Capítulo 4

Todo es espantoso en los aeropuertos. Phil Needle bajó por la escalera mecánica como si descendiera por unos rápidos; el ruido ambiente era desagradablemente alto, puro bullicio y caos. Había una horda de adolescentes de algún tipo de grupo religioso y unas cuantas madres europeas bronceadas y sin sujetador que llevaban de la mano a sus hijos. (El tipo de mujeres con las que jamás se acostaría). Contempló con verdadero dolor a una chica de piernas torneadas y nerviosas que salió a toda prisa mientras sus pulseras repiqueteaban al golpear contra el asa de la maleta que iba rodando tras ella. (El tipo de chica que probablemente acabaría en el velero con Roger Cuff).

—¿Con quién volamos?

—¿Qué?

—¿En qué compañía ha hecho la reserva?

—En Winter Air.

—¿Con quién?

—Winter Air.

—¿Y qué compañía es esa?

—La más barata que había. Era realmente muy barata.

—Jamás oí hablar de Winter Air.

Él se permitió dudarlo mientras Levine se acercó al neón en el que brillaba la «I» de Información. Phil Needle se detuvo frente a un anuncio con pájaros en el que le daban las gracias por no fumar. Pensó en el título, tenía que ser «Un “algo” americano». Por ejemplo Visiones de América… y le gustó hasta que le dio por pensar que era un tanto problemático hablar de visiones en un programa de radio. Levine, que ya estaba bajo la «I», señaló en una dirección y el chico de Información señaló al lado contrario. En el altavoz habían comenzado una batalla de interrupciones: una compañía anunciaba la partida de un vuelo, la otra anunciaba la llegada de otro y otra más la partida de uno, y Phil Needle hasta llegó a sentir cierta simpatía por esa Catherine Vogel que no encontraba a su compañero frente a los mostradores del equipaje extraviado.

Alma Levine regresó y le llevó hasta uno de esos raros rincones del aeropuerto en los que el diseño del arquitecto se había estrellado contra la falta de presupuesto. Allí habían instalado el mostrador de otra compañía, sobre cuyo logo original habían colgado una pancarta que decía WINTER AIR. Un efecto inquietantemente tercermundista, agravado por el hecho de que la mujer que estaba detrás del mostrador se parecía a su difunta madre. Phil Needle no quería ni pensarlo. La mujer hablaba por teléfono.

—Es una broma —dijo y colgó—. Debo aclararles que soy una empleada de American Airlines, ha habido un problema con el asfalto en la pista de despegue de modo que estoy aquí solo como soporte temporal.

—Viajo a Los Ángeles —dijo Phil Needle esperanzado.

—¿Uno o dos pasajeros?

—Dos —contestó él señalando a Levine.

—¿Número de vuelo?

La mujer tecleó muchas, muchas letras en el teclado del ordenador, como si estuviera redactando un resumen sobre el vuelo.

—Oooh —dijo frunciendo el ceño y mostrando todos los dientes—. Se ha retrasado el vuelo por el problema que les acabo de comentar.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sabremos hasta las nueve.

—Son las nueve y siete minutos —dijeron Phil Needle y el reloj que había en la pared.

—Ya sabe cómo son estas cosas —dijo la mujer, igual que antes solía decirle su madre—. ¿Puedo ayudarles en algo más?… El vuelo ha sido cancelado.

«Catherine Vogel, Catherine Vogel…».

—¡¿Qué?!

—Ha sido cancelado en este preciso instante —agregó la mujer mientras volvía a teclear—. Sucede a menudo con Winter. Déjeme ver si les puedo ubicar en algún otro vuelo.

Phil Needle pensó que aún era muy temprano como para dar rienda suelta a su espíritu rebelde.

—Sí, por favor —dijo deseando una magdalena de plátano—. Tengo un compromiso muy importante.

—Como ya le he dicho, soy de American, esto llevará un segundo.

—Se lo agradezco.

—Un segundo… Bueno, parece que los dos vuelos se han caído.

—¿Qué significa eso?

—Que Winter los ha colapsado, al primero y al segundo. Al parecer el segundo también está retrasado. Y luego dicen que todo avance es progreso, ¿eh?

—Eso dicen —comentó Levine asintiendo con solemnidad.

Phil Needle no estaba seguro de en qué idioma estaban hablando.

—¿Cuándo sale?

—Dentro de una hora aproximadamente.

—Una hora no es tanto —le dijo Levine.

—Exacto —dijo la mujer—, pueden comer unos perritos o ir al baño. ¿Tiene su documento de identidad a mano?

—Lo tengo todo en mi bolso —dijo Levine.

—¿Y usted?

Phil Needle la miró. Él… No, él no estaba en el bolso de Alma Levine.

—¿Y yo qué?

—Usted puede estar tranquila —le dijo la mujer a Levine, y luego a Phil Needle—: Necesito que me dé su carnet.

Phil Needle se dio a sí mismo. En este momento de la historia, las cosas se hacían así.

—Aquí tiene. Salen de la puerta D-15.

—¿D?

—No, B.

—Un momento, ¿P de perro?

—Sí, Perro-15 —repitió la mujer.

Phil Needle abrió los ojos tras un sueño en el que Eleanor tenía un aspecto tan triste que no conseguía recordar nada más. Estaba en el avión repasando la situación, el embrollo que había armado Levine con los de Seguridad, algo un tanto borroso a continuación y después se recordaba a sí mismo cediéndole el asiento del pasillo, escribiendo —muy lentamente— las palabras TÍTULOS POSIBLES en la primera página de un cuaderno nuevo, luego la palabra AMÉRICA y luego cerró los ojos y tuvo ese sueño. Levine estaba sentada al otro lado del pasillo con la cabeza inclinada hacia delante para ver por una ventanilla casi bloqueada por el brazo del hombre que viajaba a su lado. El brazo del hombre estaba escayolado, una masa de yeso que en la época en la que sucede esta historia los médicos solían utilizar para estabilizar el brazo en un ángulo ascendente, de manera que daba la impresión de que el hombre estaba diciendo adiós con la mano o sosteniendo un títere: ¡Hola, hola!

La azafata se agachó para examinar cuidadosamente un cajón lleno de minúsculas botellas dentro de un carrito con ruedas. Encontró el vodka. Después le dedicó una sonrisa llena de dientes a Phil Needle.

—¿Desea algo de beber?

—Ginger ale —dijo Phil Needle con la imagen y los gritos de Eleanor aún en la memoria.

—¿Lo quiere en lata?

—¿Qué?

—¿En lata?

—Claro.

—Yo también quiero un ginger ale —dijo animada la mujer que viajaba a su lado mientras se abanicaba con las instrucciones de seguridad. Llevaba una lustrosa chaqueta roja en la que había pinchado la insignia de un candidato que había perdido las elecciones, aunque a Phil Needle le había parecido una mujer agradable cuando le rozó para pasar a su asiento con esa incómoda intimidad que generaban los asientos tan injustamente próximos—. Me llamo Jane.

—Yo Phil Needle —dijo Phil Needle. Un minuto después Jane y él habían descubierto que cumplían años exactamente el mismo día.

La azafata le alcanzó dos vasos con hielo y dos latas de ginger ale como si él y Jane tuvieran que arreglárselas solos.

—¿Viajas solo, Phil? —preguntó Jane.

—No, ella viaja conmigo. —El carrito avanzó y él hizo un gesto con la mano hacia Levine, que en ese momento vaciaba la pequeña botella de vodka en su vaso y le decía algo al tipo de la escayola.

—Yo viajo sola —dijo Jane, evitando de forma inquietante la pregunta de quién era Alma Levine—, aunque cuando lleguemos ya no estaré sola. Me estará esperando alguien.

Leonard Steed le había dicho que siempre que en un avión se sentaba a su lado una persona a la que identificaba como un americano medio le comentaba ideas de programas para identificar cuáles le podían interesar. Ahora Leonard Steed viajaba en jet privado, por supuesto, pero Phil Needle podía plantear la conversación en ese sentido.

—¿Sueles oír la radio, Jane?

Jane sacudió la cabeza, pero no quedó del todo claro si estaba diciendo que no.

—¿Quieres saber quién me está esperando?

Ya veo que no te interesa que esté viajando con una chica mucho menor que yo que bebe alcohol a la diez de la mañana, pero en fin.

—¿Quién? —contestó.

—Adivina.

—Un novio.

—Exacto. —Soltó una risita y bebió de su ginger ale—. ¡Y lo has adivinado a la primera! Ahora tienes que adivinar qué aspecto tiene.

—Es alto —dijo Phil Needle mirando cómo las burbujas del refresco explotaban en la superficie del vaso—, y apuesto a que le gusta oír la radio.

—Es una sorpresa —dijo Jane, y bebió otro trago bastante largo—. Es cáncer.

—Vaya, qué pena.

—Quiero decir que voy porque va a ser su cumpleaños. Creo bastante en la astrología. ¿Tú crees en la astrología?

«Astros de América», pensó distraídamente.

—¿Qué día es tu cumpleaños?

Y así descubrieron la coincidencia, con cierto alboroto. Levine los miró levantando las cejas, él terminó su bebida y justo en ese instante el avión se inclinó con frialdad hacia abajo como una vara lanzada al aire que inicia su descenso. Del otro lado de las ventanillas no se veía el mosaico azul de las piscinas, aún estaban lejos de Los Ángeles. Miró el cuaderno: «Títulos posibles», «Un “algo” americano», ¿acaso iban a ser esas sus últimas palabras?

—¿Crees que hay algún problema? —preguntó Jane.

—No, seguro que fue solo un golpe de viento. Dime, ¿qué tipo de música te gusta?

El avión volvió a inclinarse con brusquedad y todos lo sintieron en el estómago. Jane dijo que le gustaba un cantante que a él le parecía idiota.

—¿Ese te gusta? —preguntó pensando «¿Y yo voy a morir a tu lado?».

«Nadie va a morir», dijo la estática del altavoz. No se oyó ninguna palabra, pero el mensaje estaba claro.

—¿Ha entendido algo de lo que acaban de decir? —preguntó Levine. Su mano, la que no sostenía el vaso, cruzó el pasillo y se apoyó en su hombro—. ¿Ha entendido algo?

—No —contestó Phil Needle encogiendo un hombro hacia su asistente y el otro hacia Jane.

—Detesto volar —dijo Levine—, me da muchísimo miedo.

Phil Needle interpretó el modo en que chupaba el cubito de hielo con una nueva perspectiva. La azafata explicó algo a la gente que viajaba en primera clase, demasiado lejos del pobre Phil Needle como para que pudiera oírla, y luego caminó hasta la mitad del avión para repetirlo.

—Como acaban de oír, el vuelo sufre ciertos problemas técnicos. No son importantes pero por precaución aterrizaremos antes de lo previsto. Por favor, guarden todas sus pertenencias incluyendo bolsos y móviles.

—¿Aterrizaremos antes? —preguntó Levine.

—Lo siento —contestó la azafata—. Apaguen los bolsos, todos los bolsos por favor, pueden mantener los móviles… Lo siento, lo siento: los ordenadores…

—Pero no hemos llegado a Los Ángeles, ¿verdad? —preguntó un pasajero dos filas más adelante. Parecía un chimpancé, tenía cara de chimpancé.

—Aterrizaremos en el aeropuerto internacional de San José.

—¿En San José?

—Se entregará el equipaje a quienes deseen coger un transporte alternativo —siguió diciendo la azafata—. Hasta que no hayamos aterrizado no sabremos con exactitud cuánto tiempo llevarán las reparaciones.

—¿Quiere decir que puede tardar y que nos conviene tomar otro vuelo a Los Ángeles? —preguntó el chimpancé ofendido.

—Hasta que no aterricemos no sabremos con exactitud cuánto tiempo tardarán las reparaciones —repitió la azafata como si no lo hubiese dicho antes.

—¿Qué ha dicho? —preguntó uno que estaba despistado varias filas más atrás.

La azafata no le contestó y comenzó a tirar los vasos de plástico en una bolsa de basura. El aeropuerto de San José apareció de pronto en las ventanillas, una fea y próspera ciudad en la que algunas filiales transmitían programas que había producido Phil Needle, pero nadie le reconoció cuando el avión golpeó suavemente el suelo de la ciudad. Se oyeron los frenos, ruidosos y enérgicos, y Phil Needle tuvo la sensación de que el resto de las compañías se reían con desprecio de Winter Air mientras se dirigían hacia una puerta insignificante. Al desembarcar, Phil Needle se dio cuenta de que la hoja con la lista de títulos posibles seguía arrugada en su desesperada mano.

—Le dejo esto —le dijo a la azafata, pero ella frunció el ceño cuando él deslizó aquella pelota de papel en su mano.

—Lo siento, no puedo aceptarlo. Winter Air no permite que el equipo acepte propinas de los clientes.

—No es dinero —dijo Phil Needle, y extendió el folio frente a la mujer. A sus espaldas, la fila de pasajeros se preguntaba qué estaba sucediendo—. Jamás le daría una propina y menos por una mañana de mierda como esta. ¡Ustedes sí que no cumplen mis necesidades!

Por supuesto, la última mitad de la frase no la dijo en voz alta aunque la repasó varias veces mientras caminaba junto a Levine. El aeropuerto era pequeño, solo un par de recibidores, y todos los que estaban allí parecían infelices.

—¿Qué vamos a hacer?

Phil Needle comprendió que Levine tampoco iba a resolver aquel problema.

—Alquilar un coche —contestó—. Podemos poner nuestras maletas en la parte trasera y pisar el acelerador a fondo hasta allí. Seguro que eso va a ser más rápido que esperar a Winter Air.

—Sí, Winter Air es un asco —dijo Levine—. De acuerdo, busquemos un coche. Creo que es por aquí.

—Primero debo recoger mi maleta.

—Claro, olvidé que la había facturado. Yo me encargo de conseguir el coche.

Pero ella era la que había conseguido aquel espantoso vuelo, así que…

—No, mejor ven conmigo. Tal vez te necesite para algo.

Levine frunció el ceño pero le siguió mientras él, a su vez, seguía las flechas. En aquellos días y en aquella época la gente encontraba sus maletas en algo llamado carrusel, aunque no era ni de cerca tan elegante ni circense como sugería el término. BIENVENIDO A SAN JOSÉ. PRESTE ATENCIÓN, MUCHAS MALETAS SON PARECIDAS. La cinta transportadora emitió un zumbido al arrancar y, sorprendentemente, las maletas comenzaron a aparecer cumpliendo así lo que Winter Air había dicho que sucedería. Phil Needle buscó la suya entre los bártulos tumbados o tambaleantes pero lo más parecido que encontró fue otra maleta de un color similar, que continuaba dando vueltas y vueltas en el carrusel sin que nadie la reclamara mientras él y Levine se mantenían en silencio. Le pareció que podía sentir el olor a vodka en el aliento de ella, aunque tal vez fueran imaginaciones suyas. Encendió el teléfono y miró la lista de los nombres de las personas que conocía.

Es difícil presentar a Phil y a Marina Needle como los héroes de una historia de amor. Durante un par de años se habían sonreído vagamente cuando se cruzaban en Nueva York cada vez que Marina iba a trabajar como locutora. A través de un sórdido novio había conseguido trabajo doblando películas de terror italianas —aún hoy se puede escuchar su voz mal sincronizada con los labios color escarlata de las víctimas de los vampiros—, y luego había comenzado a realizar anuncios para la radio en los que susurraba con voz sugerente los nombres de los clubes nocturnos o con una ansiedad puritana el nombre de la compañía a la que había que llamar en caso de un accidente. Tenía una buena voz —uno casi podía imaginar al marido accidentado haciendo gestos de dolor detrás de un parabrisas destrozado—, pero Phil Needle no le había prestado atención a Marina porque aún persistían en su memoria los gritos y las mentiras de la larga historia que había tenido con Eleanor. Aun así, Marina estaba saliendo con un chico, otro sórdido novio llamado Rafael Bligh, que estaba encantado con la idea de que ella grabara narraciones descriptivas de películas clásicas para ciegos. Se pasaba las tardes encerrada con Rafael en una cabina que no se utilizaba, y cuando Phil Needle pasaba frente a la puerta echaba un vistazo a Marina, que estaba diciendo: «El hombre mayor deja caer la bola de nieve» o «La mujer levanta lentamente la estatuilla», mientras Ray estaba de pie detrás de ella dándole consejos y —Marina se lo contó más tarde— tocándole el culo. Antes había salido con otro chico que trabajaba allí. Cuando una chica tiene demasiados novios la gente piensa al instante que es una zorra.

La fiesta tuvo lugar una noche calurosa y desagradable en uno de esos edificios de piedra roja de Brooklyn con escaleras chirriantes y recibidores largos y desnivelados, en donde la gente hablaba a gritos y reía. Los anfitriones eran amigos de Phil Needle desde tiempos inmemoriales pero la sala estaba llena de desconocidos. El reggae salía por los altavoces y del techo colgaban demasiadas luces. Había un bol de cerámica con un letrero escrito a mano y pegado con celo que decía: ESTA NOCHE SERÉ UN CENICERO, y detrás había un chico alto y delgado, de doce años como mucho, enfurruñado frente a un frigorífico en el que seguramente estaba la cerveza. A Phil Needle se le había pasado el efecto de la droga mientras viajaba en metro y aún le dolía el brazo en el lugar en el que Eleanor le había arañado. Retrocedió y decidió subir por una escalera de metal que llevaba al tejado; allí se estaba más fresco y se podían distinguir seis o siete estrellas. Se quedó bajo las estrellas durante un buen rato hasta que el frágil tejado se abrió bajo sus pies antes de que le hubiese dicho una palabra a nadie. Cayó hasta la cintura y se detuvo, se agarró a la superficie de papel de lija del suelo y sus pies quedaron pataleando en el aire. Algunas personas que no conocía subieron e intentaron sacarlo tirando de él hacia arriba, mientras otros desconocidos tiraban de sus piernas. Ambas estrategias fueron debatidas en la borrachera, aunque Phil Needle se daba cuenta de que casi nadie hablaba con él. Finalmente le bajaron y, tras sacudirse el yeso de los pantalones, decidió marcharse de allí. En las escaleras se cruzó con el chico de doce años. Era Marina, que se había hecho un nuevo corte de pelo. Un año más tarde se casaron. No fue ese tipo de boda en la que los invitados se ruborizan de emoción porque ven en la pareja un símbolo de todo lo que funciona bien en este mundo, ni tampoco el tipo de boda en la que todo el mundo está pensando que la pareja no va a durar. Lo único memorable fue que el rabino les pidió los anillos cuando los tenía él mismo. Aún seguían casados y no era un matrimonio sin amor —Phil Needle no dudaba de eso mientras repasaba la lista de contactos de su móvil—, aunque a veces se descuidaban un poco. Marina había cambiado, se había convertido en una de esas mujeres que compran una botella de té helado, le ponen una pajita y andan todo el día chupando, chupando y chupando. Pasaba cada vez más tiempo en la habitación en la que pintaba, y solo Dios sabía por qué deseaba pintar. Si alguien hojeara el álbum de fotos familiares, podría pensar que habían pasado las vacaciones bajo la amenazante sombra de un pulgar gigante. Pero Phil Needle también tenía sus sombras. Marina no había logrado borrar del todo a aquella chica que ya no le quería, Eleanor, y por ese motivo, entre otros, Phil Needle no tenía ganas de llamar a su esposa, quien por lo visto ya le había dejado varios mensajes. Los borró sin haberlos escuchado, casi por accidente, y siguiendo un impulso pasó de largo el nombre de Marina, avanzó en el orden alfabético y llamó a su padre, por primera vez en meses.

—Hola.

—Hola, papá.

—¿Quién habla?

—Tu hijo.

—Mi hijo ha muerto —lo mismo de siempre.

—Papá.

—Murió de sobredosis.

—Soy Phil, papá, tu otro hijo.

—Para mí tú también has muerto.

—No —dijo Phil Needle—, no he muerto.

—Los dos tomabais drogas.

—Papá, por favor.

Alma Levine parpadeó haciendo una señal y le miró con el ceño fruncido. Todo el mundo tenía sus maletas excepto el inepto que no había recogido la que se parecía a la de Phil Needle. Del minúsculo y metálico altavoz del teléfono salió aquella risa que a Phil le desagradaba tanto.

—¿Y cómo anda… cómo se llamaba?

—Marina está bien, papá. ¿Tú cómo estás?

—Sano como un roble. ¿Y Gwen?

Phil Needle se conocía la conversación como la palma de su mano y se la miró. La tinta seguía allí. Más allá, vio que la maleta parecida a la suya dio otra vuelta y a Phil Needle se le ocurrió pensar que tal vez alguien se había llevado su maleta por error y le había dejado aquella.

—Está bien, también. Solo llamaba para saber cómo andabas tú, papá.

—Bueno, el que no anda muy bien es el mundo.

Eso era lo que había pasado, por supuesto. Eso era. Algún pasajero —tal vez el tipo que parecía un chimpancé— se había llevado su maleta, y ahora Phil Needle estaba de pie junto a Alma Levine en un extraño lugar, igual que Adán y Eva, mientras aquella voz, la de su padre, le hablaba desde quién sabía dónde. No tenía ni su ropa ni un título para el programa, y allí estaba de pie, solo con aquellos pensamientos centrados en su propia liberación. Fue entonces, en la enésima vuelta, cuando finalmente divisó su maleta.

—Te aseguro que los negros…

—No empieces, papá —contestó Phil Needle.

La revista quería saber si Gwen sabía qué tenían en común todas las chicas. En la portada aparecía una joven en vaqueros. La etiqueta con la dirección de entrega, DR. DAVID DONNER, DENTISTA, estaba pegada a la altura de un muslo y en el otro muslo había otra pegatina que decía NO RETIRAR, como si estuviera pensado para la sala de espera. Gwen cogió la revista. No, no podía imaginar qué tenían todas las chicas en común.

Zumbaba ese tipo de jazz que les gusta a los padres y la sala habría estado vacía si no hubiese sido por esa otra chica, probablemente de la misma edad que Gwen pero mejor vestida, que llevaba una cadena como collar y extendía las revistas como si tratara de alicatar el suelo y le ofendiera tener que hacerlo. La recepcionista seguía la escena tras la ventana corrediza con el ceño fruncido y con los cascos puestos, pero aún no se decidía a decir nada.

—Estas revistas son lo peor —dijo la chica sin mirar a Gwen—. Es la peor selección de revistas que he visto en mi vida. En toda mi vida.

La madre de Gwen le había dado permiso para acudir a la consulta del dentista sin necesidad de acompañarla. No habían vuelto a discutir y su madre confiaba en que fuera caminando sola a cumplir con su castigo cuando acabara la consulta. Apenas le había recordado que no debía cagarla esa vez. Y aunque Gwen estaba decidida a cagarla, aún no se le ocurría cómo hacerlo.

—No hay nada que valga la pena. Ciertamente, es atroz —dijo la otra chica, y tiró las revistas con tanta fuerza que la lámpara tintineó.

La recepcionista suspiró y se inclinó a través de la ventana apoyando las manos en el cristal con relieves.

—¿Algún problema?

—Sí.

—Amber…

—No me llames Amber. Esta sala de espera es horrible y además tenía cita a las nueve y media, y ya han pasado diez minutos. Son casi las diez menos cuarto.

—Ese reloj está adelantado.

—Bueno, otra cosa que habría que arreglar.

—Amber, ¿te pasa algo?

—Acabo de decírtelo.

La mujer deslizó la ventanilla para cerrarla.

—¡Sé que aún me oyes! —gritó Amber, y arrojó una revista sobre la mesa antes de sonreír a Gwen.

—Es cierto que las revistas son una mierda —admitió Gwen.

—Ciertamente —repitió Amber.

—Ciertamente. ¿Qué quiere decir «ciertamente»?

—Algo parecido a… de verdad.

—Ah.

Amber resopló y tamborileó en la mesa con las uñas sucias.

—Detesto venir aquí y que me metan los dedos en la boca. Y además mis dientes están perfectamente, ¿sabes?

—Yo también lo odio —respondió Gwen, aunque en realidad jamás le había molestado tener que ir al dentista.

—Ciertamente —dijo Amber con una sonrisita diabólica. Y era verdad, sus dientes estaban muy bien.

El doctor Donner apareció en la sala y las miró a las dos.

—Hola, Gwen, perdona la espera. Te atenderé en la sala uno y tú, Amber, ve a la dos.

—¿No vas a pedirme disculpas a mí por la espera?

—Perdona el retraso, Amber.

La ventanilla se abrió.

—Creo que estaban jugando con las revistas —le dijo la recepcionista al doctor Donner subiendo el tono de voz.

Amber no dijo nada, así que Gwen miró a aquella mujer que jamás había sido simpática desde la primera vez que había ido a los siete u ocho años a que le hicieran un tratamiento de flúor.

—No termino de ver la controversia —dijo Gwen. Era una frase que le había leído a Errol la tarde anterior, pero el doctor Donner inclinó un poco la cabeza, como un perro. Tal vez la había dicho mal.

A sus espaldas, Amber sonrió y Gwen le devolvió la sonrisa, caminó a la sala uno y se recostó en aquel sillón amarillo como una margarita, blando e inclinado de tal forma que no le quedaba más remedio que ver el culo y las patas de unos falsos patos que habían pintado en el techo para crear en los pacientes la inquietante ilusión de que les estaban limpiando los dientes en el fondo de un estanque. Estaba separada de la sala dos por media pared y una gigantesca y burbujeante pecera llena de peces pequeñitos. El ruido de la pecera no amortiguaba del todo el sonido del torno o lo que decían los otros pacientes, y Gwen podía oír las amargas respuestas que daba Amber a las preguntas que el doctor Donner murmuraba. «No, yo no». «No, yo no». «He dicho que yo no». «Tú sí». «No me importa». «No me importa». «No me importa». Gwen sonrió al oír aquello. Lo único que sabía era que se llamaba Amber y que lo más seguro era que no volvieran a verse.

El doctor Donner se acercó limpiándose las manos de los restos de Amber.

—¿Y tú cómo te encuentras?

—Bien —dijo Gwen.

—Espero que no tengas ninguna objeción a lo que tenemos que hacer hoy.

—¿Qué?

—Digo que espero que no tengas…

—No, no —dijo Gwen.

El doctor Donner tenía mucho menos pelo hoy que en la consulta anterior.

—Mi socio te hará la limpieza y luego yo te haré el chequeo para asegurarnos de que tu sonrisa es una de esas sonrisas con las que todos los chicos se quedan embobados. —Levantó las cejas y la miró con una amplia sonrisa: Por favor, permita que nos riamos de usted—. ¿Quieres que revise algo en particular?

—Solo esa cosa.

—¿Qué cosa?

—Esa cosa que está en mi historial y que siempre se le olvida.

El doctor Donner frunció el ceño y abrió su carpeta. Gwen estaba segura de que Amber había resoplado al otro lado de la pecera.

—Ah, sí, esa irregularidad —dijo el doctor.

—Nunca recuerdo el nombre.

—Es una irregularidad —repitió, mortificándola—. Cuando mi socio termine con la limpieza vendré a aplicarte el sistema Aquapresión. Ya conoces el torno.

Gwen conocía el torno: despiadado, implacable, inútil. Los socios del doctor Donner eran siempre mujeres maternales a las que no les gustaban los niños, así que Gwen miró al techo y cerró los ojos. Imaginó que estaba de verdad bajo el agua yendo a la deriva sobre una gruesa capa de mierda de pato y comida de bebé mientras la socia se ponía los guantes y comenzaba a rebuscar entre sus dientes. «Odio que me metan los dedos en la boca», había dicho Amber, y ahora a ella también empezaba a molestarle.

—¡Ya basta! —se oyó desde el otro lado de la pecera.

El doctor Donner murmuró algo.

—¡He dicho que ya basta!

La socia suspiró. Gwen mantuvo los ojos cerrados y sintió simpatía por el furioso enfado de Amber.

—¡He dicho que no! ¡No me importa! No me importa quién pueda oírme. No me gusta y no lo voy a tolerar.

Gwen sonrió cerrando un poco los labios sobre los dedos de la socia.

—Ey.

—Lo siento —contestó Gwen.

—No quiero.

El doctor Donner murmuró algo y luego se escuchó el tintineo de sus pequeñísimas herramientas.

—No quiero.

Nuevos murmullos.

—Cállate tú.

Más murmullos de Amber.

—Tú.

Un gran suspiro, un nuevo tintineo.

—Que te den, ¡que te den!

De pronto subió el volumen del hilo musical y el resto se perdió bajo el agua. El examen duró más de lo habitual y Gwen estuvo sonriendo con la boca abierta todo el tiempo. Cuando salió de la sala uno, comprobó que la sala dos ya estaba vacía, el sillón inclinado y limpio. Eso sí, el papel en el que Amber había apoyado la cabeza estaba completamente arrugado, como un pequeño monte enfurecido. La recepcionista le dio a Gwen una pequeña tarjeta con los detalles para la siguiente cita. Ella dijo que cuidaría más de sus encías, salió y se encontró a Amber apoyada contra el muro del fondo del aparcamiento. Articulaba en silencio la letra de la canción que estaba oyendo. Parecía que tuviera temblores bruscos y constantes, como si la ropa que llevaba puesta estuviera congelada o algo parecido, y cuando Gwen atravesó el aparcamiento para acercarse más vio que Amber se había quitado un zapato y que lo restregaba con fuerza y de lado contra el suelo.

—Hola —le dijo en voz muy alta.

—Hola —contestó Gwen, pero continuó caminando para no parecer demasiado ansiosa.

Amber refunfuñó y se quitó los cascos. A Gwen le pareció que reconocía aquellos minúsculos y metálicos golpeteos.

—Vale, no me saludes.

—Pero si te he saludado.

Amber sonrió.

—Tal vez —dijo, y siguió restregando el zapato.

—¿Qué haces?

—Son zapatos nuevos, Tox, pero no me gusta que parezcan nuevos.

—¿Tox? —Gwen estaba segura de que su madre jamás le compraría unos zapatos Tox.

—Sí, lo sé, tienen un aspecto de lo más estúpido, ¿verdad? Sobre todo porque parecen nuevos. ¿Usas Tox?

—Mi madre jamás me los compraría.

—Qué cerda tu madre.

Amber se puso a reír a carcajadas y Gwen la acompañó. Aquella risa podía significar cualquier cosa: desde que la palabra «cerda» era un chiste hasta que iba totalmente en serio.

—Ciertamente —contestó Gwen, y las dos se volvieron a reír.

—Toma, ayúdame con el otro.

Gwen se arrodilló, le quitó el zapato del otro pie y vio que llevaba las uñas pintadas de negro.

—Tienes que arreglarte esas uñas.

—¿Quedan muy mal?

—Como si te las hubieras hecho hace mucho.

—Bueno, es que me las he hecho hace mucho —contestó Amber echando una mirada a Gwen como si estuviera reconsiderándolo. Gwen sonrió y comenzó a desgastar el zapato—. Da igual. ¿Cómo te llamas: Gwen? ¿La gente suele tratarte mal o algo parecido? Te comportas como si la gente te tratara fatal.

—Supongo que sí —contestó mientras seguía frotando y frotando—. No lo sé.

Pasaron apenas unos segundos y las palabras de Amber comenzaron a crecer hasta hacerse enormes, como fuegos artificiales que soltaban chispas en la oscuridad durante un instante y luego le explotaban por todo el cuerpo. Era cierto. Gwen nunca lo había visto de esa manera.

—¿En la escuela?

—En todas partes —contestó Gwen con voz temblorosa.

Amber sonrió.

—¿Qué tal ahí dentro?

—¿Con el doctor Donner? Bien. —Gwen cogió aire—. Creo que me ha ido mejor que a ti.

—Eso seguro.

—Supongo que hoy no es tu día —dijo Gwen repitiendo la frase que solía decir su padre.

—No es que no sea mi día, es que no es mi vida —contestó Amber, y dejó caer los cascos para darle más dramatismo—. Me gustaría estar haciendo otra cosa, ¿sabes lo que quiero decir? Algo diferente.

—Claro —respondió Gwen sujetando el zapato con más fuerza—. Claro, totalmente de acuerdo.

—Totalmente ciertamente —dijo Amber poniéndose el zapato. Se levantó y Gwen miró el espacio que quedaba entre sus pies, uno desnudo y el otro calzado—. Dámelo, está bien así. ¿Quieres ir un rato a la panadería? Te parecerá una tontería, pero necesito picar algo.

—Vale.

—Me gusta comer algo con azúcar siempre que salgo de ahí —dijo señalando la puerta de la consulta del doctor Donner con una sonrisita sarcástica.

Gwen asintió. Caminaron hacia un barrio pequeño y deprimente en el que había algunas tiendas y almacenes amontonados bajo los cables del tranvía. En la época en la que sucede esta historia los cables del tranvía aún colgaban por encima de las calles como si dibujaran las idas y venidas de una mente claustrofóbica. Gwen miró por última vez hacia la consulta del doctor Donner y a continuación en dirección al lugar al que le había prometido ir a su madre.

—¿Crees que te van a echar la bronca por lo que ha pasado?

—¿Por lo que ha pasado? —Amber suspiró—. Es posible. Gracias por nada, doctor Donner. Ya me enteraré cuando llegue a casa.

—Yo acabo de cumplir una condena, no me dejaban salir.

—¿Por qué?

—Porque cogí algunas cosas de la farmacia.

—¿Robaste?

—Me podrían haber denunciado.

—¿Te dijeron esa estupidez? A las chicas de nuestra edad jamás las denuncian.

—No sé, el caso es que estoy castigada, tengo que hacer horas de voluntaria en un asilo de ancianos.

—¿Hoy? ¿Puedo ir contigo?

—¿Qué? ¿Quieres ir allí?

—¿Es muy aburrido?

—No. No sé, son viejos…

—¿Pero a ti te gusta?

Gwen miró un segundo a lo lejos, hacia el tráfico.

—Sí —dijo—, hay uno que me cae bien.

—Entonces voy contigo. Mejor eso que nada. ¿Y qué más haces? ¿Nadas en la piscina?

—¿Cómo lo sabes?

Amber señaló uno de los prendedores que Gwen había olvidado que llevaba en la mochila. Decía MARIONETAS y tenía la silueta de una mujer delgada y elegante.

—¿Se te da bien? Yo no sé nadar.

—No sé…

—Apuesto a que eres buena. —Amber se pasó los dedos por el pelo y luego los cerró como si se estuviera preparando para una pelea. Ningún coche se detuvo, todos querían llegar a alguna parte, pero Gwen no podía caminar, solo podía mirar a Amber—. Apuesto a que eres muy buena.

Gwen no podía creer que aquello estuviera sucediendo con tanta facilidad.

Le Bakery era una panadería en la que Gwen no había entrado jamás. Al llegar se quedó de pie junto a Amber mirando a través del escaparate aquellos viejos modelos de pasteles de bodas agrietados y las galletas medio húmedas bajo unas luces amarillas. De repente se oyeron unas débiles risitas y se dieron cuenta de que dos chicos las habían estado mirando desde el interior, poniendo caras mientras ellas parpadeaban frente a las pastas. Gwen no los reconoció hasta que abrió estrepitosamente la puerta rota y entró en aquel sitio.

¿Qué tienen las chicas en común? Nathan y Cody Glasserman salían en ese instante con una enorme caja rosa. Nathan llevaba una camisa larga y holgada, tal vez de su padre, lo bastante desabotonada como para dejar entrever su pecho, y unos zapatos grandes y raídos con los cordones desatados. Cody parpadeaba bajo una gorra de béisbol y llevaba la caja sujeta por la cuerda. Chicos y chicas se detuvieron un instante con voracidad virtual —esa corriente sexual que arde en toda la superficie del planeta— y los chicos sonrieron.

—Esos pasteles os tenían hipnotizadas —dijo Nathan—. Ya sabéis el dicho: «Diez segundos en la boca, diez años en las caderas».

—Valientes palabras para alguien que se está llevando un pastel entero —dijo Amber.

—Yo nado —contestó Nathan encogiéndose de hombros—, puedo comer lo que me dé la gana.

—Todos nadamos —dijo Cody, y Nathan le dio un pequeño empujón.

Se le cayó del bolsillo un tebeo en el que se veía a una heroína de enormes tetas en plena venganza. La cogió sonrojado mientras Amber pasaba junto a él. Nathan y Gwen se quedaron mirando. Gwen recordó lo que había leído en la revista, una guía de citas que daba recomendaciones para transformar un «no» en un «sí»: 1) controle sus emociones; 2) corrobore que no está interpretando el mensaje equivocado; 3) intente descifrar las motivaciones del otro; 4) ofrezca una fecha alternativa.

—¿Para quién es la tarta?

Nathan parpadeó lentamente y ella tuvo que contenerse para no relamerse los labios.

Cody se puso de pie y la miró con lástima, y entonces su hermano mayor le dio otro empujoncito.

—Arriba los Yankees —dijo Nathan haciendo un movimiento con la mano (arriba y abajo sobre un pene imaginario, igual que su padre el día que le contó lo de Allan) que arruinó para siempre en la cabeza de Gwen la palabra «Yankee». Luego le dijo, con los ojos brillantes y la mano aún en el pene imaginario—. Eres como el tesoro de un pirata.

—¿Por qué? —preguntó ella. ¿Qué quería decir?

Él estiró el dedo y la señaló directamente.

—Porque tienes el pecho hundido —respondió, y antes de irse le bajó la gorra a Cody—. Hasta luego, Mancha.

Gwen ni siquiera fue capaz de mirarlos, lo único que pudo mirar fue la caja de aquella tarta que se balanceaba en la mano de Cody como un barco en una tormenta. Hoy no es el cumpleaños de Naomi, pensó Gwen con alivio.

—¿Quiénes eran? Les he visto alguna vez.

—Nathan y Cody Glasserman.

—Menudo gilipollas.

—Sí.

—Aunque está bueno.

—¿Qué?

—Que es guapo.

Gwen sintió que temblaba de celos. Sacó un poco de pecho para que nadie viera que lo tenía hundido y decidió que seguiría así hasta el día de su muerte. En eso iba a consistir el legado de Nathan.

—¿Cómo era eso que dijiste? —dijo Amber sacando el boli que llevaba en el bolsillo—. ¿Lo de «No termino de ver el contrabando»? A mí me gustan mayores, como los de Tortuga.

—La controversia.

—¿Tienes un trozo de papel?

—¿Qué? Ah, sí —dijo Gwen abriendo la mochila—. Tortuga es lo más.

—Pero si a ti te gusta ese Glasser…

—Sí… —comenzó a responder Gwen pero no dijo más.

—Tampoco está mal que a una le gusten los gilipollas. Sería mejor que nos gustaran chicos más agradables pero es que no existen. Míralos.

Gwen le pasó un trozo de papel, Amber lo apoyó contra la pared y comenzó a escribir algo en él.

—¿No te gustaría…? —dijo, pero se detuvo y siguió escribiendo algo más—. ¿No te gustaría, a los chicos que son así, secuestrarlos sin más y encerrarlos en alguna parte?

—¿Dices meterlos en un coche o algo parecido? —Gwen no sabía si se trataba de algo que había pensado antes o si lo estaba pensando por primera vez en ese instante.

—Y hacer maldades con ellos… ¿Qué te apetece?

—¿Qué?

—No pidas una magdalena, saben a popurrí. ¿Te gustan las galletas de almendra?

—Nunca he comido nada de aquí.

—Pero sabes lo que es una galleta de almendra, ¿no?

—Sí, bueno, vale.

—Seis galletas de almendra —dijo, y terminó de escribir algo en el trozo de papel—. Así fueron las cosas con mi ex. Odiaba que se pasara el día hablando.

Su ex. Gwen la siguió hasta la caja.

—Hola, reina —dijo el hombre—. ¿Qué quiere tu padre hoy?

Amber frunció el ceño frente al papel como si no entendiera la letra.

—«Dos cafés sin leche, dos galletas de chocolate y seis de almendra» —leyó mientras tamborileaba con aquellas uñas en la pared.

—¿Lo cargo a su cuenta?

—Eso me ha dicho. —Amber le entregó el papel. El hombre se dio la vuelta para servir el café y Amber se acercó a Gwen—. Puedo imitar la caligrafía de cualquiera, de cualquiera.

—¿En serio?

—No hace falta la bandeja —le dijo al hombre, y le pasó uno de los cafés a Gwen.

—Muy bien —contestó—, dile a tu padre que nos envíe más vinagre.

—Lo haré —contestó Amber con una sonrisa que mantuvo en su rostro hasta que salieron a la calle.

—¿Tu padre hace vinagre?

—Lo sé —dijo Amber. Cogió una galleta y la partió por la mitad contra su pecho, le dio un trozo a Gwen y abrió la tapa de su café. El vapor se extendió en el aire pero desapareció antes de llegar hasta los cables del tranvía—. Es una tontería. Otro tío y él compraron unas tierras cerca de Napa y plantaron uvas, querían volverse ricos con la producción de vino. Al final resultó que el vino estaba asqueroso, así que ahora hacen vinagre. Le pusieron mi nombre y el de la hija del otro: «Vinagres Amber Dawn». ¿Te lo puedes creer? Gracias por ponerle mi nombre a un condimento espantoso, papá.

—¿Tu padre produce vinagre en Napa y compra sus galletas aquí?

Amber se quedó mirándola.

—Lo del vinagre lo hace solo los fines de semana.

—Ah. ¿Y durante la semana?

—Es dentista —dijo Amber, y señaló hacia la consulta.

—¿El doctor Donner?

—Sí, ya sé lo que me vas a decir. Eh, no te lo pregunté: ¿querías café, verdad? Tíralo si no lo quieres.

—Es que me quemé una vez cuando era pequeña…

—¿Cómo?

—Tenía cuatro años, me estiré para alcanzar un donut y se me cayó encima una cafetera. Estaba hirviendo. Tuve quemaduras de segundo y tercer grado. Le arruiné el cumpleaños a mi abuela porque todos nos fuimos del hotel para ir a urgencias. Aún tengo la cicatriz en la pierna. A eso se refería Nathan cuando me llamó «Mancha».

Pero Amber ya estaba furiosa.

—¿Qué dices? ¿Que le arruinaste el cumpleaños a tu abuela? ¿Quién te dijo eso?

—Todo el mundo.

—¿Te dijeron que habías arruinado su fiestecita? ¿Y qué hay de tu pierna? ¿Y qué pasa con que apenas tuvieras cuatro años?

—No lo sé. Mis padres dicen que era una niña difícil, todavía lo piensan… Todavía piensan que soy difícil.

Amber le dio un sorbo a su café y lo escupió de vuelta en la taza negando con la cabeza.

—Están equivocados —dijo—. Gwen, tus padres están pero que muy equivocados. Vamos a mi casa.

—Tengo que ir al Centro de Vida Jean Bonnet, ya te lo he dicho.

—¿Lo de los viejos?

—Hay uno que depende de mí.

Amber cogió el vaso de café que tenía Gwen y lo arrojó a la calle con un movimiento decidido.

—Vale, pero luego vamos a mi casa, ¿quieres? Podemos, no sé, ver un poco la tele…, aunque odio la tele. Podemos escuchar música.

—¿Dónde vives?

Todo crecía y crecía cada vez más. Le habían roto el corazón y habían tirado por tierra su confianza, por eso el simple hecho de que alguien le propusiera algo así, aquel viaje inaugural hacia un horizonte fuera de programa, hacía que casi se le humedecieran los ojos. Todo era emocionante, pero el primer auténtico subidón de aquella historia se produjo cuando Gwen le preguntó a la coqueta falsificadora, a la feroz rebelde, a la pícara aventurera con pendientes de gitana y uñas destrozadas, dónde vivía. ¿De dónde has venido, maravillosa Amber, quién puede explicarte? ¿Acaso lo hará tu casa de tres habitaciones y dos baños?

—Vivo en la calle Octavia —dijo Amber sonriendo como si en realidad lo supiera todo.