoro era un mapa de la Isla del Tesoro que habían construido al otro lado de la bahía; un arquitecto había diseñado aquel atrevido proyecto y explicaba además el aspecto que iba a tener. El plano mostraba un hotel con casino (si lograban circunnavegar la ley), o al menos con un spa y distintos espectáculos, al que únicamente se podía llegar en barco o desde la salida que había en el puente de la bahía, identificada en el papel con dos gruesas rayas que formaban una X.
—No me lo creo —dijo Gwen sujetando el mapa.
—No me lo creo —graznó el loro.
—Pues créetelo —contestó Amber—. Mira, hay un hotel.
—Pero en la Isla del Tesoro no hay hoteles —dijo Manny—. Paso por allí todas las mañanas.
—Tal vez aún no lo han terminado —contestó Amber—. Mira aquí, en el lateral.
Alguien había escrito en la parte de la costa: Y LA APERTURA: ¡¡¡FIESTA EN LA PLAYA!!!
—Apuesto a que es un hotel secreto —dijo Amber. Gwen abrió y cerró los ojos ante aquella idea, un reluciente palacio oculto en una isla—. Aún no está abierto pero cuando lo abran va a ser un bombazo.
—Mientras tanto es un lugar oculto —dijo Gwen.
Amber se inclinó sobre el hombro de Gwen, y Gwen deseó que se quedara allí para siempre.
—Nuestro próximo atraco.
—Un momento —dijo Manny—, yo estoy realmente cansado, no sé cuánto tiempo llevamos sin dormir. Esperad a que hunda el barco y luego descansemos un poco.
—Pero ¿no verán nuestro barco? —preguntó Cody.
Gwen no podía evitar sentir deseos de pegarle. Además de todas las cosas en las que tenían que pensar ahora se veían obligados a hundir el yate por culpa del sangriento impulso de aquel chico que estaba allí por error y que viajaba prácticamente como polizón. Gwen había planeado todo excepto a Cody. Comenzó a mascullar algo pero Manny le dio unas palmaditas en el hombro para que se callara.
—Tómatelo con calma —le dijo—, la carrera la ganan siempre los que van lentos pero constantes.
A Gwen le pareció que aquel consejo ni siquiera era cierto. En las competiciones de natación ganaban siempre los más rápidos.
—No —dijo—, tenemos que hacerlo ahora, atravesaremos la tormenta. El hotel también será un buen sitio para amarrar el barco y esperar a que escampe.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó Errol, y Gwen apoyó una mano en su tembloroso hombro.
—Tú eres el capitán.
—Es verdad —dijo él—. A veces me falla la memoria.
—Hemos asaltado un barco —le recordó ella, y a Errol se le iluminó la mirada.
—Pues entonces quiero un listado completo, un listado completo de todos los tesoros incautados. ¿Qué hemos robado?
—Sobre todo comida —dijo Gwen.
—Exactamente lo que yo robaría —dijo Errol con deleite. Le cayó una gota de lluvia en la nariz—. ¿Cómo se llamaba el río?
Todos pronunciaron el nombre del río al unísono y Errol miró al cielo con tristeza. El capitán estaba pensando algo y lo pensó durante un buen rato.
—¿Deberíamos votar? —preguntó Amber por fin.
—¿Levantamos las manos? —dijo Gwen.
Cody se puso muy nervioso. Incluso Manny dijo que no.
Amber se arrodilló junto a Gwen con la mirada encendida.
—Seguiremos tu plan —dijo.
—Tengo todo planeado —replicó Gwen—, al menos en la cabeza.
—Yo también —asintió Amber con suavidad—, pero además…
—¿Además qué?
—Además estás cubierta de sangre.
Gwen se miró las manos, pensaba que las tenía sudadas pero el comentario de Amber no era metafórico. El cubo estaba lleno de agua hasta la mitad y Gwen sumergió las manos en él. La sangre se diluyó. No sabía por qué estaba aquel cubo allí (la compañía de teatro de ¡Piratas! lo utilizaba para enfriar la cerveza y el mapa no era más que la fantasía de un compañero de universidad de Roger Cuff, que lo había garabateado con algunas copas de más mientras sus mujeres se morían del aburrimiento), pero tenía intención de lavarse las manos en él. Un minuto después lo tiraría por la borda y el cubo se perdería para siempre en el mar sin dejar rastro. Aquella sangre había llegado hasta allí desde el interior de un cuerpo pero iba a viajar mucho más lejos, hacia un territorio desconocido. Se quedarían limpias. Sus manos ya estaban limpias, de modo que tiró el cubo y la sangre desapareció.
Pero ¿desapareció de verdad?
¿Desapareció para siempre?