6
Para emprender aquella aventura, Louis y Big
Italy habían bebido de lo lindo. No les gustaba ir sobrios, pero no
se encontraban muy animados bajo el estímulo del whisky. Aunque ni
siquiera lo admitían para sus adentros. El viejo George era la
mayor basura con la que habían tropezado jamás.
Incluso en el momento de decírselo, Louis se
preguntó por qué le había prometido a Sally que cumpliría su
encargo. En privado, Big Italy se sorprendió de la galantería de
Louis, pero se contuvo de manifestar su opinión. En realidad, Louis
aceptó el cometido en primer lugar porque realmente le gustaba
Sally; en segundo lugar, porque estaba borracho e inquieto cuando
se lo pidió, y, en tercer lugar, porque tenía sed de nuevas
emociones.
—Salvar a una dama en peligro de perder el
virgo es algo nuevo para mí —le dijo a Big Italy—. Prefiero
ayudarlas a perderlo.
—Quizá podamos sacar algo de esto —opinó Big
Italy.
El trabajo les gustó menos cuando
descubrieron que el dueño de la fábrica señalado por Sally era un
pez gordo. No tuvieron ningún problema en seguir a George y Betty
en el coche de Joe Bergman. Pero se preguntaban qué iban a
hacer.
—Nada de disparos —dijo Louis—. Si matamos a
ese viejo verde estamos listos, hagan lo que hagan en Boston a un
tipo que liquide a otro.
Cuando George salió de la carretera, Louis y
Big Italy dejaron a Joe Bergman en el coche y siguieron a pie. Se
detuvieron para dar un último trago a una botella de whisky de
centeno.
Cuando George sacó el revólver, Big Italy le
sujetó la mano, diciendo:
—No empieces a gritar o te doy un
tiento.
—¿Qué es esto? —dijo George—. ¿Un atraco? Si
es así, os daré el dinero y las joyas que llevo conmigo. Y luego os
prometo que no escatimaré esfuerzos para que paséis en la cárcel
tanto tiempo del resto de vuestras vidas como pueda lograrse.
—Vale —dijo Louis—. Y cuanto menos ruido
hagas, viejo bastardo, mejor será para ti y para ese
pimpollo.
—Si no os marcháis dentro de treinta
segundos —replicó George—, pediré socorro.
—Si pides socorro —le advirtió Louis—, será
lo último que digas. Cierra el pico.
Louis cedió a un impulso irresistible y, de
pronto, le dio a George un sonoro tortazo en la mandíbula, que lo
atontó pero no lo anestesió del todo. Sin embargo, tuvo otro
resultado inesperado. Aflojó la dentadura postiza de George, y éste
se atragantó con ella cuando Louis lo agarró por el pescuezo y lo
arrastró fuera del coche, arrojándolo de cara al suelo.
—Escúpela —dijo Louis, estrujándole el
cuello.
El maduro galán, que se asfixiaba, abrió la
boca y dos filas de dientes postizos cayeron al suelo.
—Me pregunto si este tipejo también lleva
peluquín —dijo Louis, cada vez más confiado en que aquel asunto
acabaría bien.
Le quitó el sombrero al viejo George y le
tiró del pelo.
—Este tiparraco también lleva peluca
—anunció Louis, empuñando un peluquín.
—Si miras, a lo mejor también tiene una
pierna de palo —dijo Big Italy—. Pero ¿qué hago con esta gachí? Se
ha desmayado.
—Dale un trago de whisky —sugirió
Louis.
Betty hizo gárgaras, tosió, se atragantó y
abrió los ojos. Cuando recobró el aliento, habría gritado si Big
Italy no le hubiese tapado la boca con la mano, diciéndole con su
voz suave:
—Vamos, muchachita, debes guardar silencio
porque somos tus amigos.
—Hemos venido para impedir que este
espantajo te haga lo mismo que le hizo a tu hermana —dijo
Louis.
George hacía unos ruidos extraños con su
boca desdentada. Louis le soltó la garganta y lo agarró del cuello
de la chaqueta, para ponerlo en pie.
—¿Vive mi hermana? —preguntó Betty.
—Vive —contestó Louis—, pero no es tan feliz
como podría serlo, y no se puso muy contenta cuando se enteró de
que ibas a salir con este mamarracho, que es lo bastante viejo como
para ser tu abuelo.
—¿Dónde está mi hermana? —preguntó Betty—.
¡Quiero ver a mi hermana! Y, por favor, no hagan daño a mister
Westmoreland.
—No le haremos mucho daño —le aseguró
Louis—. Pero quédate ahí sentada y mira cómo charlamos un poco
mister Westmoreland y yo. Fíjate primero en la facha que tiene este
adefesio cuando no lleva la dentadura ni el pelo postizo.
Louis puso de pie a George y aproximó su
cara a Betty. El hombre parecía una caricatura de sí mismo, con una
calva enorme en la cabeza y la nariz y la barbilla casi tocándose.
Al verlo, Betty se dejó llevar por los nervios y empezó a llorar y
a reír histéricamente.
—¡Llevadme a casa! —gritó.
—¿Quieres a esta muchachita? —preguntó Louis
al viejo George, dándole un fuerte sopapo en las hundidas
mandíbulas.
George lanzó un ronco grito y levantó los
puños en una postura que revelaba unos conocimientos más que
rudimentarios sobre el arte de la defensa personal.
Qué chico tan valiente —exclamó Louis,
golpeándole en el ojo derecho, que inmediatamente empezó a
hincharse.
—Así que eres un gran amante, ¿eh? —añadió
Louis, propinándole con la derecha un gancho de abajo arriba que
llegó al otro ojo de su víctima.
—¿Por qué no chillas más fuerte? —dijo
Louis—. ¿No quieres que te vean los vecinos?
Finalmente, George se desplomó y quedó
inmóvil en el suelo. Louis empujó brutalmente el cuello de la
botella de aguardiente contra su boca, y George tragó algo. El
resto le empapó la ropa. Louis volvió a ponerlo en pie, y lo
sacudió de nuevo.
Al cabo de media hora, el hombre empezó a
llorar débilmente.
—¿Vas a dejar en paz a esta chica después de
esto? —preguntó Louis.
—Ojalá no la hubiera visto nunca —deseó el
viejo George con tanta claridad cómo pudo a través de los labios
hinchados.
—Quizá te acuerdes de su hermana —le dijo
Louis—. Bueno, pues ella te vigila, viejo bastardo. Y si haces
algún movimiento inconveniente hacia Betty, puedes estar seguro de
que su hermana te seguirá la pista.
¡Paf! Louis asestó a George un puñetazo más
fuerte que los anteriores y lo dejó inconsciente.
Betty, que temblaba y lloraba,
exclamó:
—¡Oh, por favor! Llevadme a casa. Esto es
horrible. Es espantoso. Voy a morirme. ¿Dónde está mi
hermana?
—Tienes que mirar al viejo verde que hizo el
amor a tu hermana y que ahora quiere hacer lo mismo contigo —dijo
Louis, y añadió, dirigiéndose a Big Italy—: Tráela aquí y que le
eche un vistazo.
Big Italy arrastró a Betty y le quitó las
manos de los ojos. Jamás olvidaría Betty el aspecto que presentaba
el viejo George tendido allí en la oscuridad, sobre la hierba.
Tenía la cara arañada y magullada, abierta la boca sin dientes, y
manchada la cabeza calva. Parecía impúdico y horrible.
De pronto, Louis se sintió lleno de rabia
contra Betty.
—Y ahora, estúpida zorrita —dijo—, cuida de
ti misma, o saldrás malparada la próxima vez.
Y le dio una palmada tremenda en las nalgas,
un azote tan potente y devastador que le quitó la voz, le
conmocionó los sentidos y le dejó un cardenal negro y azul para que
se lo contemplara en el espejo durante muchos días.
Big Italy se acercó a George y le despojó de
la cartera, el reloj, una cadena y un medallón, y un alfiler de
corbata con una esmeralda.
—Supongo que no armará mucho alboroto por
esto —dijo—, y nosotros tenemos una buena cuenta de gastos por este
viaje. ¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó.
—Los meteremos a los dos en el coche y
dejaremos que continúen la excursión —contestó Louis—. Pasarán
bastante mal rato.
—¡Oh, no me dejéis con él! ¡Por favor, no me
dejéis con él! —gimoteó Betty—. Por favor, llevadme a casa
vosotros.
—Tú querías ir de excursión con el viejo
verde —dijo Lóuis—. Pues viaja con él. Métela en el coche
—añadió.
Big Italy, sin ceremonias, instaló a Betty
en el asiento delantero.
—Ahí te quedas —dijo Louis—. Y volverás a
casa con el viejo verde. Pero no vuelvas a salir con él, porque nos
ocuparemos de ti.
Big Italy y Louis volvieron a la carretera
principal y subieron a su coche. Joe Bergman dijo:
—Habéis tardado mucho.
—Hemos mantenido una larga conversación
—alegó Louis—. Vámonos a casa.
Al día siguiente, Louis fue a ver a
Sally.
—Toma, es algo que te hará reír —dijo, y le
entregó dos filas de dientes postizos y el peluquín—. Son del viejo
George —explicó.
—Me hubiera gustado ver cómo volvían juntos
a casa, Louis —dijo Sally—. Dos amantes a la luz de la luna.
—Apuesto a que ella no esperó —aventuró
Louis—. Apostaría a que se bajó del coche y se fue corriendo a
casa, y que después de esto echará a correr siempre que vea a ese
viejo verde.
—Cuando el viejo George muera, no le pondré
cerdo fresco en la tumba —afirmó Sally—. Me alegraría que se
muriera de hambre en la sepultura.
Louis no comentó a Sally que habían
reanimado a Betty con whisky.
—¡Vaya por Dios! Una de las razones por la
que fuimos a Boston era para impedir que esa chica bebiera alcohol
—dijo a Big Italy.
—Ella jamás asociará la bebida con la
diversión —replicó Big Italy en tono suave—. ¿Qué te parece si
tomamos una copa?
—Esa niña se comportará como es debido
—aseguró Louis, cogiendo su copa.