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Habían pasado seis años desde que transportaran el cuerpo de Lum Yee al otro lado del río Este, al cementerio chino de Long Island. Y si el espíritu de Lum Yee aprovechara alguna vez el rastro de papeles desgarrados que se esparcieron desde el último coche de los diez que componían su cortejo fúnebre, para encontrar el camino de vuelta a su antigua casa y a Boston Sally, existía la posibilidad de que no le entusiasmara el paseo.
Boston Sally jamás le fue fiel en vida, y cuando Lum Yee murió le fue extraordinariamente infiel. El precio de sus favores menguó hasta una simple bola de opio. En ocasiones ni siquiera despreciaba a un amante que le llevase un emparedado de jamón.
Louis Beretti, cuyo amorío con Sally era uno de los idilios reconocidos en el barrio chino, no le había echado ojo desde hacía meses cuando, una tarde, Tic-Tac Chum le dijo que a Sally le gustaría verlo.
Sally vivía en una sola habitación. Su mobiliario comprendía la armadura de una cama, un aguamanil, una mecedora, una mesa con un mantel de hule, una capa de linóleo sobre el suelo y una estufa de petróleo. Se suponía que el palanganero albergaba una jofaina de loza y una jarra sin mango con los bordes deteriorados. Pero la jofaina y la jarra podían estar ocultos en los sitios más insospechados y, en consecuencia, se tropezaba con ellas o se pisaban, y siempre estaban volcadas.
El guardarropa de Sally se componía principalmente de un gastado y absurdo quimono que le colgaba de su consumido esqueleto en forma desganada y apática. El fracaso del quimono en la tarea de cubrir la desnudez de Sally se hacía evidente en la revelación de la blanca e infantil piel de Sally, en impúdico contraste con su rostro, prematuramente ajado. Tenía el cuerpo de una muchachita y las facciones de una bruja.
Como el opio ya no llegaba a satisfacerla, Sally había adquirido pasión por la aguja. Mezclaba la solución de morfina en una cuchara, calentándola sobre una lámpara. Tenía las nalgas llenas de llagas a causa de las incontables picaduras de la hipodérmica.
La morfina reducía las pupilas de Sally al tamaño de cabezas de alfiler y le producía una devastadora sed de alcohol, que ella prefería ingerir en estado natural, sin elaborar, en lugar de saborearlo en cualquiera de sus más decadentes manifestaciones, como whisky, ginebra o coñac.
No estaba muy lejos el día en que el fatigado espíritu de Sally abandonaría su maltratado esqueleto para que sus hermanas en la miseria la enterraran haciendo una colecta. Pero a Sally no le preocupaba eso, y a otros tampoco. Una total ausencia de inquietud sobre su estado evitaba que se diera cuenta de
ello, salvo en forma vaga. Daba la casualidad de que vivía inmersa en aquella especial rutina, y su curiosidad mental raramente se extendía más allá de su propio horizonte. Con todo, lo hacía de vez en cuando.
—Probablemente habrás oído que procedo de una buena familia de Boston —dijo Sally a Louis Beretti.
—He oído algo parecido —admitió Louis.
—Pues —continuó Sally—, como algunas de las cosas que se oyen, hay algo de verdad en ello. Primero quiero que me prometas, Louis, que no le contarás a nadie lo que voy a decirte.
—¡Basta! ¡Basta! —exclamó Louis, no con tono ofensivo, sino con suave fatiga—. Las mujeres siempre tenéis alguna historia que contar, y yo no tengo tiempo de oírlas todas. Fúmate otra bolita y échate una siesta.
—Escucha, Louis, esto es en serio. Voy a contarte una historia y, cuando haya terminado, quiero saber si irías a Boston para hacerme un favor.
—Las gachís —dijo Louis— dais muchos problemas a los chicos. Cuando era niño, me dijeron que lo único que había que hacer con las chicas era acostarse con ellas y abandonarlas después. Pero intenta dejarlas...
—Tú tienes hermanas, Louis.
—Tengo hermanas, pero no me dan muchos quebraderos de cabeza, aparte de que tenga que zurrar a alguna de vez en cuando sólo para enseñarles que el sitio adecuado para una mujer es la casa —replicó Louis.
—Tú quieres a tus hermanas, y no te gustaría que una de ellas se metiera en líos...
—Vamos, Sally, no me pongas nervioso —dijo Louis—. No me saques de quicio. Si un fulano se pusiera impertinente alguna vez con una hermana mía, no quiero ni pensar en lo que podría ocurrir. No soy un matón, y quizá no me ocupe de mi familia tanto como me gustaría, pero ajustaría inmediatamente las cuentas a la que hiciese algo que no debiera. Y en cuanto al tipejo... no me pongas nervioso, Sally. No quiero ir a casa y vapulear a una de ellas sólo porque me has drogado hasta las cejas, además de darme este matarratas que estoy bebiendo.
—Yo también tengo una hermana —dijo Sally—. Quizá me haya vuelto un poco insensible, pero no me gustaría que mi hermana siguiera el mismo camino que yo.
—A tu modo, eres buena chica, Sally —contestó Louis—. Cuéntame tu historia, pero, por amor de Dios, hazlo rápido. Hay una partida de dados en el club y esta noche tengo ganas de tirarlos.
—¿Me prometes que no se lo contarás a nadie?
—¡Vale! ¡Vale! —dijo Louis, en tono afable—. Si ignoraras que jamás le cuento nada a nadie, no me habrías invitado a venir, ¿no es así? ¡Habla! Acaba pronto.
—Por aquí nadie sabe mi nombre —dijo Sally—. Pero me llamo Browne, y mi padre era abogado en Holmesville, en las afueras de Boston. Después de que él muriese, cuando yo tenía dieciséis años, mi madre no vivió mucho tiempo. Entonces mi hermana tenia tres, y ahora tiene dieciséis.
—¡Por amor de Dios! —exclamó Louis—. ¿Sólo tienes veintinueve, Sally?
—Me siento como si tuviera sesenta, Louis; supongo que así es como está mi cuerpo y, al fin y al cabo, ésa es la única manera de contar la edad.
—No pareces tan vieja, Sally, aunque desde luego ya no tienes aspecto de ser una pollita. Pero termina pronto, Sally. Anda, desembucha.
—Bueno, no voy a aburrirte con una historia larga, Louis; nos fuimos a vivir con una tía, que me dejó salir de excursión con un hombre, dueño de una fábrica de zapatos de allí. Un día me convenció para que tomara un trago. Me empezó a dar vueltas la cabeza y no quise tomar otro. Pero insistió en que bebiera, y lo hice.
»Es una vieja historia y parece tonto contarla de este modo, como si me hubiera pasado de manera tan simple. Pero así fue.
»Algunas chicas pierden la virtud por collares de perlas, brazaletes de diamantes o yates. Pero la mayoría, no. El siguiente hombre con el que me lié era más joven y atractivo, quedé embarazada y me fui de casa.
»Algunas de las chicas modernas que oigo hablar por ahí parecen saber más, ya sea porque leen folletos sobre el control de natalidad o porque escuchan buenos consejos. Sin ir más lejos, el otro día oí en la calle a una chica de unos trece años que hablaba de Florence Cohen. Florence se quedó encinta y esa chica dijo: “¡No tenéis que preocuparos por mí! ¡Yo soy más lista!”
»En cualquier caso, no voy a aburrirte con la historia de cómo un médico me inició en la droga, y cómo me relacioné con chinos. Pero, en una ocasión, Lum Yee me hizo un favor llevándome con él. Y por eso es por lo que, si te tomas la molestia, verás que ahora mismo hay en su tumba un cerdo recién asado; si hay algo de cierto en la idea de que el espíritu de un chino puede tener hambre, no será el suyo.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Louis—. Ni siquiera es interesante.
—Pues —contestó Sally—, quizá no sea interesante, pero no quiero que le ocurra nada parecido a mi hermana Betty. Y me han informado de que el mismo viejo verde, que ahora tiene cincuenta y seis años en vez de cuarenta y tres, fue ayer a casa de mi tía.
—Tendrás alguna forma de saberlo —dijo Louis—. Un buen método.
—Es un sistema sencillo —replicó Sally—, cuando lo conoces. Al otro lado de la calle hay una lavandería, y la dirige John Chang, un viejo amigo mío. Durante años, John me ha prestado un servicio de vigilancia.
—Bueno, ¿y qué tengo yo que ver en todo eso? —preguntó Louis—. ¿Qué quieres que haga? ¿Escribir una carta a ese viejo verde, o enviarle un telegrama?
—Yo creía que podrías pensar en una forma de ayudarme —dijo Sally con amarga sonrisa—. Hoy es martes. Según recuerdo, el domingo por la tarde es su momento preferido para llevar a una chica bonita a dar una vuelta por el campo. Pensaba que podrías hacer un viaje a Boston y persuadir al viejo George para que dejara en paz a mi hermana Betty.
—Bueno —admitió Louis—, eres una chica demasiado buena como para que te moleste un viejo chivo. Caliéntame una bolita, Sally. Me parece que me vendría bien un poco de opio.
—¿Te apetecerían unas judías guisadas, Italy? —le preguntó al día siguiente Louis a Big Italy.
—¿Judías guisadas? —repitió Big Italy con su voz baja e indiferente, mientras posaba suavemente sus extraños ojos claros en Louis y fumaba un cigarro que era demasiado grande para su rostro.
—Tengo que hacer un recado en Boston —explicó Louis—. Voy a susurrar un consejo a un individuo que_ no tiene las manos limpias.
—¿Cuándo nos vamos, Louis? —preguntó Big Italy.
—Tendremos que ponernos sombrero de copa para ir a Boston —dijo Louis—. Cuello duro y nada de gorras.
En la cara de Big Italy se produjo un efecto apaciguador, que era su concesión más próxima a la sonrisa.
—Toma un trago, Louis —dijo. Y ambos bebieron.
El más que maduro George Westmoreland siempre había tenido predilección por las muchachas bonitas. Tenía dos hijas guapas, la señora de Jimmie Van Ness y miss Winnie Westmoreland, cuyas fotografías, en traje de baño en Palm Beach o en pantalones de montar en Pinehurst, o en ropa de golf en cualquier otra parte, realzaban a menudo las secciones de huecograbado de los periódicos dominicales. Y también tenía dos hijos, George y Thomas.
La señora Westmoreland conocía los amoríos de su viejo George, pero ¿qué podía hacer ella al respecto? Poseía todo lo que quería. Y era un marido muy agradable para una casa grande, salvo cuando se le estropeaba algún idilio y el viejo George decidía saturarse de alcohol durante unos días para olvidarlo. Era un tipo atractivo, con el pelo rojo y rizado que no mostraba ni una cana a un observador ocasional. Su figura, aún presentable, resultaba de buen ver en esmoquin o con pantalones de montar. Y tenía mucho dinero, millones.
George se sentía en excelente estado de ánimo cuando aquel domingo salió después del almuerzo familiar, que era una de las muchas desagradables modalidades con las que los Westmoreland celebraban los días de fiesta.
El sol brillaba sobre los árboles y la hierba. No hacia ni calor ni frío. Era un espléndido día de septiembre. George se sentía satisfecho de la vida. Que su mujer y el resto de la familia desperdiciaran en casa el resto del día como más les gustara. El viejo George conocía el secreto para pasar un rato agradable.
Su traje gris, de mezclilla, no tenía exactamente un corte juvenil, pero sin duda no le daba aspecto de ser más viejo de lo que era en realidad. El traje y el alegre corbatín, verde y rosa pálido, cuadraban más con su estado de ánimo que con su edad.
Se sentía joven, tierno y lleno de brío cuando paró el motor, que marchaba con suavidad, frente a la encantadora casita que albergaba a Betty Browne. Sus moteados ojos grises brillaron al pensar en ella. Era incluso más bonita que su hermana mayor. A propósito, ¿qué diablos había sido de ella? Una leve sombra de inquietud le cruzó la frente, haciéndole enarcar las cejas durante un momento.
Pero un instante después subía airosamente el camino, con los hombros bien echados hacia atrás; era un hombre con buen tipo desde el sombrero jipijapa, ostensiblemente caro, pasando por la margarita del ojal, hasta el reluciente cuero de sus zapatos marrones, hechos a mano.
La tía de Betty era una de esas viejas damas, débilmente dulces y de cara pastosa, que no entienden que alguien que va a la iglesia todos los domingos por la mañana, da limosnas generosas y tiene una familia agradable y montones de dinero, pueda ser malo.
Había oído extrañas historias acerca del viejo George, pero las achacaba al deseo de otras personas menos afortunadas de arrojar cieno sobre los que Dios había escogido para que recibieran favores especiales. Pensaba que el llevar a Betty de excursión al campo era algo realmente encantador por su parte. Cuando salió a la puerta con su vestido negro de algodón, y vio que no había chófer en el automóvil, pensó que George era todo un demócrata al conducir su propio coche. Y muy precavido, también.
Betty era una muchachita atractiva, de cabellos castaño oscuro y grandes ojos azules bajo un pequeño sombrero de fieltro. Llevaba un traje sastre de color azul que había comprado por 18 dólares en un saldo y que estaba ansiando lucir, y un par de medias muy finas. Por ellas pagó un dólar y 95 centavos.
Si hubiera bajado por el camino de ladrillos desiguales y atravesado el portón de la cerca de estacas puntiagudas, y un muchacho que tuviera más o menos su misma edad la hubiera ayudado a subir a un automóvil viejo, habría tenido un aspecto encantador. Pero parecía digna de lástima al hacer el mismo recorrido para subir a un resplandeciente conjunto de metal y cuero que costaba 17.000 dólares. No encajaba, salvo a los ojos miopes de su tía y a la mirada calculadora del viejo George.
George la ayudó a subir al coche con enorme galantería, quitándose el sombrero jipijapa con elegancia jovial para saludar a la tía. Y se marcharon, con el motor de importación poco más ruidoso que el ronroneo de un gatito.
Viajaron durante tres o cuatro horas.
—No sabes lo bonita que eres, niña —dijo el viejo George.
—¡Oh, mister Westmoreland!
—Cuando estemos solos, niña, puedes llamarme George. Nunca he conocido una chiquilla a la que admirase más. Conozco a un artista de la ciudad con quien ya he hablado para que te haga un retrato. Eres la muchacha más bonita que haya visto jamás, y una chica guapa es la obra más maravillosa de Dios.
—¡Oh, mister Westmoreland! Es excesivo que me diga esas cosas.
—Por favor, niña, llámame George. Eres la clase de chica con la que siempre he soñado tener buena amistad.
—Pero, mister Westmoreland...
—Sí, ya sé que piensas que soy mucho mayor que tú, cariño. Pero mi capacidad para apreciar la belleza no ha envejecido. Y si soy maduro, sé que hay que valorar la belleza sin desperdiciarla. Quiero ser amigo tuyo y de tu querida tía. Bueno, los jóvenes de hoy llaman a sus padres por el nombre de pila. Si me llamas George, no será más que una prueba de que somos amigos. ¿No vas a llamarme George?
—Lo haré, si eso le hace sentirse más feliz... George.
—Eso está mejor, cariño —dijo amablemente George, dejando caer una mano paternal, enfundada en piel de cerdo, sobre una rodilla cubierta de seda fina.
Poco después de oscurecer, se alejó de la carretera principal metiendo el coche por un caminito, evidentemente poco transitado, entre unos árboles. En la pista que acababan de abandonar, pasaban coches en las dos direcciones con faros inquisitivos, como monstruos de otro mundo.
Betty estaba vagamente alarmada. Sentía un tremendo respeto, temor y admiración por George. Para ella era una especie de semidiós. Lo consideraba como a un padre. Representaba todo lo próspero, brillante y maravilloso de la vida. Sus palabras y sus actos resultaban un tanto desconcertantes. Sin embargo, no era capaz de explicarse las razones de su interés hacia ella.
Quizá se lo habría explicado si hubiese tenido mucha más experiencia. Efectivamente, lo podría haber comprendido si hubiera escuchado a su conciencia. Pero rehusó percatarse de la realidad de la situación, o le cegó el deslumbrante brillo de los millones de George y su impresionante automóvil, sus modales elegantes y sus ropas confeccionadas en Londres. ¿Para qué ha venido aquí, George? —preguntó Betty cuando el coche se detuvo.
—No he hecho más que salir un momento de la carretera porque acabo de darme cuenta de que nos hemos olvidado de merendar —dijo el maduro galán, en tono afable—. Tengo algo de comer por alguna parte. Y pensé que éste era un sitio más acogedor. ¿No crees?
—¿No te parece hermosa la luna, detrás de esos árboles? —dijo Betty.
El viejo George sacó una cesta de merienda, un termo reluciente y un par de vasos.
—Primero —dijo—, haremos un brindis por nuestra maravillosa amistad.
—No —dijo Betty—. Si eso es whisky no puedo beberlo. Le prometí a mi tía que no lo bebería nunca.
—Vamos, Betty —arguyó el viejo George—, sabes que tu tía te ha confiado a mí, y que yo nunca te pediría algo que no fuera correcto. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí... —contestó Betty, en tono de duda—. Pero sé que no está bien que beba whisky, y me parece que no debería pedirme que lo hiciera.
—Esto no es whisky —dijo el viejo George, en tono sincero—. Es un aperitivo que he preparado yo mismo para ti y para mí. Es suave y dulce, y estoy seguro de que te gustará. Y te doy mi palabra de que no puede hacerte daño. Vamos, Betty, no estropees este día perfecto con un capricho infantil. ¡Pero si hasta un niño podría beberlo! No es más fuerte que leche fresca de vaca. Vamos, Betty. Hazlo por mí.
Betty estaba alargando la mano para coger el vaso, cuando Louis Beretti dijo:
—Calma. Tranquila. No te pongas nerviosa.
Louis puso una manaza sobre la boca de Betty mientras hablaba y Big Italy hundió un dedo en el costado de George, por debajo del hombro.
—Arriba las manos —dijo Big Italy—. Y manténlas en alto.
Entonces, ya fuera porque George pensase que Louis y Big Italy tenían sus mismas intenciones con respecto a aquel bocado de fresca feminidad —y, por supuesto, eso sería demasiado horrible para expresarlo en palabras—, o que se diera cuenta de que Big Italy lo presionaba en el costado con un dedo en vez de hacerlo con el cañón de un revólver, o que actuara con auténtica temeridad y valor, lo cierto es que sacó un revólver de una funda lateral del coche.