22

 

—Se trata de esto —dijo Bill O’Brien—. Tenemos que encontrar algún modo de hacer saber a los Boonton que su hijo ha muerto. Les dolerá, pero a la larga les haremos un favor. A continuación, tendremos que encontrar una forma de comunicarles que el asesino está muerto. Como cristianos, eso no hará que se sientan mejor, pero como salvajes seres humanos corrientes apostaría que sí.
—Sí —afirmó Louis Beretti—. Pero ¿cómo lo vas a hacer? No debes meterme en esto.
—Tú tienes que quedarte al margen —convino O’Brien—. Y ahí está la clave del asunto.
—Entonces, hay una clave —dijo Louis.
Estaba sentado en un sillón de las habitaciones que tenía encima del Cellar Door, con el brazo derecho lleno de vendas. Sostenía un vaso de whisky con agua y hielo en la mano izquierda, hinchada como una pelota a consecuencia de haberse roto un nudillo.
Louis no le había dicho nada a Bill acerca de su amistad con Will Pedersen o su hermana. Y Bill, que se sentía humanamente curioso respecto a las razones por las cuales se interesaba Louis en el secuestro, no había tenido ánimos para hacerle pregunta alguna. Louis Beretti no era la clase de persona a la que nadie, ni siquiera un policía, pudiera hacerle preguntas personales.
—Podría convencer a mi periódico de que sé que mataron al secuestrador —sugirió Bill, con vacilación.
—Sí, podrías hacerlo —admitió Louis.
—Podría ver a Boonton y contarle parte de la verdad, la suficiente como para convencerlo... —dijo Bill, sin mucho entusiasmo en la voz.
—Sí, también podrías hacer eso —convino Louis.
—Pero el problema es —dijo Bill, bebiendo un largo trago de su vaso de whisky con hielo y agua— que no puedo decir quién mató al secuestrador, y ni siquiera puedo probar que efectivamente era el secuestrador. ¿Qué demonios podemos hacer al respecto?
Louis no respondió. El pensaba lo mismo. Odiaba abandonar un trabajo antes de terminarlo. Si desde que podía recordar no hubiera ido contra su norma de conducta el no meter la nariz en los asuntos de los demás, habría existido una posible solución. Podría preguntar a Joe Bergman dónde habían arrojado el cadáver. Y al recobrar el cuerpo, se demostraría que el niño había muerto. La misma nota anónima que dijera dónde podía encontrarse el cuerpo, llevaría la información de que habían matado al secuestrador.
Sin embargo, Louis no podía hacer a Joe Bergman ninguna pregunta sobre el secuestro de Bill Boonton. No era asunto suyo. Louis no consideraba que el secuestro fuese un negocio, como tampoco creía que lo fueran el chantaje o la venta de cocaína. Pero en alguna ocasión sus mejores amigos se habían metido en una de esas cosas. Lo que ellos hiciesen no era de su inéumbencia.
—Tengo una suerte de perros —se lamentó O’Brien—. Guardo en la cabeza la mayor historia del mundo, pero no puedo publicar una sola línea.
—¡Al infierno con esa historia! —exclamó Louis—. Ojalá pudiéramos raptar a otro chico y dárselo a esa mujer. Déjame pensar un poco, ¿quieres, Bill?
—No puedo publicar lo que pienso, y con esa clase de ideas no gano dinero —dijo Bill.
—Cierra el pico —le ordenó Louis.
Durante quince minutos, Louis se quedó sentado, mirando fijamente al frente. Pensaba en términos completamente opuestos a los de Bill. Su mente tendía al secreto y la de Bill se encaminaba a la publicidad.
Podría decírselo personalmente a Louise Pedersen, pero jamás le había confiado un secreto a una mujer, y no iba a empezar a hacerlo ahora. Sólo veía una salida.
—Escucha, Bill —dijo al fin—. Giuseppe dijo que metió en un saco el cuerpo del niño y lo tiró al agua. Ahora bien, pudo haberlo arrojado en el sitio con agua más cercano a la casa; no en el estanque del jardín, sino en la poza más próxima que cualquiera considerase apta para ocultar un cuerpo.
»Le dices a tu periódico que sabes de una fuente completamente segura, pero que no puedes revelar a nadie, que a ese niño lo mataron y lo echaron al agua. Y haces que te manden allí para pescarlo. Si te acompaña la suerte, fenómeno. Los Boonton se enteran de que el niño está muerto, y tú consigues una gran noticia. Si no tienes suerte, yo seguiré con un brazo y una mano inútiles, aparte de los temblores por beber demasiado alcohol.
—Puedo intentarlo —dijo Bill.
Una semana después, el World informó con grandes titulares del descubrimiento del cadáver de William Pedersen Boonton, añadiendo que en el hampa corría el rumor de que habían matado al secuestrador.
Con una primera edición del World en el bolsillo, Louis se dirigió a su casa de Jersey por primera vez al cabo de un mes. Entró en el cuarto de estar, donde estaba sentada su mujer, y dijo:
—Hola. Toma, un periódico de la mañana.
—¡Oh, mataron al pobrecito niño y han encontrado el cadáver! —exclamó Margaret.
—¿Dónde está Dan?
—Lo siento mucho por su pobre madre, pero es mejor que tenga la seguridad de que está muerto, en vez de preocuparse por él durante el resto de su vida.
Louis no hacía el amor; era todo pasión. Y una vez la descargaba, se dormía y empezaba a roncar.
Margaret estuvo despierta durante mucho tiempo. Pensaba que si pudiera saber todo lo que su extraño marido había hecho a lo largo de su vida, probablemente no querría vivir con él. Entonces recordó que no había tomado medidas preventivas.
«No me importaría tener otro hijo —pensó Margaret, mientras se adormecía—. Si Louis no hubiera nacido en el barrio chino, podría haber sido un gran hombre.»
A la noche siguiente, Louis llegó temprano a casa y se puso las zapatillas. Comió unos emparedados, y bebió un poco de vino. Después, subieron a acostarse.
—Ayúdame a quitarme la chaqueta, ¿quieres, Maggie? —dijo Louis.
Ella le quitó la chaqueta y le vio el vendaje del brazo.
—¿Otro acceso de neumonía? —dijo.
Y entonces tuvo un destello de intuición. Pasó la vista del vendaje al periódico, que había subido y puesto en el tocador con intención de leer en la cama el largo artículo escrito por Bill O’Brien.
De cualquier modo, Louis no era simplemente un hombre para ella. Era una institución. Era tan duro e impersonal que no esperaba calar en su ser interior. Pero comprendió, tan bien como si se lo hubieran dicho, que el descubrimiento del cadáver y la muerte del secuestrador tenían algo que ver con la ausencia de Louis. Se sintió orgullosa de su marido, pero aquello no disminuyó en lo más mínimo el temor que le tenía. Era muy callado respecto a lo que hacía y pensaba. Ni siquiera se molestaba en decirle dónde había estado, qué se proponía, qué había hecho ni nada que tuviera relación con su pasado, su presente o su futuro.
Nada podía ilustrar mejor el efecto que Louis producía en sus allegados que el hecho de que Margaret no se atreviera a revelar, ni siquiera a Louis, la verdad que sospechaba. Había algo admirable en aquella capacidad de silencio de Louis, pero también tenía algo de siniestro. Margaret habría deseado que Louis fuese fuerte en mejor sentido. Pero se alegraba de que lo fuera. Y resultó agradable el que un poco más tarde Louis la envolviera en el amasijo de músculo y fibra de su brazo izquierdo, diciendo:
—Ten cuidado con mi brazo derecho, Maggie; me duele horrores.
Louis no hacia el amor; era todo pasión. Y una vez la descargaba, se dormía y empezaba a roncar.
Margaret estuvo despierta durante mucho tiempo. Pensaba que si pudiera saber todo lo que su extraño marido había hecho a lo largo de su vida, probablemente no querría vivir con él. Entonces recordó que no había tomado medidas preventivas.
«No me importaría tener otro hijo —pensó Margaret, mientras se adormecía—. Si Louis no hubiera nacido en el barrio chino, podría haber sido un gran hombre.»
A la noche siguiente, Louis llegó temprano a casa y se puso las zapatillas. Comió unos emparedados, bebió un poco de vino y se fue a acostar. Antes de dormirse, dijo:
—Es bueno tener un hogar adonde ir y acostarse. Hace que uno se sienta bien.
Louis no le decía a Margaret lo que pensaba, pero ella tuvo la súbita esperanza de que hubiera decidido cambiar y llevar la vida de un hombre de negocios corriente, como sus vecinos.
Margaret había trabado amistad con varias mujeres de la vecindad. Se había educado jugando al pinochle y al cribbage, y no tardó mucho en convertirse en una espléndida jugadora de bridge. Recibía lecciones, jugaba pequeñas sumas y pasaba los momentos más gratos de su vida.
Sus nuevas amigas sabían que su marido era el dueño del Cellar Door y en lugar de menospreciarlo, lo respetaban por dirigir uno de los bares restaurantes más populares y mejor conocidos de Nueva York.
Muchos de sus maridos frecuentaban el Cellar Door, y varios de ellos debían cuentas a Louis. Le sugirieron jugar al golf, pero Louis declinó la invitación. En dos o tres ocasiones llevó a algunos de ellos a las carreras, y acudió a dos o tres fiestas en casa de sus vecinos.
—Pero, oye, sirven vasos de ginebra de pacotilla —le dijo un día a Big Italy, que pasó por el Cellar Door para verlo—. No soporto ese jaleo.
—Estás sentando la cabeza —repuso Big Italy—. Te van bien las cosas. Tu viejo tiene mucha pasta. Supongo que ahora esos edificios valen ciento cincuenta mil dólares.
—Y sólo pagó por ellos sesenta mil —dijo Louis.
—Cincuenta y nueve mil quinientos —le corrigió Big Italy, que se ocupaba superficialmente de negocios inmobiliarios—, y pagó demasiado. Y el antiguo local mantiene a tus hermanos —añadió Big Italy.
—Sí —admitió Louis—. Ahora no tenemos nada de que preocuparnos, salvo de que nos detengan, y tenemos cuidado de no vender nada a extraños.
—¿Mandas analizar todo el género? —inquirió Big Italy.
—Por supuesto —contestó Louis—. No soy tonto. Pero lo divertido es que el único alcohol metílico que encontramos está en los cordiales, que los traen de fuera. Deben echarnos veneno. Es peligroso, ¿eh?
—El otro día detuvieron a Palermo, y los químicos del gobierno descubrieron alcohol metílico en sus licores —le informó Big Italy—. Y Palermo consigue los licores en los barcos. Todo lo demás lo hace él mismo.
—Sí —dijo Louis—. Así son las cosas.
—Pero a ti te va bien, Louis; tienes una mujer, un hijo, dinero en el banco y un negocio bueno y legal.
—La mujer me ha dicho que va a tener otro crío —le comunicó Louis.
—Eso es magnífico —repuso Big Italy.
—¿Y cómo te van a ti las cosas? —le preguntó Louis.
—Bien —contestó Big Italy—. Tengo un trabajo que creo que acabaré esta noche. Se trata de Eisenberg el Napias. El hijo de puta no puede dejar de entrometerse.
—¿Dónde para ese fulano? —preguntó Louis.
—En Coney Island —le dijo Big Italy—. Lo eliminaré allí.
—Voy contigo —dijo Louis.
—Tú no vas a ningún sitio —afirmó Big Italy—. Te vas a casa, te pones las viejas zapatillas, lees el periódico y te metes en la cama con tu mujer. Ahora tienes responsabilidades. No permitiré que vengas.
—Eres un mentiroso y un cabrón —protestó Louis—. Cuando llegaste, sabías que te acompañaría.
—No, no lo sabía —negó Big Italy—. No deberías ir. Has sentado la cabeza y tienes responsabilidades.
—Esperas a que haya bebido lo suficiente para emborracharme y luego me dices que andas detrás de un fulano —dijo Louis—. Sabes que he nacido violento y que no puedo estar inactivo.
—Pues ahora tienes que quedarte tranquilo —replicó Big Italy—. Ya llevas un tiempo yendo a casa todas las noches y yo no soy quién para estropearlo. Tienes responsabilidades.
—No vuelvas a repetirme esa palabra —dijo Louis—. Vas a sacarme de quicio. Sabes perfectamente que iré contigo, y que has venido para que te acompañe.
—Toma otro trago y cálmate —aconsejó Big Italy.
—Ahí lo tienes —dijo Louis—. Sabes muy bien que cuanto más alcohol beba, más trompa estaré. ¿Quién va a llevarnos allí, Joe Bergman?
Big Italy contempló a Louis con sus ojos duros de color castaño claro, que jamás indicaban las imágenes que se formaban y agitaban dentro de ellos.
—No —contestó—. Joe dijo que esta noche no podía. Me llevará Jack Quinn.
La desacostumbrada circunstancia de que Joe Bergman no condujera el coche no despertó gran asombro en la conciencia de Louis, porque nunca había desconfiado de las decisiones de Big Italy. Si alguien que no fuese Big Italy hubiese alterado una costumbre de años en un asunto tan importante como un ajuste de cuentas, habría tenido motivos para sospechar y preguntar la razón. En este caso, la sensación de encontrarse ante una situación insólita se suavizó con el bálsamo sedante de su confianza en Big Italy.
—Jack conduce muy bien —dijo Louis cuando sonó el teléfono que había en un pedestal junto a él.
Levantó el aparato francés, transmisor y receptor en una pieza, y contestó a la llamada.
—Soy yo, Bill O’Brien —anunció una voz curiosamente enturbiada por el alcohol, pero de timbre agradable—. Tengo que verte en seguida, Louis. Podrás esperarme media hora, ¿verdad?
—Esta noche no puede ser. Tengo una cita.
—Entonces, tendrás que cancelarla, Louis —repuso Bill, en tono insistente—. Tendrás que hacerlo.
—Vamos, Bill —replicó amablemente Louis—. Te veré mañana o pasado. Si quieres bebida, dinero o cualquier otra cosa, Kid te atenderá.
—Pero escucha, Louis —insistió Bill, con su ronca voz de barítono subiendo un ápice en intensidad y gravedad—, nunca he hablado tan en serio en mi vida. Esto es lo que en el teatro llaman un asunto de vida o muerte. Y la cosa es así de seria. Tengo que decirte algo de la mayor importancia. Por amor de Dios, no te muevas de ahí hasta que yo llegue. No puedo explicártelo por teléfono, y tampoco quiero hablar más tiempo del que debo. Debes esperarme. Tengo que verte. Es muy urgente.
La voz de Bill, alta y grave, brotó del teléfono en ondas pequeñas y claras que llenaron el aire de la habitación.
—¿Por qué no le cuelgas? —dijo Big Italy—. Lleva una buena trompa, ¿verdad?
—¿De qué se trata, Bill? —preguntó Louis—. Cuéntamelo por teléfono. ¿De qué diablos tienes miedo? Dilo pronto, Bill, o cuelgo.
—No puedo decirlo por teléfono —insistió Bill—. ¡Maldita sea! ¿Es que no lo entiendes? Espérame ahí. Tienes que hacerlo.
—Venga, cuélgale —apremió Big Italy—. Está loco.
—Te doy treinta segundos para que me lo digas ahora mismo —dijo Louis—. Luego colgaré.
—Bueno, tendré que correr el riesgo, entonces —accedió Bill—. Pero si me oye alguien nos meteremos en más líos. Han encontrado un gato de automóvil en aquella cabaña.
Louis apretó el auricular contra la oreja, y sólo él escuchó las restantes palabras:
—Y han descubierto al propietario.
En aquel momento, Louis y Big Italy se miraron a los ojos. Ni los castaño claros de Big Italy ni los castaño oscuros de Louis se movieron un ápice ni mostraron alteración alguna en sus pétreas y brillantes superficies.
Pero en el remolino de emociones que se agitaban en el interior de aquellos dos rostros duros e impasibles centellearon los pies de Little Italy, volando por el aire, y el tenso ambiente pareció vibrar de nuevo con el largo gemido, súbitamente apagado, que ninguno había sido capaz de olvidar.
Un enorme reloj de pared palpitó dos veces: tic, tac. Y Big Italy y Louis Beretti volvieron de su pasado.
—No puedo ir contigo, Italy —dijo Louis, con su inflexión habitual de voz—. Tengo que ver a un sujeto para hablar de un asunto importante.
—Muy bien —asintió Big Italy, con el mismo tono de indiferencia, mientras se servía una copa sin invitar a Louis.
A su vez, Louis se sirvió un trago sin invitar a Big Italy a beber con él. Era la primera vez que alguno de los dos hacía aquello. Bebieron, vigilándose mutuamente,
Louis era consciente de que, por lo que concernía a Big Italy y a la banda, él no había mantenido las manos limpias. Ignoraba cómo descubrieron que él era el autor de la muerte de Giuseppe Vesalli y del hallazgo del cadáver de Bill Boonton, y si estaban al corriente de lo del gato de Joe Bergman localizado en la cabaña. Pero comprendía que sabían lo suficiente.
En la pantalla de su memoria había un apunte fotográfico de Joe Bergman, que le miraba mientras él le pedía que llevara a O’Brien a Westchester. Joe Bergman pareció sospechar entonces.
Tal fotografía se le proyectó durante la centésima parte de un segundo, y dio paso a una imagen mental de Red McLaurin al recibir su mortal dosis de plomo. Red tampoco había mantenido las manos limpias.
Pero Louis comprendió perfectamente que Big Italy, exactamente igual que él, sabía que Louis Beretti no iba a quedarse quieto y a consentir que nadie le llenara la barriga de plomo.
Louis también se dio cuenta de que no podía explicar nada. Las explicaciones no contaban en su mundo. Los hechos eran lo único que importaba. Y los hechos eran que él había metido las narices en un asunto que no era de su incumbencia y que, como resultado de ello, Joe Bergman sería detenido por asesinato. Y, si Joe Bergman cantaba, probablemente comprometería a toda la banda. A Louis no le cabían muchas dudas de que la idea del secuestro partió de Big Italy. No tenía nada de blando o de sentimental.
Louis no tardó un segundo en ver claramente la situación.
«¿Y para qué diablos quería Italy que lo acompañase a Coney Island?», pensó Louis, cuando el teléfono volvió a sonar. Aún con la vista fija en Big Italy, Louis levantó mecánicamente el auricular y contestó:
—Diga.
—Hola, Louis. Soy Margaret.
Había un curioso timbre de inhibición en su tono. Pero Louis no lo necesitaba para templar todos los tensos nervios de su cuerpo. Ella jamás lo había llamado por teléfono al restaurante.
—Hola —dijo evasivamente, apretando el teléfono contra la oreja.
—Sólo te llamo —explicó Margaret, pronunciando lentamente las palabras— para decirte que Dan está bien, que me voy de paseo con los Atterbury y que quizá llegue tarde a casa.
—Muy bien —dijo Louis, con el mismo tono de indiferencia—. Adiós.
Colgó el teléfono.
Sabía que algo había obligado a Margaret a hacer aquella llamada.