Capítulo 2
No os metáis con Gwen. Estaba encerrada, sola, tumbada en la cama y mirando el techo. En su otra habitación —la casa anterior era mucho mejor que esta— había estrellas en el techo. No eran estrellas de verdad, por supuesto, ni siquiera parecían estrellas de verdad, pero eran buenas sustitutas, un recordatorio de que por encima del techo había un cielo repleto de aviones y de otros planetas. El techo de la nueva habitación era blanco y no le recordaba nada. Sabía que en pocos minutos todos iban a meterse con ella pero todavía eran las seis menos diez de la mañana. Se suponía que tendría que haberse levantado a las seis menos cuarto, pero el radio despertador que su padre le había comprado adelantaba la hora cuando uno lo programaba. Su padre le había dicho que era su responsabilidad levantarse a tiempo pero Gwen no lo veía así. No era su responsabilidad; eran los demás los que querían que ella fuera a cada uno de los sitios a los que acababa yendo.
Estaban poniendo una canción de Tortuga: «You Ain’t Hittin». Era una de las cosas que más disfrutaba en el mundo: sostener un cigarrillo imaginario entre los labios y lanzar una nube de humo blanco hacia el techo. El cuarto seguía todo revuelto y los cajones aún estaban medio abiertos y vacíos porque su madre había tirado todas sus cosas creyendo que las había robado. Aquello sí que había sido un robo: le habían robado todo a ella. Tortuga, que había crecido en la calle, seguro que la comprendería. Por encima de aquella voz suave y enfadada podía escucharse el zumbido de la débil meada de su padre, algo que jamás se oía en la casa anterior. Le daba vergüenza escucharlo, aunque por otra parte su padre siempre le daba vergüenza. También le daban vergüenza su madre, el colegio, el embarcadero, su ropa, su propia voz en el teléfono, el color naranja, la televisión, la música antigua, los entrenadores, la comida extravagante, ser judía, los vaqueros, las horquillas en los peinados de las viejas, el sudor, los niños, los jerséis largos y todo lo demás, todo excepto las seis canciones del álbum Tortuga. Se puso de pie para mirar el agua y el puente. Ya se veía gente buceando. Gwen iba a tener que crecer, levantarse todos los días y conducir hasta alguna oficina. En cualquier momento iban a empezar a meterse con ella y una vez que aquello arrancara, no se iba a parar jamás.
Se lavó los restos de tinta que le quedaban en la mano en su nuevo baño y vio cómo se alejaba por el desagüe para manchar el océano. Del otro lado de la pared en la que estaba colgado el espejo de su baño lo estaba también el espejo del baño de su padre, de manera que era como si la estuviera mirando directamente a través del espejo con su pelo enmarañado y su mal aliento. Gwen siempre iba hecha un desastre porque tenía que cambiarse para ir al colegio en el vestuario de la piscina. Estaba cansada de ser una «Marioneta».
Su padre estaba preparando las tostadas, como siempre. Gwen sintió el cansancio de tener que esperar una eternidad para que alguien terminara una tarea tan sencilla y doméstica, decir «gracias» y poder seguir con su vida.
—¿Sigo sin poder salir?
—Te dijimos que no podías salir porque has robado —dijo, para variar, su madre—. Te espera un castigo y mientras tanto por supuesto que no puedes salir.
—Excepto para ir a la piscina —dijo su padre con la intención de animarla. La parte de arriba del bañador de su padre asomaba por la cintura de sus amplios y pálidos vaqueros. Gwen le había escuchado decir a unas personas en cierta ocasión que nadaban juntos porque así se obtenían mejores resultados—. ¿Crees que el pequeño Glasserman será más rápido hoy? ¿Cómo se llama?
Cody Glasserman era casi siempre el más rápido. A pesar de ser delgado como un palo, ganaba a todos los chicos en velocidad. No sabía por qué le hablaba su padre de él. Solía llevar un bañador ajustado y soso, de modo que Gwen no podía pensar en Cody Glasserman en aquel momento de su vida.
—Ni idea —contestó Gwen, y el padre por fin terminó de untar la tostada y se la acercó en un plato.
Estaban de pie, uno junto al otro frente a la encimera de la cocina mientras la madre miraba fijamente hacia fuera, hacia el patio. Toby II hacía unos ruidos desagradables frente a su cuenco.
—No te he oído darle las gracias —dijo la madre.
—Me acaba de pasar el plato —contestó Gwen con amargura—. Gracias por la tostada. —Su padre le había puesto demasiada mantequilla y había esparcido un poco de miel encima.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó su padre.
—Que gracias por la tostada —repitió Gwen con un tono todavía peor.
Él levantó las manos como si lo estuvieran arrestando y eso fuera muy gracioso.
—No, no. Te pregunto qué estabas oyendo hace un rato. Se escuchaba pam-pam-pam, sonaba bastante bien.
«Pam-pam-pam…». Casi le daba lástima.
—Tortuga.
—¿Tor-qué?
—Me encanta… Si consigues entradas para el concierto de Tortuga no se las des a Allan, me muero por ir.
—Vale.
—¿Puedes? —preguntó Gwen, y pensó: «O tú también quieres torturarme»—. ¿Puedes conseguir entradas para ese concierto?
—Déjame que lo piense —contestó el padre, pero Gwen sabía lo que eso significaba.
Partió la tostada y se metió una mitad a la fuerza en la boca, luego cogió la mochila y deslizó la puerta corredera dejándola abierta al pasar. El tiempo no era frío ni caluroso, era aburrido.
—Te olvidas del zumo —dijo su madre.
¿Por qué no le decían claramente lo que todo el mundo sabía, que Gwen había sido un error? Cruzó el patio a zancadas sintiendo el calor en la pierna. Cogió el ascensor para bajar al aparcamiento y sentarse en el coche de su padre porque aquel era el segundo mejor momento del día. Arrojó la otra mitad de la tostada en un cubo de basura que por algún motivo estaba lleno de pilas, pero no pudo dejar de masticar el trozo que llevaba en la boca. Era una delicia. La deseaba, se merecía aquel trozo de tostada por haberse levantado tan temprano y porque sus padres pensaban que había robado una sucia revista. Apretó el botón del mando para abrir el coche de su padre y entró. No era su responsabilidad llevar las llaves pero le hacía el favor de bajarlas porque él jamás se acordaba. Ella le hacía favores a la gente, pero ¿qué favores le hacía la gente a ella? La noche anterior, cuando le dijeron en qué iba a consistir el castigo, su madre le dijo que era una desagradecida. Pero no, no era ingratitud. Ahí estaba sentada esperando a que la llevaran a un sitio al que no quería ir y por eso pulsaba el botón del mando que abría y cerraba la puerta del garaje del edificio, tres pisos más arriba, como si presionara un cardenal para saber si aún le dolía. Estaba demasiado lejos como para que llegara la señal, era un aparato inútil con un botón inútil. ¿Qué importaba lo que ella quisiera, qué importaba el cielo allá a lo lejos, tan lejos y por encima de aquel oscuro sitio bajo tierra? ¿Qué importaba adónde deseara ir ella? Nada iba a cambiar y dentro de veinte minutos la que iba a estar cambiándose era ella en el vestuario mientras los demás le miraban la cicatriz.
La quemadura había estado ahí siempre, como una isla en la pierna de Gwen, con los mismos extraños e indecisos márgenes de una tierra golpeada por el mar. Se había instalado ahí hacía años y era un horizonte reconocible para cualquiera que sondeara esa región. Fue descubierta, al igual que América, por la mirada de Naomi Wise.
—¿Qué es eso? —le preguntó señalando y acercando el dedo lo más posible a Gwen sin tocarla mientras ella se quitaba el sujetador por debajo de la camiseta.
—¿Qué es qué?
—Eso, en tu pierna.
—Ya te lo he contado.
—Pero no lo había visto antes.
Eso no solía suceder, Naomi Wise lo veía todo. Ella y Gwen se habían convertido en amigas, si es que aún lo eran, el día que Naomi se inclinó y le hizo un comentario sobre Stacey Gleason.
—Lleva la misma ropa que se puso el viernes para la fiesta.
Gwen no había sido invitada a la fiesta del viernes pero aun así sonrió mientras Naomi se erguía sin darse cuenta de nada y con la cara al viento. Solo habían invitado a los más conocidos. Naomi se había hecho famosa cuando inventó la moda de recogerse el pelo con el sujetador de un biquini. A esa edad Gwen ya sabía que se trataba de algo tan estúpido como importante. No podía permitirse el lujo de perder a Naomi, así que a partir de entonces empezó a caminar con un ritmo estudiado y cuidadoso. Gwen no era de las más populares, estaba en un puesto entre el 29 y el 35 del ranking según sus cálculos y los de Naomi, mientras que Naomi ocupaba el noveno.
—Tenía cuatro años —repitió Gwen con paciencia—, y me subí a la mesa para coger una rosquilla y se me cayó la cafetera encima. Estaba hirviendo. Un segundo más tarde tenía una quemadura de tercer grado. Le arruiné el cumpleaños a mi abuela porque tuvimos que marcharnos a urgencias.
—Ah, sí, ahora me acuerdo —dijo Naomi con un gesto de reconocimiento que a Gwen no le gustó.
Naomi era su mejor amiga. Casi siempre estaba entusiasmada y se fijaba en todo, ella era la que exploraba mientras que Gwen se limitaba a estar ahí, en el lugar adecuado o al otro lado de la línea del teléfono, incluso cuando Naomi regresaba con sus pequeñas presas secretas a las que ataba en el cobertizo o abría en canal para jugar con sus órganos. Naomi era mezquina con frecuencia, pero divertida, y en la vida había pocas posibilidades para la diversión cuando a una no le dejaban coger sola el autobús. Pero últimamente el habitual entusiasmo de Naomi se había vuelto más cauto y por lo general cortaban la conversación telefónica cuando alguna decía algo sentencioso. Gwen se daba cuenta de cómo iba a terminar todo aquello, pero era incapaz de gestionarlo mejor para llevarlo hacia otro lugar. Lo cierto es que no tenía otros amigos en el colegio. Era complicado. Gwen miró a Naomi, que seguía observando su cicatriz, y pensó que el barco se hundía.
—¿Y los médicos no pueden arreglar una cicatriz así?
—Tal vez, cuando sea mayor —contestó Gwen, y pensó en algo más que decir—. Estoy metida en un lío, no me dejan salir de casa.
Naomi volvió a asentir como si también aquello fuera algo que recordaba.
—¿Por?
Gwen pensó que no podía cerrar los ojos sin volver a ver la portada de Colegialas.
—Mi madre se ha enfadado conmigo y mi padre se ha puesto del lado de mi madre, como siempre.
—Pero ¿qué has hecho?
Gwen se puso de pie con el traje de baño puesto. Todavía recordaba la época en la que no le importaba cómo llevaba el pelo. Tenía la cara bien, pero casi podía sentir las espinillas que le iban a salir, alineadas y en sus puestos esperando la señal; le había quedado una miga entre los dientes y sentía pinchazos en todo el cuerpo como si fuera un mapa. La cicatriz sobresalía más ahora que Naomi la había mencionado.
—Cogí algunas cosas en la farmacia.
—¿Qué? ¿Has robado?
—No sé, estaba aburrida.
—¿Y qué te han hecho?
—No me dejan salir de casa y me van a castigar.
—Podrían haberte denunciado —dijo Naomi como una profesional—. ¿Cuál es el castigo?
Se oyó el sonido del secador de pelo y uno de los bebés de la clase de natación para bebés chilló de placer al sentir el aire caliente, mientras una anciana, integrante del lento y sonriente equipo llamado «Aquadettes» —la cosa más vergonzosa del mundo en opinión de Gwen—, se acomodó sus vetustos y siniestros pechos.
—¿Puedo contarte yo también un secreto? —le murmuró Naomi al oído. Gwen asintió en medio del ruido—. Estoy enamorada de alguien, de alguien que está aquí.
A Gwen no le pareció demasiado interesante. Eso pasaba con frecuencia y siempre era de alguien que estaba allí, no importaba dónde estuvieran.
—¿De quién?
Naomi cogió a Gwen por el brazo y salieron agarradas hacia la piscina. No se había quitado la ropa.
—Te lo mostraré.
—No te has cambiado.
—Le diré al entrenador que estoy con la regla. Quiero estar toda la clase sentada mirándolo. Ayer fui a verlo al entrenamiento.
—¿Hubo entrenamiento ayer? Creí que era puente.
—Era opcional. ¡Es tan guapo!
—El entrenador no te va a creer, acabas de tener la regla.
—¡Ey! ¿Me estás escuchando o no?
Gwen sintió ganas de reír pero Naomi le dio un pequeño empujón mientras doblaban la esquina de la piscina. Fue un empujón fuerte, tal vez a propósito. Gwen tuvo que hacer equilibrios para no caerse sobre el suelo de hormigón y apoyó una mano en los azulejos mientras Naomi se daba media vuelta para mirar hacia las tribunas. A Gwen no le importaba el secreto porque ella estaba enamorada de Nathan Glasserman.
Cody Glasserman tenía un hermano. Gwen le vio revolviéndole el pelo a Cody y acercándose hasta la piscina a zancadas. Llevaba un cordón negro anudado alrededor del tobillo. Tenía el pelo largo y maravillosamente rubio y una sutil sonrisa torcida. Gwen mantuvo la mano apoyada en los azulejos. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Había llegado un nuevo «Tiburón» a mitad del semestre? Cody le devolvió a su hermano un golpe en la pierna. Enseguida iba a estar mojado y ella iba a poder ver aquellos pequeños, pequeñísimos pelos ondulados que subían desde el interior de su bañador. Se agarró al borde curvo de la escalerilla que salía del lado más profundo de la piscina y con un aire casual dio un salto con las piernas rectas como si fuera un muelle, mientras se reía de algo que le había dicho Cody. Gwen sintió que un escalofrío la atravesaba de arriba abajo, como una gota que se arrastra por el cristal de una ventana, y se detenía entre sus piernas como una repentina y acariciante ola. Por primera vez en su vida comprendió por qué las chicas de Colegialas se abrían de ese modo. Si en ese mismo instante él se hubiera acercado a ella y la hubiera cogido de la mano y le hubiese propuesto desaparecer juntos en algún lugar privado, ella le hubiera dicho que sí incluso antes de que él se lo propusiera.
—¡Todo el mundo al agua! —gritó el entrenador—. ¡Las Marionetas en el cuarto carril! ¡Los Tiburones del primero al tercero! Estilo libre, veinte vueltas y veinticinco los de la Tercera División.
Todos se pusieron en marcha. Gwen se encontraba entre un rebaño de Marionetas de distintas edades, todas delgadas y sin cicatrices de quemaduras en la pierna. Los chicos y un puñado de chicas que jamás iban a ser populares se zambulleron entre el primer y el tercer carril, junto a un grupo de padres desesperados entre los que se encontraba el suyo, buscándola entre el montón. Bajó la mirada, igual que Cody, y arrojó su toalla a la tribuna en la que nadie se sentaba porque había un letrero que decía PINTURA HÚMEDA. Llevaba un año colgado allí pero la gente seguía sin sentarse por si acaso. Naomi la observó desde la tribuna de enfrente hasta que el entrenador se interpuso entre ellas.
—¿Y a ti qué te sucede, Wise? —le preguntó.
Naomi bajó la mirada a sus vaqueros y luego la levantó otra vez hacia el entrenador fingiendo timidez.
—Estoy con la regla.
—Acabas de tener la regla.
—Entrenador…
—No me digas «entrenador» con ese tono, Wise. ¿Crees que he nacido ayer?
Gwen bajó la vista y se puso el gorro de natación. El chándal del entrenador se abultaba en ciertas partes como los fardos de paja en el campo. Pensó que debía tener… da igual, muchísimos años. Se acercó al agua un paso más y esperó su turno. Nathan había desaparecido en medio del agua y el chapoteo. No alcanzaba a oír lo que decía Naomi pero sabía que iba a conseguir quedarse en la tribuna como quería. Vio que el entrenador movía las manos rápidamente frente a ella con un gesto de «Me rindo», y sopló el silbato para demostrarle a los demás que no era un buen tipo y dio un pequeño grito en mitad del eco de los chapuzones.
El deseo la animó a hacer el precalentamiento. Era rápida. No podía dejar de pensar en él. Por primera vez en la vida estaba enamorada. El mundo entero pasaba a través de aquel chico como a través de un prisma: azul, jabonoso y cargado de posibles citas. Le habían prohibido salir de casa pero iba a verlo todas las mañanas en la piscina, y cuando por fin le dieran permiso para volver a salir, tal vez él la invitara a hacer algo. Tenía que encontrar la manera de hablar con él, quizá podría conseguirlo si se vestía rápido y se quedaba un rato tonteando afuera mientras su padre terminaba de arreglarse con su estúpido peine. Se lo imaginó sonriendo al oír algo que ella decía, con el pelo todavía húmedo por la ducha —en la que había estado desnudo—. Y entonces, por primera vez en todo aquel año, pensó en Allan, el chico que trabajaba con su padre. La secretaria le había pillado tocándose. Por alguna razón su padre se lo había contado y hasta había hecho un gesto con la mano que ella no le había visto hacer jamás y que después se pasó semanas intentando borrar de su mente, el movimiento tubular de arriba abajo alrededor de un pene invisible. Ahora lo sabía todo al respecto. Los chicos se hacían una a diario. El truco, le había contado Naomi una vez por teléfono, era lograr que lo hicieran pensando en una.
Ella respiró, pataleó y recordó la guía para citas que había leído en una revista con Naomi. Se lo imaginó pensando las preguntas que se supone que los chicos se tienen que hacer antes de invitar a una chica: ¿se sentirá segura? ¿Se sentirá cómoda? ¿Le divertirá la actividad a la que la estoy invitando?
El entrenador sopló el silbato. A nadar de espaldas. Al dar la vuelta Gwen le echó un vistazo, dos carriles más allá, pero luego tuvo que mirar bien alto hacia el techo. Una de las bombillas se había fundido, los rayos de sol entraban neblinosos a través de las claraboyas sucias a causa de las hojas. Como siempre, fue contando los azulejos: me ama, no me ama, arqueando la espalda para que sus pechos se vieran bien si por casualidad él llegaba a mirarla. Se dio la vuelta fingiendo no ver a su padre, que le hacía un gesto con los pulgares levantados y las gafas de natación puestas desde debajo del cartel que tenía un tiburón pintado.
Los Tiburones echaron unas carreras divididos en grupos por edades, según las clasificación de las competiciones estatales. El entrenador los animaba, y cuando las Marionetas terminaran sus largos tendrían que mudarse a la piscina pequeña con Tammy King, la coreógrafa, porque formaban parte de la Unión Nacional de Natación Sincronizada División Juvenil. Realizaban sus rutinas a nivel competitivo pero jamás ganaban ningún encuentro, no sumaban méritos técnicos. A Gwen no le importaba. Se había unido a las Marionetas porque era un sitio donde esconderse. Era una buena nadadora, sabía que lo era, pero llegada cierta edad una ya no podía seguir competiendo. Si lo hacías, significaba que eras lesbiana. Todas las chicas que nadaban se unían a las Marionetas cuando cumplían la edad, aunque ella se enteró varios años después de haberla cumplido. Se lo contó Naomi. Gwen entró con demasiada velocidad a la vuelta, al igual que el chico que estaba en el tercer carril, y se chocaron con fuerza, los huesos golpearon y ella sintió un sonido como de gong en los oídos. Se agarró al bordillo, tosiendo y parpadeando salvajemente para ver si Nathan Glasserman la había visto.
—¿Te encuentras bien?
Era Nathan Glasserman.
Gwen respiró profundamente, como si hubiese estado a punto de ahogarse. Un chico que nadaba dos carriles más allá, un chico cualquiera, dio la vuelta y Gwen pensó que tenía unas piernas horribles.
—Sí, estoy bien. Me pilló por sorpresa, nada más.
—A mí también —contestó él. Al mover la cabeza sacudió un halo de gotitas y le sonrió con esa sonrisa que ella había visto antes—. Me llamo Nathan.
Su nombre era Nathan.
—Gwen —contestó Gwen después de morderse el labio para no responder «Octavia»—. Eres nuevo, ¿verdad?
—No, no soy nuevo. Vengo con mi hermano solo para mantenerme en forma. Estoy en el equipo de la escuela pero ha terminado la temporada. ¿Y tú qué haces?
—¿En mi tiempo libre?
Nathan se rio dejando caer un poco hacia atrás la cabeza de modo que ella pudo concentrarse en sus dientes blancos y en su cuello mientras los dos se movían como en un baile.
—No, me refiero a dónde compites.
—Ah… con las Marionetas.
—¿En eso del ballet de agua?
—Sí, algo así.
—Hay algunas chicas muy guapas allí —dijo Nathan, y luego se acomodó un mechón de pelo rubio sobre los ojos. Gwen se dio cuenta de que él no había querido decir eso—. ¿Y también estás en el equipo de la escuela?
No podía permitir ni por un segundo, ni por un segundo, que él creyera que era lesbiana.
—No.
—¿Cuántos años tienes?
—Catorce.
Él sonrió otra vez.
—Tal vez eres demasiado joven para que hable contigo.
Esa manera de tontear implicaba tantas cosas al mismo tiempo: el deseo que sentía Gwen por él, el pudor que le provocaba aquel deseo y la vergüenza que le provocaba sentir aquel pudor. Estaban obstaculizando el tránsito de los carriles así que Gwen tuvo que mover la línea de boyas que los separaba. Quedó muy cerca de él. Miró hacia donde estaba Naomi, apenas a unos metros de distancia sobre las gradas, y notó con cierto orgullo que ahora por fin la estaba mirando.
—¿Y qué haces? —preguntó Gwen.
—Un poco de todo. El entrenador dice que soy bueno en los largos, pero a lo mejor lo dejo. ¿Ves esto?
Él levantó la palma de una mano y ella apoyó encima la suya. No tenía ni idea de qué le estaba hablando. Estaba cálida y mojada. Por el rabillo del ojo vio que Naomi movía las manos.
—¿El qué?
—Mis dedos. Se me arrugan demasiado y me arruinan los callos. Toco el bajo en una banda.
—¿Cómo se llama?
Él se rio de nuevo.
—«El Culo de Satán». No me gusta. Somos una especie de, no sé… según el batería somos una explosión funky. ¿Te gusta Tortuga?
—Mi padre trabaja en la radio y va a conseguirme unas entradas.
—¿Con entradas quieres decir más de una? Llévame.
—Tal vez —contestó Gwen en vez de decir «sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí».
Nathan estiró el brazo y le acomodó un pequeño mechón de pelo que se le había escapado del gorro. Se lo puso sobre la mejilla. No le había dicho cuántos años tenía él pero, si no se marchaba a la universidad en otoño, sí tenía edad suficiente como para andar tonteando con ella de aquel modo.
—Te voy a deber un favor —dijo él.
Tammy King sopló su silbato.
—Todas las Marionetas a la piscina pequeña, quiero ver el Moonlight Dance.
—Mi hermano tiene tus datos en la lista —dijo Nathan—, te llamaré o algo así, ¿vale?
Gwen no podía hablar. Apenas movió la cabeza de arriba abajo como un trampolín. Él era lo mejor que había en el Centro Comunitario Judío y su sonrisa se deslizaba hasta el interior de su traje de baño, inflamándole el pecho de vanidad y de una lujuria egoísta. Bendita aquella sucia luz del sol y aquellos cuatro carriles de la piscina, bendito incluso su padre, hasta en los días en que le goteaba agua de la nariz. Apoyó los codos en el bordillo y salió del agua dejando caer gotas de alegría y gratitud sobre el hormigón mientras Nathan la seguía mirando.
—Espera, tienes algo en la pierna.
La felicidad no se parece en nada a lo que suele decir la gente, a una luz brillante y etérea que vive escondida en el interior. En realidad todos pueden verla, se despliega sobre el mundo y se exhibe en los escaparates para que los demás la vean. Todas y cada una de las parcelas de felicidad pertenecen a alguien, a una única persona. Justo en aquel instante Gwen comprendía lo que eso quería decir. Significaba, por supuesto, que la gente te podía robar la felicidad.
—¿Ahora te das cuenta? —Naomi Wise había perfeccionado un tono de escepticismo casual que dejaba mudo a cualquiera.
—Eh…
—Es rara, ¿no? —Naomi había estirado las piernas y se había levantado de la tribuna, de modo que ahora estaba de pie frente a Nathan, sonriendo, a la expectativa—. Todos la llamamos «La mancha».
—La mancha. —Nathan no pudo evitar repetirlo—. Esa es buena, muy buena.
Dejó escapar otra carcajada y la esperanza de Gwen se escapó con ella para aterrizar en algún lugar sobre el agua agitada por los estúpidos nadadores. Apretó los puños y sintió que el mechón de pelo que él le había dejado en la mejilla chorreaba más espeso que las lágrimas. Ella no era más que un error, un espeluznante y chamuscado error. Giró la cabeza a toda prisa, sin ningún encanto, para ver quién más la estaba mirando. Algunas Marionetas pasaron a su lado rápido fingiendo que no habían oído nada, y Cody Glasserman, pequeñito y delgado con su absurdo bañador, se plantó a unos pasos de distancia con las manos apoyadas en las caderas y mirándola con unos ojos abiertos y caninos. Sintió el estruendo de su mente, el trueno de la injusticia, la apabullante maldad del mundo entero, y su propia furia alzándose como un pez extinguido hace mucho. «Esa es buena». De modo que todos lo sabían, todos eran ladrones. Y ella no era más que un puente incinerado que jamás iba a volver a poner un pie en aquella piscina.
Phil Needle alzó la mirada de la lista sintiéndose culpable y travieso. Había varios puntos que habían sido tachados, lo que indicaba que había cumplido esas tareas, aunque para ser exactos eran tareas que se le acababan de ocurrir, obligaciones que ya había cumplido y que había anotado ahora solo para poder tacharlas. Aun así sirvieron para levantarle la moral. Él personificaba el espíritu rebelde de América y esperaba que eso se pudiera entender con claridad cuando vio a Levine de pie junto a la puerta. No llamó, no se le daba bien esa parte del trabajo ni ninguna otra. El motivo por el que Phil Needle la había contratado había sido, en realidad, que no había ningún motivo para hacerlo. Y ahora estaba allí.
—Dijo que la reunión de equipo sería a las nueve y media. Son las 9:40.
Phil Needle miró su ordenador en un silencio afirmativo.
—¿Ya están todos?
—Están todos menos usted y ya sabe quién… Supongo que se debe haber retrasado.
—El doctor Croc.
Levine se avergonzó. Phil Needle sabía que ella odiaba pronunciar aquel apellido.
—Sí, el doctor Croc —dijo al fin.
—Está bien —dijo, y se levantó para ir a hablar con su equipo.
Levine abría el camino. En su primera mañana de trabajo le había pedido que revisara una carta que había escrito para enviar a los herederos de Belly Jefferson. En cierta ocasión Leonard Steed le había dado un consejo: «Si tienes la sensación de estar repitiendo la misma palabra una y otra vez, la estrategia es reemplazarla por el término “chiflado”, de modo que al revisar la carta te verás obligado a buscar una nueva palabra cada vez que aparezca». Phil Needle tenía problemas con la palabra «inspiración» y le parecía que tenía que extirparla. Levine no había encontrado erratas y la envió tal y como estaba, pero resultó que la carta tenía seis «chiflado» sin reemplazar. Cuando le preguntó por qué la había enviado así, Levine reconoció que había creído que la carta se refería a algún problema relacionado con la locura. No la despidió. Phil Needle también había sido joven alguna vez y los herederos de Belly Jefferson se quedaron tan confusos con la carta que lo llamaron enseguida. Después de explicarles lo sucedido y agregar dos o tres anécdotas sobre Levine que inventó sobre la marcha, se rieron por teléfono y ahora, tal como había planeado, el primer episodio de su nuevo programa estaba casi listo. Querida Renée, apuesto a que tus necesidades siguen insatisfechas, pero Phil Needle Producciones está cada vez más cerca de alcanzar su destino.
Cuando entró en la sala sus hombres de confianza, Allan y EZ, se estaban riendo.
—¡Jefe! —dijo EZ. A Levine no le gustaba llamarlo EZ y lo llamaba Ezra con cierto toque de desprecio—. Escuche lo que ha sucedido con lo de la tintorería.
Se trataba de un anuncio de Tintorerías Increíbles que había decidido producir. Aquella frase: «¡Somos increíbles!», había estado resonando una y otra vez por el Estudio A durante los últimos dos días en la estridente y alegre voz en off del actor contratado. También habían enviado a un periodista para que entrevistara al dueño y ahora Allan estaba tratando de unir aquella declaración de intenciones a la histeria del actor para darle al anuncio un tono más sobrio. Allan le dio al PLAY y Phil Needle escuchó la tímida y aflautada voz del periodista al que solían llamar:
«—Dígame, señor, ¿por qué el nombre de Tintorerías Increíbles?
»—¿Y a ti qué coño te parece?».
El equipo rio a carcajadas y lo pusieron otra vez. Levine esbozó una sonrisa abierta pero culpable.
—¿Y eso? —preguntó Phil Needle.
—No hay nada rescatable en la entrevista —dijo Allan—. Me he pasado el día intentando manipularla un poco pero toda la entrevista es así.
—¿Sabía que era para un anuncio de su propio negocio?
—No tengo ni idea.
—No contratemos más a ese periodista —decidió Phil Needle.
—Tal vez ha llegado el momento de tu florecimiento cruzado.
—¿Mi qué?
—Ya sabes, eso de las abejas y las flores.
—Polinización cruzada —aclaró Phil Needle. Leonard Steed le había ayudado a desarrollar la idea de que tal vez tuviera que sorprender a sus clientes con un nuevo estilo de anuncio. Algo más honesto, sin gritos ni silbidos, sin la típica canción pegadiza ni declaración de intenciones alguna porque la marca era tan buena que el propio Phil Needle, de Phil Needle Producciones, era un cliente. Con un poco de ingenio, según Leonard Steed, el anuncio podía dejar en el ambiente cierta sensación de misterio, un anuncio dentro de otro anuncio hecho por Phil Needle Producciones. Todavía no habían utilizado aquella estrategia pero le gustaba mucho—. La expresión correcta es «polinización cruzada». Y sí, de acuerdo, vamos con eso.
—¿Te refieres a la idea de que tú mismo salgas diciendo que eres un cliente? —preguntó EZ rascándose la nariz—. ¿Te gusta Tintorerías Increíbles?
—Sí, me gusta. Dejan la ropa limpia.
—Pero ¿dejan limpia la tuya?
—Me pagan para que les haga un anuncio y yo utilizo ese dinero para que me limpien la ropa, sí. —Tintorerías Increíbles quedaba en el otro extremo de la ciudad.
—Ya… Supongo que eso forma parte del espíritu americano.
—América. —Allan chasqueó los dedos—. Tengo una idea para el programa sobre América, para otro episodio. Las Olimpiadas. Esa sí que es una historia americana.
—Pero es aburrida —dijo EZ—, esas historias son todas iguales. Siempre son chicos que entrenan a diario para honrar a algún familiar que no ha vivido lo suficiente para ver cómo triunfan.
Ahora Phil Needle comprendía por qué su hija había abandonado las clases de natación. Estaba aburrida. Habría bastado con que se lo dijera, aunque tal vez lo había hecho. Se miró las manos, receloso de los deportistas olímpicos, de la sonrisa que mostraban cuando acababan de hacer algo muy difícil de una manera previsiblemente correcta.
—¿Tenemos un nombre para el programa sobre América?
—No —contestó Phil Needle—, y ese es el primer objetivo de esta reunión.
—Yo voto «América, América» por la canción —dijo el doctor Croc mientras entraba cojeando. Como siempre, venía cargado con demasiadas bolsas. Era un hombre muy gordo, tenía casi la misma edad que Phil Needle pero solo con mirarle el sombrero Phil sentía ganas de llorar.
—Llegas tarde —dijo Phil Needle.
—Me encontré con un tipo en el autobús —dijo entregándole una tarjeta—, es fontanero. Dijo que nos echará una mano siempre que necesitemos su ayuda, que no nos va a estafar. Quiere ser nuestro «manitas». A los consumidores de hoy les gusta este tipo de tratos.
Casi todas las semanas el doctor Croc traía a la oficina alguna tarjeta de ese estilo. Hacía mucho el doctor Croc había sido locutor en un programa de radio matutino bastante popular en Nueva York. El programa se llamaba El show del doctor Croc y Whiskers, y Whiskers era una mujer de voz joven y sensual pero en realidad era de mediana edad y se pasaba el día comiendo rodajas de piña que venían en cartones de plástico. Phil Needle tenía el típico programa de relleno por las tardes, en el que transmitía los saludos que llegaban por fax al mediodía, de modo que esperaba su turno viendo cómo el doctor Croc se reía al otro lado del cristal a prueba de sonido, hasta que una noche, en la apertura de algún club nocturno —«Venga e invite a una copa al doctor Croc», era el anuncio—, el doctor Croc le ofreció a Phil Needle un poco de cocaína.
Durante un tiempo y gracias a las drogas Nueva York se convirtió para Phil Needle en un océano maravilloso y el doctor Croc en su primer compañero en la avidez y la suerte. Pero al cabo de unos meses, un día Phil Needle se sentó frente al micrófono en la cabina y sintió cómo la inseguridad le carcomía por dentro. Le parecía que en el metro la gente de raza blanca reaccionaba de la misma forma cuando alguien tenía un comportamiento extraño, y que cuantas más drogas tomaba él, menos se entendía con la gente. El ascensor de la oficina iba cada vez más lleno debido a que habían abierto una nueva empresa en el piso de abajo; todos los días entraba un judío ortodoxo tras otro y empujaban a Phil Needle contra el mugriento espejo hasta que al fin se quedaba solo en el último piso. Aquella fue una señal. Dejó las drogas cuando regresó de unas cortas vacaciones en San Francisco, adonde había ido a visitar a sus padres, y volvió a Nueva York lo suficientemente seguro como para convencer al doctor Croc —ahora sobrio porque lo habían despedido y estaba asustado— de que trabajara con él en la nueva empresa que Leonard Steed le había sugerido que montara. Allí conocería a la que luego se convertiría en su esposa, al poco tiempo de dejarlo por fin con Eleanor.
Eleanor.
—Ya tenemos un manitas —le dijo Phil Needle con gentileza—. Estas oficinas son de alquiler, Croc, no necesitamos preocuparnos de las tuberías.
—Los consumidores de hoy en día no sabían eso —dijo el doctor Croc recogiendo la tarjeta. Referirse a sí mismo como «los consumidores de hoy en día» era un chiste que solía hacer en su programa de radio y que no había podido abandonar.
«—Dígame, señor, ¿por qué el nombre de Tintorerías Increíbles?
»—¿Y a ti qué coño te parece?».
—Grabaré un anuncio de polinización cruzada después de la reunión —dijo Phil Needle—. Podéis sugerir algunas ideas, lo grabaremos en el Estudio A.
—Estamos en el Estudio A —dijo Allan impasible.
Phil Needle movió la cabeza, asintiendo.
—Y ahora quiero un informe sobre lo de Belly Jefferson —dijo.
—Ya hemos hecho la entrevista —dijo EZ—, necesitamos el fondo.
—Yo me encargo del fondo —dijo el doctor Croc—, quiero aprender. Podría hacerlo esta noche. Ya sabéis que todo el mundo me llama «míster Pilas» porque puedo pasarme la noche trabajando, dejadme que lo haga yo.
—Si le llaman «doctor Croc» —dijo Levine con paciencia—, no pueden llamarle «doctor Croc» y «míster Pilas».
Así hablaba Levine. A Phil Needle le pareció que el doctor Croc tenía ganas de aprender más cosas sobre la producción en la radio y él estaba dispuesto a facilitárselo. Y además, el doctor Croc no hacía casi nada en la oficina.
—¿Puede hacerlo? —le preguntó a EZ—. ¿Puede hacer el fondo?
—Si me explican mejor lo que quieren… —contestó EZ de mala gana y rascándose la cabeza—. Ya he incorporado los comentarios de ayer por la tarde y Barry terminó con el actor anoche, así que…
—Ya te he dicho que no es un actor —comentó Phil Needle—. No nos estamos inventando nada: es una entrevista a Belly Jefferson. Belly Jefferson era una persona real y estas entrevistas sucedieron en realidad.
—En los años treinta… —interrumpió Levine. Phil Needle se dio la vuelta y la miró recordando lo que Leonard Steed le contó que decía cada vez que uno de sus empleados comentaba algo que no le gustaba.
—¡Ouch! —dijo Phil Needle.
Levine dejó de sonreír.
—¿Qué? —preguntó.
—Me resulta un poco difícil decírtelo, tengo miedo de que te lo tomes como una crítica…
Ella se apoyó contra la pared. Los muchachos se miraron.
—¿Y es una crítica?
—¿Ves lo que quiero decir? Este proyecto es importante, Levine. Puede llegar a ser algo muy importante si lo hacemos bien. Necesito que todo el equipo me apoye.
—Me dijo que quería que me hiciera cargo de las cosas.
—Y lo sigo queriendo.
—Bueno, a mí me parece bastante raro. Si lo que quiere es contar una auténtica historia americana, ¿por qué ha contratado a un actor para que haga del difunto cantante de blues?
—Belly Jefferson era un rebelde —contestó Phil Needle—, no como los músicos de ahora, que se pasan el día dando entrevistas —dijo, y movió la mano para señalar el estante en el que estaban los viejos episodios de Riding the Rails—. Lo que tenemos es una extraña conversación entre Belly Jefferson y alguien de los Smithsonian, pero el audio original tiene una calidad demasiado mala para Phil Needle Producciones y por eso estamos realizando una recreación de la entrevista original.
—¿Diciendo que sucedió en un club de blues que ni siquiera existe? —preguntó Levine.
—El Fiona existe. He estado cinco días negociando con los dueños.
—Pero no se puede ir allí, no es como Tintorías Increíbles.
En lo único en lo que podía pensar Phil Needle era en que tampoco quería ir a Tintorías Increíbles, pero el teléfono sonó antes de que pudiera contestar. Gracias, poderosos ángeles celestiales por echar una mano de vez en cuando. Levine se inclinó frente a Phil Needle para contestar pero sus cuerpos no se rozaron.
—Phil Needle Producciones… Sí. ¿De parte de…? Ah, sí, ya me parecía. ¿Cómo está usted? Sí, sí, yo también. Muy bien, sí. Sí, aquí está. —Dejó de reír nerviosamente y se apoyó el auricular contra el pecho—. Es Leonard Steed.
¡Leonard Steed! Phil Needle hablaba con él todos los días, pero aun así no podía evitar un sobresalto cada vez que oía su nombre.
—Lo cogeré, claro —dijo Phil Needle frenético—, pero en la oficina. Déjalo en espera.
Se pasó la mano por el pelo despeinado y cruzó el pasillo en el que estaba aquella planta que jamás movían. ¿Por qué no la movían? ¿Por qué jamás habían movido aquella planta más cerca de la ventana como decían siempre que iban a hacer?
—Leonard —dijo cerrando la puerta con el pie, pero presionó el botón equivocado en el teléfono y tuvo que volver a probar—. ¿Steed, estás ahí?
Leonard Steed estaba en no sé qué puesto del ranking de los hombres más ricos del país o del mundo. Estaba forrado. Vivía en una casa del tamaño de una verdadera casa, a la cual Phil Needle jamás sería invitado a pesar de las repetidas promesas de futuras invitaciones. Tenía el pelo largo por detrás pero por delante estaba calvo: había un enorme espacio circular sobre sus bonitos y tranquilos ojos, justo en el lugar de donde salían sus ideas. Solía llevar camisas largas medio abiertas que siempre parecían estar inflándose con el viento. Era un tipo rebelde y astuto, un cazador de fortuna y un solucionador de problemas, y Phil Needle tenía la suerte de conocerlo, aunque Leonard Steed le había dicho que tener buena suerte era en realidad una habilidad.
—¿Con quién hablo?
—Phil Needle.
—Bien, bien, bien. ¿Cómo andas, Needle?
—Muy bien.
—Me alegra. Oye, Needle: Roger Cuff me ha desilusionado.
Roger Cuff era otro hombre del mundo de la radio que tenía un enorme y lujoso velero con el que navegaba hasta los rincones más remotos de la bahía de San Francisco porque —le había llegado a confesar durante una fiesta de colegas, susurrando y con un fuerte aliento a whisky— a su novia de veintitrés años le gustaba gritar cuando le daba por detrás. Él también era cliente de Leonard Steed y había tenido una idea para un programa que en un primer momento a Leonard le había gustado mucho más.
—¿Te ha desilusionado?
—Me ha quitado la ilusión igual que el blues —contestó Leonard Steed con un suspiro parecido a la estática—. Ya sabes, aquella idea que tenía para un programa llamado ¿En qué estás pensando? Acabo de escuchar el final y es imposible.
—¿Qué tiene de malo?
—Lo que tiene de malo es que, al parecer, la gente piensa cosas que no le divierten a nadie. Por ejemplo, se encontró con un tipo a la salida de un hospital y le hizo hablar durante cuarenta y cinco segundos sobre su esposa, que está a punto de morir. ¿Quién quiere oír eso? Yo no. Yo quiero que su esposa viva, Needle.
—Claro.
—Pensé que un programa que le diera espacio a la gente corriente para que contara en qué estaba pensando iba a ser algo atrevido, ¿entiendes?
—Perfectamente.
—Había confiado tanto en Roger Cuff que hasta ahora no había oído el programa, hace un segundo, mientras venía a la oficina. No puedo darles más espacio, Needle. Te llamo porque sé que eres un tipo con ideas.
—Efectivamente, tengo ideas —respondió Phil Needle vislumbrando con el asustadizo ojo de la imaginación el velero de Cuff partiéndose por la mitad mientras su propio velero se abría paso entre la espuma, y a Roger Cuff presa del pánico, desesperado, agarrado con una mano a los restos de su velero y con la otra a su mojada e histérica novia. «Solo tengo tiempo para rescatar a uno de vosotros», les diría.
—Eso mismo pensé yo, Needle. Por eso soy el coproductor de tus programas y por eso te he contratado como asesor de clientes. Pocas personas entienden de verdad este negocio. Ya no es como antes, cuando salí de Harvard… Ahora la radio es un arte moribundo.
—No te pongas así, Leonard. —Se trataba de una escena que representaban casi todas las semanas: Leonard Steed hacía de rey desalentado y Phil Needle de rufián joven e inspirado—. Justo hoy hemos terminado nuestro primer episodio.
—¿Para ese programa del que no querías contarme nada?
—Es una sorpresa.
—Ya, pero ¿me gustará?
—Yo creo que sí.
—No lo creas, dime la verdad: ¿me va a gustar o no?
—Sí.
—¿Tú crees que será un bombazo?
—Absolutamente.
—¿Tiene ese espíritu…?
—Sí.
—¿Un espíritu rebelde?
—Sí.
—¿Y va sobre América?
—Sí.
—Trámelo, Needle.
Hoy era su día, el momento preciso. El exceso de suerte le mareó.
—De acuerdo.
—Vente en avión, mañana mismo.
—¿Quieres que te lo lleve personalmente?
—No puedo poner todos los huevos en la misma cesta, Needle. Necesito que un valiente me saque de este lío. Este fin de semana es RADIO, ¿lo recuerdas?
RADIO era la Organización Internacional para el Desarrollo y los Artistas de la Radio. Phil Needle jamás lograba recordar las siglas porque la «R» se refería a «radio» y el resto de letras le parecía una masa de células dispersa y caótica en vez de lo que era en realidad: una organización profesional que se reunía una vez al año en un hotel frente a la playa en Los Ángeles. Leonard Steed formaba parte del comité de dirección y fue quien logró que las grandes cadenas se involucraran. Lo que había comenzado como una reunión de un par de días para socializar se había convertido en una monstruosa banda de asesinos y prepotentes, matones sin pies ni cabeza que tramaban operaciones hasta altas horas de la noche. Phil Needle regresaba siempre quemado por el sol.
—Pero me habías dicho que no era una buena idea ir este año.
—Te lo dije como asesor, Needle, pero como socio de producción te digo que te subas a un avión mañana mismo y me traigas lo que tienes. El sábado por la mañana tengo la oportunidad de hablar con la cadena y no pienso ofrecerles un programa sobre un tipo angustiado por su esposa.
—De acuerdo.
—¿Qué significa «de acuerdo»?
—Que sí, que iré.
—Esta es una batalla ganada, Needle, están esperando que les proponga algo y tú tienes una programa que sé que me va a gustar porque va de todo lo que hemos estado hablando. Iremos juntos a la oficina y ya verás cómo nos dan todo lo que les pidamos.
Phil Needle se agarró la cabeza con las manos y separó las piernas en la silla. Los dos primeros años después de lo de Nueva York no ganó nada de dinero, pero cuando por fin lo hizo con una campaña de seis anuncios para Frankie, se echó a llorar. La segunda vez que ganó dinero se compró algunas cosas. La tercera vez, también se echó a llorar. La cuarta, se compró más cosas. La quinta, se compró más cosas. La sexta, se compró más cosas. La séptima, la octava, la novena y la décima vez que ganó dinero se compró cosas y a partir de entonces se alternaban los momentos en los que al ganar dinero se compraba cosas con las que se echaba a llorar, hasta llegar a aquel preciso instante. Pensó qué podía decir, qué frase debía pronunciar al teléfono para que aquel tesoro se acercara un poco más.
—Sí —dijo.
—Bien —contestó Leonard Steed—, me suena la otra línea. Te veo mañana.
Y ahí acabó la conversación. Levine entró sin llamar a la puerta.
—Justo la persona que necesitaba —dijo él—. Era Leonard Steed.
—Lo sé.
—¿Y cómo lo sa…?
—Porque fui yo quien atendió al teléfono.
—Ya… Mañana viajo a Los Ángeles para asistir a RADIO.
—¿RADIO?
—La Organización Internacional para el Desarrollo y los Artistas de la Radio. Hazme una reserva en el primer avión de la mañana.
Levine le dio un sobre.
—Aquí están las entradas, como me pidió.
—¿Ya las tienes? Pero ¿cómo…?
—Para el concierto de Tortuga mañana por la noche, dos entradas.
—Sí que eres buena con los patrocinadores.
—¿Eso quiere decir que el trabajo es mío? —Lo preguntó como si no fuese una pregunta y a continuación se puso de puntillas para coger su bolso del gancho que había detrás de la puerta de Phil Needle. La falda se le subió un poco, solo un poco, pero Phil Needle quiso tocar por un instante ese… ese motivo, si es que había un motivo, por el que deseaba que Alma Levine siguiera trabajando allí.
Sucedió al final de su primera semana, una tarde en la que todos se habían marchado excepto Phil Needle, que se había quedado para hablar con los dueños del Fiona. En el escenario de ese club habían tocado los músicos más importantes gracias a la fortuna de los dueños. Todos habían estado de acuerdo en entregar la licencia para la reproducción de la música y otras cosas de varios artistas para usarlas en pósteres, camisetas y grabaciones de archivo del Fiona. Solo había una foto de la Fiona original: sonreía en aquel tugurio con un largo collar de perlas que acababa metido en su copa. Pero tras seis semanas de investigación no lograron identificar a la mujer. Siguiendo la tradición del Fiona original iban a abrir otros clubes modernos en los próximos cinco años. Phil Needle había perdido la oferta de relanzar algunos discos de jazz titulados «En vivo desde el Fiona», agregando sonido del público y un maestro de ceremonias, pero tras una ardua negociación sí había conseguido los derechos para recrear entrevistas como si hubiesen sucedido allí con el objetivo de reforzar lo que la gente del Fiona llamaba «autenticidad recíproca». La primera entrevista iba a ocupar el lugar central del programa de Belly Jefferson. Aquella tarde Phil Needle colgó el teléfono, abandonó su despacho y pasó frente al monitor encendido de Levine. Cuando fue a apagarlo descubrió en el Escritorio una carpeta que se llamaba «Privado».
Jamás intercambiamos ni una palabra pero siento tu mirada cada vez que entro en la sala. Tus manos se mueven con pasión y tu boca tiene un aire hambriento que me conmueve. Una noche nos quedamos solos hasta tarde y al tomarnos un descanso nos ponemos a hablar de lo inmenso que parece el mundo a esas horas. De pronto nos sentimos imprudentes y libres de tantas reglas e inhibiciones. Me dices que en noches como esta te sientes capaz de cualquier cosa, de hacer todo lo que verdaderamente deseas. Yo te pregunto qué deseas hacer y entonces te bajas la cremallera y me preguntas qué deseo hacer yo. Cierro los ojos antes de responder.
La historia ocupaba dos páginas y terminaba así, y por supuesto Phil Needle no era tan insensato como para suponer que hablaba de él. Aunque por otra parte, pensó más tarde, tampoco tenía que dar por hecho que se trataba de otra persona. Días después el documento desapareció de la carpeta y Phil Needle ya no tuvo la oportunidad de leer qué respondía, si es que respondía algo. Se parecía a una retransmisión interrumpida que todavía crepitaba en el aire, en algún lugar.
—Quiero que vengas conmigo —le dijo entonces—, me vendría bien tener una asistente en las conferencias.
—¿Quiere que vaya a Los Ángeles? —preguntó ella.
—Sé que es un poco apresurado pero vamos a ofrecer el programa de América. Es algo importante y voy a necesitar a alguien a mi lado. ¿Puedes viajar?
—Sí.
—¿Sí?
«—Dígame, señor, ¿por qué el nombre de Tintorerías Increíbles?».
El resto del equipo seguía riéndose con aquello una y otra vez. Levine le estaba mirando como miraba a todos los compañeros de la oficina. Él tenía en las manos las entradas que le había dado pero Levine lo miraba desde lo más profundo de sus lentillas, directamente a los ojos. Me preguntas qué deseo hacer yo.
—Sí —dijo ella.
«—¿Y a ti qué coño te parece?».
Phil Needle intentó adivinar la respuesta.