Capítulo 3
Estimados amigos del San Francisco Chronicle:
Les escribo en condición de antiguo tripulante de la Marina de los Estados Unidos. He participado en guerras y he caído prisionero varias veces, tanto en Malta como en la Isla del Diablo, pero en ninguno de esos lugares me han tratado tan mal como en el J. Bonnet que, según he podido averiguar, es una institución gestionada por el Gobierno, tanto nacional como internacional. Ayuda, por favor.
En aquella carta no había ni una sola palabra cierta. Gwen la escuchó con los ojos parpadeantes y temblorosos deseando vorazmente robar de nuevo. Pero en eso consistía su castigo, no solo en estar allí sino en estar allí deseando estar en otro sitio. No era justo. Deseó escribírselo en la mano, NO ES JUSTO, pero el único bolígrafo que había cerca se encontraba en la mano de otra persona.
—Creo que esto merece algún comentario —dijo la mujer llamada Peggy.
Era una oficina bastante grande y el cesto de la basura estaba repleto de pañuelos de papel usados por alguien que había llorado muchísimo. Estaban en el centro del edificio, en una especie de órgano interno al que se llegaba atravesando pasillos repletos de mujeres que empujaban su silla de ruedas vacía o que se empujaban a sí mismas en su silla de ruedas.
—Parece que no le gusta mucho este lugar —dijo Gwen, comprendiéndole perfectamente.
—A eso me refiero —dijo Peggy golpeteando la mesa con el boli. Por cierto, era una mujer enorme—. No tenemos recursos para asignarles compañía a tiempo completo, para eso dependemos totalmente de los voluntarios.
Sonrió hacia Gwen. Fue un amago de sonrisa, pero Gwen estaba segura de que esperaba que dijera algo.
—¿Qué?
—Que tú serás su acompañante.
Gwen la miró un segundo.
—Imagino que sabes algo de la enfermedad de Alzheimer.
En aquel punto de la historia de América el Alzheimer era una enfermedad neuronal degenerativa que no tenía cura, lo único que se podía esperar era una lenta y gris extinción. Gwen asintió rápidamente e intentó adoptar un aspecto solemne. Cuando era pequeña pensaba que se trataba de una «enfermedad antigua», algo que le parecía espantoso.
—Su estado aún no es muy grave. Verás que se desconcentra con facilidad, te contará un montón de historias que son mentira. —Levantó la carta—. Todos los días escribe una carta al periódico. Es una bomba a punto de explotar. Peleó muchísimo para no venir aquí pero después de la caída, como es lógico, no le quedó otra opción.
A Gwen no le hacía falta preguntar por la caída. Todos los viejos se caían. Se caían y entonces todo cambiaba, tenían que ducharse sentados y había que instalar rampas en las entradas. Se caían y jamás volvían a levantarse del todo.
—Obviamente no es peligroso —dijo Peggy con una sonrisa, esta vez sí lo parecía—. Tampoco es de los que se hacen daño a sí mismos. Se mete en pequeños problemas, llama un poco la atención, es un ladronzuelo.
Gwen se irguió un poco.
—¿Roba cosas? ¿Se las roba a…?
—Solo caramelos. Tiene diabetes. No puede comer de todo, así que tienes que controlarlo un poco cuando salgáis a la calle. No le permitimos picar nada.
Gwen pensó que tendría que haber dicho «cuando salgáis a la terraza».
—Es verdad que tiene un espíritu rebelde pero eso no debería sorprendernos. ¿Cuánto tiempo te quedarás como voluntaria?
Gwen no sentía que estuviera allí de forma voluntaria porque la estaban obligando a hacerlo, pero hacía mucho que habían echado por tierra todos sus argumentos en contra.
—¿Qué tal cinco semanas? —dijo lo mismo que le había dicho su madre mientras su padre apenas se dedicaba a estar allí sentado—. Es un número redondo.
—¿Y el Día de la Independencia?
—Hasta ese día.
Julio parecía tan lejos. Aún faltaban semanas. El tiempo no pasaba. La vida de Gwen se negaba tercamente a avanzar hasta ese apartamento propio con pufs en la entrada en la que ella y sus amigos podrían estar a sus anchas. Naomi se había alejado. Los mensajes de texto que le había enviado al parecer se habían desvanecido en la nada y durante los últimos días de clase Gwen se había limitado a intentar llamar su atención. Era como intentar coger un águila con las manos desnudas. Si pudieran cruzar una mirada eso significaría que estaban reconciliadas, al menos en parte, y que Nathan Glasserman era ya agua (de piscina) pasada. Pero Naomi siempre llevaba gafas de sol cuando la miraba. Los pasillos parecían kilométricos hasta que por fin terminaron las clases y Naomi quedó lejos y fuera de su alcance. Su primera profesora de natación, la señorita Crudy, solía extender los brazos para que Gwen patalease e hiciese mucha espuma. «Ya casi llegas», le decía, y seguía con los brazos estirados. «Ya casi estás, casi llegas», pero la mujer retrocedía todo el tiempo de manera que Gwen era arrastrada por toda la piscina siguiendo la falsa promesa de que la señorita Crudy estaba a unos pocos centímetros de distancia. Una mentirosa, la señorita Crudy, igual que todos los demás.
—Por supuesto que cuando termine tu… ejem… periodo de voluntariado siempre serás bienvenida.
Aquel «ejem» demostraba que Peggy sabía que era un castigo. Todos lo sabían.
—No creo que regrese —contestó.
—Bueno, piensa en la persona a la que vas a ayudar.
Gwen se sujetó las manos para no coger el bolígrafo.
—Me gustaría que disfrutaras de este tiempo que vas a pasar con nosotros. ¡Pásatelo bien! Necesito que firmes unos papeles.
«Si se respetan las reglas impuestas en los requerimientos establecidos por la legislación nacional, estatal y local, y se consideran las solicitudes de nuestros clientes, el Centro de Vida Jean Bonnet será un sitio mucho más agradable y seguro para todos. Si no se respetan dichas reglas se aplicarán las sanciones convenientes». A Gwen, un poco mareada por la redacción del párrafo, ya se le habían aplicado sanciones. Debajo del logo, la silueta de quienquiera que fuera la maldita Jean Bonnet, aparecía la frase «Un sitio mejor» en una tipografía tan elegante y sinuosa como el hilo dental recién usado. Garabateó su nombre, Gwen Needle, y observó que Peggy miraba la firma y a continuación le hacía señas a alguien que Gwen no había notado que estaba allí, un hombre de piel negra y brillante, también enorme, con camisa y pantalón blancos, que desbordaba una silla que estaba en la esquina.
—Manny te indicará el camino.
—Bueno —contestó Gwen, pero por lo visto a Manny no le parecía tan bien porque cuando se puso en pie refunfuñó.
—Manny es impagable —dijo Peggy con una sonrisa tan brillante y falsa que Gwen no supo si se refería a que no se podía pagar o a que no tenía ningún valor.
—No me llamo Manny —dijo el hombre.
Peggy tenía que inventarse una sonrisa nueva; aquella tenía un aire de preocupación, como a huesos frágiles rompiéndose al rodar por una escalera o al crujido de una tirita que se arranca antes de tiempo.
—Ya hemos discutido eso. A los residentes les resulta más fácil recordar «Manny» que esos nombres jamaicanos —dijo buscando en Gwen a una cómplice, pero Gwen habría preferido atravesar las llamas del infierno junto a Manny antes que estar de acuerdo con aquel desagradable despojo de mujer—. Prepara un té delicioso —dijo—, a veces para todos nuestros huéspedes. Es un té muy tradicional, de hierba gatuna.
—De menta gatuna —corrigió Manny, pero Peggy ya estaba asintiendo con la mirada fija en su carpeta de cartón como si les estuviera diciendo que había llegado el momento de que se marcharan.
—Manny te mostrará el camino, y podéis poneros manos a la obra. Si me necesitáis, ya sabéis dónde encontrarme.
Manny miró a la mujer con desprecio y Gwen se dio cuenta de que aún no la había mirado a ella. Peggy se despidió con la mano que no estaba usando para sostener la carpeta y Gwen siguió a Manny por los pasillos. Pasaron junto a dos mujeres que habían empujado sus sillas de ruedas hasta unos bancos en los que se habían sentado y un hombre que lo único que hacía era estar sentado allí, como una pieza de colección. Manny saludó amablemente a una de las señoras llamándola Plata, aunque a lo mejor se refería al color de su pelo. Tal vez odiaba a la gente estúpida, así que Gwen se esforzó por no parecerlo ella también.
—¿De qué parte de Jamaica eres?
Manny sacudió la cabeza.
—Soy de Haití.
—Pero eso no es…
—Es un país distinto, niña blanca.
—Lo sé —contestó Gwen, aunque no habría podido asegurarlo al cien por cien.
Desde el fondo de una esquina del pasillo podía oírse una voz fuerte y rasgada que gritaba: «¡Pasas! ¡Pasas! ¡Pasas! ¡Pasas!», cada vez como si fuera la primera. Dieron la vuelta a la esquina y Manny le señaló una puerta y le indicó que entrara.
—¡Pasas! ¡Pasas! ¡Pasas! —repitió el anciano cuando por fin se encontraron.
—Errol —dijo Manny.
El hombre levantó la vista desde una silla que había empujado para ponerla bajo el sol. Gwen vio la estela que había dejado a lo largo de la moqueta de mala calidad. Sobre las rodillas tenía una bandeja de plástico como las de los aviones y encima había un bol dado la vuelta y una pequeña montaña de cereales de la que estaba separando las pasas, que estaban puestas en fila como si fueran a salir corriendo. Gwen se sintió aliviada. No es que estuviera loco por separar las pasas, o al menos eso esperaba ella.
—Es ridículo que me den cereales para el almuerzo —le dijo a Manny como si estuviera continuando una discusión anterior—. Estás despedido.
—Fuiste tú quien pidió los cereales —contestó Manny—, y yo no trabajo para ti.
—Pensaba que se referían al desayuno. Tonto de mí.
—Errol, te presento a Gwen.
—Ya sé quién es.
—Se ha ofrecido como voluntaria para hacerte compañía.
—Ya sé quién es —repitió Errol—. Si no vais a ayudarme, dejadme tranquilo.
Para Gwen aquella era una frase perfecta, era exactamente lo mismo que pensaba ella la mayor parte del tiempo. Manny se marchó de la habitación y los dos se midieron con la mirada. El ambiente era incómodo y tenso; eran desconocidos y prefirieran mantener la distancia. Gwen sintió su propio nerviosismo, el zumbido y la carita sonriente que se le ponía cuando estaba cerca de gente mayor. A su madre tampoco le agradaba, ella se había dado cuenta, y por eso había elegido este castigo para Gwen.
—¿Cómo has venido? —pregunto Errol por fin.
—Me ha traído mi madre.
—No, me refiero a qué camino habéis cogido.
—Vinimos por… por… Hill Street.
—Hill Street, no me jodas.
—Ajá. —¿Sudar iba contra las reglas? Había firmado aquel papel.
—Me refiero a que no puedo creer que le hayan puesto ese nombre, Hill Street.
—Pues sí.
—Es un insulto —dijo Errol con un tono de furia apacible—. Supongo que a partir de ahora voy a empezar a hacer las cosas a mi manera.
—Sí, supongo… Aunque no sé qué quieres decir.
—Quiero decir… ¿Es que no te enseñan nada en el colegio? ¿Estás haciendo algún proyecto o algo?
—No, estoy aquí porque me han castigado.
—Bien, me alegro. No me gustan los chavales que hacen proyectos. Cada vez que se acerca uno con una grabadora, ya sabes lo que te espera: «Háblenos de su experiencia en la Marina». ¿Quieres que te hable de mi experiencia en la Marina?
—No.
—Bien. ¿Estás aquí por algún proyecto?
—No, porque me han castigado —repitió Gwen. Pero de inmediato se sintió mal y añadió—: Voy a ser tu acompañante —dijo, y al instante pensó que aquello solo podía empeorar las cosas, pero Errol no se dio cuenta o se olvidó de que se había dado cuenta.
—¿Qué has hecho?
—Robé unas cosas.
Errol se acababa de meter un puñado de cereales en la boca y al oírla se puso a toser con fuerza durante un buen rato. Gwen se acercó un paso, solo un paso. No paraba de toser y toser, pero Gwen no hizo nada porque no se le ocurrió nada que hacer.
—Como que me llamo Errol que…
—¿Te encuentras bien?
—¿Qué robaste?
—Dulces, sobre todo.
—Exactamente lo mismo que robaría yo. ¿Los robaste aquí?
—No, en la farmacia.
—¿Qué robaste?
—Dulces, sobre todo.
Errol la miró fijamente un instante y luego esbozó una amplia sonrisa.
—¿Cómo se llamaba ese río?
—¿Qué río?
—Ese que era muy grande…
—¿El Misisipi?
—No, tampoco el Amazonas. El que estaba en Egipto…
—El Nilo.
—Eso es. «Se-nil: senil». Es un truco que me he inventado para acordarme. Me preocupa, tengo problemas con la memoria. Antes me acordaba de todo, incluso de cosas sobre mi infancia. ¿Qué te parece?
Gwen no sabía qué le parecía. Lo más probable es que Errol hubiese sido viejo toda la vida, no conseguía imaginárselo más joven de lo que era ahora.
—No sé, es gracioso cómo son las cosas —tanteó.
—A mí no me lo parecieron la última vez que las vi —dijo Errol con un bufido—. ¡Pasas! ¡Pasas! ¿Quieres echarme una mano?
Gwen sonrió. Le parecía que había algo, una especie de globo, algo que se había soltado en su interior y que ahora se elevaba hacia el techo. Dio otro paso para acercarse a él y encontró una pasa.
—Pasa —dijo.
—¡Pasa!
—¡Pasa!
—¡Pasa! ¿En serio quieres que te hable de la Marina?
—No.
—Mejor. ¡Pasa! Detesto hablar en esos micrófonos que traen por aquí. Cada vez que se me ocurre una idea escribo una carta al periódico. Les escribo todos los días.
—¡Pasa! Lo sé… Ya me lo ha dicho Peggy.
—Esa Peggy está muy gorda. No me cae bien.
—A mí tampoco.
—No —dijo él deliberadamente—, no me cae nada bien.
Gwen empezó a responder algo pero Errol levantó el puño y lo dejó caer sobre la bandeja. Los cereales se desparramaron por todas partes y el bol rebotó contra la pared y rodó por el suelo haciendo mucho, mucho ruido, hasta que paró de moverse. Se miraron.
—Bueno —continuó él como si Gwen supiera perfectamente a qué se refería—, no pienso hacerte ese favor.
Tal vez fue a causa del estruendo, pero a Gwen se le humedecieron los ojos cuando se agachó para recoger todo aquello con las manos.
—¡Tú no tienes que encargarte de esas cosas! —gritó Errol—. Ya hay gente que se encarga de eso. Tú eres mi acompañante, ¿no es así?
—Sí —respondió Gwen desde el suelo, y los ojos de Errol se deslizaron lentamente sobre ella con una sonrisa.
—Yo te conozco —le dijo.
—Sí, soy Gwen —contestó Gwen.
—Ya —dijo él—. No me gusta este sitio.
—Claro.
Abrió el puño y una última pasa cayó al suelo. ¡Pasa!
—Mantente ocupado y no pienses en tus problemas, me dicen. ¡Haz amigos! Pero nada de eso evita que piense en mi esposa. Ha muerto.
—Claro que no —dijo Gwen comenzando a enfadarse con quien le hubiera dicho eso, seguramente Peggy—. Por supuesto que no, los amigos no ayudan.
—No, no ayudan —dijo Errol asintiendo como si lo supiera todo sobre Naomi y sus malas artes—. ¿Tú lo sabes? ¿Sabes cómo murió?
Gwen dijo que no lo sabía.
—No hablé de ella durante los dos años siguientes. A nadie le gusta oír cosas tristes. Duró más o menos un año. «No soy tonta», me dijo. ¿Conoces ese chiste? Esas fueron sus últimas palabras, no sabes lo que nos reímos. «No soy tonta». Esas fueron sus últimas palabras. Enviaron a una mujer al hospital y Vera depositó su confianza en ella. ¿Te lo he contado?
—No.
—Murió en el hospital. Sufrió muchísimo, no te puedes hacer una idea. Era como si la estuviesen partiendo por la mitad. Le dieron de todo. «No soy tonta», decía ella siempre. Y entonces, aquella mujer…
Aquella mujer, por lo que pudo entender Gwen, fue al hospital y se sentó junto a Vera. «Imagínate un trampolín —le dijo sosteniéndole la mano a Vera, la esposa de Errol—. Imagina que estás saltando sobre un trampolín, arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo. —La voz de aquella mujer se parecía al zumbido del tráfico y arrullaba a Vera con un tono irritante. Vera había sufrido dolores durante demasiado tiempo—. Estás saltando arriba y abajo en ese trampolín, arriba y abajo, arriba y abajo. Muy bien, Vera, ¿por qué no saltas? ¿Por qué no te bajas del trampolín un rato? —La mujer trabajaba para el hospital, le pagaban un sueldo por hacer eso: entrar en las habitaciones y convencer a los pacientes de que abandonaran la vida cada vez que les asaltaba el dolor—. ¿Por qué no te bajas un rato?».
—Vera murió unas horas más tarde. Esos asesinos la mataron, esas personas horribles, esas señoritas sonrientes. Si hubiese sido un hombre —dijo Errol con cierta chulería—, le hubiese golpeado como un rayo, como un rayo, vaya que sí. Por eso envían a mujeres, así mientras tanto los médicos siguen con sus negocios, como siempre. «¡No soy tonta!», me dijo. Es un insulto.
—Lo sé.
—Nos conocimos bromeando.
—Ya me lo has contado. ¿Cuál era la broma?
Pero Errol no la escuchaba. Tenía los ojos clara, directa, completamente enfocados en algún chiste que no lograba recordar pero que de todas formas le hacía sonreír. Gwen esperó, se había establecido entre los dos una complicidad agradable.
—Gracias —dijo Errol más sosegado—. Está bien tener un recuerdo bonito.
—Seguro.
—No me gusta estar aquí —dijo, y se puso a buscar algo en un bolsillo con las dos manos a la vez. Sus dedos estuvieron rebuscando un rato y después le entregó algo.
—¿Podrías enviar esto por mí?
En el sobre solo estaba escrito SAN FRANCISCO CHRONICLE.
—Claro, sí, no hay problema —contestó Gwen. Podía enviar la carta cualquier día, había un buzón frente a la farmacia. Cerca de la caja había un cartel sobre los Lucky Senior: «Los clientes Lucky Senior pueden acceder a nuestro descuento Lucky Senior. Si usted es uno de ellos, avísenos». Qué palabras tan horribles te hacían leer. Gwen quería gritarles, le picaban las manos de puro deseo de coger todas esas cosas que ellos no querían que cogiera.
—¿De verdad has estado robando? —le preguntó Errol—. ¿Te he pedido que lo hicieras o te lo pidió alguien?
—No, he robado porque quería.
Errol rio.
—Cuéntamelo todo. Quiero un listado completo del botín.
—¿De veras?
—Me haría muy feliz.
—Más que nada eran dulces.
—Eso es exactamente lo que yo robaría. ¿Quieres leerme algo?
—Claro, sí.
Errol señaló un estante que estaba combado cerca de donde había caído el bol. Cada paso que daba Gwen hacia el estante sonaba a cereales aplastados. La isla del tesoro. Los saqueadores. La goleta negra. ¡La rebelión y la piratería! Los acuarianos. El lobo de mar. El capitán Blood. El capitán Black. El capitán de la bandera negra. El mar siniestro. Mardi. El viento más oscuro. Buscadores de tesoros. Asalto sobre las olas. La chaqueta blanca. La tempestad. La bruja del mar. Ella jamás había oído hablar de esos títulos y había muchos otros. Gwen cogió dubitativa un libro de poesía. A los viejos seguro que les gustaba la poesía.
—No me gustar estar aquí —dijo él cuando ella se sentó.
—Enviaré tu carta —contestó Gwen—, enviaré esa carta al periódico, Errol.
—No es un problema demasiado grave pero me preocupa. ¿Cómo se llamaba ese río?
—Senil —dijo Gwen muy despacio, pero Errol lo adivinó a la primera sílaba.
El sol le quemaba la calva por detrás y la extraña curva de un bulto recubierto de pelos blancos que tenía en el cuello. Jamás se le habría ocurrido que las cosas fueran a suceder de este modo, pero era obvio que así iban a ser. Aun teniendo una infancia feliz —naíf prefería decir Gwen—, uno empezaba a sentir vergüenza de todo y al final el peso de todas esas cosas, las cargas y los reproches acumulados durante años y años te acababan explotando en el regazo como una bolsa de agua pesada, los hombros se te hundían ante semejante peso y las camisas empezaban a quedarte pequeñas, camisas a cuadros abotonadas hasta el cuello. Por supuesto los zapatos tenían que ser espantosos porque, por algún motivo, así lo exigían los guardias del pabellón, y por supuesto la cara; la cara de Errol tenía que reflejar todo aquello: no era más que un viejo en la tierra de la libertad, un viejo controlado por individuos que le hacían compañía a modo de castigo. Las personas a quienes les habían robado la felicidad hasta el último gramo, como a Errol y a ella, jamás conseguirían nada de lo que deseaban. Tenía que haber alguna manera de recuperar un poco de aquella felicidad. Abrió el libro.
—«¡Oh Capitán! ¡Mi Capitán!»[2] —leyó vacilante.
—No, no, no —dijo Errol señalando los libros de piratas de la estantería—. Léeme otra cosa.
La manera más fácil de divulgar la figura de un héroe, le dijo Leonard Steed en cierta ocasión, es que el héroe haga algo bonito por un niño para que el público sepa que es un buen tipo. La entrevista a Belly Jefferson comenzaba con Belly contando una anécdota sobre cómo le había enseñado a un niño a tocar la guitarra, una anécdota que no estaba en la entrevista original pero que Phil Needle había incluido en el programa para que el heroísmo fuera más verosímil. Ahora Phil Needle untaba la miel en la tostada de su hija antes de pasársela. Gwen miraba por la ventana y le daba un mordisco a una manzana. Llevaba una camisa azul con un estampado verde y unos vaqueros grises, algo atado a la cintura con un gancho y unas botas que él no había visto jamás y que Marina no dejaba de mirar.
Gwen dejó la manzana mordida en el plato. Los mordiscos eran perfectos.
—¿No vas a terminar de comerte eso, Gwen?
Gwen frunció el ceño a su madre y después se metió la tostada entera en la boca como hacía siempre. Parecía estar masticando un saco de dormir. Llevaba el pelo bien sujeto detrás de la oreja, pero aparte del pelo ¿qué otra cosa llevaba hoy bien sujeta, bien escondida? Aquel día del mes de junio, Phil Needle iba a volar a Los Ángeles para aprovechar una oportunidad, pero le preocupaba dejar a Gwen. Habían terminado las clases y lo único que tenía que hacer era cumplir un castigo en el que Phil Needle prefería no pensar. Sin las clases de natación —¿por qué las había dejado?, ¿no podía darle aunque fuera un solo motivo?—, ya ni siquiera compartían un espacio líquido. Con Marina las cosas iban a peor. La noche anterior las dos habían discutido hasta que Gwen acabó subiendo ofendida al piso de arriba, donde Phil Needle estaba escondido y mordiéndose las uñas. Llevaba un boli en la mano y antes incluso de que él la mirara, le agarró de la muñeca y escribió en ella LA ODIO, y a continuación se encerró a oír las canciones de Tortuga en un volumen alto pero amortiguado por las paredes de su habitación. Se había lavado y restregado la muñeca pero allí seguía aquella inscripción sobre su piel, como si le hubieran puesto un sello en una discoteca.
—¿Piensas hacerlo o no?
—¿Qué?
—Terminar de comerte la manzana, Gwen.
—En este momento estoy comiendo la tostada —gruñó, y luego se giró hacia Phil Needle con una calma evidentemente falsa—. Gracias por la tostada, papá.
Estaban los tres en aquella cocina elegante que él no podía pagar y que en realidad era un campo de minas.
Marina no se daba por vencida.
—Porque si no vas a terminártela…
—Voy a terminar de comerme la manzana.
—… estás desperdiciando las manzanas.
—¡Voy a terminar de comerme la manzana!
—Porque cuestan dinero, ¿sabes? No te las regalan por la calle.
Phil Needle bajó la vista a la portada del periódico, que en el momento en el que se desarrolla esta historia mostraba la fotografía de un senador renunciando a su cargo para pasar más tiempo con su familia. Phil Needle también quería pasar más tiempo con la familia del senador. ¡Fíjate, y qué hijas tan sonrientes! No como Gwen, que miraba a su madre con un gesto de indiferencia que parecía decir «me importa tres pitos» con tal violencia que hasta podría haberlo dicho en voz alta.
—Habla con ella —le dijo Marina—, yo termino de preparar tu maleta.
Su bata hizo un movimiento ondulado con cada uno de los pasos hasta que salió de la cocina. Gwen miraba hacia cualquier lado. A Phil Needle le habría gustado poder darle un pequeño paquete con cualquier cosa dentro, lo que fuera que deseara su ceñudo corazón, pero no podía. Y, ya que él no podía, ¿por qué no podía ella abandonar esa maldita actitud de una vez?
—Ya sé que lo estás pasando mal —dijo, y bebió un trago de su café.
Gwen replicó que en aquel preciso momento no lo estaba pasando tan mal.
—Sé que desde que pasó lo de la farmacia…
Gwen dijo que lo de la farmacia había sucedido hacía muchísimo tiempo.
—Pero estás pasando una época difícil, ¿o no?
Gwen dijo que eso no era cierto todo el tiempo, ¿de acuerdo?
No era la primera vez que se cruzaba con gente como Gwen, pero a esas otras personas les había podido decir: «Vete a dormir la mona» o «Tienes que echar un polvo», o «Lo siento, no volverá a suceder, jefe». Gwen le miró y le pidió que la dejara sola. Él quería hacerlo pero en lugar de eso cogió un sobre de la pila de papeles que había preparado para llevar al viaje. Era un montoncito minucioso, como habría deseado que le preparara una secretaria antes de marcharse a un viaje de negocios. Pero se lo había tenido que preparar él mismo. Puso el sobre frente a su hija y esperó a que le preguntara qué era.
—Son las entradas —le dijo finalmente a su silenciosa hija—. Entradas para el concierto de Tortuga, lo que me pediste. Es esta noche. Pero escucha, Gwen… —Los enormes y alegres ojos de Gwen observaban con recelo el sobre, tratando de vislumbrar las entradas y sospechando que seguramente había alguna trampa—. Sabes que no puedes ir al Fillmore sola. Aquí hay dos entradas, una es para ti y la otra para tu madre. —Dejó la taza de café, que se tambaleó. El trabajo de los padres era robarle la felicidad a los hijos después de habérsela ofrecido—. Aún no se lo he dicho a ella. Sé que vosotras dos habéis estado discutiendo mucho y por eso quiero que vayáis juntas. O haces las paces con tu madre o nadie usará estas entradas.
Gwen no dijo nada. No dijo que era injusto ni tampoco que pensaba que Phil Needle era la víbora más rastrera de cuantas se arrastraban, solo atinó a ponerse de pie y tomó una decisión; tenía la cara blanca como el interruptor de la luz. Allí estaba su hija y allí estaba también su esposa, bajando una maleta por la escalera que hacía un sonido de golpe, uno de arrastre, uno de golpe, uno de arrastre. Afuera, en el patio, vio a una mujer joven, una chica, que caminaba cerca de los bancos mirando alrededor como si se acabara de despertar. ¿Había vagabundos dentro del edificio? ¿Con los gastos de comunidad que pagaba?
—Te he puesto una camisa extra por si tienes que quedarte algún día más —dijo su esposa.
—Imposible —contestó Phil Needle—. La conferencia termina el domingo. —La mujer joven se acercó a la puerta. ¿Acaso iba a tener que llamar a la policía? Eran las seis y pico de la mañana.
—Espero que salga todo bien —dijo Marina, y le dio una palmadita a Phil Needle en la mano pero ella también miraba por la ventana.
Solo cuando la joven llamó a la puerta Phil Needle se dio cuenta de que era Levine.
—Por fin le encuentro —dijo cuando Marina deslizó la puerta para abrirla—. Lo siento mucho, pero necesito cuarenta dólares.
—¿Qué dice?
—De verdad, lo siento muchísimo —dijo Levine. Gwen retrocedió y se puso detrás de él como hacía cuando era una tímida bebé—. He cogido un taxi para venir hasta aquí y ahora está esperando. Me he olvidado el bolso en casa. No me lo puedo creer, de verdad.
Phil Needle señaló su bolso.
—¿Y eso no es tu bolso?
—Aquí está la ropa. Llevo lo mínimo, ropa interior y esas cosas. Supuse que no íbamos a facturar ninguna maleta. Lo siento mucho.
—Necesitas tu documento para embarcar —dijo Marina—. Phil, ¿quién es esta chica?
Phil Needle se sintió como si alguien hubiese derramado por el suelo un frasco de canicas.
—Te presento a Levine —dijo mientras buscaba su cartera—. Es la chica que he contratado como asistente.
—El taxímetro sigue corriendo —dijo Levine, y se acercó a donde estaba el dinero—. Un placer conocerla, señora Needle —le dijo a Marina con una pequeña sonrisa de superioridad al ver que iba en bata.
—Oh, puedes llamarme Marina —dijo Marina, pero reservó para aquel «Oh» el tono que utilizaba para el tipo de gente que olvidaba el bolso en su casa.
Phil Needle dobló los billetes.
—Toma, ve a pagar el taxi.
—Pero ¿no vais a coger un taxi para ir al aeropuerto? —preguntó Marina.
—No, dejaré el coche en el aparcamiento.
—¿Y te permiten dejar el coche allí durante todo un fin de semana? Tal vez sería más fácil que fueseis en un taxi.
—Yo lo haré —dijo Gwen con una repentina ferocidad. Un segundo más tarde el dinero había desaparecido de la mano de Phil Needle y Gwen atravesaba el patio corriendo—. ¡Yo le pago! —gritó una vez más, y desapareció hacia el ascensor.
Marina miró a Gwen con el ceño fruncido y luego inclinó la mirada hacia la mano de Phil, todavía manchada de tinta.
—¿Tenías un boli en la mano? —le preguntó.
Phil Needle se miró las manos, luego a su mujer y al final se encontró con la mirada de Levine, divertida con la situación. A aquellas torturas le estaba dedicando él todos sus esfuerzos. ¿Que si tenía una boli en la mano? ¿Que ese bolso estaba lleno de ropa interior? Alguien, en algún lugar, tenía preparado un trofeo para él. Lo único que tenía que hacer era salir a recibirlo, como en cualquiera de esas entregas de premios en las que una persona se lleva la gloria y la ovación en el escenario. Comenzaba siempre con el aplauso de algunos que se ponían de pie y otros decidían unirse tanto en el aplauso como en lo de ponerse de pie; otros se levantaban más tarde solo para ver qué estaba sucediendo hasta que llegaba un momento en el que los rezagados decidían unirse también a la ovación solo porque todos los demás estaban aplaudiendo y poniéndose de pie: así se creaba un destino. Se estaba marchando de casa, estaba a punto de embarcar. Y aquel viernes no se dio cuenta de que las entradas que le había dado a Gwen habían desaparecido de la encimera de la cocina. Y no se dio cuenta porque aquella mañana su destino había sido olvidar las entradas pero no el destino de su hija, que había bajado con ellas y que ahora abría la puerta del taxi. ¿No podría haberlo ayudado alguien? No. Porque había llegado su turno, solo faltaba que alguien comenzara a aplaudir. Si lograba que al menos una persona aplaudiera sus esfuerzos, Phil Needle estaba seguro de que la ovación no tardaría en llegar.