14
Dos meses después, en una lluviosa mañana de
mayo, el padre McCann casó a Louis y Margaret. Mamá Beretti, que
realmente estaba muy enferma y lo sabía mejor que nadie, había
apresurado la boda.
—Louis es buen chico —le dijo a Margaret—,
pero la fiereza de su país late en su interior. No trabajará
catorce horas al día, como solía hacer su padre, y no ahorrará
dinero. Lo gasta. Tendrás que guardar tanto como puedas.
»Pero creo que Louis gana mucho, un montón
de dinero. A veces me preocupa eso. Nunca me ha gustado ver que los
muchachos beban demasiado whisky.
»La ley prohíbe vender vino y hasta mi
marido fabrica y bebe vino, y a mí me gustaba antes de caer tan
enferma. Y ahora dice el médico que beba coñac. No entiendo
esta
Ley Seca, pero confío en que Louis tenga
razón, y que jamás vaya a la cárcel por vender whisky, vino y
cerveza.
»Eres buena chica, y estoy segura de que
serás una buena esposa para Louis. Siento estar demasiado enferma
para enseñarte a cocinar algunas de las cosas preferidas de Louis.
Mis hijas se alegrarán de hacer lo que puedan, pero mi marido te
dirá que no hay nadie que sepa cocinar como yo.
Mamá Beretti estaba muy cansada, y su cuerpo
se hacía más pesado a medida que su espíritu se aferraba a la vida
cada vez con menos fuerza. Sus manos, marcadas por el trabajo y sin
nada en qué ocuparse, parecían molestarla mucho. Las movía con
inquietud. Era una mujer para quien los partos no fueron sino meros
incidentes en las penalidades de la vida, y para quien la muerte no
significaba sino otro eslabón en la cadena de acontecimientos. No
se trataba de algo en lo que ella pudiera trabajar: era,
simplemente, algo que tenía que esperar.
Iría al cielo, que debía ser buen sitio
porque albergaba a Dios, a los santos y a los ángeles, pero no
iniciaría el viaje con muchos aleluyas en su interior. Le
preocupaba mucho lo que haría papá sin ella, hasta que él también
estuviera preparado para emprender el viaje.
Papá sabía que mamá iba a morir; se lo
habían dicho los médicos, pero no lo podía creer. Se daba una prisa
frenética para terminar la casa de Westchester y poder trasladar a
ella a mamá. Estaba convencido de que las máquinas de lavar
eléctricas, la cocina eléctrica y la estufa de petróleo curarían a
mamá. El pobrecillo jamás se dio cuenta de que mamá era la última
persona del mundo que se emocionaría ante un artefacto que ahorrase
trabajo.
Si tejía un par de calcetines para su
marido, sabía que serían buenos. Si restregaba su ropa en una pila
llena de burbujas de jabón, mezcladas con su honrado sudor, estaba
segura de que quedaría limpia. Si iba a gatas para fregar el suelo,
la observación personal la convencía de que ni una mota de polvo
escapaba a sus diestros esfuerzos.
Mamá fue traída al mundo para hacer una
labor de servicio personal. Para los diversos miembros de su
familia, había sido cocinera, compañera, amiga, barbero, masajista,
enfermera, empleado, empleada, puerto en tiempo de tempestad,
estrella polar si alguien perdía el rumbo, banquero, consejera,
confidente y vara disciplinaria en mano del Señor.
No tenía nada que ver con el negocio de la
bebida, pero sí mucho con el de la frutería y el de los refrescos;
sabía que, mediante él, su marido había adquirido cien mil dólares
en bienes muebles e inmuebles. Para sus adentros, pensaba que los
cien mil dólares los había ganado ella, aunque nunca se lo dijo a
nadie. Estaba convencida de que papá habría continuado cantando
canciones en Italia si ella no le hubiera metido un cartucho de
dinamita bajo los faldones de la levita para hacerlo volar al otro
lado del océano, a la tierra de las oportunidades. Y pensaba
también que, posiblemente, él seguiría tirando de un carrito lleno
de plátanos por las calles, si ella no hubiera prestado tanta
atención a su negocio como a su familia.
Mamá Beretti era una de esas mujeres que
demuestran que el femenino es el sexo fuerte. Un hombre corriente
habría muerto en el primer parto de mamá. A ella le sirvió de
acicate. Sin lugar a dudas, sus hijos gozarían de ventajas que papá
y ella no tuvieron. Un barrendero llevaba uniforme y, al entrar en
la vejez, recibía una pensión; un cartero trabajaba para el
gobierno, y estaba seguro de su salario y también de su pensión.
Mamá jamás se figuró que alguno de sus chicos llegara a ser
presidente y una de las razones era que ella no sabía exactamente
qué era eso de presidente.
Papá se convirtió en ciudadano en los
amables despachos de Tammany Hall. Estaba bien instruido y bien
acompañado cuando solicitó primero los documentos preliminares de
nacionalización y, luego, los definitivos. Le habían repetido una y
otra vez que, si le preguntaban quién hacía las leyes en los
Estados Unidos, debía responder: «El Congreso».
Dio la casualidad de que esa misma pregunta
fue la única que le hicieron en su caso, y él contestó: «El
Congre». Así que fue perfecto.
Hubo un ligero impedimento en el hecho de
que no supiera leer ni escribir, pero al benévolo juez le contaron
que se portaba bien con su esposa y con su familia y que era
propietario, de modo que también aquello salió bien.
Mamá ni siquiera sabía que el «Congre» tenía
algo que ver con la elaboración de las leyes. En su lecho de
muerte, seguía teniendo la convicción de que ciertos individuos,
extraños y dementes, con fuertes complejos de persecución, habían
hecho las leyes, principalmente para confundir a los buenos
cristianos deseosos de portarse bien.
Después de la ceremonia, Louis, su esposa,
su suegro, su suegra y todos los Beretti pasaron un momento a la
habitación de mamá. Mamá sorbió un poco de champaña con ellos y sus
ojos casi brillaron al mirar a la novia. Pensó en todo el trabajo
que la novia tenía por delante y deseó que tuviera el valor y la
energía suficientes para llevarlo a cabo. Sintió una leve pena por
no poder ayudarla en el primer parto; mamá jamás había recibido
otra ayuda que la de sí misma, pero ella estaba hecha de madera
diferente.
La novia besó a mamá, cuyas correosas
mejillas se habrían sonrojado si les hubiera quedado rubor, y
entonces la novia musitó algo a Louis, que se inclinó y besó a su
madre. Un débil movimiento de una de sus manos fue la única huella
que dejó su instintivo propósito de rechazar a Louis.
Mamá Beretti nunca había sido muy besucona.
Había estado demasiado ocupada atendiendo la tienda y cuidando de
su casa y de su familia.
Peter, que había engordado con la
prosperidad, y su mujer, que había echado carnes al mismo tiempo
que él, y John y las chicas se habían engalanado todos para la
ocasión, lo mismo que papá, quien se había puesto un reluciente
traje negro, cuello duro y una corbata negra de pajarita y de nudo
hecho. Pero no se encontraban muy animados. En la alcoba,
conversaban en voz baja. Papá hablaba de la casa de
Westchester.
—Está costando un montón de dinero, pero lo
hago por mi mujer. Ya he instalado en la cocina una de esas pilas
con un lugar a un lado para lavar platos con electricidad, y al
otro lado para lavar la ropa también con electricidad. Mi mujer
sólo tiene que apretar un botón, y ver cómo se hace el trabajo
mientras ella se queda sentada. Y el horno funciona con
petróleo.
Hizo amplios gestos con las manos, dibujando
en el aire esquemas de los diversos artefactos ingeniosos que
estaba instalando. Los suelos de sólida madera también le quitarían
mucho trabajo a mamá. Incluso planeaba un jardín cuyo crecimiento
pudiera ver mamá. Sus pensamientos acerca de mamá estaban teñidos
con la idea de trabajo, aunque fuese en sentido negativo.
—Pero, por supuesto, buscaré una mujer para
que haga el trabajo hasta que mi esposa se encuentre mejor —se
ufanó.
—Bueno, ya está bien —dijo Louis, al cabo—.
Vamos a dar una vuelta por la ciudad.
Dijeron adiós a mamá, salieron y subieron a
los automóviles para hacer el trayecto. Habían comprado los coches
con el dinero que ganaban con la bebida. Louis, Peter y John tenían
un sedán cada uno, todos del mismo modelo.
El local que Louis poseía en el centro de la
ciudad era un restaurante llamado The Cellar Door, y allí
celebraron el banquete nupcial. Se consumieron enormes cantidades
de comida, y al novio y a la novia se les dedicó una amplia gama de
bromas, de gusto más que dudoso. Louis bebió un poco más de la
cuenta, pero el espíritu de la fiesta fue Peter, de ordinario
bastante reservado.
Tras el éxito de la primera taberna
clandestina, Peter había dejado el departamento de limpieza
callejera para dedicarse a la empresa con tremenda energía. Había
heredado el sentido de la economía de su madre, y era un lince para
advertir si alguien dejaba de pagar una copa o escamoteaba una
galleta. Sin embargo, esta vez se volcó materialmente en la fiesta,
y prodigalidad podría ser una buena palabra para describir su
actitud.
Insistió en invitar a una copa a todo el
mundo que entraba en el restaurante mientras el banquete seguía en
marcha.
—¿Qué desea tomar? ¿Está contento todo el
mundo? —era la fórmula que empleaba, sin dejar de repetir—: Sólo se
vive una vez.
A Peter se le había desarrollado un
voluminoso estómago sobre el que colgaba una cadena de oro con
gruesos eslabones. Del centro de la cadena pendía un diente de alce
como un infortunado escalador que se hubiera escurrido al atacar
una peligrosa pared y colgara suspendido en el vacío. Cuando su
dueño estaba de pie, el diente de alce quedaba separado de la parte
más cercana de su anatomía por una distancia de unos treinta
centímetros, como mínimo. Sólo cuando Peter se sentaba, hallaba
reposo el diente sobre una de las rodillas de su poseedor. Por
suerte para el diente, Peter se sentaba con mucha frecuencia.
Peter tenía los ojos grises y duros, y la
cara ancha e inexpresiva de un concejal o de un tabernero próspero
de los viejos tiempos. Pudo haber nacido expresamente para el
trabajo que le había venido a las manos, que consistía en
supervisar los pormenores de la venta de aguardientes al por
menor.
Louis conseguía el alcohol de varias maneras
y se ocupaba de la protección del género. Rebajaba el whisky y
elaboraba la ginebra, utilizando desde el principio tan sólo
alcohol analizado por un químico.
—Los clientes muertos no son de utilidad
para nadie —dijo cuando habló del asunto con Big Italy.
Peter y su mujer pasaban doce o catorce
horas diarias en la frutería y en el bar de la trastienda. A ellos
les parecía enteramente natural trabajar tanto tiempo; el estar en
una tienda sin hacer otra cosa que servir a los clientes lo que
quisieran y meter dinero en una caja registradora, era para ellos
más bien un juego maravilloso que un trabajo.
Si había el menor indicio de alboroto con ün
cliente del bar que hubiera bebido demasiado, Peter llamaba a
Louis. Nadie habría prestado atención a Peter aunque frunciera el
entrecejo y pronunciara amenazas. Todo el mundo, hasta las más
ruidosas y belicosas víctimas del alcohol, obedecía la más leve
palabra de Louis.
En el local del centro de la ciudad, Louis
no había montado un bar, sino que habilitó como restaurante la
única y enorme habitación. Tenía sesenta mesas, y por un dólar
servía un plato italiano como menú del día, y filetes y chuletas a
la carta.
Un extraño podía entrar y comer, pero no
podía tomar ni una copa. Veía cómo bebían cócteles los demás, o
cómo tomaban vino tinto con la comida, pero por mucho que
discutiera y rogara no conseguía nada más sólido que un sucedáneo
de cerveza. Los tribunales no consideraban los casos de mera
posesión; se necesitaban ventas reales de alcohol para poner al
traficante en serio apuro legal.
Louis tenía su almacén principal de vinos y
alcoholes en una habitación del cuarto y último piso del edificio.
Al primer piso sólo se bajaba un suministro adecuado para las
necesidades inmediatas del restaurante. En ese lugar pasaba la
mayor parte del tiempo, pero, cuando él no estaba allí, Kid Quick
se encargaba del local.
Con ocasión del banquete nupcial, Kid no
estuvo tan atento como de costumbre. Quebrantó su norma habitual de
no beber nada durante las horas de trabajo, y tampoco le había
importado que los camareros se tomaran unas cuantas copas. Era una
ocasión festiva, y se suponía que todo el mundo estaba contento.
Había bajado una caja de champaña y abundante cantidad de whisky y
ginebra.
Dan, el padre de Margaret, pronunciaba su
quinto o sexto discurso sobre el acontecimiento mientras su rolliza
mujer, con las mejillas encendidas y la cara sonriente, decía por
vigésima o trigésima vez:
—Si Dan toma una copa o dos, ya no puede
dejar de hablar.
En ese momento, entraron tres hombres en el
restaurante.
Dos de ellos echaron a correr con toda la
rapidez de que eran capaces, sorteando mesas y sillas, hasta la
trastienda, mientras el tercero se dirigía a los invitados de la
boda y a la docena de hombres y mujeres que estaban sentados en
otras mesas, y decía:
—Tranquilos. Tómenlo con calma. Sigan con lo
que estaban haciendo.
Al instante, Louis reconoció a Sam Cohen,
por el momento el más famoso de los agentes dedicados a hacer
cumplir la Ley Seca. Casi diariamente, los periódicos narraban la
última hazaña de Sam y de su ayudante, Cosey Brown. Sam y Cosey se
habían convertido en personajes casi legendarios. Los columnistas
hablaban de ellos con agudeza, los escritores especializados se
divertían escribiendo historias humorísticas acerca de ellos, y a
Sam y a Cosey les gustaba mucho todo esto. Se suponía que eran
inabordables por lo que se refería a la persuasión o a los
sobornos.
—Quédate sentada y no te preocupes —dijo
Louis a Margaret—. Voy a ver qué quieren estos desgraciados.
Preguntó a Sam Cohen:
—¿Qué demonios pretenden, entrando aquí de
esa manera? ¿Quiénes son ustedes?
—No se ponga nervioso, míster Beretti
—repuso Sam Cohen, temblando de placer—. Soy Sam Cohen, quizá haya
oído hablar de mí, y tengo una orden para registrar este
local.
—Déjeme verla —exigió Louis.
Una ojeada le reveló que un tal Joseph
Peters había declarado bajo juramento que había bebido alcohol, a
75 centavos la copa, en un restaurante llamado The Cellar Door.
Louis estaba leyendo la orden de registro cuando Cosey Brown
apareció en la puerta de la trastienda, diciendo:
—Aquí hay un poco de género, pero puede
haber más; hagamos un buen registro.
Louis contempló a Sam Cohen con odio en el
corazón y disgusto en la mirada. Sam era un individuo menudo y
desaliñado. Su pelo, escaso y de color ratón, estaba en desorden
bajo el sombrero; llevaba una camisa roja a rayas verdes, gastada y
sucia; tenía el cuello grisáceo y las roídas uñas ribeteadas de
negro. Sus negros ojos de hurón, astutos y hambrientos, no estaban
suficientemente separados. Incluso parecía que no se limpiaba los
zapatos desde hacía días. Y todo residente de Nueva York que no se
limpiara los zapatos denotaba haber caído muy bajo en la escala
social.
Una mirada era suficiente para convencer a
cualquiera de que o bien Sam Cohen era muy buen actor, o
simplemente era tan honrado como pretendía ser. Era un agente de la
Ley Seca que parecía vivir del salario con el que se suponía que
vivían todos los agentes de la Ley Seca.
Louis pensó de prisa. Dio un paso atrás, se
colocó junto a Peter y le dijo en voz baja:
—Son esos bastardos, Sam y Dan. Jim Coyle
debe tener algo que ver con el nombramiento de Sam, ya que Sam
procede de su distrito. Sal y llama por teléfono a Jim, localízalo
aunque tengas que llamar a toda la ciudad, y dile que llame aquí y
ordene a Sam que escuche lo que yo tengo que decirle.
Joe, cuya sobriedad había crecido por
momentos desde que entraron los agentes, se dirigió en seguida a la
puerta. En un caso de emergencia, Louis era el jefe.
—Que salga todo el mundo menos míster
Beretti y los camareros —dijo Sam, con aire de importancia e
imprimiendo mayor velocidad a Peter con un empujón en la
espalda.
—¡Oiga, espere un momento! —protestó Louis—.
Esto es un restaurante, y aquí no se está quebrantando ninguna ley.
No querrá estropearme el negocio. Espere un minuto.
—Dan ha localizado el género ahí dentro
—dijo Sam, sonriendo y mostrando unos dientes amarillentos
generosamente adornados con oro—. Y encontraremos más. Sam y Cosey
no cometen errores. Más valdría que se callase; sería mejor para
usted. Y esta gente se marcha porque ahora mando yo y no los quiero
aquí.
Los componentes de la fiesta nupcial,
Margaret incluida, se habrían preocupado intensamente si, en el
fondo, no hubieran tenido tanta fe en Louis. El padre de Margaret
se quedó quieto cuando John Beretti por un lado y su hijo Mike por
otro le obligaron a sentarse en la silla. Quería levantarse y
arrojar a la calle a los agentes. No se ganaría nada citando lo que
tenía que decir acerca de los agentes de la Ley Seca. En el mejor
de los casos, citaba distintas variedades de ratas y piojos.
—¡Vaya manera de tratar a los invitados de
una boda! —protestó.
Transcurrió media hora. Louis convenció a
Sam para que los invitados pudieran permanecer donde estaban. Sam
estaba entusiasmado por haber encontrado el champaña, dos botellas
de whisky escocés, tres botellas de rye, cuatro litros de ginebra y
un garrafón de vino tinto. Y esperaba que Cosey y su ayudante, que
se afanaban en abrir armarios, tantear paredes y mirar en los
cacharros de la cocina, encontraran más botín.
Entonces sonó el teléfono. Louis, que
aguardaba impaciente el tintineo del timbre, cogió el
auricular.
—¿Oiga? Coyle al habla. ¿Qué diablos
pasa?
—¿No se lo ha explicado Peter?
—Pues sí. Que se ponga al teléfono ese
maldito judío; tengo que decirle una cosa. Se la habría dicho
antes, pero no ha habido oportunidad.
—Muy bien, Jim.
Louis se volvió a Sam Cohen y dijo:
—Lo llaman al teléfono, Sam.
—¿Quién es? —preguntó Sam.
—No sé —contestó Louis—. ¿Qué demonios sé yo
de sus asuntos?
—Diga, diga —dijo Sam—. ¿Quién es...? ¡Oh,
míster Coyle! —exclamó—. ¿Cómo está usted, míster Coyle...? Sí,
míster Coyle... No, no, no puedo... No puede ser... Bueno, quizá
pueda arreglarse... Sí, míster Coyle... De acuerdo. Adiós, míster
Coyle.
Cuando colgó el teléfono y se dirigió a
Louis, Sam estaba sudando y tenía un aspecto más ruin y miserable
que nunca.
—¿Podría hablar un momento con usted, míster
Beretti? —preguntó.
—Desde luego —contestó Louis, dirigiéndose
hacia la puerta, junto al mostrador del tabaco y escritorio del
cajero.
Y así fue como en el informe oficial de lo
que se había encontrado en el restaurante de Beretti constó
solamente: «4 litros de vinagre».
Aquello le costó quinientos dólares a Louis,
que pusieron a Sam y a Cosey en el camino hacia los diamantes, los
automóviles y los zapatos lustrados. Louis volvió a la mesa y
dijo:
—Todo está arreglado. Vamos a tomar otra
copa.
Poco después, Margaret y Louis abandonaron
la fiesta y se marcharon en el automóvil de Louis.
—Queríamos ir a Montreal —dijo—, pero creo
que nos quedaremos en casa. Esos bastardos, Sam y Cosey, se nos han
llevado la pasta.
—Muy bien, Louis —asintió Margaret—. Seré
igualmente feliz.
—Y Montreal seguirá en el mismo sitio
—repuso Louis.