13
Louis Beretti, con traje azul, corbata
negra, sombrero gris de fieltro, zapatos negros recién
abrillantados y bien afeitado, pasó por su bar y encontró allí a
Hank y Eddie Briggs.
Ambos quedaron profundamente impresionados
por el atuendo de Louis. Hank se frotó los ojos, y exclamó:
—¡Ya estoy viendo cosas otra vez!
Louis hizo un movimiento desdeñoso con su
manaza derecha, cuyas uñas, según se apreciaba de inmediato, habían
pasado por la manicura, y sonrió afablemente.
—Todo el mundo tiene derecho a casarse una
vez en la vida, ¿no? Quiero tener una mujer y me imagino que ésa es
la única forma de conseguirla como es debido. ¿Qué os parece?
—preguntó, sacando una fotografía del bolsillo interior de la
chaqueta.
Eddie y Hank juntaron las cabezas y vieron
una fotografía, más bien mediocre, de una muchacha bastante bonita
en traje de baño. Era robusta y de formas atractivas, y la bondad
le brillaba en el rostro.
—Es un bombón —dijo Hank.
—Está bien —comentó Eddie—. Toma otra
copa.
—Al menos, no es bizca —dijo Louis—, y no es
de esas que pendonean por ahí. Trabaja en el restaurante de
Liebermann. Es cajera. Tiene mucho sentido común.
—Parece irlandesa —dijo Eddie—. ¿Cómo se
llama?
—Es irlandesa —admitió Louis—. Se llama
Margaret Lynch y su padre es bombero. Todos los miembros de su
familia son buenos católicos, y ella también.
—¿Cuándo te casas, Louis? —le preguntó
Eddie.
—Calculo que dentro de un mes —contestó
Louis—. Ella quiere casarse y tener una casa propia, igual que yo.
Este no es un idilio sentimental; es un asunto de provecho.
—Toma un trago —le propuso Eddie.
—Muchachos, yo pago una ronda, y luego tengo
que marcharme. Maggie y yo vamos al cine esta noche.
Tomaron la copa, Louis se marchó y subió a
su sedán nuevo. Se sintió muy satisfecho al instalarse detrás del
volante y dar el contacto. Iba en camino de convertirse en un
próspero hombre de negocios. El coche se puso en movimiento y,
antes de doblar la esquina, tuvo tiempo de saludar con la mano a un
policía.
Dos manzanas más allá, pasó por su
parroquia. Se quitó el sombrero. El padre McCann estaba de pie a la
puerta de la iglesia. Louis lo saludó, y el padre McCann le
devolvió el saludo. El padre McCann sabía qué partido había
adoptado Louis, que sin lugar a dudas era el de la Iglesia y el de
la renuncia a participar en cualquier delito contra la propiedad.
Louis se consideraba enteramente satisfecho con su trabajo como
buen contrabandista de bebidas. Louis jamás habría pensado en matar
a nadie de quien pensara que muerto estaría mucho mejor, y ahora no
tenía intención de matar a nadie. El padre McCann le comprendía, y
Louis entendía al padre McCann.
Eran amigos y charlaban con frecuencia. El
padre McCann tenía mucho interés en Louis, debido a que mamá y papá
Beretti se contaban entre sus más sólidos y devotos feligreses.
Toda la familia Beretti, con la excepción de Louis, habían sido
siempre ciudadanos y cristianos ejemplares. Pero el padre McCann
tenía la sensación de que Louis, el descarriado de la familia, era
más interesante que los demás.
En una crisis puramente espiritual, los
miembros de la familia Beretti se habrían dirigido a mamá Beretti,
y mamá los habría mandado al padre McCann. Pero el padre McCann
sabía que, en una situación puramente objetiva, Louis sería el
único a quienes todos se dirigirían. En Louis había algo
extraordinariamente sólido y seguro. Bastaba mirarlo para
comprender que respondería en caso de apuro. Aunque no se conociera
nada de su historia, nadie tomaría a Louis por una de tantas
criaturas débiles.
Si se conocía a Louis, y se sabía de las
palizas de la policía que había soportado sin una queja, del hábito
de la droga al que había escapado y de los revólveres, navajas,
puños, mesas y botellas volantes a los que se había enfrentado no
sólo con valor, sino también con habilidad y energía, uno se
convencía de inmediato de que era un ciudadano destacado en su
peligroso mundo.
Todo el que le conocía lo trataba con el
respeto debido a la persona que sabe abrirse camino en un ambiente
hostil. Los policías eran amables con él, los sacerdotes lo
saludaban cordialmente, los jueces paraban en su local para pasar
un rato, y gustaba a médicos y abogados.
Si alguna vez le decía a alguien que haría
cierta cosa en fecha determinada, lo cumplía. Si le debía dinero a
alguien, se lo pagaba. Si alguien que le cayera bien quería alguna
cosa que estuviera al alcance de su mano, Louis la hacía. Si Louis
sabía algo desagradable de alguien, esa persona podía estar segura
de que, aparte de él, nadie más lo sabría. Si alguien le causaba
algún perjuicio a Louis, debía andarse con sumo cuidado.
Kid Quick dijo una vez acerca de él:
—Todo el mundo procura complacer a Big Italy
porque es el jefe, pero observarás que el propio Big Italy siempre
se muestra muy amable con Louis Beretti.
Mientras conducía hacia la parte alta de la
ciudad, en dirección al piso en que Margaret vivía con su familia,
sus pensamientos no giraban en torno a las bandas ni a nada
relacionado con ellas. Se centraban enteramente en las
posibilidades de tener un hijo.
Margaret era una buena chica. No era una
pindonga. Desde que terminó el bachillerato, trabajaba de cajera en
un restaurante. Sabía cocinar y coser. Para ser irlandesa era buena
cocinera, y con un poco de adiestramiento captaría los secretos de
los espaguetis, los raviolis y otros manjares por el estilo. Era de
esa clase de mujeres que se quedan en casa y dejan que el marido
salga por la noche. Louis no pensaba en dormir fuera de casa, pero
si alguna vez había que hacerlo, le reconfortaba pensar que sería
él, y no Margaret, quien lo hiciese.
Louis la conoció en una fiesta, en Coney
Island, y reparó en ella principalmente porque no bebía. Estaba con
un individuo alto y pelirrojo, a quien Louis no conocía pero que
respondía al nombre de Mike.
Antes de que acabara la tarde, Louis supo
por qué Margaret no bebía: había prometido a su padre y a su madre
que no probaría el alcohol hasta después de casarse. Y también
averiguó que Mike era su hermano.
—Me ha traído únicamente porque se ha
peleado con la chica con la que sale y no quería venir con nadie
más —le explicó ella.
—¿Puedo ir a verte alguna noche a tu casa,
Margaret? —le preguntó Louis.
—Desde luego —contestó ella—. Me agradará
que vengas.
—Entonces, mañana por la noche —dijo
Louis.
—Muy bien —repuso Margaret.
Después de ir juntos al teatro por primera
vez, cuando volvían a casa, Louis trató de besar a Margaret en el
taxi. Ella lo apartó con calma, y dijo:
—Jamás me han besado cuando yo no lo
deseaba, Louis, y nunca me ha interesado un individuo que me besara
contra mi voluntad. No besaré a un hombre hasta que esté
comprometida con él.
—Un beso no hace daño a nadie.
—Sé que a la mayoría de las chicas les
divierte el besuqueo, y luego se casan igualmente. Pero yo no sé.
Me parece que ésa no es manera.
Louis la besó de todos modos, pero igual
podría haber besado un bloque de hielo. Ella se quedó sentada como
una piedra, con la vista al frente. Y cuando Louis se detuvo,
desconcertado, le dijo:
—Es una pena que hayas hecho eso, porque me
gustabas.
—Bueno —repuso Louis—, creí que estábamos
comprometidos y que todo era correcto.
Louis creyó notar que Margaret se suavizaba
un poco. En cualquier caso, le lanzó una rápida mirada y
dijo:
—Me parece que das muchas cosas por
sentadas.
—Me he fiado de tu palabra —le contestó
Louis—. Has dicho que no besarías a nadie hasta no estar
comprometida, y yo he tratado de averiguar si estabas comprometida
conmigo.
—Ese es un tema serio —dijo Margaret—. Y no
hay que tomárselo a broma.
—Ya veremos quién es el que bromea —replicó
Louis, descubriendo de pronto que, si realmente quería casarse y
tener hijos, estaría más seguro de esta chica que del resto de las
que conocía, aparte de que le gustaría vivir con ella.
Nunca había pensado en ninguna chica en
especial, pero se dio cuenta, con bastante sorpresa, de que
contemplaba el matrimonio con
una chica que no era italiana. Tuvo una leve
sensación de disgusto al pensar que a su madre, que por fin tenía
que guardar cama, no le gustaría mucho que hubiera elegido una
esposa de otra nacionalidad.
Mamá Beretti pensaba que todo lo bueno era
italiano. Si alguien le hubiera dicho que Cristo era judío, ella se
habría sorprendido y molestado. Su idea de Cristo y de la Virgen
María se basaba en la producción de los artistas italianos, que
empleaban modelos italianos. Era buena cristiana, pero siguiendo
unas pautas nacionalistas.
Louis sabía que ella jamás se imaginaría que
uno de sus hijos pudiera casarse con alguien que no fuese de su
raza.
«Pero no protestará mucho —pensó Louis—,
porque en el fondo estará contenta de que me case.»
—Bueno, ¿estamos comprometidos? —le espetó
Louis a Margaret, preguntándose en el fondo de su ser si realmente
estaba convencido de lo que acababa de decir.
Difícilmente podía creer que fuesen sus
propias palabras. No parecían suyas. Pero no podía conocer el
procedimiento de pedir a una chica que se casara con él. No lo
había hecho nunca.
En el teatro había visto algunas
proposiciones galantes de matrimonio y había leído unas cuantas en
algunos libros, pero una de las formas más comunes de casarse, por
lo que él sabía, era que un hombre despeinase a una chica porque no
pudiera evitarlo, y en medio del desmelenamiento la chica
dijese:
—¿Cuándo vamos a casarnos?
Y si el chico quería a la chica hasta ese
punto, se casaba con ella. Un muchacho tenía que casarse alguna
vez. Estaba escrito. Para la mayoría de los hombres, el tener mujer
e hijos en la vida adulta era tan indispensable como el sarampión y
las paperas lo habían sido para los niños de su generación.
Las chicas a las que Louis frecuentaba no
eran de las que albergan muchas esperanzas de casarse. Alguna
atrapaba marido de vez en cuando, pero en su mayoría formaban parte
de esa variedad a la que se les convencía fácilmente de jóvenes, y
que consideraban más sencillo seguir convenciéndose a medida que
iban envejeciendo.
—No puedo creer que hables en serio, Louis
—dijo Margaret—. Nos vemos desde hace muy poco; tú no me conoces
muy bien, ni yo a ti tampoco. Supongo que todas las chicas quieren
casarse alguna vez, y yo no soy diferente de las demás. Pero nunca
pensé que quisieras casarte conmigo.
A decir verdad, Margaret había soñado con un
galanteo completamente diferente. Era una devota del cine y leía
muchas novelas, y aunque jamás se había formado una idea precisa de
su propio noviazgo, esta idea sugería, desde luego, un hombre muy
fino que se entregaba a ella como un esclavo amoroso que demostraba
maestría en este quehacer y que la cortejaba en algún sitio bañado
por la luz de la luna, con música en la lejanía.
Su alma ansiaba una amplia exaltación que
Louis Beretti no parecía prometer; sin embargo, Louis era un hombre
robusto como un roble, poseía un buen negocio de bebidas, el bar
antiguo y un local con comedor en la parte media de la ciudad, y
todo indicaba que iba a tener más.
Estaba cansada de trabajar en el
restaurante. Tenía más ganas de casarse de lo que jamás se había
figurado. De hecho, aunque nunca lo admitió, le habría gustado un
poco de besuqueo, como hacían las demás chicas. Las enseñanzas y la
vigilancia de su padre, de su madre y de sus hermanos, y sus
habituales visitas a la iglesia y al confesionario la habían
llevado, sin embargo, a un hábito de recta conducta de la que
escapar le hubiera resultado tan imposible como al río Colorado
saltar los muros de contención del Gran Cañón.
A los dieciséis años, quizá hubiera tenido
el idilio de su vida con John McGill, un escocés pelirrojo de
veinte años cuyo padre lo había metido a pizarrero y techador,
según parecía exteriormente, pero que en realidad era la
reencarnación de un trovador de la Edad Media, si tal fenómeno
fuese posible.
John solía plantarse delante de su casa,
tocando un ukelele y cantando, hasta que lo echaban de allí.
Margaret sabía que tocaba y cantaba para ella. Una noche subió por
la escalera de incendios para hablar con ella a través de la
ventana, y la vieja McGeoghan, la inquilina del piso de abajo, sacó
la cabeza por la ventana y llamó a gritos a la policía.
Le contaba maravillosas historias de
aventuras, y varias veces la llevó a remar al lago de Central Park
y una vez al Bronx Park. Pero incluso a su edad, ella comprendía
que aquello era imposibles
A él no le gustaba trabajar, y no lo
ocultaba. Su padre tenía un negocio próspero, y continuamente
luchaba con John para lograr que prestara alguna atención a su
trabajo de pizarrero y techador. Pero a John le gustaba tocar el
ukelele, jugar al billar en el Salón Carneo, contar historias y
beber.
Curiosamente, aunque era alto y guapo
y
sabía congraciarse con todas las damas que
estuvieran entre la cuna y la silla de ruedas, sus galanteos
poseían una vena extraña y no se inclinaba al amor físico.
Cuando Margaret le dijo a Louis que jamás la
habían besado en el momento en que ella lo deseaba, faltó hasta
cierto punto a la verdad. La última vez que fue a remar con John,
él la besó. Ella no le devolvió el beso, lo que quizá le diera
derecho a adoptar la postura de que no lo deseaba.
A decir verdad, experimentó una sensación de
rapto. Se encontró gloriosamente aturdida, y al propio tiempo
sintió un hormigueo por todo el cuerpo, de la cabeza a los pies.
Después, tomaron el metro y volvieron a casa en forma perfectamente
decorosa por lo que a ella concernía, pero con una dicha y unos
ánimos manifiestos por parte de John.
Cuando él la besó, sus sentimientos fueron
tan exquisitamente extraños que Margaret pensó que en algún punto
de la operación debía haber pecado, aunque ella no lo hubiera
ayudado ni incitado. Así que, aquella noche, tras rezar sus
oraciones y meterse en la cama, meditó seriamente durante un buen
rato y llegó a la conclusión de que John McGill era un escocés
atolondrado y para colmo protestante, y aunque ella obtuviese un
cierto placer temporal en sus relaciones con él, si proseguía la
aventura no podía resultar de ella sino la más negra
desesperación.
Después de aquello, se mostró fría con John.
Él le envió uno o dos poemas. Y luego le mandó una carta y algunos
dulces. Ella se mostró complaciente pero distante. Se habría
sentido desgraciada de no ser por la satisfactoria emoción del
martirio que sufría por una causa justa. El aspecto religioso le
daba oportunidad de relacionarse con Dios y con su
conciencia.
Pero era probable que jamás borrase por
completo de su mente la imagen de John McGill, alto, flaco y
pelirrojo, abandonando el negocio de la pizarra y el techado para
inclinarse alegremente sobre el chasquido de las bolas de billar,
para ingerir chispeantes bebidas alcohólicas, o para deslizarse con
una canoa en la superficie de plácidas aguas, pellizcando las
cuerdas de su ukelele y cantando con su profunda voz de barítono a
otra muchacha.
John McGill era un chico maravilloso, pero
ella tenía la intuición femenina de que jamás maduraría. Tenía
deseos de cuidarlo, pero el instinto, si no la inteligencia, le
decía que convertir un marido en sustituto de un hijo no sería una
ventaja permanente. Con todo, siempre sentía un vacío al pensar en
su pelirrojo pizarrero y techador.
Louis Beretti era completamente distinto. Lo
miró, sentado a su lado en el taxi. No era muy alto, pero sí fuerte
y de anchos hombros. Las cicatrices de su rostro no lograban
despojarlo de su atractivo.
Tenía un aire brusco y directo, y ella no
necesitaba que le dijeran que el galanteo no entraba en su línea de
conducta. Vagamente, sabía que era una autoridad en su barrio y que
hasta los pistoleros recibían órdenes de él, pero había oído que
era honrado con los demás y, por otra parte, era un hombre que
estaba montando un gran negocio. Su padre le había dicho que era un
buen partido. Margaret no tenía escrúpulos acerca de la naturaleza
de su negocio. Todo el mundo bebía, y alguien tenía que vender el
alcohol.
Entretanto, Louis pensaba en lo estúpido que
había sido al preguntar si estaban comprometidos. Eso no era propio
de él. Se sentía molesto consigo mismo. Lo que quería era casarse
con una mujer buena y sana, una chica que fuese buena católica y no
callejeara. Ahí la tenía. ¿Para qué andarse con rodeos?
Rodeó la cintura de ella con su grueso brazo
y la atrajo hacia él.
—Vamos a casarnos, Margaret —dijo—. ¿Qué
sentido tiene bromear sobre ello?