Capítulo 6

Era difícil oírse con la música puesta pero tampoco era divertido hablar por teléfono sin música y no tenía sentido enviarse mensajes de texto cuando lo que querían era leer algo en voz alta. A Gwen le gustaba tumbarse bocabajo mirando hacia el puente y el océano brillante, con una pierna estirada —la pierna en la que tenía la cicatriz— y el dedo del pie sobre la rueda del volumen del aparato. Al final la natación sincronizada servía para algo. Era la pierna derecha —o de estribor—, pensó intentando aprender lo que tenía que recordar.

—Escucha esto —dijo Amber al otro lado de la línea—. «No existe el aburrimiento. Hay un montón de actividades en las que un vigía puede ocupar la mente cuando está en altamar. Pero hay algo inquietante: un hombre puede llegar a comprender muchas cosas cuando está en cubierta, puede incluso descubrir de golpe que se le han nublado los ojos porque siente nostalgia y no está siendo franco». Pero ¿qué hay del futuro? ¿Y qué significa «franco»?

—No estoy segura —contestó Gwen—, creo que es la moneda de Francia o de Suiza.

—Ah, claro, la moneda de Francia. Aprendí eso en una asignatura, en Economía Internacional, creo, aunque no me ha servido para nada.

—Tal vez traficaron con algo en un puerto francés y luego se arrepintieron. ¿Dice que tenía «los ojos nublados y que no tenía francos»? —preguntó Gwen orgullosa de haber utilizado el verbo «traficar».

—Da igual —contestó Amber insegura—. Pero ¿qué hay del futuro? Hasta las aventuras enloquecidas requieren pasajes seguros. La imagen del vigía tendría que ser como la de un descubrimiento triunfal y no otra cosa.

A veces era muy difícil. Gwen y Amber habían estado haciendo aquello desde hacía días. O mejor dicho: noches, ya que los días se los pasaban vagando por los muelles, robando en la farmacia —aunque eso lo hacía Amber mientras Gwen vigilaba en la puerta para que no la reconocieran de la otra vez, porque eso podía arruinar todo el plan— y cerrando las escotillas con seguros. Estudiaban con atención las fotos por satélite de la casa de los Glasserman, que en ese momento de la historia eran relucientes recompensas que podían obtener en cualquier pantalla de ordenador. «Amplía la imagen», decía Amber, y se iban acercando hasta el tejado de la casa. Imaginaban al jovencito de buena familia siguiendo el falso mapa que le llevaría a convertirse en alguien irrecuperable para el mundo civilizado, y durante la noche continuaban leyendo los cuadernos de bitácora y sabiduría popular, liándose con aquel resbaladizo vocabulario, con los escabrosos y sexistas sustantivos de las lenguas romances sin traducir y la frustrante falta de imaginación de los nombres que se les había puesto a tantas ciudades del Nuevo Mundo: Nueva York, Nueva Orleans, «Nuevo» todo. ¿No iban a necesitar especialistas? ¿Acaso podía Corsario llevar también una góndola? ¿Iba a ser suficiente con el conocimiento naval de Errol? ¿Cuánto pesaban aquellos látigos de nueve puntas?, ¿serían útiles para detener el brazo de la ley?

—Y además… —continuó Amber—, dice que un hombre puede darse cuenta de muchas cosas cuando está en cubierta. Supongo que valdrá lo mismo para una mujer, ¿no?

—Eso espero —contestó Gwen. Si los hombres eran una tormenta tropical en aquellos libros de piratas, las mujeres apenas alcanzaban a ser una débil llovizna, un problema que no se animaban a admitir. Existe una escasa y secreta dinastía de mujeres piratas pero no formaba parte de la biblioteca privada de su capitán. Todos los nombres que sonaban prometedores quedaban frustrados en la página siguiente por un pronombre masculino. Jan Janssen era un hombre. Jean Laffite era un hombre. Andrea de Lomellini era un hombre. Jean Rose era un hombre. Adrian Jansz Pater era un hombre. Había una gran cantidad de piratas turcos —todos hombres— que respondían al nombre de Kara. Sandra, la reina de los piratas, iba vestida de hombre. Anne Bonny no solo se disfrazaba de hombre sino de homosexual, un hombre al que le gustaban los otros hombres, motivo por el cual su madre había sufrido un ataque al corazón. (Esa parte estaba muy bien). Alwilda solo se convirtió en pirata para escapar del matrimonio con un hombre. Arabella Bishop era una mujer pero no una verdadera pirata, sino más bien una cómplice. Elizabeth Killingrew era una mecenas de piratas. Rachel Wall no era más que la esposa de un pirata. Ruby de Kishmoor era la hija de un pirata. Lydia Bailey era una prisionera tomada por los piratas —la Nathan Glasserman del mundo antiguo—. Estaban también Grace O’Malley, que en realidad había sido entrenada por su padre, y Maria Lindsey, que se había suicidado con veneno y además había saltado desde un acantilado; y por último aquella inquietante entrada del Diccionario Completo del Pirata de Errol: «Violación: léase la entrada MUJERES, TRATAMIENTO DE». Gwen se dejó caer sobre la cama.

—¿Eso esperas que te hagan?

—Cállate, zorra. Por supuesto que hay riesgos, saldremos a altamar. Pero tal vez no sea, no sé… Algo es algo.

—Algo es algo, ciertamente. Como en la clase de ciencias cuando haces experimentos que luego tienes que controlar. Este es un experimento pero sin control, ¿sabes a lo que me refiero?

Desde donde miraba Gwen, el resto de la cama continuaba hasta unirse con el horizonte del océano. Y sin embargo lo único que sentía era el control. Ella era un disco de hockey: la golpeaban con el palo y la enviaban a distintos lugares y después no le importaba a nadie. Incluso si entraba en la portería el gol no era suyo: le pertenecía a la persona que la había golpeado.

—Tenemos que hacerlo —dijo Gwen como si fuera el comienzo de una frase que al final no terminó. Amber tampoco dijo nada, probablemente estaba asintiendo desde el otro lado, hasta el ritmo de la canción asentía.

Y además… estaba pensando que tal vez tendría que hacerme un tatuaje —dijo Amber—, pero lo más probable es que no me anime.

—Las dos tendríamos que hacernos uno, ¿no? —dijo Gwen—. Aunque creo que tampoco yo me voy a animar.

—Me lo haría en la pierna —continuó Amber—, con la misma forma de tu cicatriz. Ya sabes, como hermanas.

—Camaradas.

—Camaradas —coincidió Amber. Naomi habría convertido aquello en un gran asunto lésbico—. Y después me haría un vestido de marfil con una cola muy larga.

Se rieron. Menudo golpe para la hermanastra de Amber, una rubia de dientes planos que sonreía en una fotografía del frigorífico. Vendía propiedades en Denver, algo realmente estúpido, y estaba a punto de casarse por lo que le había enviado a Amber un libro con volantes a los lados y un pequeño candado con una llave unida a una larga cadenita que se podía llevar al cuello. También se podía arrancar el cerrojo de la cartulina de la portada y abrirlo, así de fácil. Se suponía que Amber tenía que escribir en el interior sus fantasías sobre su propia boda para poder leerlo el día que encontrara al chico adecuado y eligiese el ramo de flores. Algunas chicas planificaban sus bodas de aquella manera, pero Gwen y Amber planificaban más bien sus funerales. Una de aquellas noches habían estado conversando hasta muy tarde sobre un posible entierro en el mar. El tema de la muerte también aparecía en los libros. «El cuerpo del capitán —decía una leyenda bajo un espantoso grabado—, colgado de las cadenas, tenía un aspecto lamentable». Ya sabían ellas que era así como terminaban esas historias. Se podía intentar salir del mapa pero ellos siempre te encontraban. «Los camaradas prefirieron arrojarse al mar enfurecido desde los acantilados antes que afrontar la inevitable y brutal justicia». No importaba la forma, al final siempre terminaban en el fondo del mar, como el cofre de Davy Jone, y ellas no podían evitar reírse con nerviosismo.

—Lo haré esta misma noche —dijo Amber con total tranquilidad.

—¿El qué? ¿Dónde?

—El tatuaje no —contestó—, me refiero a la nota.

Gwen miró hacia su escritorio, en donde había un sobre con la solapa abierta que parecía haber sido revisado por su madre. Por fuera estaba escrita la letra «G», solo la letra «G», algo que en otra etapa de su vida había considerado un detalle. Ahora pensaba que a Naomi sencillamente le había dado pereza escribir su nombre completo, Gwen.

—¿Cuánto tardarás en hacerla? —preguntó Gwen. Había visto el trabajo de caligrafía de Amber, era increíble, iba a engañar a todos.

—No mucho, un disco más o menos.

—¿De Tortuga?

—¿Te puedes creer dónde nació el tío? ¿Y lo del loro?

—Ya.

—No me creo que todo esto esté pasando de verdad.

—Ciertamente.

—Estoy un poco nerviosa.

—Claro.

—Buenas noches, Gwen.

—Buenas noches, zorra.

Gwen colgó el auricular en el que aún se oían las risas de Amber y volvió a mirar el sobre bajo aquella débil luz. Entre todas las cosas que recordaba con precisión se encontraba el número de teléfono de la chica a la que solía llamar cuando era una ingenua. Estiró la pierna de estribor en la que se veía aquella cicatriz como una medalla de honor —camarada— y manipuló la rueda de la radio para encontrar alguna emisora. Tenía que ser algo que no soliera escuchar, algo ruidoso y brusco. Bloqueó su número para que no pudieran identificarla y marcó.

—¿Hola?

Gwen fingió una voz diferente.

—Voy a joderte la vida —dijo.

—¿Quién es? —respondió al instante, con voz aguda y asustada como la de una niñita—. ¿Quién llama?

—Voy a joderte la vida, zorrita —gruñó Gwen—. Te vas a cagar, Naomi.

Y la conversación se acabó. Naomi jamás iba a descubrir quién la había llamado. Ya de adulta aquella voz regresaría a su memoria de vez en cuando, cuando le diera unos golpecitos con su boli plateado a los papeles en los que estaba trabajando, por poner un ejemplo, pero jamás descubriría quién había sido. Había tanta gente que la odiaba que la lista de sospechosos era casi infinita.

Gwen soltó el teléfono sobre la moqueta. Se preguntó si en casa habría —estaba segura de que tenía que haber— alguna botella de ron. Sí, estaba sucediendo de verdad. Estaba a punto de empezar o ya había empezado porque ella ya decía palabrotas, como un marinero.

El hotel tenía un aspecto lamentable. Phil Needle se bajó del coche como si caminara con zapatos de tacón, le dolía una pierna y sentía la otra un poco más corta por la postura de los pies en los pedales. Aún no se le había ocurrido un título y encima llegaba tarde, tal vez demasiado. Tuvo que recordarse a sí mismo que al menos estaba allí. En la entrada del hotel había una fuente que resultaba enorme para aquel lugar y hacía caer agua a borbotones sobre una piscina. Él no quería ser como una de esas gotas que creaban un pequeño círculo a su alrededor para perderse después sin que nadie las echara de menos.

—Haz algo útil —le dijo a Alma Levine, que se había quedado pasmada frente a la fuente—. Ve a arreglar lo de nuestras habitaciones.

—Muy bien —respondió Levine, y atravesó encorvada unas puertas que se abrieron en cuanto ella se acercó.

Phil Needle sacó su pequeña maleta y pasó frente a una furgoneta en la que estaba escrita la palabra CORTESÍA. Las puertas también se abrieron a su paso. El vestíbulo estaba vacío pero se oían risas provenientes de algún rincón. Seguramente el bar estaba lleno de participantes en las conferencias. Más tarde se acercaría para acabar el día con una copa y tal vez con un poco de suerte se cruzaría con Leonard Steed. O le llamaría. O le pediría a Levine que lo hiciera. O lo que fuera. Avanzó a grandes zancadas por el vestíbulo con decisión y lleno de esperanza, pasó frente a una pintura con cuadrados y le frustró saber por la placa que había sido donada por el artista. Muchas gracias, tío. Levine estaba hablando con un recepcionista a cuya espalda había un ficus, un tipo de planta que, en aquel momento de la historia, apenas necesitaba cuidado alguno.

Levine tenía el ceño fruncido.

—Hay un problema, Phil.

No, a Phil Needle no le sorprendía en absoluto.

—¿Qué pasa?

—No tienen habitaciones disponibles.

Phil Needle decidió comprobarlo directamente dirigiéndose al hombre.

—¿No tienen sitio? —preguntó leyendo el nombre que llevaba escrito en la placa—. Florio, ¿por qué no podemos disponer de nuestra reserva?

—La verdad es que no hice ninguna reserva —dijo Levine.

Phil Needle cerró los ojos. Ficus de mierda.

—No me dijo que fuera necesario hacer ninguna reserva. —Levine ni siquiera parecía arrepentida por no estar arrepentida—. Solo mencionó lo del vuelo.

—En Winter Air —dijo Phil Needle con un tono gélido. Pero no, por lo que tenía que estar enfadado ahora era por lo del hotel.

El hombre escribió algo en el ordenador, pareció cambiar de opinión y miró hacia el cuaderno. Nadie dijo nada. A continuación y con gran lentitud apoyó el cuaderno sobre el mostrador y señaló algo con el bolígrafo. Frente a ellos apareció un tremendo caos de casillas y tinta con números tachados o marcados con círculos en el que de repente, y bajo todo aquel desorden, apareció un oasis en blanco en el que les indicó que pusieran sus nombres y su dirección.

—La suite —dijo el recepcionista.

—¿Qué?

—Solo queda libre la suite, tiene dos habitaciones y una vista de mierda. Los baños están separados pero tendrán que compartir el salón.

Luego dijo una cantidad descomunal, que casi daba risa, aunque sin sonreír lo más mínimo, y Phil Needle leyó en el cuaderno que Florio era el nombre del hotel. Habría bastado con que dijera «vista a la ciudad», todo lo demás ya parecía una broma de mal gusto. ¿No lo era? Le pasó su tarjeta de crédito pensando solo en una cosa: en el salón que compartirían.

—¿Te parece bien? —preguntó pensando que lo más correcto era consultarle a Levine.

Ella se encogió de hombros y se le abrió un poco la camisa.

—Sí, supongo que es culpa mía.

Phil Needle pensó que era una suposición correcta.

—¿Necesitan un tíquet para el parking?

—Sí, tenemos el coche afuera.

—Puede entregarle la llave a…

Phil Needle, aquel auténtico rebelde norteamericano, dejó las llaves sobre el mostrador y se aprovechó del precio que estaba pagando.

—Entrégueselas usted —le dijo al hombre, y se alejó caminando.

Levine le siguió arrastrando la maleta sin darse cuenta o tal vez llena de humildad. Mientras subían en el ascensor hasta el piso 20 pensó que Alma Levine le iba a decir algo sobre la forma en la que había conseguido la habitación. No hacía falta que le dijera: «Oh, Phil Needle, eres encantador», pero algo tenía que decir. Levine no dijo nada hasta que Phil Needle abrió la puerta de la habitación.

—¡Buah! —fue todo lo que dijo, y se adelantó rápidamente para echar un vistazo al cuarto.

Allí estaban. Había un salón para sentarse con dos sofás; las cortinas del enorme ventanal estaban corridas. Afuera estaba oscuro, solo titilaban las luces encendidas de los almacenes. Phil Needle pensó que el recepcionista tenía razón: era una vista de mierda, sobre todo cuando vio su largo y decepcionado rostro reflejado en el cristal. Tenía un aspecto cómico. También se veía el final de las largas piernas de Levine quitándose los zapatos al borde de una cama que había junto a una puerta. Sus pies formaron un arco sobre la espantosa manta y luego se frotaron el uno contra el otro.

—¿Le parece bien que pidamos algo de comer?

—Claro.

—Voy a darme una ducha —dijo ella, pero no se puso de pie ni cerró la puerta.

Phil Needle arrastró la maleta hasta su cuarto y la apoyó sobre una manta idéntica y en el mismo lugar en el que ahora Levine había apoyado las piernas. Abrió la cremallera y miró todo lo que su mujer había metido allí para él. Efectivamente había puesto una camisa de más, una camisa que le recordó a aquella época en la que hacía cosas como ir a la tienda de un hotel de lujo y comprársela a una chica que solo llevaba puesto un sombrero cowboy mientras su mujer y su hija dormían la siesta en la habitación de la planta de arriba. Aquel viaje había sido otro tipo de aventura, no la travesía en la que estaba embarcado ahora. La vista era incluso peor en su cuarto. Mañana mismo estaría eufórico por la victoria, tal vez aquella misma noche si bajaba al bar, se cruzaba con Steed y hacían un trato. Por enésima vez pensó en el documento que había encontrado en la carpeta «Personal»: «Te pregunto qué quieres hacer, tú te bajas los pantalones…». A esas palabras se sumaba, como es lógico, la imagen de sus piernas apoyadas en la guantera del coche hablando sobre el deseo y la excitación, y ahora mismo sobre una cama idéntica a la cama en la que estaba sentado él.

—¿Levine?

—Qué.

—¿Qué harías si te dijera que no hay ninguna reunión?

Hubo una pausa en la que se escuchó el zumbido de algo, tal vez el débil tráfico en el exterior o algún aparato que ajustaba la temperatura en el cuarto. A continuación escuchó el tlac, tlac, tlac de sus pies descalzos y la cabeza de Levine apareció bajo el marco de la puerta. No podía ver el resto de su cuerpo. ¿Estaba envuelta en una toalla?

—¿Qué? —preguntó ella.

—Pensé que te ibas a dar una ducha.

—Sí.

Sí.

—Yo voy a lavarme la cara y luego bajaré a tomar una copa con los muchachos de la conferencia.

Ella le observó pero no movió un pie del sitio. Estaba esperando algo, quería algo.

—Prefiero que te quedes aquí arriba —dijo él.

—Vale —contestó ella—. ¿Puedo encargar algo de comer?

—Sí. Regresaré tarde.

—¿Me necesita para algo? Si no, lo más probable es que me acueste pronto.

Él era su jefe y aquel documento no podía referirse a ninguna otra persona. Si se hubiera tomado una copa antes de subir, pensó, ahora tendría la valentía de bajarse los pantalones allí mismo, sobre la cama, y ella se animaría a entrar por fin al cuarto, si era eso lo que estaba esperando. Pero él no se había tomado una copa y no era tan imprudente como para no sospechar que podía estar equivocado. De modo que levantó una mano y dijo adiós a Alma Levine con apenas un pequeño gesto. Ella sonrió, también se despidió y volvió a oírse el tlac, tlac, tlac de vuelta a su habitación. Él se abandonó y se recostó sobre la cama, miró fijamente el techo y el parpadeante detector de humo, listo para comenzar a gritar tanto si el edificio ardía en llamas como si se averiaba. Mientras iba hacia el ascensor intentó pensar otra vez en un título, pero lo único que veía era las piernas de Levine sobre la cama.

No era un piano bar pero el bar tenía un piano. Era brillante y estaba sobre un pequeño escenario circular en el que había una placa en el lugar en el que debería estar el pianista. La placa informaba a los huéspedes del Florio de que podían ganar aquel piano que había sido utilizado de verdad en la película El prodigio del Mississippi. Por alguna extraña razón las palabras «de verdad» puestas en aquel contexto parecían confirmar que el resto de la oración era mentira. La película El prodigio del Mississippi era la biografía de otro blusero norteamericano, más importante que Belly Jefferson, razón por la cual habían hecho una película sobre él. Los seguidores de Belly Jefferson lo odiaban. Phil Needle vio su propio reflejo nervioso en el lateral del piano y repasó el estado de sus dudas y sus miedos. Estaban muy bien, gracias por preguntar. Tenía que ser Un «algo» americano. Junto a él apareció de pronto la cara de Leonard Steed. Phil Needle no gritó.

—Has venido —dijo Steed.

—Por supuesto que he venido —contestó Phil Needle.

Leonard Steed le había dicho que viniera. Tampoco pasa nada si admitimos que se le escapó un pequeño grito.

—Te dije que vinieras y aquí estás. Me gusta, te he estado buscando. Estábamos todos en el bar pensando que en cualquier momento ibas a entrar por la puerta. Ahí está toda la gente a la que tienes que conocer.

—Esto es el bar.

Leonard Steed apoyó una mano en el hombro de Phil Needle, un gesto a medio camino entre el padre y el guardia de seguridad.

—Estamos en el otro bar —dijo—. Vamos.

Phil Needle siguió a Leonard Steed por donde había venido y luego pasaron frente a un estrado en el que un hombre sonrió a Steed.

—Gracias por tu ayuda, Jeffrey —dijo Steed con amabilidad mientras entraban en un restaurante vacío.

En las paredes rojas había unos artefactos que imitaban candelabros. Al fondo había una mesa enorme, más alta y a oscuras, en la que efectivamente estaba sentado todo el mundo. Todos estaban allí, eran del mismo tipo y la distancia que existía entre Phil Needle y aquella gente se salía del mapa. Todos sonrieron.

—Ya estamos todos —dijo Leonard Steed—. Les presento a Phil Needle.

—¿El famoso Phil Needle? —preguntó uno.

—No, ese no —dijo Phil Needle, incrédulo.

—Claro que sí —dijo Leonard Steed—. Es Phil Needle de Phil Needle Producciones. Viene de San Francisco, adonde fue a reinventarse tras escapar de Nueva York. Alto, guapo, casado, judío… Uno de sus pasatiempos favoritos es patear traseros en presentaciones importantes, como la de mañana.

—¿De veras? —preguntó alguien.

—Así es —contestó Steed—. Cuéntales, Needle.

—Bueno, se me da bien repartir patadas en el culo y piruletas —dijo Phil Needle lo más enérgicamente que pudo—. El problema es que se me han acabado las piruletas.

El grupo de hombres estalló en un rugido que inundó la sala. Uno de ellos le señaló con un dedo tembloroso como si sostuviera un arma mientras chasqueaba la lengua.

—Serás el primero de la mañana, Phil Needle —dijo—. Tal vez tendrías que ir a descansar.

—¡Cállate ya! —dijo otro—. Y tú, Needle, pídete una copa de una maldita vez.

—Esto es oro puro —dijo Leonard Steed, y levantó una botella como si fuera una varita mágica. Era un decantador medio vacío… o tal vez medio lleno, pensó Phil Needle. Le sirvió una copa que, lejos de encajar a la perfección en la mano de Phil Needle, pinchaba y mordía como una calavera viviente.

—Siéntate con nosotros, muchacho —dijo uno de los hombres con un rostro inquietantemente cubierto por las sombras.

Phil Needle intentó avanzar hacia el reservado pero Steed le bloqueó el paso poniéndole el decantador en el pecho.

—No —dijo—, tenemos que ir a escondernos un poco, caballeros. Nos veremos mañana por la mañana.

—Al menos danos un título —dijo uno de ellos—, el nombre del famoso programa. Déjanos con la boca abierta.

Steed miró a Phil Needle pero el teléfono de alguien comenzó a sonar, una canción irritante que hizo que todos estallaran en una carcajada. Llegaron las copas. Había que darle las gracias a los ángeles celestiales.

—Hasta mañana, caballeros —dijo Leonard Steed, y empujó a Phil Needle a través de la sala a oscuras.

—Ten cuidado, Needle —dijo una voz—. No dejes que te suelte toda esa monserga sobre Sócrates.

—¡Steed se la suelta a todo el mundo! —dijo otro, pero ya se habían alejado y el resto de la conversación se desvaneció.

En aquella parte del restaurante hacía más calor o tal vez eso le pareció de pronto, cuando el trago de aquella bebida bajó hacia el interior de Phil Needle como si lo iluminaran por dentro. Ahora estaba sentado bajo una palpitante vela de luz que proyectaba sombras sobre el rostro de Leonard Steed.

—¿Cómo estás, Needle?

—Creo que bien —contestó, y bebió un trago largo, lo bastante largo como para animarse a decir—: pero tengo que decirte que aún no tengo el título.

Leonard parpadeó durante un instante en el que Phil Needle sintió que se le cerraba el estómago, pero luego sonrió.

—Estoy leyendo un libro… —Leonard Steed hizo una pausa para que su interlocutor apreciara el cambio—. Sobre las épocas fútiles. ¿Sabes algo al respecto?

—No, ni idea.

—La gente cree que los campesinos trabajaban sin descanso —dijo con un suspiro. «En la Edad Media», tendría que haber añadido—. Pero lo cierto es que tenían sus pequeñas vacaciones, Needle. La gente tenía muchísimo tiempo libre para beber aguamiel o darse una vuelta para ver el heno —añadió abriendo las manos como si se tratara de algo muy simple.

—Ah.

—Yo trato de hacer lo mismo: abandonar tanto esfuerzo por hacerme rico y tratar de esforzarme en pasarlo bien.

—¿Y eso lo aprendes de los campesinos? —Phil Needle estaba nervioso. Él no era rico y no tenía ninguna intención de abandonar ese esfuerzo.

—De los campesinos —respondió riendo Leonard Steed con la mirada brillante y fija en algo que parecía estar sobre la cabeza de Phil Needle. La sala no daba vueltas pero Phil Needle se sintió mareado. No podía evitar pensar en la factura del alquiler del coche y el comprobante del Florio que había firmado aceptando el precio de la habitación—. Mañana vamos a hacer historia de la radio. ¿No estás impaciente?

—Sí.

—¡Claro que sí! —dijo Leonard Steed—. Hay que estar impaciente pero no desesperado. La cuestión es no desesperar jamás. Me refiero a que nunca hay que mostrar desesperación. Ya les caes bien, Needle. Te dije que era una batalla cuesta abajo y tú ya te estás deslizando por la pendiente. «Se me da bien repartir patadas en el culo y piruletas», ¿de dónde has sacado eso?

—De ti, me lo dijiste tú hace un par de años.

Leonard Steed abrió la boca de asombro y soltó un par de carcajadas hacia el techo. La luz de dos focos, arqueados y afilados como colmillos, le enmarcaban el rostro. Dos sombras sentadas a lo lejos en una mesa enorme se dieron la vuelta al oírlo.

—Con razón me gustó tanto. Pero basta ya de hablar de eso. ¿Cómo andas?

—¿Qué?

—Que cómo te encuentras.

Phil Needle terminó su copa y contó una versión resumida de lo que había sido el día: Winter Air, el coche de alquiler, la cuenta en el Florio y Alma Levine.

Steed le rellenó la copa.

—¿De modo que tu secretaria está arriba y comparte contigo la habitación?

—La suite.

—Con la victoria viene el derroche, ¿eh?

—¿Qué?

—Parece que pasas por una buena racha. Espero encontrarte fresco y relajado por la mañana.

—Steed…

—Needle…

—Soy un hombre casado.

—Y nadie lo niega. Envíale una orquídea a tu mujer.

—Además ella es muy joven.

—¿Demasiado joven?

Phil Needle volvió a sentir la palpitación que había sentido durante el viaje en coche. Leonard Steed extendió la mano bajo la mesa y le dio una palmadita en la rodilla a Phil Needle. Por un desagradable y extraño instante Phil Needle pensó que quería tocarle la entrepierna, pero el instante se fue al igual que la mano.

—No lo sé —dijo Phil Needle llenándose la boca de licor.

—Levine me contó que fue a un colegio de chicas —comentó Leonard Steed.

—¿Y cuándo te dijo eso?

—Suelo hablar con todos los de tu equipo, Needle. Ya lo sabes.

—Sí, cuando llamas por teléfono pero…

—Claro que he conversado con ella —dijo bebiendo con los ojos cerrados—. Mmm, no sé de dónde lo deduje, Needle, seguramente fue algo que dijo ella. Al parecer piensa que hay una parte de sí misma que siempre se sentirá insatisfecha por culpa de su educación, el vínculo con los muchachos. Me pareció realmente honesta, Needle. Me cae bien, tiene una energía muy sexual.

A Phil Needle le había llevado todo ese tiempo darse cuenta de que Leonard Steed estaba borracho.

—Me voy a acostar, ha sido un día muy largo.

—Y la noche que te espera —agregó Leonard Steed—. ¿O crees que ella es demasiado joven?

—Te veo por la mañana, quiero estar preparado.

—Sí, sí. Atrévete a conseguir lo que deseas, Needle, esta noche y mañana. Yo aprendí eso estudiando a los clásicos en Harvard. «Quien desee conquistar el mundo, antes tiene que aprender a escapar de él».

No dijo que aquella era una cita de Sócrates porque en realidad no lo era. Era una frase que se había inventado Leonard Steed y que luego atribuía a Sócrates para darle más credibilidad. Phil Needle se puso en pie para huir, dejó la copa y atravesó el restaurante como si no supiera dónde estaba, cosa que en realidad era medio cierta. Sacó la llave de su bolsillo, intentó recordar el número de su habitación, dio la vuelta a la llave para ver si estaba escrito en el dorso —cosa que jamás sucede— y de pronto el mundo se volvió borroso, visible solo si parpadeaba. Durante un instante vio un pequeño círculo recortado en el aire como una gota de agua y a continuación desapareció en el suelo: se le había caído una lentilla. Se puso de rodillas y comenzó a palpar la moqueta con movimientos rápidos pero cuidadosos. No consiguió encontrarla. Se estiró un poco más, aunque era imposible que hubiese ido tan lejos, y tampoco la encontró. «¿Necesita algo?», preguntó su secretaria desde la cama. Él estiró las manos todavía un poco más para atraparla y luego se puso a cuatro patas. Se estiró todavía más. La iba a encontrar, maldita sea, iba a conseguir lo que buscaba. Le pertenecía. Si no podía caminar, al menos podía gatear.

«¿Adónde va esa chica?», imaginó Gwen que estarían pensando. Aquellos asientos estaban reservados para los ancianos y los discapacitados, y ella no lo estaba respetando. Eran los asientos delanteros, los más cercanos al conductor, los menos indicados cuando se estaba a punto de cometer una infracción. Pero Gwen se sentía segura allí, apartada de las ruedas del 38 y a salvo de los extraños que estaban sentados en los otros asientos. Mantenía la mirada en alto. Sin duda los demás querrían saber adónde se dirigía pero no era su asunto suyo. Apoyó la bolsa en el suelo, entre las piernas, pero sin soltar las asas. En una mano llevaba escrita la palabra HOY.

Había llegado la gran noche y viajaba sola en autobús.

El 38 era el número del autobús que recorría la calle más larga de San Francisco, una avenida recta que a veces pasaba junto al río y a veces por calles bulliciosas y de mala muerte. Del otro lado de la ventana la ciudad cambiaba de semblante bajo la noche, por momentos se veían los grandes almacenes y luego, de pronto, la fachada de unas tiendas cerradas con tablones, una extraña catedral protegida frente a una plaza iluminada y finalmente unos edificios de sospechosos apartamentos y un centro comercial abandonado que tenía una pagoda en ruinas. El autobús llegó a la parada de Gwen, tal y como habían planeado. «Ponte de pie, zorra», pensó, sonrió y caminó arrastrando la bolsa hasta la puerta delantera. Bajó. Dentro de la bolsa llevaba una lata de gasolina, que había comprado en una alejada gasolinera gracias a una historia que se habían inventado y practicado Amber y ella y que tenía que ver con una avería y una madre embarazada, y una caja de cerillas… Habría sido demasiado peligroso que el conductor viera esas dos cosas amontonadas junto al resto de las provisiones, por eso llevaba una manta arrugada encima, para ocultar la gasolina y para cubrir a Nathan Glasserman en caso de que fuera necesario. Si el conductor oyó el débil chapoteo en el interior de la bolsa, no dio muestras de ello cuando cerró la puerta del autobús. Gwen decidió que tampoco le importaba si lo había oído. El aire de la noche era tan fresco y suave que le habría gustado dejarse llevar por él. Esa era el arma secreta más perniciosa de Gwen: iba encapuchada con una sudadera de su padre que le quedaba un poco grande, pero Ya-No-Le-Importaba-Nada.

Hola:

¡¡Tengo entradas para Tortuga esta noche en el Fillmore!! Quiero que vengas conmigo. Mis padres me han quitado el móvil: así que no me mandes mensajes, quedemos aquí, donde te indico en el mapa, así podemos estar un rato solos antes del concierto…

Naomi

Habían escrito un borrador tras otro de la carta en una reunión de emergencia. El hecho de que su padre le hubiera regalado las entradas lo había cambiado todo. Le envió un mensaje a Amber al instante y luego sostuvo el dinero en el húmedo puño mientras iba en el asiento de atrás del taxi confiando en que fuera suficiente para pagar la cantidad que había dejado la estúpida secretaria de su padre y también el viaje hasta la calle Octavia. No lo era. Tuvo que bajarse en la esquina del mercado, arrojar los billetes en el asiento del copiloto y desaparecer corriendo. Con la respiración golpeándole los oídos dobló la esquina y se escondió tras un sucio muro de ladrillos en el que habían escrito el grafiti: «USA fuera de este callejón». Refugiadas en la habitación de Amber, donde tenían escondido el resto de las cosas, se replantearon la estrategia.

Las entradas eran su mejor anzuelo. En la primera carta solo había una promesa de sexo. Nathan se encontraría con Gwen en un banco, en un sitio apartado, y ella tendría que desplegar sus artimañas para convencerlo o, de lo contrario, golpearlo hasta lograr subirlo al taxi con los demás. Pero Nathan tocaba el bajo en una banda y no sabían qué tipo de cosas le habían ofrecido ya.

—Esto es mejor —dijo Amber, y rompió las entradas en pedazos y luego los arrojó al mar para que nadie encontrara ni una pista.

Gwen había cerrado los ojos.

—Es complicado igual.

—Ciertamente —contestó Amber.

—Complicado. Complicado pero mejor.

Sí, lo que estaban haciendo era complicado. En las historias de piratas solo se secuestraba a la gente para cobrar un rescate: pedían algo a cambio de alguien. Y a veces eran muchachos jóvenes a los que secuestraban en mitad de la calle que descubrían que deseaban llevar la vida de un pirata cuando los soltaban y los dejaban libres en la cubierta. El plan que habían organizado para Nathan Glasserman se encontraba en algún punto intermedio entre los polos opuestos de ser secuestrado y ser salvado. Gwen quería que se uniera a ella pero también quería llevárselo lejos rápidamente. Lo que ellas pretendían era llevárselo de marinero por la fuerza, ponerle droga en la cerveza y una moneda brillante en el fondo del vaso. En el libro Una incursión sobre olas el capitán se llevaba a toda una tripulación a la fuerza, les invitaba a una fiesta en el barco y cuando el último hombre subía a bordo levaba el ancla y se iba de allí. Cuando se despertaron ya estaban a un día de viaje de Shanghái; eso sí, les daba también una moneda como pago y ambas cosas eran prueba de que habían aceptado el arreglo en la confusión generada por la cerveza, la música y el primer adelanto del tesoro prometido. Amber pensó que el mapa podía cumplir el rol de la cerveza y Gwen el de la moneda. Tal vez Nathan podía acabar accediendo a embarcar empujado por la confusión de haber quedado con alguien en la oscuridad. Amber reescribió la carta —de modo que confundiera a las autoridades cuando registraran su cuarto, pues Gwen estaba segura de que lo harían— y dibujó un nuevo mapa. La flecha señalaba un parque a pocas manzanas del lugar del concierto. Con toda seguridad Nathan se acercaría por el sureste y llevaría el mapa consigo. Cuando descubrieran el mapa, lo más probable es que las autoridades interrogaran a la gente que había asistido al Fillmore y que no encontraran nada.

Gwen llegó temprano. Aflojó el ritmo un poco por temor a que la vieran y luego se adentró en la luz del único local que había abierto en toda la manzana, una cafetería que ya estaba a punto de cerrar. Un chico bajito y con los ojos inyectados en sangre le devolvió el cambio y una taza vacía sin decir palabra. Uno tenía que servirse solo el café de una jarra negra de plástico. A excepción de aquel café, casi no había tomado nada en todo el día. Se dirigió con su peligrosa bolsa hasta la única mesa y se las apañó para subirla allí, todavía con la capucha puesta. Pensó que siempre iba a recordar aquel momento, su último café en tierra firme. Incluso si todo salía mal iba a recordar aquel vapor barato elevándose hacia ese techo sucio y cubierto de manchas mientras ella abría y cerraba los ojos para tranquilizarse. (¿Y Nathan Glasserman, el responsable y tal vez el verdadero culpable de todo aquello? No había cofre de Davy Jone para él. No había duda de que iba a llevarse un buen susto, pero eso no iba a evitar que se convirtiera en un exitoso abogado del mundo del espectáculo quince años más tarde. La historia de Cody Glasserman, su hermano menor, iba a ser muy distinta).

El muchacho con los ojos inyectados en sangre caminó arrastrando los pies hasta una puerta en la que estaba escrita la palabra PRIVADO, dejando sola a Gwen. Junto a su mesa había un montón de cajas de cartón y botellas de agua en bolsas de plástico bien ajustadas, una polvorienta acumulación de raciones. Iban a tener que robar agua. Amber solo pensaba llevar una caja.

Se abrió la puerta. Gwen no miró. Dos figuras pasaron a su lado con las capuchas puestas: eran un chico y una chica, estaban de espaldas a Gwen e iban cogidos de la mano.

—¿Hola? —preguntó el chico.

Como nadie le contestó, soltó a la chica y se puso las manos alrededor de la boca. Cargó bien los pulmones y entonces, en un volumen ensordecedor, hizo la imitación de un mono.

—¡Muac! ¡Muac! ¡Muac muac muac!

La chica se rio. Gwen se quedó congelada y bajó la cabeza.

—¡Oh, no! —dijo una voz invisible—. Hay monos.

Ellos se rieron pero Gwen no. El chaval con los ojos inyectados en sangre regresó y estiró el brazo por encima del mostrador para darle la bienvenida al otro chico con un ritual que consistía en un pequeño golpe y un apretón, un gesto que en aquella época era el predilecto de la gente de color. El chico presentó a la chica y los tres se rieron de algo mientras a Gwen le dolían los dientes. Le preguntaron al de los ojos inyectados en sangre a qué hora cerraba y Gwen colocó las manos debajo de la mesa, pues sabía que se iban a dar la vuelta para mirarla. En el bolsillo de la sudadera llevaba uno de los dos cuchillos que había robado de la cocina de su casa, los únicos cuchillos buenos, y luego los había afilado junto a Amber con una piedra que encontraron en la playa. Toda la tripulación estaba de acuerdo en que, en caso de peligro, era preferible derramar sangre a tener que arrepentirse más tarde de no haberla derramado. ¿Debía ella, Gwen Needle, esperar a que ellos la miraran o les tenía que acuchillar ahora? Sus pensamientos se agitaron y se inquietó con aquella pregunta, buscó con manos temblorosas un céntimo en los bolsillos del pantalón. Lo retuvo sobre la mesa. «Cuando la moneda caiga tomaré una decisión, cuando la moneda caiga tomaré una decisión…», y la moneda cayó.

Cara.

Demasiado tarde. Sin mirarla siquiera, ellos volvieron a reírse de algo que Gwen no llegó a escuchar y entonces el chico, que era un imbécil, besó a la chica, que era Naomi Wise, justo en las gafas de sol, y volvieron a salir hacia la oscuridad. Gwen se puso de pie empujando su silla hacia atrás.

—Me has asustado —dijo el chico con los ojos inyectados en sangre—. Me había olvidado de que estabas aquí.

—Mejor así —contestó Gwen y salió.

Los pies le dolían un poco dentro de las botas nuevas. Amber se las había comprado con la tarjeta de crédito de su madrastra, un delito que no iba a salir a la luz hasta que le cargaran la factura a fin de mes —junio—, y para entonces ellas llevarían bastante tiempo muy lejos. Eran las botas perfectas, con unas cremalleras que se deslizaban como un coche de los caros y el cuero crujiente como el sonido de un latigazo dado por un hombre. O por una mujer.

En el camino hasta el parque no se cruzó con nadie. El líquido sonaba en el interior de la bolsa al golpear contra su rodilla. El cielo se mantuvo oscuro durante todo el trayecto excepto en la copa de algunos árboles y sobre el puente de cemento que permitía a los peatones pasar por encima del tráfico. Gwen apenas alcanzaba a distinguir algunas figuras en el parque, dos hombres que daban vueltas alrededor de un arbusto mustio y una mujer que movía la cabeza hacia todos lados para anticiparse a alguna posible amenaza mientras paseaba a su irritable y ambiguo perro. Gwen llegó a la zona donde había césped. Los hombres siguieron caminando y la mujer se puso nerviosa.

—Vamos, Barky —dijo, y en ese instante Gwen pensó que jamás iba a volver a ver a Toby II. Otro perro muerto. Como estaba escrito en la puerta del Fillmore: CADA SALIDA ES LA ÚLTIMA. Ahora el parque se había quedado vacío, solo se veían los columpios inmóviles y sus esqueléticas sombras.

El taxi iba a llegar en cualquier momento pero tampoco faltaba mucho para que ella comenzara a despertar sospechas. Y además… la bolsa pesaba mucho. Todo aquello se parecía a uno de esos partidos de béisbol que solía ver con su padre: siempre esperaba a que el partido terminara para pedirle disculpas a Marina por haber tirado el bol con palomitas. Faltaban solo treinta y siete segundos pero alguien parecía estar inmovilizando las agujas del reloj.

Ya en el límite, una de las esqueléticas sombras se acercó despacio hacia ella.

—No eres Naomi —dijo él—. Pero no importa, ya lo sabía.

Gwen lo miró fijamente.

—Está bien —dijo él.

Gwen sintió una furia que no tenía nombre porque era enorme, infinita.

—Ya lo sabía —repitió—, no pasa nada.

—Tú no lo sabías —balbuceó Gwen.

Era Cody Glasserman. Amber se había equivocado de nombre y de hermano. Aquel muchacho flacucho y embutido en una sudadera con capucha y pantalones negros, llevaba unos zapatos nuevos y relucientes que eran lo más brillante del parque. Tenía una mirada nerviosa y hacía esfuerzos por no sonreír.

—Está bien, ya supuse que serías tú.

Gwen iba a matarlo si no se callaba, ella misma no podía pronunciar ni una palabra.

—Está bien, no pasa nada.

—¿Cómo… cómo te…?

—Naomi y mi hermano rompieron la semana pasada —dijo Cody—. Ella le devolvió la foto que tenía de él. Mi hermano dijo que había sido él quien había roto pero… —Sacudió la cabeza—. Yo sabía que vosotras ya no erais amigas y, como solíais estar juntas en la piscina, me imaginé que esto no era más que una venganza…

Gwen lo miraba. La bolsa hacía glup, glup, glup, de modo que ella debía estar temblando.

—… o algo por el estilo. Una broma, algo para joder a Naomi.

Por fin, la palabrota la despertó.

—No es una venganza —dijo.

—Del tipo: ahora sale con el hermano menor.

—No.

—La odio —dijo Cody—. Todo el mundo detesta a Naomi. —Buscó un papel en sus bolsillos y Gwen pensó que la policía jamás iba a encontrar la nota porque la maldita nota estaba allí.

—¿Por qué tienes tú eso?

Cody frunció el ceño.

—Porque me la has enviado, tiene mi nombre escrito.

Le dio la vuelta al sobre para mostrárselo y Gwen deseó con todas sus fuerzas marcharse ofendida pero apenas pudo dar un paso. En aquel parque frente a ella solo estaba Cody Glasserman. Era una tremenda equivocación. Le miró con frialdad. Era su única posibilidad, Cody Glasserman, no había otra alternativa. Ya iba a ser Cody Glasserman cuando ella tomó su último café, cuando se subió al autobús y también mucho antes, cuando se escribió la palabra HOY en la mano. En lugar de lo que había pedido, lo único que le ofrecían era Cody Glasserman, el hermano menor. Mierda, mierda, mierda.

—Pero está bien —dijo él—. Está bien, no pasa nada. Tú… tú me gustas, Gwen. Y Tortuga es la mejor banda del mundo. Sé que no es lo que habías pensado, pero podemos…

—No iremos a ningún puto concierto de Tortuga —dijo ella.

Cody había levantado la nota en la que lo invitaba. Gwen apoyó la bolsa en el suelo y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Las cosas estaban saliendo mal pero aun así estaban sucediendo. Y de pronto recordó que a su padre le caía bien Cody.

—Por favor —dijo él—, tú siempre me has gustado…

Estaba a punto de coger el cuchillo cuando el taxi dio la vuelta a la esquina; era una furgoneta amarilla, exactamente lo que había pedido Amber. Gwen vio a Errol y a Manny en el asiento trasero, junto a la puerta corrediza y buscándola con la mirada, y luego a Amber que bajaba del asiento del acompañante diciéndole algo al conductor y dirigiéndose a toda prisa hacia donde se encontraban.

—¿Qué… quiénes son ellos? —preguntó Cody, que había seguido toda la escena con la mirada.

Gwen levantó la bolsa. No, tenía el cuchillo pero no podía… Amber ya estaba allí.

—¿Y? —preguntó.

—No es él —dijo Gwen señalando a Cody. Todo se desplomaba y caía sin peso sobre su cabeza. ¿Cómo era posible que Amber hubiera estado equivocada durante tanto tiempo?

—No se lo has dicho, ¿no? —preguntó Amber.

—¿De qué va esto? —preguntó Cody, que ya había dado un paso hacia atrás—. Tú eres… yo te conozco.

—Sí, ya nos conocemos. Te vienes con nosotros, Cody.

—Se suponía que tenía ser Nathan —dijo Gwen.

Amber frunció los ojos.

—¿Eres Nathan? —le preguntó.

—No, soy Cody. ¿Adónde vamos?

—No —dijo Gwen.

—Te lo explicará Errol —contestó Amber—, aunque está un poco raro.

Amber apoyó una mano con las uñas pintadas de negro en la espalda de Cody y le empujó hacia la furgoneta. Alguien bajó la ventanilla y al otro lado apareció Errol con una sonrisa amplia y gris.

Cody se dio la vuelta y la miró confundido.

—¿Quiénes son?

Perfecto, esa pregunta aparecía en el tercer capítulo de Peligro en altamar, libro que Errol se sabía casi de memoria.

—¡Todos somos piratas! —gritó—. Somos hombres, hombres y mujeres, sin patria. Llevamos una vida rebelde. Para nuestras familias no somos más que unos parias, estamos desesperados y tendremos el destino de los desesperados. Nos hemos unido para practicar el oficio de la piratería en altamar.

—¿En serio? —preguntó Cody.

—Puedes apostar —contestó Errol.

Amber seguramente le había dado café, o tal vez se encontraba mejor si tenía algo que hacer. Se parecía a un capitán más que nunca. Gwen siguió adelante con el plan y caminó junto a Amber tan cerca que se rozaban los brazos.

—Él no viene —le dijo.

—¿Por qué no? —preguntó Errol—. Siempre habrá lugar para la gente honrada y para quienes no sean bienvenidos en ningún otro sitio. Mi primer oficial cree que puedes sernos útil.

—No lo llevaremos con nosotros —dijo Gwen—. ¡Es un niño! No somos asaltadores de cunas.

Cody dio un paso hacia ella y, por primera vez, tocó a Gwen en el hombro. Gwen notó la neblinosa sonrisa de Errol.

—No. Todo el mundo piensa que soy un crío porque soy bajo, pero tú y yo, Gwen, tenemos la misma edad.

A ella le conmovió más tarde que él tuviera aquella información, pero en ese momento solo pensaba en marcharse, en dejar atrás aquel primer error antes de que se convirtiera en un presagio. Cody levantó la bolsa que estaba a los pies de Gwen haciendo una mueca de dolor por el peso.

—¿Qué hay aquí? —preguntó a la vez que levantaba la manta. Hasta el conductor del taxi se inclinó para mirar.

—¿Pensáis incendiar algo?

—No, a menos que sea estrictamente necesario —dijo Errol recordando el capítulo cuatro—. Hay reglas: debéis comprometeros a permanecer unidos con un vínculo de vida o muerte; desayunaréis en silencio; todos los bienes que caigan en nuestras manos serán incorporados a un fondo común que utilizaremos primero para poner a punto, equipar y aprovisionar el barco, y segundo para recompensar a los que perdáis algún miembro en combate. Los teléfonos móviles están prohibidos.

—¿Qué? —preguntó Manny.

—Los pueden utilizar para rastrearnos —contestó Amber.

—¿De qué coño va todo esto? —preguntó el conductor del taxi.

—Tú cierra los oídos y deja que corra el taxímetro —dijo Amber, y se tocó el cinturón para que Gwen viera el cuchillo que se había puesto allí—. Te pagaremos el doble, la tarifa por el viaje y lo mismo por tu silencio.

—Respetaréis estrictamente la hora del aperitivo —continuó Errol—. Todos tendréis que hacer, hacer, hacer… una noche de guardia; y el único entretenimiento a bordo —dijo mientras se miraba la punta de un zapato durante unos segundos— será contar historias; los almacenes deberán estar siempre ordenados y cada uno de vosotros, os lo puedo asegurar, conocerá todos los nudos marineros que existen.

—¿Tenemos que vestir de alguna manera en concreto? —preguntó Cody—. Una vez tuve que usar mallas en una obra del colegio.

—No hay ningún código de vestimenta pero hay restricciones en el lenguaje. Podéis decir: «Dios». Podéis decir: «Cristo». Podéis decir «maldito» o «mierda», «joder», «puta mentira», «la puta polla», «coño» y «gilipollas», pero no podéis insultar a ningún miembro de la familia de vuestros camaradas porque ahora nosotros somos la familia y las personas con las que hemos crecido se quedan en tierra firme.

—Me apunto —dijo Cody.

—Tú no vienes con nosotros —contestó Gwen—. Esto es un error.

—Suena divertido.

—Quienes salen a altamar para divertirse, sufrirán el infierno como pasatiempo —dijo Errol en tono severo, repitiendo un eslogan que Gwen recordaba de Motín.

—Estoy cansado de ellos —dijo Cody.

—¿De quiénes? —preguntó Amber.

—De todos.

—De todos —repitió el loro, que estaba en su jaula en algún lugar del maletero aunque Cody asintió como si se hubiese tratado de una persona que estaba de acuerdo con él.

—Estoy cansado de todos y de cada uno de esos idiotas. Yo soy… Creo que era una persona feliz, o al menos eso he creído durante mucho tiempo, pero últimamente mi hermano, mi padre, mi madre… todos me controlan, ya sabéis a lo que me refiero: me controlan, me hablan y me dicen lo que tengo que hacer.

Para Gwen aquello se parecía al picaporte de la puerta de la farmacia: había que empujar o tirar, entrar o salir.

—Encienda el motor —dijo ella al fin.

—Como quiera —contestó el conductor.

La furgoneta arrancó y Cody supo, sin que nadie se lo dijera, que tenía que meter la bolsa de Gwen.

—Si no me hubierais permitido venir —aclaró Cody una vez dentro—, os hubiera delatado.

—¡Nada de eso! —rugió Errol—. Ahora estamos juntos y tenemos que protegernos las espaldas. ¿Comprendido?

Le dio un codazo a Gwen, que tragó saliva y se dio la vuelta para mirarle. No es que fueran parecidos pero había algo similar entre ellos. Sí, ahora tenían que protegerse las espaldas. Ella se mantuvo firme.

—Sí —dijo.

—¿Sí qué?

—¿Sí qué? —repitió el loro, y Gwen sonrió con ferocidad frente a su tripulación.

—Sí, mi capitán —dijo y suspiró.

Cody respiraba a su lado y Manny, el capitán y Amber se inclinaron para darle instrucciones al conductor. Ahora estaban juntos y habían cogido a Cody Glasserman como marinero; no se podía decir que lo habían rescatado pero tampoco se podía decir, como se iba a repetir una y otra vez durante años, que lo habían secuestrado, que lo habían arrastrado con violencia desde un parque. Al menos quienes estén leyendo esta historia tienen la satisfacción de saber que no se cometió semejante acto de maldad. Ahora eran piratas, una banda de piratas. El taxi comenzó a moverse y todos miraron al frente con los ojos bien abiertos.