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—Se trata de esto —dijo Bill O’Brien—.
Tenemos que encontrar algún modo de hacer saber a los Boonton que
su hijo ha muerto. Les dolerá, pero a la larga les haremos un
favor. A continuación, tendremos que encontrar una forma de
comunicarles que el asesino está muerto. Como cristianos, eso no
hará que se sientan mejor, pero como salvajes seres humanos
corrientes apostaría que sí.
—Sí —afirmó Louis Beretti—. Pero ¿cómo lo
vas a hacer? No debes meterme en esto.
—Tú tienes que quedarte al margen —convino
O’Brien—. Y ahí está la clave del asunto.
—Entonces, hay una clave —dijo Louis.
Estaba sentado en un sillón de las
habitaciones que tenía encima del Cellar Door, con el brazo derecho
lleno de vendas. Sostenía un vaso de whisky con agua y hielo en la
mano izquierda, hinchada como una pelota a consecuencia de haberse
roto un nudillo.
Louis no le había dicho nada a Bill acerca
de su amistad con Will Pedersen o su hermana. Y Bill, que se sentía
humanamente curioso respecto a las razones por las cuales se
interesaba Louis en el secuestro, no había tenido ánimos para
hacerle pregunta alguna. Louis Beretti no era la clase de persona a
la que nadie, ni siquiera un policía, pudiera hacerle preguntas
personales.
—Podría convencer a mi periódico de que sé
que mataron al secuestrador —sugirió Bill, con vacilación.
—Sí, podrías hacerlo —admitió Louis.
—Podría ver a Boonton y contarle parte de la
verdad, la suficiente como para convencerlo... —dijo Bill, sin
mucho entusiasmo en la voz.
—Sí, también podrías hacer eso —convino
Louis.
—Pero el problema es —dijo Bill, bebiendo un
largo trago de su vaso de whisky con hielo y agua— que no puedo
decir quién mató al secuestrador, y ni siquiera puedo probar que
efectivamente era el secuestrador. ¿Qué demonios podemos hacer al
respecto?
Louis no respondió. El pensaba lo mismo.
Odiaba abandonar un trabajo antes de terminarlo. Si desde que podía
recordar no hubiera ido contra su norma de conducta el no meter la
nariz en los asuntos de los demás, habría existido una posible
solución. Podría preguntar a Joe Bergman dónde habían arrojado el
cadáver. Y al recobrar el cuerpo, se demostraría que el niño había
muerto. La misma nota anónima que dijera dónde podía encontrarse el
cuerpo, llevaría la información de que habían matado al
secuestrador.
Sin embargo, Louis no podía hacer a Joe
Bergman ninguna pregunta sobre el secuestro de Bill Boonton. No era
asunto suyo. Louis no consideraba que el secuestro fuese un
negocio, como tampoco creía que lo fueran el chantaje o la venta de
cocaína. Pero en alguna ocasión sus mejores amigos se habían metido
en una de esas cosas. Lo que ellos hiciesen no era de su
inéumbencia.
—Tengo una suerte de perros —se lamentó
O’Brien—. Guardo en la cabeza la mayor historia del mundo, pero no
puedo publicar una sola línea.
—¡Al infierno con esa historia! —exclamó
Louis—. Ojalá pudiéramos raptar a otro chico y dárselo a esa mujer.
Déjame pensar un poco, ¿quieres, Bill?
—No puedo publicar lo que pienso, y con esa
clase de ideas no gano dinero —dijo Bill.
—Cierra el pico —le ordenó Louis.
Durante quince minutos, Louis se quedó
sentado, mirando fijamente al frente. Pensaba en términos
completamente opuestos a los de Bill. Su mente tendía al secreto y
la de Bill se encaminaba a la publicidad.
Podría decírselo personalmente a Louise
Pedersen, pero jamás le había confiado un secreto a una mujer, y no
iba a empezar a hacerlo ahora. Sólo veía una salida.
—Escucha, Bill —dijo al fin—. Giuseppe dijo
que metió en un saco el cuerpo del niño y lo tiró al agua. Ahora
bien, pudo haberlo arrojado en el sitio con agua más cercano a la
casa; no en el estanque del jardín, sino en la poza más próxima que
cualquiera considerase apta para ocultar un cuerpo.
»Le dices a tu periódico que sabes de una
fuente completamente segura, pero que no puedes revelar a nadie,
que a ese niño lo mataron y lo echaron al agua. Y haces que te
manden allí para pescarlo. Si te acompaña la suerte, fenómeno. Los
Boonton se enteran de que el niño está muerto, y tú consigues una
gran noticia. Si no tienes suerte, yo seguiré con un brazo y una
mano inútiles, aparte de los temblores por beber demasiado
alcohol.
—Puedo intentarlo —dijo Bill.
Una semana después, el World informó con
grandes titulares del descubrimiento del cadáver de William
Pedersen Boonton, añadiendo que en el hampa corría el rumor de que
habían matado al secuestrador.
Con una primera edición del World en el
bolsillo, Louis se dirigió a su casa de Jersey por primera vez al
cabo de un mes. Entró en el cuarto de estar, donde estaba sentada
su mujer, y dijo:
—Hola. Toma, un periódico de la
mañana.
—¡Oh, mataron al pobrecito niño y han
encontrado el cadáver! —exclamó Margaret.
—¿Dónde está Dan?
—Lo siento mucho por su pobre madre, pero es
mejor que tenga la seguridad de que está muerto, en vez de
preocuparse por él durante el resto de su vida.
Louis no hacía el amor; era todo pasión. Y
una vez la descargaba, se dormía y empezaba a roncar.
Margaret estuvo despierta durante mucho
tiempo. Pensaba que si pudiera saber todo lo que su extraño marido
había hecho a lo largo de su vida, probablemente no querría vivir
con él. Entonces recordó que no había tomado medidas
preventivas.
«No me importaría tener otro hijo —pensó
Margaret, mientras se adormecía—. Si Louis no hubiera nacido en el
barrio chino, podría haber sido un gran hombre.»
A la noche siguiente, Louis llegó temprano a
casa y se puso las zapatillas. Comió unos emparedados, y bebió un
poco de vino. Después, subieron a acostarse.
—Ayúdame a quitarme la chaqueta, ¿quieres,
Maggie? —dijo Louis.
Ella le quitó la chaqueta y le vio el
vendaje del brazo.
—¿Otro acceso de neumonía? —dijo.
Y entonces tuvo un destello de intuición.
Pasó la vista del vendaje al periódico, que había subido y puesto
en el tocador con intención de leer en la cama el largo artículo
escrito por Bill O’Brien.
De cualquier modo, Louis no era simplemente
un hombre para ella. Era una institución. Era tan duro e impersonal
que no esperaba calar en su ser interior. Pero comprendió, tan bien
como si se lo hubieran dicho, que el descubrimiento del cadáver y
la muerte del secuestrador tenían algo que ver con la ausencia de
Louis. Se sintió orgullosa de su marido, pero aquello no disminuyó
en lo más mínimo el temor que le tenía. Era muy callado respecto a
lo que hacía y pensaba. Ni siquiera se molestaba en decirle dónde
había estado, qué se proponía, qué había hecho ni nada que tuviera
relación con su pasado, su presente o su futuro.
Nada podía ilustrar mejor el efecto que
Louis producía en sus allegados que el hecho de que Margaret no se
atreviera a revelar, ni siquiera a Louis, la verdad que sospechaba.
Había algo admirable en aquella capacidad de silencio de Louis,
pero también tenía algo de siniestro. Margaret habría deseado que
Louis fuese fuerte en mejor sentido. Pero se alegraba de que lo
fuera. Y resultó agradable el que un poco más tarde Louis la
envolviera en el amasijo de músculo y fibra de su brazo izquierdo,
diciendo:
—Ten cuidado con mi brazo derecho, Maggie;
me duele horrores.
Louis no hacia el amor; era todo pasión. Y
una vez la descargaba, se dormía y empezaba a roncar.
Margaret estuvo despierta durante mucho
tiempo. Pensaba que si pudiera saber todo lo que su extraño marido
había hecho a lo largo de su vida, probablemente no querría vivir
con él. Entonces recordó que no había tomado medidas
preventivas.
«No me importaría tener otro hijo —pensó
Margaret, mientras se adormecía—. Si Louis no hubiera nacido en el
barrio chino, podría haber sido un gran hombre.»
A la noche siguiente, Louis llegó temprano a
casa y se puso las zapatillas. Comió unos emparedados, bebió un
poco de vino y se fue a acostar. Antes de dormirse, dijo:
—Es bueno tener un hogar adonde ir y
acostarse. Hace que uno se sienta bien.
Louis no le decía a Margaret lo que pensaba,
pero ella tuvo la súbita esperanza de que hubiera decidido cambiar
y llevar la vida de un hombre de negocios corriente, como sus
vecinos.
Margaret había trabado amistad con varias
mujeres de la vecindad. Se había educado jugando al pinochle y al
cribbage, y no tardó mucho en convertirse en una espléndida
jugadora de bridge. Recibía lecciones, jugaba pequeñas sumas y
pasaba los momentos más gratos de su vida.
Sus nuevas amigas sabían que su marido era
el dueño del Cellar Door y en lugar de menospreciarlo, lo
respetaban por dirigir uno de los bares restaurantes más populares
y mejor conocidos de Nueva York.
Muchos de sus maridos frecuentaban el Cellar
Door, y varios de ellos debían cuentas a Louis. Le sugirieron jugar
al golf, pero Louis declinó la invitación. En dos o tres ocasiones
llevó a algunos de ellos a las carreras, y acudió a dos o tres
fiestas en casa de sus vecinos.
—Pero, oye, sirven vasos de ginebra de
pacotilla —le dijo un día a Big Italy, que pasó por el Cellar Door
para verlo—. No soporto ese jaleo.
—Estás sentando la cabeza —repuso Big
Italy—. Te van bien las cosas. Tu viejo tiene mucha pasta. Supongo
que ahora esos edificios valen ciento cincuenta mil dólares.
—Y sólo pagó por ellos sesenta mil —dijo
Louis.
—Cincuenta y nueve mil quinientos —le
corrigió Big Italy, que se ocupaba superficialmente de negocios
inmobiliarios—, y pagó demasiado. Y el antiguo local mantiene a tus
hermanos —añadió Big Italy.
—Sí —admitió Louis—. Ahora no tenemos nada
de que preocuparnos, salvo de que nos detengan, y tenemos cuidado
de no vender nada a extraños.
—¿Mandas analizar todo el género? —inquirió
Big Italy.
—Por supuesto —contestó Louis—. No soy
tonto. Pero lo divertido es que el único alcohol metílico que
encontramos está en los cordiales, que los traen de fuera. Deben
echarnos veneno. Es peligroso, ¿eh?
—El otro día detuvieron a Palermo, y los
químicos del gobierno descubrieron alcohol metílico en sus licores
—le informó Big Italy—. Y Palermo consigue los licores en los
barcos. Todo lo demás lo hace él mismo.
—Sí —dijo Louis—. Así son las cosas.
—Pero a ti te va bien, Louis; tienes una
mujer, un hijo, dinero en el banco y un negocio bueno y
legal.
—La mujer me ha dicho que va a tener otro
crío —le comunicó Louis.
—Eso es magnífico —repuso Big Italy.
—¿Y cómo te van a ti las cosas? —le preguntó
Louis.
—Bien —contestó Big Italy—. Tengo un trabajo
que creo que acabaré esta noche. Se trata de Eisenberg el Napias.
El hijo de puta no puede dejar de entrometerse.
—¿Dónde para ese fulano? —preguntó
Louis.
—En Coney Island —le dijo Big Italy—. Lo
eliminaré allí.
—Voy contigo —dijo Louis.
—Tú no vas a ningún sitio —afirmó Big
Italy—. Te vas a casa, te pones las viejas zapatillas, lees el
periódico y te metes en la cama con tu mujer. Ahora tienes
responsabilidades. No permitiré que vengas.
—Eres un mentiroso y un cabrón —protestó
Louis—. Cuando llegaste, sabías que te acompañaría.
—No, no lo sabía —negó Big Italy—. No
deberías ir. Has sentado la cabeza y tienes
responsabilidades.
—Esperas a que haya bebido lo suficiente
para emborracharme y luego me dices que andas detrás de un fulano
—dijo Louis—. Sabes que he nacido violento y que no puedo estar
inactivo.
—Pues ahora tienes que quedarte tranquilo
—replicó Big Italy—. Ya llevas un tiempo yendo a casa todas las
noches y yo no soy quién para estropearlo. Tienes
responsabilidades.
—No vuelvas a repetirme esa palabra —dijo
Louis—. Vas a sacarme de quicio. Sabes perfectamente que iré
contigo, y que has venido para que te acompañe.
—Toma otro trago y cálmate —aconsejó Big
Italy.
—Ahí lo tienes —dijo Louis—. Sabes muy bien
que cuanto más alcohol beba, más trompa estaré. ¿Quién va a
llevarnos allí, Joe Bergman?
Big Italy contempló a Louis con sus ojos
duros de color castaño claro, que jamás indicaban las imágenes que
se formaban y agitaban dentro de ellos.
—No —contestó—. Joe dijo que esta noche no
podía. Me llevará Jack Quinn.
La desacostumbrada circunstancia de que Joe
Bergman no condujera el coche no despertó gran asombro en la
conciencia de Louis, porque nunca había desconfiado de las
decisiones de Big Italy. Si alguien que no fuese Big Italy hubiese
alterado una costumbre de años en un asunto tan importante como un
ajuste de cuentas, habría tenido motivos para sospechar y preguntar
la razón. En este caso, la sensación de encontrarse ante una
situación insólita se suavizó con el bálsamo sedante de su
confianza en Big Italy.
—Jack conduce muy bien —dijo Louis cuando
sonó el teléfono que había en un pedestal junto a él.
Levantó el aparato francés, transmisor y
receptor en una pieza, y contestó a la llamada.
—Soy yo, Bill O’Brien —anunció una voz
curiosamente enturbiada por el alcohol, pero de timbre agradable—.
Tengo que verte en seguida, Louis. Podrás esperarme media hora,
¿verdad?
—Esta noche no puede ser. Tengo una
cita.
—Entonces, tendrás que cancelarla, Louis
—repuso Bill, en tono insistente—. Tendrás que hacerlo.
—Vamos, Bill —replicó amablemente Louis—. Te
veré mañana o pasado. Si quieres bebida, dinero o cualquier otra
cosa, Kid te atenderá.
—Pero escucha, Louis —insistió Bill, con su
ronca voz de barítono subiendo un ápice en intensidad y gravedad—,
nunca he hablado tan en serio en mi vida. Esto es lo que en el
teatro llaman un asunto de vida o muerte. Y la cosa es así de
seria. Tengo que decirte algo de la mayor importancia. Por amor de
Dios, no te muevas de ahí hasta que yo llegue. No puedo
explicártelo por teléfono, y tampoco quiero hablar más tiempo del
que debo. Debes esperarme. Tengo que verte. Es muy urgente.
La voz de Bill, alta y grave, brotó del
teléfono en ondas pequeñas y claras que llenaron el aire de la
habitación.
—¿Por qué no le cuelgas? —dijo Big Italy—.
Lleva una buena trompa, ¿verdad?
—¿De qué se trata, Bill? —preguntó Louis—.
Cuéntamelo por teléfono. ¿De qué diablos tienes miedo? Dilo pronto,
Bill, o cuelgo.
—No puedo decirlo por teléfono —insistió
Bill—. ¡Maldita sea! ¿Es que no lo entiendes? Espérame ahí. Tienes
que hacerlo.
—Venga, cuélgale —apremió Big Italy—. Está
loco.
—Te doy treinta segundos para que me lo
digas ahora mismo —dijo Louis—. Luego colgaré.
—Bueno, tendré que correr el riesgo,
entonces —accedió Bill—. Pero si me oye alguien nos meteremos en
más líos. Han encontrado un gato de automóvil en aquella
cabaña.
Louis apretó el auricular contra la oreja, y
sólo él escuchó las restantes palabras:
—Y han descubierto al propietario.
En aquel momento, Louis y Big Italy se
miraron a los ojos. Ni los castaño claros de Big Italy ni los
castaño oscuros de Louis se movieron un ápice ni mostraron
alteración alguna en sus pétreas y brillantes superficies.
Pero en el remolino de emociones que se
agitaban en el interior de aquellos dos rostros duros e impasibles
centellearon los pies de Little Italy, volando por el aire, y el
tenso ambiente pareció vibrar de nuevo con el largo gemido,
súbitamente apagado, que ninguno había sido capaz de olvidar.
Un enorme reloj de pared palpitó dos veces:
tic, tac. Y Big Italy y Louis Beretti volvieron de su pasado.
—No puedo ir contigo, Italy —dijo Louis, con
su inflexión habitual de voz—. Tengo que ver a un sujeto para
hablar de un asunto importante.
—Muy bien —asintió Big Italy, con el mismo
tono de indiferencia, mientras se servía una copa sin invitar a
Louis.
A su vez, Louis se sirvió un trago sin
invitar a Big Italy a beber con él. Era la primera vez que alguno
de los dos hacía aquello. Bebieron, vigilándose mutuamente,
Louis era consciente de que, por lo que
concernía a Big Italy y a la banda, él no había mantenido las manos
limpias. Ignoraba cómo descubrieron que él era el autor de la
muerte de Giuseppe Vesalli y del hallazgo del cadáver de Bill
Boonton, y si estaban al corriente de lo del gato de Joe Bergman
localizado en la cabaña. Pero comprendía que sabían lo
suficiente.
En la pantalla de su memoria había un apunte
fotográfico de Joe Bergman, que le miraba mientras él le pedía que
llevara a O’Brien a Westchester. Joe Bergman pareció sospechar
entonces.
Tal fotografía se le proyectó durante la
centésima parte de un segundo, y dio paso a una imagen mental de
Red McLaurin al recibir su mortal dosis de plomo. Red tampoco había
mantenido las manos limpias.
Pero Louis comprendió perfectamente que Big
Italy, exactamente igual que él, sabía que Louis Beretti no iba a
quedarse quieto y a consentir que nadie le llenara la barriga de
plomo.
Louis también se dio cuenta de que no podía
explicar nada. Las explicaciones no contaban en su mundo. Los
hechos eran lo único que importaba. Y los hechos eran que él había
metido las narices en un asunto que no era de su incumbencia y que,
como resultado de ello, Joe Bergman sería detenido por asesinato.
Y, si Joe Bergman cantaba, probablemente comprometería a toda la
banda. A Louis no le cabían muchas dudas de que la idea del
secuestro partió de Big Italy. No tenía nada de blando o de
sentimental.
Louis no tardó un segundo en ver claramente
la situación.
«¿Y para qué diablos quería Italy que lo
acompañase a Coney Island?», pensó Louis, cuando el teléfono volvió
a sonar. Aún con la vista fija en Big Italy, Louis levantó
mecánicamente el auricular y contestó:
—Diga.
—Hola, Louis. Soy Margaret.
Había un curioso timbre de inhibición en su
tono. Pero Louis no lo necesitaba para templar todos los tensos
nervios de su cuerpo. Ella jamás lo había llamado por teléfono al
restaurante.
—Hola —dijo evasivamente, apretando el
teléfono contra la oreja.
—Sólo te llamo —explicó Margaret,
pronunciando lentamente las palabras— para decirte que Dan está
bien, que me voy de paseo con los Atterbury y que quizá llegue
tarde a casa.
—Muy bien —dijo Louis, con el mismo tono de
indiferencia—. Adiós.
Colgó el teléfono.
Sabía que algo había obligado a Margaret a
hacer aquella llamada.