19

 

Cuando se aproximaban a la calle Cuarenta y Seis Oeste, donde la empresa inmobiliaria de Boonton and Browne ocupaba todo un edificio de cinco plantas al final de la Quinta Avenida, Bill sugirió:
—Conozco una tasca muy buena en la calle Cuarenta y Cinco, justo a la vuelta de la esquina del sitio a donde tengo que ir. ¿Por qué no vamos? Nos tomaríamos un lingotazo y podrías esperarme allí.
—De acuerdo —contestó Louis.
Bill entró primero en un restaurante de la planta baja, cruzó una cocina en la parte trasera y bajó unas escaleras que llevaban a un bar grande, con tres sudorosos mozos de bar que trabajaban a destajo para atender las sedientas exigencias de treinta o cuarenta clientes que había ante el mostrador y a otros clientes sentados en un comedor del sótano.
—El bar de Angelo —dijo Louis, echando en torno una mirada apreciativa—. Había oído hablar de él, pero no había venido nunca.
Un hombre corpulento, de cara colorada y de unos cincuenta años, con un pelo ceniciento que se le encrespaba en un copete sobre la frente baja y angosta, preguntó:
—¿Cómo se encuentra hoy, míster O’Brien?
—Muy bien, Angelo. ¿Cómo estás tú? Te presento a mi amigo, míster Beretti, que trabaja en lo mismo que yo. Míster Angelo, éste es míster Beretti.
—¿De qué se ocupa, míster O’Brien? —preguntó Angelo—. Supongo que de un asesinato o de un divorcio.
—Esta vez no, Angelo —contestó Bill—. Trabajo en Westchester, en el secuestro del hijo de Boonton, pero ahora he venido a ver al padre del chico.
—Es una cosa muy triste —dijo Angelo—. Conozco a míster Boonton. Es propietario del edificio en el que yo tenía mi restaurante antes de la Ley Seca.
Tomaron una copa de coñac, que pagó Louis.
—Tienes que irte, Bill —dijo Louis—. O llegarás tarde.
—Tomaremos otra —le corrigió Bill—, Y después me largaré.
Louis y Bill tomaron otra copa, pero Angelo levantó una mano en señal de protesta.
—Si hiciera eso durante todo el día, estaría muerto a la hora de cerrar —afirmó.
—Por eso yo siempre estoy muerto a la hora de cerrar —reconoció Louis—. Jamás he tenido sentido común.
—Hasta luego —dijo Bill O’Brien—. Os veré dentro de una hora, a más tardar.
—¿Qué clase de tipo es ese Boonton? —le preguntó Louis a Angelo.
—Es un aristócrata —contestó Angelo—, y muy honrado en asuntos de negocios.
—El que le birló al chico, ¿no podría ser alguien que le guardara rencor por algún asunto de negocios? —preguntó Louis.
—Nunca he visto a nadie enfadarse con míster Boonton —contestó Angelo, y añadió—: Espere un momento. Sí, un hombre... el limpiabotas que tenia un tenderete frente a mi restaurante.
»Todo el mundo le llamaba John, aunque su nombre es Giuseppe Vesalli. Giuseppe regentaba el puesto de limpiabotas y trabajaba de portero en mi restaurante. Después de la Ley Seca trabajaba de conserje y administraba su puesto de limpiabotas. Pero una cadena de almacenes abrió un local donde estaba mi restaurante y sus directores pensaron que no estaba bien que Giuseppe tuviera su puesto de limpiabotas junto a la puerta, y además querían un conserje que estuviera más al día que él. Así que Giuseppe perdió su puesto.
»Se enfadó mucho. Solía limpiarle los zapatos a míster Boonton y habló del asunto con él. Pero míster Boonton le dijo que no podía hacer nada, salvo decir a su administrador que le buscara a Giuseppe el trabajo de atender las calderas en otro edificio de la vecindad. Pero Giuseppe quería su puesto de limpiabotas. Mister Boonton lo lamentó, pero no pudo hacer nada y cuando Giuseppe se puso nervioso y empezó a hablar en italiano, él dejó de verlo.
»Giuseppe había tenido el puesto de limpiabotas durante diez años, y no le gustó perderlo porque con él se sentía como patrono y no como empleado. Tenía dos sillas y hacía buen negocio, sobre todo con clientes de mi restaurante.
»Después de que míster Boonton se negara a verlo, Giuseppe empezó a beber y a emborracharse, y cuando se embriagaba solía decir que mataría a míster Boonton, que era propietario de muchos edificios y podría haberle dado un puestecito de limpiabotas con sólo quererlo.
»Pero eso ocurrió hace un año, y desde entonces no he vuelto a ver a Giuseppe. Desapareció del barrio. No creo que míster Boonton se diera cuenta de lo enfadado que Giuseppe estaba con él, porque míster Boonton, por supuesto, es un hombre razonable y no podría entender por qué un hombre tan insensato como Giuseppe Vesalli podía culparlo de algo con lo que él no tenia nada que ver.
»Personalmente, creo que míster Boonton se olvidó por completo de Giuseppe Vesalli cinco minutos después de decir al personal de su oficina que no permitiera que Giuseppe
pasara a verlo. Pero me parece que Giuseppe Vesalli no ha olvidado a míster Boonton, a quien considera responsable de que le quitaran su amado puesto de limpiabotas.
—¿Le ha dicho usted a Boonton algo de Giuseppe? —preguntó Louis.
—Ah, no —dijo Angelo, extendiendo los brazos con las palmas de las manos boca abajo al tiempo que levantaba sus voluminosos hombros e incluso la arrugada piel de su angosta frente en un expresivo encogimiento de hombros—. Comprenda usted que no es asunto mío, y sólo me he acordado de Giuseppe el limpiabotas porque usted me ha preguntado si míster Boonton tenía algún enemigo. Por lo que yo sé, Giuseppe puede estar limpiando zapatos en cualquier otro puesto. Pero resulta interesante hacer un comentario en confianza.
—Por supuesto, Angelo —dijo Louis, consciente de que Angelo sabía un montón de hechos y de cosas curiosas.
En realidad, Louis comprendió que, de no haber sido por su reputación de andar relacionado con asuntos más bien sospechosos y de su consabida discreción, Angelo no habría charlado con él acerca del limpiabotas desaparecido. El hablar de esas cosas no es saludable en ciertos círculos sociales de Nueva York, italianos algunos de ellos.
—Tomemos otro coñac —propuso Louis.
—Está bien, míster Beretti —aceptó Angelo—, aunque por regla general no suelo beber coñac en horas de trabajo.
Louis y Angelo bebían coñac y hablaban de los precios de las bebidas alcohólicas y de los procedimientos por los cuales un litro de whisky podía convertirse en tres, cuando volvió Bill O’Brien.
—¡Caray! —exclamó Bill—. Ese pájaro, Boonton, está muy afectado, y no se lo reprocho. Creo que le he sacado una buena historia, aunque ya lo hayan entrevistado antes. Poseo nuevos datos sobre el secuestro. Pero no tengo ningún indicio. Vamos a tomar una copa.
—La primera del día con esta mano —dijo un momento después, alzando el vaso y haciendo una reverencia a Louis y a Angelo, a su manera acostumbrada, precisa y exagerada.
—¿Qué tenía que decir ese Benton, Bill? —le preguntó Louis.
—Pues —contestó O’Brien— me hizo un buen relato de lo que pasó exactamente el día en que secuestraron al chico.
»Boonton estaba aquí, en su despacho de Nueva York. Y la señora Boonton había salido a jugar una partida vespertina de bridge. El mayordomo, un inglés llamado Parkinson, tenía dolor de muelas y se encontraba en su habitación del tercer piso. La señora Smith, el ama de llaves, estaba cosiendo en una especie de cuarto de trabajo del segundo piso, en la parte posterior de la casa. Hay tres doncellas; dentro de la casa, los Boonton no tienen más criados que el mayordomo, y fuera tienen dos chóferes, uno de los cuales conducía a la señora Boonton mientras que el otro se encontraba en Greenwich, Connecticut, haciendo un recado, además de un jardinero y dos ayudantes, que trabajaban por allí, y cuatro hombres en las cuadras.
»La niñera acababa de acostar en su cuna al joven Bill, llamado así en recuerdo de un hermano de la señora Boonton al que mataron en Francia, para que echara la siesta en el cuarto de los niños del segundo piso, situado en el ala sur de la casa, junto a las habitaciones que ocupan los Boonton, y había bajado al comedor de los criados, que está en el ala norte, para tomar un poco de té y chismorrear.
»Todos los criados están de acuerdo en que poco después de las cuatro de la tarde, nada más dormirse el pequeño Bill, Lucius, el perro policía, que era un cachorro cuando Bill nació y que se había convertido en su animal favorito, empezó a ladrar de la manera más atroz.
»Vamos a tomar otra copa —dijo Bill, interrumpiéndose—. Es curioso que nadie sacara antes a relucir lo de los ladridos del perro. Volveré a echar una ojeada a Lucius para escribir mañana un artículo con él como personaje principal. A la mayoría de la gente, salvo a Arthur Brisbane, le gustan los perros. Oye, estoy contento de haber hecho este viaje contigo, Louis.
—Yo también lo he pasado bien —dijo Louis—. Pero será mejor que vuelvas al trabajo.
—Hay tiempo —adujo Bill—. Nos sobra. Es curioso, pero en algún momento entre las cuatro y las cuatro y media, cuando no había nadie de la servidumbre por allí, y mientras Lucius ladraba hasta no poder más, entró alguien, cogió al niño de la cuna y se largó con él.
»Lucius estaba atado en el corral, lejos de las miradas de la casa. McMurtagh, el jefe de los mozos de cuadra, se acercó a él y trató de calmarlo pero Lucius no se tranquilizaba. Tras intentar acariciarlo durante unos minutos y ver que no servía de nada, McMurtagh desató a Lucius, que se fue derecho al
camino vecinal, que arranca de la parte trasera de la casa y se adentra unos quinientos metros en el campo.
»Las únicas señales que había por allí eran arbustos y hierbajos abatidos y pateados, unas huellas de neumáticos donde había aguardado un coche y uno de los calcetines azules que llevaba Bill.
»McMurtagh llegó a aquel sitio, vio a Lucius, que había dejado de ladrar pero que gemía con ansiedad, y descubrió el calcetín azul. Luego volvió corriendo a la casa, entró en la cocina y preguntó si el señorito Bill estaba bien.
»Subieron todos al cuarto de los niños junto con Mary Dowd, la niñera, y se encontraron la cuna vacía y la ventana abierta. Había marcas en el alféizar, como si una persona corpulenta hubiera trepado por allí, y las enredaderas que cubren el muro de ladrillo de la casa estaban desgarradas. Además, la puerta de entrada se encontraba abierta, y pudo ser la vía de escape del secuestrador o secuestradores. En aquel momento del día, la situación se les presentaba magnífica. Boonton piensa que quien lo hizo quizá vigilara la casa durante semanas o meses.
»No era habitual que los dos chóferes y el mayordomo se encontraran ausentes a la vez. Cree que era la primera vez que los tres habían salido al mismo tiempo y que Lucius estaba atado. Lucius es un perro casero, y en esa ocasión lo habían atado porque McMurtagh, a quien no obedecía tan pronto como a su amo o su ama, quería untarlo con una mezcla para quitarle las pulgas y mantenerle la piel en buen estado.
»Bueno, eso es todo lo que se sabe del secuestro. Como sabemos, la policía ha utilizado sabuesos, y los Boonton han contratado a dos o tres agencias de detectives privados, que trabajan a toda presión para encontrar pistas. Pero Lucius es mi historia de mañana, a menos que me encuentre con una novedad absoluta al llegar allí, de lo que dudo. Lucius servirá para una gran crónica especial.
»Tomemos otra copa, y luego regresaremos allí —concluyó Bill.
—Te diré lo que vamos a hacer —dijo Louis, después de que Bill y él se despidieran de Angelo, quien, una vez animado, trató de convencerlos para que le ayudaran a beber champaña—. Regresarás acompañado por Joe Bergman. Tengo otras cosas que hacer, aparte de correr de acá para allá por el país, con un montón de periodistas y emborrachándome porque han raptado a un niño.
—¡Oh, vamos, Louis! —protestó Bill—. Tu negocio funciona solo. Claro que no encontramos la pista que pensabas que descubriríamos en la ciudad, pero le he sacado a Boonton una historia extraordinaria, y por ello te debo un par de copas. He sido muy perezoso para haberlo visto por mi cuenta; de otro modo, quizá nunca habría oído hablar de Lucius.
—¡Qué demonios! —exclamó Louis—. Me he divertido yendo con vosotros por ahí durante un día, pero ya es bastante. Estoy harto. Te llevaré al Cellar Door, y, si no está Joe Bergman, ya habrá otro.
Cuando Louis y Bill O’Brien llegaron al Cellar Door, el taxi preferido de Joe Bergman estaba aparcado frente al edificio.
—¿Llevarlo a Westchester? —repitió Joe Bergman, mirando a Louis con las cejas enarcadas—. ¿Trabaja en el caso del secuestro de Boonton?
—Sí, ¿y qué? —le replicó Louis, con aspereza—. ¿Qué hay de raro en ello? Ayer lo llevé yo, pero hoy tengo otra cosa que hacer y le he dicho que lo llevarías tú. En marcha.
—¡Está bien! ¡De acuerdo! Por supuesto, Louis —asintió Joe Bergman, en tono amistoso—. Conduciremos a Bill O’Brien a donde quiera, pero yo tengo una cita dentro de una hora y debo localizar a uno de los muchachos para que lo lleve. Puede ir en el nuevo turismo.
—No me importa cómo vaya —repuso Louis—, con tal que lo lleves.
—Muy bien —dijo Joe Bergman—. Sube, Bill, vamos al garaje.
—¿Qué diablos pinta Louis en ese asunto? —preguntó Bergman a O’Brien por encima del hombro, después de que arrancaron.
—Louis y yo estábamos tomando unas copas y yo le pedí que me llevara allá —contestó Bill—. O fue él quien se ofreció a llevarme, no me acuerdo. Tomamos unas cuantas copas más, anoche jugamos una partida de cartas y hoy me ha traído de vuelta. Pero ya está harto.
—¿De veras? —dijo Joe Bergman—. ¿Ya ha encontrado la bofia alguna pista?
Bill O’Brien empezó a contarle la historia de Lucius.
Louis Beretti entró en el Cellar Door y la marcha del negocio. Tras inspeccionar durante media hora la caja registradora y charlar cinco minutos con Kid, que seguía trabajando como gerente, se marchó.
Meditaba intensamente. Habia que buscar a Giuseppe Valli, pero por desgracia tenía que encontrarlo él solo, sin ayuda de nadie.
«Soy un estúpido —se decía Louis—. De pronto voy y me dedico a meter las narices en los asuntos de otro tipo y decido buscar a un limpiabotas italiano. Pero Bill debería echarme una mano en este trabajito. No puedo permitir que cualquier otro individuo se entere de lo que estoy haciendo, porque no sé quienes están metidos en esto, y no puedo dejar que nadie sepa que Louis Beretti se ha vuelto loco y anda a la caza de secuestradores. Voy a hacer este trabajo yo solo, y no sé cómo. ¡Maldita sea!»
Louis estaba enfrascado en sus pensamientos, pero no lo suficiente como para no darse cuenta de que Joe Bergman estaba frente al Cellar Door, de pie junto a su taxi.
—Hola, Joe —dijo Louis.
—¿Qué tal, Louis? —contestó Joe—. La cita que tenía se ha suspendido.
—Ajá —dijo Louis, pero, en realidad, pensó: «No tenías ninguna cita, hijo de puta, y me pregunto por qué pusiste obstáculos de pronto para hacerme un encargo.»
Louis subió a su coche y arrancó sin decir una palabra más a Joe Bergman, que torció la cabeza y vio cómo el vistoso automóvil de Louis se perdía en el tráfico.
«Me pregunto por qué demonios se preocupa Louis del caso Boonton —se dijo, y seguidamente pensó—: Aunque quizá no tenga interés en ello.»
Margaret tenía la cena preparada para Louis cuando éste llegó a casa. Margaret le preparaba la cena todos los días y una vez al mes Louis aparecía en casa para comerla. Nunca se sorprendía de que le esperase la cena; de no haber sido así, se habría asombrado.
Cuando Louis entró en el comedor, Dan estaba sentado ante la mesa en una silla alta. Louis no besó a Margaret ni le prestó mucha atención, aparte de saludarla:
—¿Cómo van las cosas?
Pero dobló uno de sus enormes puños e hizo un movimiento para darle un puñetazo a Dan en la punta de la barbilla. Sólo que el golpe fue tan leve como sólo podían darlo los músculos experimentados de un hombre fuerte, y Dan dio un grito de placer mientras su cabeza se proyectaba suavemente hacia atrás. Golpeó el plato de cereales y leche con la cuchara y dejó que la mezcla le chorrease por ambos lados de la barbilla.
—¿Qué has hecho acerca del pequeño Boonton? —le preguntó Margaret.
—Nada —contestó Louis.
—¿Y qué vas a hacer, Louis? —insistió Margaret.
—Nada —repitió Louis, y añadió—: Y, por amor de Dios, ¿dejarás de machacar sobre ese niño? ¡Vas a sacarme de quicio!
Margaret guardó silencio durante el resto de la cena, a lo largo de la cual Louis se bebió una botella del vino de papá Beretti. Después de cenar, cogió en brazos a Dan y se dirigió al cuarto de estar. Inmediatamente, aullidos y quejidos discordantes, entremezclados con voces de hombres que hablaban, de mujeres que cantaban y de dos distintas orquestas que tocaban, anunciaron que estaba manipulando la radio.
Por la noche, cuando se iban a acostar, le dijo Margaret:
—Nunca te he molestado por nada, Louis, pero me gustaría que hicieras algo por esa pobre mujer que ha perdido a su hijo. Todos rogamos por él.
—Pues sigue rezando, Maggie —dijo Louis—, y no vuelvas a hablar de ello. Me parece que me voy a dar un baño caliente.
Cuando Louis salió del cuarto de baño, Margaret ya estaba en la cama, en silencio. Louis encendió un cigarrillo. Aspiró dos o
tres bocanadas profundas y lo apagó en un bonito cenicero.
—Escucha, Maggie —dijo.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Oye, nunca menciones a nadie que has hablado conmigo acerca de ese caso, ni que el tío del niño fue amigo mío.
—Jamás lo haré —afirmó Margaret.
—Pues será mejor que no lo hagas, si sabes lo que te conviene —le advirtió Louis—. Y eso va para toda la gente que conoces.
—No lo haré, Louis.
—Y otra cosa, Maggie, no vuelvas a decirme nada sobre ese niño, porque te aseguro que se hará todo lo posible para que sea liberado, si es que aún está con vida.
—Entonces...
—No vuelvas a mencionar nunca más ese maldito caso —repitió.
«Mañana tengo que ir a localizar a un limpiabotas», se dijo un momento antes de empezar a roncar.