Capítulo 7
CAPITÁN BACALAO
Todas las manos hacen mal cuando cogen algo que no les pertenece. Lo he aprendido de Sócrates y toda la vida he creído en esas palabras tanto como en mi propio nombre, hasta el día en que las traidoras manos de la Corona me lo quitaron todo. Así que ahora prometo, con este afilado sable en alto, que el nombre más temido de todas las orillas civilizadas será:
(pero el nombre quedaba fuera de la escena)
La obra seguía con cosas por el estilo. Duraba apenas una hora y el guion, fiel a la tradición pirata, había pasado por una gran cantidad de manos en internet hasta llegar a las de los mercenarios de una de las mayores compañías de entretenimiento, quienes decidieron montar nueve espectáculos de ¡Piratas! en distintas ciudades portuarias de Canadá y Estados Unidos. Después de una semana de ensayo en la que nadie cobró un céntimo, se quedaron sin supervisión una compañía de nueve actores, el tramoyista y el capitán del Corsario, que sacaba el barco para que diera siempre la misma vuelta con una taza de café llena de cerveza en la mano. Había cuatro funciones: al mediodía, a las tres, a las cinco y a las siete, y la entrada costaba cincuenta y cinco dólares para los adultos y treinta y cinco para los niños, porque en aquella época los niños pagaban menos por la creencia de que ocupaban menos espacio. El escenario era cualquier superficie del barco en la que no hubiera nadie de pie, la iluminación provenía de los rayos del sol y la música de una cinta grabada con sonidos de herramientas en la cubierta que salía por unos altavoces colgados del mástil. San Francisco era un puerto para ¡Piratas! y, a pesar de la rica tradición corsaria de la ciudad, el espectáculo no fue un éxito. Por lo general el barco se llenaba a medias, los turistas pasaban frío con sus pantalones cortos y, desanimados, sacaban fotos a un par de actores en mallas y a una pobre Sophia (una chica a punto de abandonar sus estudios teatrales en la universidad del estado) que llevaba un espinoso miriñaque y se pintaba con su propio maquillaje. Según el cartel, era un viaje de una hora cuyo recuerdo duraba toda la vida. Incluso desde la orilla, que era desde donde lo había visto Gwen, uno sentía lástima por aquellos chicos que daban volteretas y gritaban para que se les escuchara por encima del motor del Corsario y de la pistola de fogueo que casi nunca funcionaba. Además, los actores tenían que repartir folletos de ¡Piratas! por la mañana en ciertos lugares estratégicos a los que la gente con dinero llevaba a sus hijos.
El Savoy era el supermercado más lujoso de la ciudad, y en él se podían adquirir productos de comercio justo traídos desde los puertos más lejanos. La madre de Gwen había encargado allí el catering para la barbacoa en cuyas invitaciones no aparecía el nombre de Gwen porque Gwen no había sido más que un error. Cerca de la entrada del supermercado había un chico con gesto arrogante repartiendo panfletos. Al pasar a su lado, la madre de Gwen suspiró y luego probó varios carritos hasta elegir uno. Después volvió a suspirar y llevó a Gwen hacia los brillantes productos.
—Y bien —dijo al fin—, ¿hay algo que quieras contarme?
¿De qué estaba hablando la madre de Gwen?
—¿Qué? —preguntó.
—Ya me has oído —respondió, y sacó del bolso la lista de la compra—. Últimamente has estado distante.
—No, no es cierto.
—Pues yo creo que sí.
—He estado encerrada. Hasta hace muy poco no podía ir a ningún sitio.
—Ya, dejemos eso —dijo la madre de Gwen a la vez que metía lechugas en una bolsa. Comía grandes cantidades de lechuga y eso avergonzaba a Gwen.
—Entonces, ¿a qué te refieres?
—Solo te estoy preguntando si te preocupa algo, Gwen.
—Quiero una navaja plegable —dijo Gwen, por qué no probar suerte.
—Trae las manzanas, anda. ¿Qué quieres?
—Una navaja plegable —repitió Gwen mientras se acercaba a las manzanas como le habían ordenado. Pronto iba a librarse de todas aquellas órdenes. Era muy buena encontrando manzanas sin golpes—. Creo que aquí las venden, cerca de los ralladores de queso y esas cosas.
—¿Quieres un arma?
—Es para usarla en los picnics. Vosotros queríais que pasara más tiempo en el embarcadero…
—Bueno…
—Eso me habéis dicho —insistió Gwen—, y se me ha ocurrido que tal vez pueda invitar a unos amigos a un pícnic.
—En casa hay cuchillos para el queso.
—Pero son vuestros cuchillos. La navaja sería mía.
—Gwen, tienes todo lo que quieres y aun así vienes con exigencias.
—¡No me grites!
—Mira, sé que lo estás pasando…, no sé, que es difícil para ti… Pero abre un poco la mente, hija.
—Lo estoy haciendo.
—Mira un poco al resto del mundo.
—Lo hago.
—Todos los días suceden cosas interesantes —dijo la madre haciendo un gesto hacia arriba y abajo en la estantería de las galletas—, en todos lados se pueden encontrar cosas extraordinarias.
—Si se pueden encontrar en todos lados, no son algo extraordinario —gruñó Gwen.
Pero su madre ya no la escuchaba. Tenía la mirada fija en la parte más alta de la estantería.
—Ya se te pasará. Es como cuando viajé a Francia… Aunque claro, entonces yo era mayor que tú ahora. Ya te lo he contado, lo sé. También se te pasará, Gwen.
Gwen sabía que no era el caso. Ya habían acordado que tenían que bordear la costa del Pacífico y dirigirse al sur, a los puertos mexicanos y luego hacia Sudamérica. Jamás iba llegar a Francia. Una consecuencia de la vida que había elegido.
(Aunque no fue así. Gwen sí viajó a Francia y le pareció un país muy bonito).
Cuando llegaron a la caja se mantuvieron en silencio mientras la cajera fue pasando cada uno de los artículos y un hombre mayor, demasiado viejo para trabajar, los guardaba en una bolsa. Una nueva injusticia, pensó Gwen. Su madre le dijo algo a la cajera que Gwen no alcanzó a oír pero el hombre mayor resopló, por lo que debía de tratarse de algo muy estúpido. Se puso de puntillas y fingió mirar algo en el interior de las bolsas para poder susurrarle:
—Mi madre es una zorra.
El hombre mayor volvió a suspirar.
—Mañana me marcho de aquí.
—Entiendo lo que quieres decir —dijo el hombre asintiendo con la cabeza.
—¿Catorce? —Era la voz de la cajera—. Ah, sí, una edad difícil.
Gwen y el hombre mayor se quedaron mirándola fijamente hasta que las bolsas estuvieron listas.
—Que tengas un buen día hoy y también mañana —le dijo el hombre mayor. Gwen descubrió que llevaba un audífono; el color rosa era indignante, atroz—. Espero verte pronto.
La madre de Gwen le obsequió una risita nerviosa y empujó el carrito para salir.
—No tendrías que hablar con extraños —le dijo cuando estuvieron fuera.
—Era un anciano, mamá.
—Los viejos son los peores —dijo la madre de Gwen sonriendo un poco—. En fin, creo que ya has tenido suficiente castigo. ¿Dónde he dejado las llaves? Creo que el coche está por allí.
—Estoy viendo el coche, mamá.
Gwen prefería que le regañara para poder alejarse un poco, pero la madre de Gwen estaba desdoblando un papel que había encontrado en su cartera. Gwen miró hacia otra parte y luego volvió a mirar a su madre, que estaba leyendo con una pequeña sonrisa y… perfecto. Justo en ese momento Amber se dirigió hacia ellas. Actuaron como si no se conocieran, lo cual fue bastante divertido, hasta que Amber le hizo el gesto secreto, se pasó la mano por el pelo y se lo apretó, de modo que Gwen supo que contaban con doscientos cuarenta dólares robados a sus padres. El exnovio de Amber trabajaba en el Savoy preparando sándwiches. Él tenía que encargarse de pedir y enviar una caja de alcohol al hotel Barbary Coast, ya que Gwen y Amber se daban cuenta de que ninguna licorería iba a creerse que eran mayores de edad.
—¿Y si se niega a hacerlo? —le había preguntado Gwen por teléfono un par de noches antes—. Podría quedarse sin trabajo por hacer un pedido así.
—Le diré que se la chupo si lo hace.
—¡Amber!
—¡Lo haré!
—Me dijiste que vosotros ni siquiera os habíais besado.
—Sí, bueno, no es que la idea me entusiasme. Pero si tengo que hacerlo, lo haré. Todo el mundo acaba haciéndolo tarde o temprano.
Gwen no lo había pensado antes pero se dio cuenta de que Amber tenía razón, al menos en lo que se refería a las chicas. Las mamadas no eran nada extraordinario. Lo comprendió esa misma tarde tras correr escaleras abajo cuando la llamó su madre, que se encontraba en el salón revisando sus bolsos. Estaban todos sobre la mesa como si fuera un mostrador y, para vergüenza de Gwen, su madre chupaba con fuerza una pajita hundida en una botella de té frío. Seguro que había descubierto que le faltaba dinero. Si por lo menos dejara de chupar.
—¿Qué?
La madre de Gwen bajó la botella de té.
—Esta mañana te pregunté si querías contarme algo.
Gwen la miró con precaución.
—¿Y qué?
—¡No me preguntes «y qué»!
Gwen se rascó una oreja y sintió el roce de su pelo. ¿Dónde había quedado aquel corte de pelo que quería hacerse? Ahora ya no había tiempo.
La madre de Gwen no tendría que haber suspirado de nuevo pero lo hizo, se inclinó más allá de sus rodillas como si estuviera buscando un par de pies y sacó una caja de debajo del sofá.
—He encontrado esto en tu cuarto —dijo sin intentar disimular el tono triunfal—. Estaba escondido detrás de un montón de libros que sé que no estás leyendo.
Gwen sintió toda la furia que era capaz de sentir. Era injusto, era una injusticia tremenda haber conseguido una navaja y habérsela olvidado en el bolsillo de la sudadera que iba a ponerse al día siguiente por si era necesario derramar sangre. No podía evitar abrir los dedos en torno a las caderas como si sus manos fueran estrellas.
—Has vuelto a robar.
—Es un regalo.
Su madre había encontrado las botas, su secreto aún sin estrenar. La propiedad de las botas no estaba en entredicho pues habían llegado, sin que mediara ningún incidente, a las manos de Gwen desde las de Amber, y a las de Amber desde las de la dependienta gracias a la tarjeta de crédito de su madrastra, y a las de la dependienta desde la fábrica, y a la fábrica desde el curtidor y a él desde las propias vacas. Eran lo bastante altas y abiertas por arriba como para cubrir la cicatriz casi por completo.
—¿Sabes cuánto cuesta este par de botas?
Trescientos cincuenta dólares.
—¡No, no lo sé! Ya te he dicho que son un regalo.
—¡Ya no sé qué hacer contigo! —gritó la madre.
—Tú no vas a hacer nada conmigo —contestó Gwen con desprecio.
La madre de Gwen alzó las manos al aire. Jamás le había puesto una mano encima a su hija y tampoco lo hizo aquel día, pero ¿qué podía hacer?
—Te estoy hablando en serio —dijo con voz ronca y desesperada.
—Yo también.
—Esto es el colmo. Si no fuera tu madre…
O dejó de hablar o Gwen dejó de escucharla. Si la madre de Gwen no fuese su madre sería apenas una señora cualquiera, incluso una mujer guapa. Porque era guapa. Gwen miró a su madre y pensó: «Jamás volveré a verte, mamá», como si su madre fuera una chocolatina, pero sentía una opresión en la garganta.
—Dámelas —dijo Gwen con tono parco—. Son mías, no tienes ningún derecho a quitármelas.
—No soy tan tonta, Gwen. —Cogió la caja y se la arrojó. La caja se abrió en el aire y las botas cayeron, hermosas y vacías—. Me lavo las manos. ¡Cógelas!
—Claro que las voy a coger —dijo Gwen, aunque no las recogió del suelo—. Las cogeré y me iré de aquí.
Y aquí viene la parte de esta historia en la que se oyen muchos gritos. ¡Eres una paleta! ¡Vaca! ¡Basura! ¡Ingrata! ¡Esclavista! ¡Bruja! Fue un escándalo, el último de otros tantos, aunque Gwen sabía —incluso cuando avanzaba sigilosamente por el piso de arriba e interrumpía a su padre, que estaba escondido en el baño mordiéndose las uñas, para escribirle en la mano: LA ODIO—, sabía que daba igual. Que el alcohol iba a llegar sin que importara lo que Amber hubiera hecho para lograrlo. Lo sabía y por eso lo había escrito en la mano de su padre y no en la suya, para no tener que lavarse por la mañana para quitarse aquella mancha como una tonta. Mañana ella se escribiría HOY. El barco prácticamente había zarpado, lo único que tenían que hacer era salir al agua y pasar bajo el puente. Y mientras Gwen le gritaba a su madre y se enfurecía con ella en el piso de abajo y después subía, durante ese tiempo ella también había estado haciendo una buena acción y no le dijo en ningún momento que la nota que había encontrado en su bolso, la nota que la había hecho sonreír, había sido escrita con las habilidades caligráficas de Amber:
Querida Marina:
Esta nota es solo para decirte que estoy pensando en ti y que te querré siempre.
Con amor,
Phil
P. D.: No te preocupes por nuestra hija, es maravillosa.
No había mayores intenciones detrás de aquella nota. Se lo había pedido a Amber solo como un gesto bonito hacia su madre porque sabía que se iba a preocupar, igual que se habían preocupado las madres de todos los bribones, y que se quedaría mirando al mar preguntándose si iba a regresar algún día. La madre de Gwen merecía preocuparse, pero aun así Gwen quiso tener aquel último gesto para cuando el barco ya se alejara, de la misma manera que el barman avisaba para una última ronda en el bar Pisco, bar al que iba la compañía de ¡Piratas! cuando terminaba la última función. Amber y Gwen habían estado allí espiando a una distancia discreta, y después habían convencido a Manny para que entrara y lo observara todo, sobrio como una piedra ya que su religión prohibía el alcohol.
—Se beben todo lo que han ganado durante el día —les informó después frente a un té de menta gatuna—, hasta que el barman grita: «Última llamada», y entonces les dice: «No hace falta que volváis a vuestra casa pero no podéis quedaros aquí».
Eso era exactamente lo que sentía Gwen, lo mismo. No iba a volver a casa y tampoco podía quedarse allí. Aquella noche durmió profundamente, con el corazón acelerado y la cabeza tan vacía como el cielo nocturno. Igual de bien que los de ¡Piratas!, la tripulación completa.
Por lo general los marineros del Corsario se levantaban temprano para asegurarse de que los disfraces y los accesorios estaban listos para la primera función. Gwen y Amber los habían visto practicar en el muelle vacío con un falso y forzado entusiasmo, y también habían descubierto que colgaban las llaves en un gancho a la vista de todos porque, total, nadie iba a cogerlas. Los viernes por la noche la tripulación podía acostarse tarde, por lo que después de que el Pisco les echara a la calle aparecería una caja de licor en el hotel barato en el que se alojaban: el Barbary Coast. Nadie preguntaría nada, se pasarían la noche emborrachándose sin darse cuenta de que una de las botellas había sido adulterada con los somníferos que tomaba la zorra de la madrastra. Cuando los actores se despertaran el sábado por la mañana, la cabeza les daría vueltas pero ya sería demasiado tarde. Los verdaderos piratas se habrían escabullido por la noche, habrían abastecido el Corsario con provisiones, una nueva tripulación y un objetivo más noble. Llegarían de noche y cogerían lo que les pertenecía por derecho.
Gwen no se había inventado aquel plan: lo había hecho la historia y ahora estaba sucediendo de verdad. No lo estaba imaginando, no inventaba las cajas ni las lonas sobre la cubierta. De verdad estaba a punto de marcharse. Ella, el capitán y sus aguerridos tripulantes atravesaban decididos los grupos de turistas que salían de los restaurantes, fumaban a pares en silencio o echaban chispas por los ojos entre sus familiares. La tripulación cargó ropa, agua, un poco de comida, gasolina, herramientas, algunas armas y a Jean-Robert en su jaula susurrando bajo la toalla que lo cubría. Sentía que era real. El muelle era de verdad. Podía percibir el metal de la barandilla. El barco tenía la apariencia de un verdadero y auténtico barco pirata. El único límite era el cielo. A partir de ese momento sus vidas se desprendían de cualquier tipo de control y zarpaban hacia una deriva sin fronteras.
A bordo había unos baúles con bisagras que contenían artículos para casos de emergencia pero arrojaron los chalecos salvavidas por la borda. Habían decidido deshacerse de ellos, pues en ninguno de los libros que habían leído aparecía nada por el estilo, aunque después de leer las instrucciones Gwen se quedó con dos.
INSTRUCCIONES DEL CHALECO SALVAVIDAS
1. Póngase el chaleco como si fuese una camiseta.
2. Ate las tiras firmemente de modo que el chaleco quede bien ajustado a su cuerpo.
3. Pase el gancho por la argolla.
4. Tire de la correa para ajustar con fuerza el chaleco.
5. ¡Listo para embarcar!
Listo para embarcar.
—Manny. —La voz de Errol sonó con fuerza en cubierta.
—Estoy casi listo —contestó.
Gwen vio que echaba un último vistazo a la pantalla de su móvil y leía algo antes de apagarlo definitivamente y lanzarlo al muelle, donde se hundió muy cerca del que había arrojado Cody, quien a continuación se había puesto a mirar los disfraces porque, como había sido llevado a la fuerza, no había llevado ropa para cambiarse. Manny cargó la caja más pesada a bordo y luego sacó algo del bolsillo de su abrigo de marinero. Echó también un vistazo a aquel objeto, leyó algo en él y a continuación también lo arrojó por la borda. Era su biblia, negra y raída como el cielo. No tenía que abandonarla pero Gwen le había mostrado un dibujo en el que aparecía el capitán Nebekenezer, conocido por sus compañeros como Neb, enterrando su biblia. Como los preceptos de aquella biblia estaban en contra del retorcido curso que había tomado su vida, prefería no conservar un libro que lo condenaba por estar fuera de la ley.
—Venid todos aquí —dijo Errol. Ya se imaginaban que el barco no se dirigía con el timón pero aun así el capitán se había puesto junto al timón—. Demasiado tarde para morir joven, Manny.
Los ojos de Manny seguían observando el lugar junto al muelle en el que había caído la biblia, que ya no se distinguía.
—No sé… He sido educado de una manera en la que no está bien llevar una vida sin reglas ni castigos.
—Pero sí nos han dado reglas —dijo Cody mientras subía por las escaleras de madera.
—Y también hay castigos —dijo Errol, y Gwen observó cómo exprimía su cerebro para recordar la lista de castigos que tanto le había gustado en Capitán Blood—. Todo pirata que esconda, esconda, esconda… algún tesoro será abandonado en la orilla de… He olvidado la palabra.
—De una isla —dijo Gwen.
—Sí, abandonado en una isla —repitió Errol—, con apenas una botella de agua, una hogaza de pan y una pistola cargada con una única bala.
—Eso suponiendo que consigamos una pistola —añadió Amber.
Estaba desenredando un grueso cabo que había sido atado con un aparatoso nudo al muelle en el que habían pintado la inscripción ¡Piratas! con letra dorada. Manny se agachó para ayudarla. Gwen vio el paquete arrugado en el bolsillo de su camisa, un paquete de té de menta gatuna que probablemente sería impagable en altamar.
—Sabes que tus padres ya estarán empezando a preocuparse —dijo Manny—. Lo más probable es que aún no se hayan sentado a cenar. Mi madre siempre decía que estaba mal sentarse a cenar antes de que todos los hijos estuvieran en casa. Dios mío, se estarán diciendo, que no sea esta la cena que haya preparado el día en que ella se fue de casa.
(Pero lo fue, y era pollo).
—Seremos el azote de la bahía de San Francisco —dijo Amber—. Nos comprometeremos solo con la igualdad y la belleza… lo digo en serio.
Gwen y Amber se habían enviado cientos de mensajes de texto, puliendo aquella idea como si fuera un eslogan publicitario, mientras el mundo entero pensaba que estaban a salvo, durmiendo en sus camas.
—Camaradas —dijo Gwen—. Nos consagraremos a la distribución igualitaria y entre camaradas de las oportunidades que ofrece la vida.
Amber sonrió y regresó a su tarea.
—Y toda la felicidad del mundo debe recaer en…
—¿Toda la felicidad? —preguntó Manny desde el muelle—. Eso sí que es mucha felicidad. ¿Y qué tal si pedimos solo una pequeña porción de felicidad?
—Combatiremos con ardor cualquier tipo de mareo —dijo Errol cogiendo algo de su estuche—. Si lo sentís, mirad al horizonte.
—Pensé que dirías «al bote» —dijo Gwen—, en caso de que alguno se sienta mareado.
Los ojos de Errol parecieron dudar.
—Bueno, está bien, mirad lo que queráis.
Manny soltó una carcajada y aterrizó de un salto en la cubierta. No fue muy inteligente por su parte, ahora que se sabe cómo acabó todo. Considerando lo que les iba a deparar el viaje, fue una locura embarcarse. Pero todas las ocupaciones y las filosofías tienen un punto temerario. La caída de su voluminoso cuerpo zarandeó un instante el barco y luego se estabilizó. Había llegado el momento, el show debía comenzar. Gwen se puso al frente de aquel barco robado y miró hacia delante con orgullo como si fuera el mascarón. Sentía sus propias células dividiéndose, reproduciéndose y soñando con reproducirse al mismo tiempo. Todo iba a ser fácil. ¡Zorras al poder! ¡Comienza el éxodo! ¡Suelten amarras! ¡Zarpemos!
Errol miró hacia el oscuro e indomable mar. Estaba de pie frente al timón, con la cara redonda y brillante como la luna.
—Allá vamos —dijo el capitán.
—Allá vamos —repitió el loro.
Es tan fácil robar.