Capítulo 8

Por la mañana, aquella mañana, el sol salió temprano y entró por la ventana en calma hasta que el viento comenzó a soplar hacia el mar. Las cortinas no cumplían demasiado bien la función de mantener el cuarto a oscuras para su huésped, Phil Needle. Su cuerpo, largo y un poco dolorido, se extendía como una limusina sobre aquel pésimo colchón; estaba desnudo y parpadeaba mientras sentía algunas partes húmedas bajo las sábanas calientes. Comenzó a sonar una vieja canción. Belly Jefferson, con su voz profunda y estridente, salía a raudales del móvil que zumbaba en la mesilla al lado de la cama, entre un vaso de agua medio lleno, su cartera y una revista sobre Los Ángeles que había puesto allí la gente del hotel. El titular decía: LOS ÁNGELES. Cogió el móvil.

—¿Sí?

—¿Hablo con Phil Needle?

—Sí.

—¿Phil Needle de Phil Needle Producciones?

—Sí —respondió, aunque la habitación y la moqueta lo negaran.

—Tengo a Leonard Steed en la otra línea.

—Espere un segundo. —Phil Needle usó uno de sus doloridos codos para incorporarse en la cama. Sujetó el teléfono contra la oreja mientras estiraba la otra mano, cogía el vaso de agua y se mojaba un poco la cara. El vaso tenía más líquido de lo que había pensado y le dio de lleno; el agua empezó resbalarle por la barbilla, el cuello y el pecho—. Listo —dijo al teléfono, chorreando. Pero Leonard Steed ya estaba al otro lado de la línea.

—Me alegra oírlo, Needle.

—¿Quién llamó? ¿Dónde estás?

—En la planta baja, tomando un café. Le pedí a mi asistente que te llamara.

En el momento en el que transcurre esta historia, los satélites solían utilizarse para estas cosas, para conectar a dos personas que estaban en la superficie terrestre a una distancia en la que casi podían tocarse. Phil Needle dejó el vaso en la mesilla y abrió su cartera. Le faltaba algo.

—¿Cómo te has levantado, Steed?

—Como siempre —contestó—, pero hoy ya es mañana. Estaba desayunando y quería comprobar que estabas bien. ¿Te parece que quedemos dentro de media hora?

—De acuerdo. ¿Qué hora es?

—Dime que no te he despertado.

—No, no —contestó Phil Needle, y dobló las piernas para sacarlas de la cama y apoyar los pies en el esponjoso suelo. La sombra que proyectaba contra la pared tenía un aspecto demacrado y cutre, y algunas zonas de las sábanas seguían húmedas.

—Bien, bien. Quiero que hagamos la reunión antes de la asamblea.

—Vale, en media hora —dijo Phil Needle—, en treinta minutos.

—Mejor en veinte.

—Okey.

—¿«Okey» quiere decir que llegarás?

—Sí.

—¿Ni siquiera estás vestido aún?

—¿Qué? Claro que sí.

—¿Querías follártela de nuevo?

—¿Qué?

—Un último para el recuerdo, ¿no? ¿Qué tal estuvo? Cuéntame algo.

Phil Needle terminó de sentarse y miró por la ventana. Sus piernas estaban demasiado juntas como para que su pene se sintiera a gusto.

—Te veo abajo.

—¡Vamos, hombre! —Su voz sonó más cerca del auricular—. ¿Grita mucho? Tiene pinta de gritar. Anda, cuéntame algo que me alborote un poco el desayuno.

—Leonard…

—¿Te la chupó primero?

—No pienso…

—Dímelo. Nos unirá un poco más.

—No.

—¿Está ahí ahora contigo? Seguro que quiere echar otro.

—No.

—Vale, entonces cuéntame otra cosa. ¿Cuál es el título del programa que vamos a hacer juntos?

—Ya te he dicho que aún no tengo el título.

—Sorpresa, sorpresa. Vale, no hace falta que se lo digas a los hombres del rey. A lo mejor puedes proponerles que intenten adivinarlo. «¿Cómo creen que se llama?». ¿Crees que va a funcionar, Needle?

—No lo sé.

—Necesitaremos brazos fuertes y espaldas anchas. Ahora solo te quedan dieciocho minutos, así que mejor te dejo. Ya sé que no me lo contarás. Te la has follado con mi permiso pero quieres portarte como un caballero.

—Leonard —dijo Phil Needle—. ¿Cuánto bebiste anoche?

—Esta mañana me sentía estupendamente en la cinta de correr. Te quedan diecisiete minutos.

Cortó la llamada. «Brazos fuertes y espaldas anchas». Phil Needle se puso en pie irritado, todo hacía ruido, nada salía a derechas. Sobre un sillón tapizado demasiado elegante para una habitación como aquella estaba la ropa que se había quitado la noche anterior. Miró un poco más de cerca. ¿Qué faltaba? En su cartera había un espacio vacío, en el pequeño rectángulo de plástico en el que solía ver a su mujer y a su hija sonriendo. Eran dos fotografías distintas ya que era imposible conseguir que sonrieran en la misma habitación. Faltaba la foto de su hija; solo estaba su mujer y a su lado el rectángulo estaba vacío. Dio un golpecito en el hueco y estiró las piernas un poco más. ¿Qué hora era?

Belly Jefferson volvió a cantar.

Phil Needle lo cogió.

—¿Dígame? —contestó, pero lo único que escuchó fue un zumbido y en la pantalla no apareció ningún número. Seguramente el satélite había dado un giro para alejarse del asistente de Leonard Steed, de modo que Phil Needle esperó, desnudo, a que regresara a su órbita. Y en ese momento, muy débilmente por encima de aquel zumbido, oyó la voz de un hombre que decía:

—Hemos encontrado al padre.

—¿Qué? —gritó Phil Needle—. ¿Qué?

—Lo siento —dijo el hombre—. Ha habido una emergencia y ha sido muy difícil encontrarlo.

De modo que sí había sucedido algo importante.

—¿Qué ha sucedido?

—No lo sé. Estamos intentando localizar a su mujer.

—Pero ¿qué ha pasado?

—No lo sabemos.

—Si lo sabe y no me está diciendo la verdad, usted…

—Su hija ha desaparecido.

Phil Needle jamás recordaría el modo en que sus ojos se posaron sobre el rectángulo vacío en la cartera, solo recordaría que su primer pensamiento, absurdo y culpable, fue: «¿Cómo pueden saber que ha desaparecido?».

—Desaparecido —dijo por fin o inmediatamente después. Sintió frío, cogió la colcha de la cama y tiró de ella, tiró, tiró y tiró con fuerza hasta que se envolvió con ella. Vio sus calzoncillos sobre el sillón. Recordó que en el momento en el que se los había quitado era un hombre feliz.

—Estamos intentando que su mujer se ponga al teléfono.

Su mujer, la persona a la que más quería en el mundo, la más cercana. Su hija, que en ese momento estaba en otro lugar.

—¿Marina?

Pero nadie dijo nada al otro lado de la línea, solo escuchaba aquel zumbido y unos golpecitos: tip, tip, tip. Recordó el día en que le llamaron desde la farmacia y un hombre le preguntó si tenía una hija llamada Octavia. Aquello había sido un error. Seguro que ahora también lo era: una chica —tal vez esa Octavia— había desaparecido. ¿Dónde se podía haber metido?

—Tip. Tip. Tip. ¿Phil? Tip.

Era Marina, estaba llorando.

—¿Cariño?

—¿Dónde estás, Phil? —Tip, tip.

—¿Qué? Estoy aquí, Marina, en el hotel.

—No podía encontrarte —dijo gimiendo—. No contestabas en el móvil, no has llamado a casa. No sabía dónde estabas.

—Te llamé cuando aterrizamos. Hubo un problema con el vuelo.

—No, tic, tic, tic. No me llamaste, Phil.

Era verdad. Había llamado a su padre, que le había dicho: «El que no anda bien es el mundo».

—Gwen ha desaparecido, Phil. No ha pasado la noche en casa, no la veo desde que salió corriendo para pagar el taxi.

—¿Qué? ¿Se cogió un taxi?

—No, no se cogió un taxi, Phil. ¿No te acuerdas de que esa secretaria tuya se había olvidado la cartera?

Y como por arte de magia Alma Levine entró en el cuarto. Llevaba puesta una bata y sus labios estaban recién pintados de un rojo húmedo y a la moda. Traía algo en las manos que parecía doblado. Phil Needle se envolvió un poco más con la colcha y le hizo un gesto para que se alejara.

—Tengo que hablar contigo —dijo Levine.

Phil Needle pensó que su mujer podía ver lo que sucedía en el cuarto y miró fijamente la pequeña pantalla del móvil. Se acercó torpemente hacia Levine, con el cuerpo tibio bajo la colcha, caliente incluso en cierta zona que Levine había tocado y que ahora sentía como una quemadura. Tapó el auricular.

—Estoy hablando con Marina —le dijo—. Es una emergencia.

—En serio, tengo que hablar contigo.

—Ahora no.

—Sí.

—En un segundo, en un minuto. Esto es realmente una emergencia. Vete al baño.

—¿Qué?

—Que te vayas al baño, que salgas de aquí.

—No tengo ganas de ir al baño.

Tic, tic, tic. Todo el mundo puede forzarse a mear un poco en cualquier momento.

—Que te vayas.

Levine pasó ofendida frente a la cama y cerró el baño de un portazo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Marina.

—Nada, lo siento. Estoy aprendiendo a usar esto.

—Te he dejado unos diez mensajes. Ni siquiera los del hotel podían encontrarte.

—Estaba en el bar.

—En el bar —repitió Marina furiosa.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé. Se fue por la mañana y no ha regresado.

—Pero todavía es por la mañana.

—La mañana de ayer —dijo Marina llorando—. Me he pasado la noche despierta.

—¿Has intentado llamarla…?

—La he llamado, por supuesto que la he llamado, pero su teléfono está en su cuarto, Phil. Lo dejó allí. Si su móvil está en su cuarto, ¿dónde está ella? He llamado a todo el mundo. A todos los del colegio y a toda la lista de los compañeros de la piscina.

—Pero si había dejado la piscina…

—He llamado a Naomi Wise y a Wendy, y me ha dicho que ya no eran amigas. Pero Gwen ha estado saliendo mucho últimamente.

—¿No tendrá alguna nueva amiga?

—¿Quién?

—No lo sé, tal vez estoy equivocado.

—¿Quién, Phil, quiénes son sus amigos?

Phil Needle miró la ropa que había dejado sobre el sillón: vacía, arrugada, bochornosa. El hombre que debía llenarlas había desaparecido. «Desaparecido», pensó Phil Needle, era mejor que «muerto», aunque Gwen también podía estar muerta, muerta y además desaparecida. En una ocasión, cuando tenía apenas cuatro años salió corriendo de la casa en Sunset gritando: «¡Seis años! ¡Seis años!». Phil Needle jamás entendía lo que decía su hija.

—En natación estaba ese chico, Glasserman —dijo.

—Pero era a ti a quien le gustaba. Hasta yo sé eso.

A Phil Needle lo hundió la expresión «hasta yo», como si su esposa fuera la que tenía mejor relación con Gwen cuando él siempre había creído que ese papel le pertenecía.

—¿Qué ha sucedido, Marina?

—No lo sé. Me decía que iba a jugar con Naomi.

—Gwen ya no juega, tiene catorce años.

—Que hacía algo con ella, no sé, ir al cine. Después de lo del taxi ya no regresó. Le ha pasado algo, Phil.

—¿Has llamado a la policía?

—Por supuesto que he llamado a la policía. Ellos también llamaron a la policía.

—¿Quiénes son ellos?

—La gente de aquí. Un chico, no sé.

—¿Dónde estás ahora?

—Estoy en la morgue.

El rebelde que vivía dentro de Phil Needle murió. La tierra se abrió. La muerte, pensó… De modo que esto es lo que se siente.

—Esto no es la morgue —escuchó claramente al fondo.

—Me vine aquí en cuanto abrieron. Ni siquiera se creían que tuviera una hija. Dios mío, Phil.

—Pero ¿dónde estás?

—Pensé que la morgue estaba en el sótano del Ayuntamiento.

—¿Por qué?

—Tú hiciste un programa sobre eso una vez.

Phil Needle trató de recordar: sí, había sido una cuña para la publicidad del programa de otro tío, hacía ya varios años. Marina iba de camino al médico y él le había pedido que lo escuchara.

—Aquello fue en un pueblo minúsculo de Texas. ¿Gwen no te ha llamado? ¿No has sabido nada de ella?

—Estuve pintando todo el día. No, no me ha llamado.

«Pintando», escuchó Phil sin poder imaginar qué aspecto tenían sus pinturas.

—Vale, voy para allá. Salgo ahora mismo.

—No sé qué hacer, aquí nadie me ayuda.

—No parece que ese sea el lugar más indicado.

—Estoy en el sótano del Ayuntamiento.

Hubo un ruido en la estática y luego el tip, tip, tip, cada vez más débil, hasta que Phil Needle escuchó otra vez la voz del hombre.

—Hemos llamado a la policía —dijo—. Siento mucho la confusión. ¿Esta mujer es su esposa?

—Sí, sí, se llama Marina.

—Estaba muy desorientada cuando vino aquí, está buscando a su hija… Tiene una hija, ¿verdad?

—Sí, se llama Gwen.

—Porque nos ha enseñado una foto en el móvil y otra que llevaba en la cartera. Si no habríamos pensado… quiero decir, no es nada personal pero…

—No.

—Es que aquí no podemos hacer nada. Estaba muy alterada.

—¿Quién es usted?

—Yo soy el conserje. Vamos a enviarla a casa en un taxi. No sabe dónde ha dejado el coche.

Marina volvió a coger el teléfono.

—No tendría que haber salido.

—No.

—Me refiero a Gwen, no tendría que haberse marchado.

—Voy para casa —dijo Phil Needle.

—Deja encendido el móvil. ¡Déjalo encendido, maldita sea!

—Voy ahora mismo para allá —repitió desesperado—. Tú ve a casa también.

—¿Dónde está Gwen?

—Voy para allá.

«¿Dónde está Gwen?». Su voz sonaba tan parecida a la de Gwen, a la de Gwen cuando estaba enfadada, que Phil Needle recordó cuánto habían estado discutiendo ellas dos últimamente. Lo más probable era que Gwen estuviera bien, sin la constante vigilancia de su madre, pero bien. Pero ¿dónde estaba en realidad? ¿Dónde se encontraba?

—Salgo ahora mismo, voy a casa.

Cortó la llamada y apoyó el móvil en su regazo. ¿Qué había sucedido? Le pareció que tenía que llamar a alguien, era una emergencia, tenía que llamar a alguien de inmediato, pero en vez de eso se puso de pie envolviéndose con la colcha, lo cual provocó que el móvil se cayera al suelo, y entró al baño para darse una ducha. Tenía que ducharse. Aún tenía el olor de la noche anterior, el olor de su propia ansiedad.

Levine estaba allí, en medio del pequeño cuarto de baño, en bata y sosteniendo algo que resultó ser un periódico dentro de la estúpida bolsa con la que lo colgaban en la puerta. Phil Needle agarró la colcha con más firmeza. La bata de ella tenía el nombre del hotel a la altura del pecho o en un pliegue de la bata. Phil Needle no podía pensar ahora en sus pechos.

—Fuiste tú quien me dijo que me metiera aquí —dijo como si estuviera respondiendo una pregunta—. ¿Puedo hablar contigo ahora?

—Ha pasado algo —dijo Phil Needle—. Necesito ducharme.

Considerando el tamaño de la suite o el tamaño del maldito universo, en aquel cuarto de baño ellos estaban sorprendentemente cerca. Levine le pasó el periódico.

—Dimito, Phil. Lo he estado pensando y ya no puedo seguir trabajando para ti.

—Ha sucedido algo, estaba hablando con mi mujer.

—¿No se lo has dicho?

—Mi hija ha desaparecido —dijo mientras desplegaba el periódico un poco ausente. «La desaparición de Gwen aún no sale en los periódicos», pensó. Estaba todo lo demás, alfabéticamente ordenado en una lista en la esquina: California, Clasificados, Crucigrama, Deportes, Editorial, Espectáculos, Esquelas, Gente, Lotería, Nacional, Negocios, Noticias, Películas, Sociedad, Televisión, pero no iba a encontrar a Gwen en ninguna de esas categorías—. No ha vuelto a casa, nadie sabe dónde se encuentra. Mi mujer está muy alterada. Tengo que regresar a casa lo antes posible pero antes necesito ducharme.

—¿Has oído lo que te he dicho?

—Leonard Steed —dijo en voz alta. Era a él a quien tenía que llamar—. Está tomando un café en la planta baja. Por favor, tienes que cancelar mi presentación.

—No me estás escuchando.

—Te escucho, te escucho. Me he pasado todo este tiempo escuchándote. Baja ahora mismo y dile a Leonard…

—No estoy vestida.

—Pues si no estás vestida, te vistes. Necesito ducharme; ducharme y afeitarme.

—Phil, te estoy diciendo que dimito. Ya no trabajo para ti.

—Levine, si no te vas ahora mismo del baño voy a hacer… no sé qué mierda. Sal. Ve a la planta baja.

—Dimito.

—Lo sé.

—Y entonces por qué…

—¿Cómo piensas regresar a casa? Y sin cartera, por cierto. —Ahora estaban en Los Ángeles, lo decía la revista.

Levine frunció el ceño y al pasar a su lado le dio un empujón. Phil Needle cerró de un portazo y tiró el periódico en el lavabo. Dejó caer la colcha. Su cuerpo tenía un aspecto rancio bajo la tétrica luz del cuarto de baño, los muslos grandes y temblorosos, los pies demasiado arqueados y amarillos. Su pene estaba un poco duro —«¿Te la chupó primero?»—, y Phil Needle se lo agarró durante un segundo sintiéndose culpable antes de entrar en la ducha y abrir el grifo. Aunque el agua tenía mucha presión, apenas parecía rozarle. El calor era igual que el frío. En una pequeña repisa había tres botellitas alineadas y se puso algo en aquel pelo que ya no era tan abundante como antes, no hace tanto, cuando Marina estaba embarazada. Phil Needle dijo algo en voz alta al darse cuenta de que Marina había estado embarazada de Gwen y que ahora nadie sabía dónde se encontraba. Al instante cerró el grifo. Un héroe no se comportaba de ese modo, no se daba una ducha cuando su hija acababa de desaparecer. Se frotó la cara con las manos y se agachó para coger la toalla. Se secó. La toalla le dejó pelusa en las piernas. No pensaba afeitarse, y no solo porque en la época en la que sucede esta historia los héroes por lo general iban sin afeitar, sino también porque temblaba de tal forma que lo más seguro era que se abriera la garganta de un corte. Phil Needle tenía la sensación de que la sangre le caía por el cuello pero en realidad era agua, agua de la ducha. Tenía que regresar a casa. Fue a ponerse los mismos tristes calzoncillos pero se detuvo a mitad de camino.

—Dios —dijo, y su voz sonó muy seria en aquella habitación—. Dios —repitió con delicadeza porque pensó que probablemente Dios prefería que lo hicieran de ese modo.

¿Qué más podía decir? Rezaba una vez al mes y apenas sabía cómo hacerlo. Se sentó en la cama, sintiéndose impuro y desesperado. «Encuentra a mi hija». Dios podía encontrar a cualquiera. Le parecía impensable —incluso estando desnudo y con Levine caminando enérgicamente al otro lado de la puerta— que él, Phil Needle, no mereciera conocer el paradero de su hija. ¿Quién podía pensar algo así? No, él no se lo merecía. Phil Needle pensó que en realidad lo que quería era ser Dios solo el tiempo necesario para saber dónde se encontraba su hija. No estaba rezando sino pidiendo un ascenso. Por eso a nadie le caía bien Dios: todo el mundo tenía envidia de su trabajo.

—Dios —dijo una vez más, y sacudió la cabeza con fuerza, como un perro que se sacude mojándolo todo a su alrededor, hasta que le alcanzó un nuevo sonido.

Belly Jefferson. El móvil.

Phil Needle se puso de pie con los calzoncillos a la altura de los tobillos, se los subió y cogió el teléfono. La pantalla le informó de quién le estaba llamando y él rechazó la llamada. A continuación se sentó otra vez, esta vez en el sillón, sobre la ropa usada del día anterior. Tenía que ponerse la camisa. Pero antes los pantalones, primero una pierna, luego la otra. Tenía que marcharse de allí. No podía estar allí ni un segundo más.

Phil Needle guardó el teléfono. No era Marina. No era Gwen. No era nadie con quien quisiera hablar en este instante.

¿Quién no ve a los ricos en un velero sin desear destruirlos? Un velero es un mundo de madera con apariencia de frivolidad que oculta sus encantos bajo la cubierta, pero en cuanto abandona los límites de tierra firme, cuando está sujeto a los azules latigazos del mar bajo una tormenta, su encanto se queda en mera posibilidad. Los dueños de los veleros suelen ser personas poderosas pero sus adversarios cuentan con el poder que les otorga la ideología de la oposición. Sienten un desprecio rotundo e irrevocable, una furia que crece incluso en los corazones más amables y eso desemboca inevitablemente en la brutalidad. Gwen estaba ansiosa por llevar sus ideas a la práctica. No tenía ninguna duda al respecto, estaba tan segura de aquello como de los dos círculos en los que estaba encerrada su presa, los bordes de los prismáticos que había encontrado a bordo.

Una fina llovizna caía sobre Bahía Paraíso y se detenía a ratos haciendo que el sol brillara intermitentemente en el aire. El agua estaba tan fría que habría podido hacer que se le desprendiera un anillo de bodas a un cadáver, lo cual haría que la identificación fuese más complicada. Catherine Vogel estaba en la popa del barco con las manos sobre los ojos a modo de visera, parecía un corazón. Tenía un cuerpo precioso y el ceño fruncido. Miraba hacia Tiburón, una península que se encontraba a tres millas de distancia en la que vivían millonarios, y seguramente pensaba, al menos eso se imaginó Gwen: «Cuando me puse este biquini era feliz». Se había puesto también una bata corta que estaba colgada en un armario dos pisos más abajo, cuando salió de la cama de un oscuro camarote. Alrededor de uno de sus muslos se veía un círculo de tinta, eran un par de frases en francés. Claramente no formaba parte del paisaje natural del barco. Tenía veintitrés años pero ya empezaba a entender de qué iba todo. Salir a pasear en yate le parecía algo estúpido, pero ella no era estúpida. Se daba perfecta cuenta —y Gwen se daba cuenta de que ella se daba cuenta— de que la muerte no la iba a sorprender allí.

Su novio estaba en el interior comprobando algún aparato del equipo. Era un hombre mayor. Se llamaba Roger Cuff. Había subido a bordo con una camisa abotonada y un chubasquero, como un político que se dirige a un lugar en el que acaba de suceder una catástrofe natural, pero ya se había quitado la ropa y en aquel momento solo llevaba el pelo que le recubría el cuerpo y una buena cantidad de preocupaciones en la cabeza. El socio, y también consultor, de Roger Cuff acababa de cancelar su programa. Roger Cuff era el copropietario de aquel velero junto al único amigo que le quedaba. Lo habían bautizado Contracorriente: tenía doce metros de eslora, todos los detalles imaginables y era capaz de alcanzar veintiséis nudos. Ya no lo podía mantener. Su novia había regresado el día anterior de un extraño viaje —la boda de una amiga, había murmurado— en un vuelo que llegó más tarde de lo previsto y desde que habían zarpado estaba fría y pensativa. La noche anterior no habían hecho el amor y para Roger Cuff quitarse la ropa era un gesto impulsivo y esperanzado. Más que sexo lo que quería era lamentarse de que, desde su punto de vista, le habían robado el éxito. Si Cath se hubiera acercado en ese preciso instante, se lo habría dicho, desnudo o no, pues no conseguía quitarse aquella molesta idea de la cabeza. (¿Cuánta gente ha muerto en la historia pensando ese tipo de tonterías?). Cath, sin embargo, estaba observando cómo se acercaba otro barco.

El Corsario navegaba bajo el cielo gris con la tripulación al completo pendiente del abordaje. Errol se encontraba al timón pero Manny manejaba los controles del barco bajo cubierta y guiaba la nave con comodidad y entusiasmo, mirando a través del cristal empañado del ojo de buey. Cody repartía tazas con café —nadie había dormido aún— y Amber intentaba desenredar una red por si en algún momento tenían que ponerse a pescar. Gwen miraba fijamente el yate que estaban a punto de atacar. El agua era una enorme extensión de ruido y el Golden Gate, con todas sus imperfecciones y su color naranja, tenía el aspecto de que lo acabaran de clavar en el agua hacía apenas unos segundos. En mar abierto ellos podían hacer lo que quisieran y nadie podía hacer nada para detenerlos. Gwen encendió un cigarrillo imaginario y todo su coraje y determinación se agolparon en su pecho. Tenía el cuchillo en la mano. Exhaló el humo.

—Qué asco —dijo Amber a sus espaldas—, jamás había visto el mar tan azul.

—Las gafas de sol —contestó Gwen sin darse la vuelta.

—Cállate, zorra —replicó Amber quitándose aquellas gafas azules y puntiagudas que se había dejado uno de los actores sobre un estante, un actor que justo en ese preciso momento se estaba despertando con una terrible resaca—. Ahora vuelve a ser igual que siempre, mejor así, es más real.

—Nos estamos acercando —dijo Gwen mirando la bandera que ondeaba en el mástil. Siempre había tenido sus dudas sobre la bandera pirata porque anunciaba desde lejos unas intenciones que era preferible mantener ocultas. Pero entonces, y sobre todo en aquel punto de la historia de nuestro país, comprendió de pronto por qué tenía sentido la bandera: la gente pensaba que era un chiste. La mujer que estaba en bata en la cubierta del yate debía de estar pensando que era una broma y no iban a tardar en estar lo bastante cerca como para ver su sonrisa.

—¡Qué bien va esto! —gritó Errol—. Creo que nos aguarda un gran éxito en nuestra primera aventura. Un tesoro… y el mapa de un tesoro.

—El mapa de un tesoro —repitió Amber en voz baja, y Gwen por fin se dio la vuelta para verle la cara.

Era muy poco probable que encontraran el mapa de un tesoro —no eran estúpidos—, pero aun así Amber sonreía como si fuera posible mientras la reacia luz del amanecer se reflejaba en sus ojos desnudos y en la hoja del afilado cuchillo de Gwen. Se habían repartido los cuchillos de Amber: una sierra oxidada para Errol, dos pequeños cuchillos afilados para Manny y uno de carnicero para Cody Glasserman, con la hoja ancha como el muslo de una mujer. Gwen se puso de puntillas para mirar con los prismáticos y luego se los pasó a Amber.

—Parece que solo son dos.

—Sí —dijo Amber—. ¡Puaj! El tío está desnudo.

—¿Qué? —preguntó Cody cambiando la taza de café por los prismáticos—. Déjame ver.

—Todos firmes ahora —dijo Errol—. ¡Armaos!

—Armada —dijo Gwen.

—Armada —dijo Amber.

—Armada —dijo el loro.

—Yo seré la que hable —anunció Gwen, y todos estuvieron de acuerdo. ¿Cómo lo estarían viviendo?, se preguntó. ¿Cómo habían podido vivir antes de esto?

—¡Eh! —dijo la mujer en el barco—. Tened cuidado, estáis muy cerca de ahí.

—De estribor —corrigió Gwen.

—Sí, eso… Pero ¿qué estáis…?

Errol la interrumpió gritando desde el timón las mismas palabras que componen el título de esta novela.

—De acuerdo —dijo ella, pero luego se quejó al oír el crujido de la madera cuando el Corsario se detuvo a su lado—. ¡Eh! —Cody colocó un tablón con bisagras a apenas a unos centímetros de distancia del pie desnudo de la mujer.

Gwen apoyó fríamente su taza de café frío.

—Os estamos abordando. Vais a darnos la comida, la bebida y todo lo que haya de valor en vuestra lamentable embarcación. Tal vez luego os permitamos seguir con vida.

—¿Qué? Se trata de una broma, ¿no?

—No —contestó, y sintió que la furia despertaba en su corazón tal y como había previsto que sucedería. No habían bromeado en ningún momento, se lo habían tomado en serio desde el principio. En dos rápidos y veloces pasos Gwen saltó al Contracorriente y sus botas hicieron ruido al caer sobre la madera.

—No, no, no —dijo la mujer moviendo la mano hacia Gwen, y Gwen pensó que a lo mejor todavía no había visto el cuchillo—. ¡Roger!

El hombre —al parecer se llamaba Roger— asomó la cabeza pero dio media vuelta cuando comprobó que no estaban solos. La tropa de Gwen estalló en carcajadas al verle desnudo mientras abordaban el barco.

—¡Sorpresa, sorpresa! —dijo Errol.

Amber se puso junto a Gwen y Cody ayudó al capitán. Roger volvió a salir por el marco de la puerta con su peludo pecho descubierto.

—Pero ¿qué es esto?

—Vais a darnos la comida, la bebida y todo lo que haya de valor en el barco.

—¿Qué? —dijo el hombre con una risita—. Esperad un momento a que me vista.

Gwen sacudió la cabeza y con un movimiento rápido, como si ya lo hubiera hecho otras veces, bajó la navaja con forma de arco y dejó una pequeña línea roja en el brazo de la mujer. La mujer soltó un chillido y el hombre dio un paso atrás.

—Pero ¿qué es esto? —dijo. La mujer sostuvo en alto el brazo y se sentó mientras la sangre le resbalaba por los dedos—. ¿Qué es esto?

—Me ha cortado, Roger —dijo la mujer con un tono de voz que aún no parecía del todo alarmado.

—¿En serio? —preguntó él.

Errol caminó con dificultad hacia el hombre con la sierra en la mano y una sonrisa llena de dientes.

—¿De qué va esto? —preguntó Roger.

—Ya os lo hemos dicho. Dadnos lo que os pedimos y os consideraréis afortunados para el resto de vuestras vidas. ¡Negaos y veréis cómo abrimos las tripas de esta mujer con nuestros alfanjes, le arrancamos el corazón, lo masticamos y te escupimos a la cara!

Roger parpadeó y se rio un poco, pero la mujer levantó el brazo.

—Me ha cortado de verdad. Haz algo.

—No sé qué hacer —dijo Roger con un encogimiento de hombros que Gwen conocía bien porque su padre hacía un gesto idéntico—. Jamás me había sucedido algo así.

—No es algo que suela suceder —dijo Gwen. Se quitó el cigarrillo imaginario de los labios y lo arrojó al agua porque si lo arrojaba sobre la cubierta podía provocar un incendio—. Pero está sucediendo ahora.

—Ya está bien. Largaos de aquí —dijo Roger—. No tengo tiempo para perder en lo que sea que estáis…

—¡Agua! —gritó Amber—. ¡Comida! ¡Todo lo que tengáis de valor! ¡Ahora mismo u os aquillaremos!

La mujer abrió y cerró los ojos.

—¿Qué? —preguntó la mujer, y también todos los demás—. ¿Qué significa que nos aquillaréis?

—Que os arrastraremos por la quilla —dijo Gwen rápidamente.

—¿Y qué es una quilla?

¿Por qué no estaba saliendo bien? Estaban todos en la cubierta empuñando sus cuchillos pero aquellos dos solo los miraban con cierta curiosidad, como si nada malo pudiera sucederles, como si los piratas estuvieran tan excluidos de la realidad que fueran inimaginables, pero Gwen sí se había imaginado aquella situación desde hacía años o al menos desde hacía mucho tiempo. ¡Desde hacía semanas! Pasó frente a la mujer dejando a Amber junto a la puerta en la que Roger estaba de pie y con aspecto enfermizo bajo la luz grisácea, y se dio cuenta de que su pene no estaba del todo blando. Qué asco.

—De acuerdo —dijo él dando un paso atrás sobre el primer peldaño de la escalera—, marchaos ahora mismo. Tengo una radio y llamaré…

Gwen se inclinó hacia delante con las dos manos y lo empujó con fuerza. El hombre se cayó de culo, rebotó en los otros tres peldaños de la escalera y aterrizó sobre el suelo de la cabina provocando un gran estruendo. La mujer emitió un grito sonoro y parecido a un jadeo.

—¿Qué? Pero ¿qué coño…?

—¡Ya te lo he dicho! —gritó Gwen. Bajó la escalera y miró aquel panel de control metálico como de ciencia ficción. ¿Era realmente tan complicado como para que nadie lo entendiera? Había una caja pequeña con algo que parecía un altavoz que tenía un cable enrollado, un auricular marrón y varios botones: no había duda de que aquella era la radio. No podía ser muy difícil. Estiró el auricular hasta que tuvo el cable cerca del cuchillo y solucionó la cuestión con un solo corte.

La mujer gritó a sus espaldas. Roger se frotó el hombro y miró con recelo el cable cortado.

—¡Manny! —gritó Errol en la cubierta—. Coge ese bote salvavidas, es mejor que el nuestro.

—Nosotros no tenemos bote salvavidas —dijo Amber desde la cima de la escalera.

—Pues ahora sí —dijo Gwen, y las dos sonrieron.

—¡Todo el mundo fuera de mi barco! —gritó Roger arrastrándose hacia el fondo de la cabina. Iba limpiando el suelo con su cuerpo desnudo y tiraba de la punta de una pequeña alfombra que estaba bajo la mesilla—. ¡Fuera! ¡Este barco es mío!

—Cuando se sale a mar abierto —dijo Gwen—, ya no hay ley ni propiedad.

—Vete a la mierda —dijo el hombre retrocediendo un poco más—. Esto es ridículo. No eres más que una niña y no tienes ni idea de lo que estás haciendo. Sé razonable.

¿Cuándo comienzan los problemas? Se oyeron unas fuertes pisadas, el barco entero tembló cuando Manny subió. La mujer gritó una vez más porque la súbita aparición de un hombre de color de pronto transformaba toda la situación en algo temible. Errol bajó las escaleras y Roger alcanzó la pared del fondo de la cabina y comenzó a manipular unos armarios de falsa madera o que se suponía que tenían que parecer falsos. Tras ellos había otra escalera que bajaba a un camarote y a un comedor, probablemente lleno de cosas para picar. Gwen tenía hambre.

Errol no paraba de jadear debido al esfuerzo o tal vez a la alegría.

—¿Oís eso? —le preguntó a las chicas—. ¿Lo oís? «Sé razonable». ¿Qué tendrá que ver aquí la razón? Te aseguro una cosa, canalla, no hemos venido aquí para ser razonables. Estamos aquí para hacer justicia.

—De acuerdo, pues aquí tenéis —dijo Roger, y le dio un golpe a la puerta del armario. Gwen no había visto ningún arma antes de aquel día, salvo las que llevaban los policías en sus fundas. En cierta ocasión un policía había desenfundado y levantado el arma durante una clase. «Si alguna vez os encontráis esto, niños, no lo cojáis. Llamad inmediatamente a un adulto». Roger manipuló algo en el arma, algo que hizo un ruidito, y luego apuntó pero no hacia ella sino hacia Errol.

—Bájala —dijo Amber, y Gwen se sintió totalmente orgullosa de ella—. Baja el arma y danos lo que te hemos pedido.

Pero a Roger Cuff le había gustado mucho su frase.

—De acuerdo, pues aquí tenéis.

—Entréganos todo —repitió Amber mientras bajaba la escalera para ponerse junto a Gwen.

Roger Cuff se burló de ella, seguía encantado con su frase.

—Marchaos ya de mi barco o disparo aquí mismo al abuelito. No sé qué pensáis que estáis haciendo, niñas, pero estáis en mi propiedad.

«¿Niñas?». «¿Propiedad?». Gwen y Amber se miraron ante todas aquellas estupideces.

—Es mejor derramar sangre… —le recordó Amber.

—… que arrepentirse de no haberla derramado —contestó Gwen, y se acercaron.

—Te lo advertimos por última vez —dijo Amber.

—Sobre mi cadáver —contestó Roger con desprecio, y Gwen miró fijamente las caderas fofas del hombre, su repugnante mirada y sus piernas abiertas—. Estáis jugando a un juego muy peligroso… con fuego quiero decir. —Y con su agarrotada mano, con la que no sostenía la pistola, agarró a Amber por debajo de la rodilla, justo por donde ella había ofrecido tatuarse su amistad.

—Quítame las manos de encima —dijo Amber manteniendo la firmeza.

—Ahora vas a ver lo que es el fuego —dijo Roger Cuff, y le apuntó con el arma. Seguía en el suelo por lo que ella, Gwen Needle, era más alta que él. Con una fría y tajante ferocidad mantuvo la mirada fija, de pie, pensando solo en una cosa.

«¿Qué haría Octavia?».

—Pelearemos contra cualquier hombre que tenga un arma —dijo hundiendo el cuchillo hasta el mango en el pecho de Roger Cuff.

No tenía otra opción, con el mal tiempo casi no habían salido barcos al mar.

Roger emitió un gemido brusco con la boca bien abierta. Soltó a Amber y el arma cayó entre sus piernas. Volvió a repetir el mismo gemido, Gwen sacó el cuchillo con facilidad y con la misma facilidad se lo volvió a clavar a pesar de que ya perdía sangre. El tercero lo hizo más arriba, justo al lado del hueso del hombro, y hundió tanto el cuchillo que le llevó varios segundos sacarlo otra vez. Él se había puesto a dar patadas de modo que ella se sentó sobre sus rodillas. Ya no intentaba decir nada, apenas soltaba unos pequeños quejidos y en sus ojos brillaba una pregunta que sin duda no había dejado de ser formulada desde que la piratería comenzó a oscurecer los mares. Gwen lo apuñaló una vez más y la pregunta se desangró frente ella.

—¿Por qué…?

Estaba preparada para aquello. Se inclinó y se lo dijo a la cara embobada que la miraba fijamente, pálida y cubierta de sudor.

—Quien desee conquistar el mundo… —El hombre frunció el ceño y sus manos temblaron sobre el suelo—… primero tiene que aprender a escapar de él.

Él negó con la cabeza y a continuación golpeó con ella la puerta del armario. Iban a tener que moverlo para ver qué había dentro.

—Ya… —dijo—, ya era hora… —Y le regaló otras tres puñaladas rápidas en los brazos y otra más profunda en el estómago.

El hombre murió en medio de aquel caos de sangre que comenzaba a espesarse. Gwen se puso de pie con las manos y los brazos manchados. Errol la miraba pero no parecía particularmente alterado. Los ojos de Amber estaban muy abiertos de terror o fascinación, tal vez las dos cosas, pensó Gwen. Ese era el motivo por el que se encontraban allí, aquella era la fluctuante frontera que había cercenado sus vidas hasta dejarlas hechas trizas. Ahora había sido la que le había devuelto el corte.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Amber.

Lo cierto era que se sentía como si tuviera algo en la boca, algo de un tamaño considerable pero suave y acuoso. Amber la agarró por el hombro y Cody se quedó en mitad de la escalera, mirándolas.

—Jamás he visto nada igual —dijo con tranquilidad.

—Qué asco —susurró Amber.

Errol se agachó para apoyar dos dedos en el cuello de Roger. Se quedó un instante en silencio y a continuación meneó la cabeza como los médicos en las películas. Las víctimas jamás hacían que alguien asintiera con la cabeza. Las víctimas, quienesquiera que fueran, siempre morían si alguien las apuñalaba.

La mujer pasó junto a Cody haciendo un ruido estrepitoso, se detuvo de golpe y soltó un grito como si hubiera chocado contra un muro de cristal invisible.

—¡Dios mío! —exclamó dándose la vuelta hacia el panel de control—. ¡Dios mío! —repitió cuando vio el cable de la radio cortado. Los gritos sonaron idénticos, como si los dos crímenes la horrorizaran por igual—. Vosotros vais… —Cerró los ojos—. Creo que voy a… Qué…

Cody se dio la vuelta. Si existe alguna persona que no haya escuchado jamás la expresión: «El muerto al hoyo y el vivo al bollo», ahora entenderá lo que significa. Todo el mundo lo sabe. Gwen observó cómo la mujer lo comprendía en ese instante y cómo se tropezaba al intentar retroceder por la escalera. Pero Cody estaba allí, justo en el lugar por el que ella intentaba pasar. Del otro lado de las ventanas, a estribor, se oía el chillido plástico del bote salvavidas mientras era arrastrado hacia el barco pirata. Tenían que marcharse. Gwen decidió que iban a dejarla, iban a dejarla allí gritando como un fantasma para que advirtiera al resto de los barcos que tuvieran cuidado. Iban a dejar que gritara hacia la nada y que abrazara a su amante caído en la batalla. Eso era lo que hacían los piratas.

Pero Cody era nuevo en todo esto, era un amateur, ni siquiera había leído Lobo de mar. Y sin permiso ni preparación alguna levantó su cuchillo de carnicero y lo enterró de lleno en el desnudo muslo de Cath, justo por encima del tatuaje. El cuchillo se hundió y la mujer soltó un alarido. Amber miró a Gwen pero incluso aquella mirada era innecesaria. Había sido un error, un acto sanguinario de Cody que —fuera un error o no— ahora ellas tenían la obligación de terminar. Amber agarró su cuchillo y lo mismo hizo Gwen. Todos lo hicieron. «Hubo una innumerable cantidad de muertos», decían algunos informes, ridículos y extravagantes, pero esa expresión no tenía ningún sentido. Se podían contar, por supuesto que se podían contar. De momento eran dos. La mujer temblaba frenéticamente como si su pierna estuviera infectada por cientos de arañas.

—¡Quitaos de encima! ¡Alejaos de mí!

Tenía la pierna destrozada y cubierta de sangre hasta el tatuaje «N’importe où! n’importe où! pourvu que ce soit hors de ce monde!». Era una frase que Cath había leído en un poema de un autor francés y, como entonces era más joven e imprudente, la había incitado a la aventura. Ahora comprendía lo que quería decir, ahora por fin la entendía. ¡En cualquier lugar! ¡En cualquier lugar! ¡Siempre que esté fuera de este mundo!

Gwen dio un paso adelante y todos se dispersaron por el barco.