21

 

—¿Qué te pasa, Giuseppe? —preguntó Louis, desde su lado de la dura cama turca en el piso sobre el Italian-American Gymnasium, en la calle Carmine—. Por amor de Dios, duérmete. Son las tres de la mañana.
—Hay un perro que ladra —dijo Giuseppe—. Si pudiera encontrarlo, le rebanaría el pescuezo con la navaja. Ahora... ¿lo oyes? Escucha.
El ladrido de un perro, que parecía venir del otro lado de la calle, llegaba claramente a través de la única ventana del cuarto, levantada con mucho esfuerzo por Louis para que entrara el aire de julio, un poco menos sofocante y maloliente que el de la estancia.
—Yo no oigo nada —le dijo Louis—. Duérmete, imbécil.
—No puedo dormir —aseguró Giuseppe—. Ese maldito perro me tiene despierto. ¿Tú no lo oyes, Luigi? Debes estar sordo.
—¡Por el amor de Dios! Te daré un trago —replicó Louis—. Espera un momento.
Se levantó de la cama. Sólo estaba encendida una bombilla sin pantalla cerca del escritorio de madera de pino. A Giuseppe no le gustaba dormir a oscuras. Dos botellas vacías y una tercera parcialmente llena de whisky reposaban en la vacía superficie de la mesa, que ostentaba quemaduras de cigarrillos, manchas de bebidas alcohólicas derramadas, cerillas apagadas, colillas, chapas de botellas de refrescos y mordisqueados restos de emparedados.
—¡Ese maldito perro! —se quejó Giuseppe—. ¡Voy a volverme loco!
—Espera un momento —dijo Louis—. Tienes los nervios de punta de tanto beber, igual que yo.
Sirvió dos buenas copas y le alargó el vaso a Giuseppe.
—Métete eso entre pecho y espalda y te sentirás mejor, Giuseppe —añadió.
—Ahí va la primera del día... con esta mano.
Louis volvió a la cama y se echó de nuevo. Durante unos quince minutos, Giuseppe se revolvió inquieto, maldiciendo en forma incoherente. Luego empezó a jadear. Tras roncar un minuto o dos, Louis lo zarandeó. Giuseppe dio un bote como movido por un contacto eléctrico, y aterrizó en el suelo recubierto de cáñamo, vestido con su ropa interior de cuerpo entero.
—¿Qué pasa? —gritó—. ¡Jesús! Me estoy volviendo loco.
—He oído ese maldito perro, y no sabía que estabas dormido —explicó Louis.
Giuseppe se acercó a la ventana y miró afuera. Desde la calle no llegaba ningún ruido, salvo el traqueteo de un carro de leche y el estruendo de una furgoneta de reparto de prensa. Sirenas de barcos sonaban en el río.
Era una madrugada sofocante, y un manto de niebla empujaba hacia abajo el pegajoso calor, en torno a sus dolientes cabezas y sus cuerpos sudorosos.
—No puedo dormir —dijo Louis—. Vamos a fumar otro cigarrillo y a echar un trago.
Giuseppe medía apenas un metro sesenta y era muy ancho. Hacía dos o tres días que no se afeitaba, y la barba le ennegrecía las demacradas mejillas. Su bigote se le doblaba y retorcía más allá de las salientes mandíbulas. Sus ojos negros, bajo unas cejas como marquesinas, giraban dentro de unos círculos enrojecidos.
La nudosa mano que alargó hacia el cigarrillo, y la otra, con la que cogió la copa, estaban temblando.
—Con esto te sentirás mejor, Giuseppe —le aseguró Louis—. El whisky es el mejor amigo del hombre.
Cuatro días después, Louis y Giuseppe, ambos en ropa interior, se hallaban sentados ante una mesa en una habitación de una casa de huéspedes de Filadelfia. Tenían delante una botella de whisky y dos vasos. Giuseppe hablaba para sí en forma ininteligible. Un perro ladró en alguna parte de la calle.
Giuseppe cogió el vaso y se puso de pie en un mismo movimiento, mandando la silla por el aire. Arrojó el vaso contra la pared, y habría lanzado la botella detrás de él si Louis no la hubiera agarrado a tiempo para salvarla. Giuseppe maldijo histéricamente.
—¡Me gustaría arrancarle el corazón a ese perro! —sollozó, extendiendo sus velludos dedos hacia una garganta imaginaria.
—Creía que en Filadelfia escapadas de ese perro —dijo Louis—. Por amor de Dios, no desperdicies un buen whisky sólo porque te da un poco de histeria. Venga, toma un trago.
—Bebo, pero no sirve de nada —explicó Giuseppe—. Mis labios arden cuando los toca la bebida, mi boca parece fuego cuando el alcohol pasa por ella, mi garganta se quema y es como una brasa cuando la bebida llega aquí —añadió, señalándose dramáticamente el estómago—. Creo que me estoy volviendo loco, sin dormir y con ese perro que aparece y empieza a ladrar. ¡Lo haría mil pedazos!
—Yo también tengo problemas, Giuseppe —le confió Louis—. Y si no fuese amigo tuyo, estarías solo. A lo mejor es que no te apetece el whisky y quieres que. me vaya.
—¡Ah, no, no! —exclamó Giuseppe—. No quiero que me dejes, amigo Luigi. Y si ahora no tuviera whisky, me moriría.
Giuseppe empezó a sollozar convulsivamente y a golpearse con ambas manos el pecho, que mostraba una almohadilla de vello negro azulado donde faltaban botones en su ropa interior de cuerpo entero, originariamente gris pero marrón ahora por el uso continuado.
—Toma un trago —le sugirió Louis, que, después de que tuvieran los vasos en la mano, prosiguió—: Tengo un plan. Conozco una cabaña en la costa de Jersey. Ya la he utilizado para mi negocio, del que nunca te he hablado y que consiste en robar alcohol a los contrabandistas. Sólo te lo digo ahora porque somos amigos y tenemos que mantenernos unidos.
—Somos hermanos, Luigi —dijo Giuseppe.
—Pues podremos escapar de ese perro que te está molestando, aunque me parece que lo sueñas la mayor parte de las veces —dijo Louis—. Allí sólo hay esa casa, en la playa, y no existe ningún sitio en el que pueda ocultarse un perro. Además, quizá haya un trabajito para nosotros, y así estaremos ocupados.
—Mataré a ese perro y lo descuartizaré en mil pedazos —aseguró Giuseppe.
Se levantó, se acercó a la cama y metió la mano bajo la almohada, donde guardaba el revólver y la navaja.
—Me gustaría que no tuvieras esas cosas por ahí, Giuseppe. Tengo miedo de que, cuando te dé una de esas pesadillas, creas que yo soy el perro. ¡Jesús! Ya me encuentro tan mal como tú.
La noche estaba oscura y no había luna. El viento del noreste había encrespado el mar invisible, que hacía sentir su presencia por la espesa humedad de su aliento salino y el rumor de su perezoso golpeteo contra la arena.
Lo que la luz del día revelaba como una casa de madera, sin pintar y en forma de caja, a aquella hora semejaba un misterioso monstruo de un solo ojo agazapado en la penumbra, temblando bajo los embates del viento y chorreando de sudor, como aterrorizado por el vómito del oleaje.
El ojo era una ventana. Una pantalla amarillenta evitaba que la luz de dentro disipara la oscuridad de fuera y, en vez de disminuirla, incrementaba la sensación de misterio.
—Bonito lugar para un asesinato —se dijo Bill O’Brien, mientras avanzaba tambaleante por la arena—. Espero con toda mi alma que éste sea el final del asunto.
Sacó una botella del bolsillo y tomó un trago.
—Si esto continúa, me volveré loco —se dijo en voz baja.
Si alguna vez hubo una persona endurecida, ésa era Bill O’Brien, pero el alcohol le gastaba jugarretas, haciéndole ver extrañas formas en la oscuridad. En una ocasión, había visto un choque de trenes en su cuarto y otra vez había contemplado con sardónico interés un camello que le hacía muecas a los pies de la cama.
Ahora, la casa de la playa se agazapaba como si fuera a saltar. La veía agacharse en su imaginación, porque con los ojos no alcanzaba a distinguir los contornos de su estructura. La había visto a la luz del día, y era consciente de que sólo era una simple cabaña vieja que se erguía solitaria en la playa. Pero ahora cobraba toda clase de formas fantásticas, y se movía.
Al otro lado de la casa, el océano era un monstruo que desgarraba y devoraba la playa. Dentro de un momento, extendería sus brazos salinos como un pulpo que abrazara el mundo, y se le tragaría a él y a la amenazante forma de la casa.
El viento aullaba y se quejaba, y en la playa las olas sollozaban y suspiraban, produciendo un gorgoteo. Bill O’Brien, que en realidad no veía más que la mancha amarillenta del ojo de la casa, contempló la mayor fantasmagoría espectral que podía recordar.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Bill, en tono reverente y bebiendo otro trago de la botella—. Sé que me estoy imaginando todo esto —se tranquilizó—. Pero, ¡válgame el cielo! Es un sitio peligroso para cualquiera, y más para un tipo que está lleno de alcohol. Pero, por la misma razón —añadió, mientras llegaba a la estructura de la casa y buscaba a tientas una puerta en el enrejado de la parte baja—, prefiero este trabajo a estar arriba con ese tiparraco de Giuseppe, como Louis.
Bill encontró la puerta y la abrió.
—¡Oh, Dios! —exclamó al golpearse la cabeza en una viga y desgarrarse los pantalones con un clavo—. ¡Dios mío! Si salgo vivo de ésta, jamás volveré a beber un trago.
Y Bill lo decía en serio, desde el fondo de su corazón. Pero sacó la botella y echó un trago, porque lo necesitaba con urgencia en aquel momento.
En el amplio espacio de dos habitaciones que ocupaban el primer piso, Louis y Giuseppe se hallaban sentados, bebiendo a la luz de
dos lámparas de gasolina. Giuseppe tomó un trago y carraspeó cuando el ardiente líquido le pasó por el gaznate, socarrado de la boca al estómago por centenares de copas. Se santiguó cuando el ventarrón hizo resonar una nota suelta.
—Me estoy volviendo loco, Luigi —repitió por milésima vez—. ¿Para qué hemos venido a este lugar?
—Para escapar —le contestó Louis—. Yo quería huir, y pensaba que tú también querías hacerlo.
—¿Qué quieres decir con eso de escapar? ¿Huir de qué, Luigi? —preguntó Giuseppe, frunciendo la estrecha frente por encima de unos ojos inyectados en sangre. Le corría saliva por la barbilla sin afeitar, y parecía estar tan loco como puede estarlo un ser humano.
—Ese maldito perro te ha estado siguiendo —le explicó Louis, levantándose de la caja en la que estaba sentado y avanzando hacia la puerta, donde se paró e hizo como si escuchara—. Además, tengo miedo de que me persigan.
—¿De que te persigan por qué, Luigi? —preguntó Giuseppe, relajándose un poco y desarrugando ligeramente el entrecejo.
—No se lo iba a contar a nadie, Giuseppe —contestó Louis—, pero tú y yo somos amigos desde hace tres semanas. Me cargué a un tipo y no se me olvida. Unas veces lo veo cuando trato de dormir, y otras cuando ya lo he conseguido.
Louis pensaba: «Si viera a todos los tipos que he matado o que he ayudado a matar, éste sería el último lugar al que vendría para contemplarlos. Estoy harto de esto.»
Giuseppe se acercó a la botella que había sobre una de las diversas cajas. Estas, y una mesa amontonada con mohosas ropas de cama, constituían el único mobiliario de la habitación. Se sirvió un trago con mano trémula.
—¿Cómo lo mataste? —preguntó Giuseppe.
—Me jugó una mala pasada —contestó Louis—. Yo tenía una frutería en Greenpoint, y él me la quitó.
—Ah —dijo Giuseppe, asintiendo nerviosamente con la cabeza—. Bien hecho. Si alguien te gasta una mala pasada, tienes derecho a desquitarte; con una navaja, si no hay otro medio. ¿Cómo mataste a ese hombre?
—Le corté el cuello. Entré a hurtadillas en su casa una noche y le rebané el pescuezo. Y después le saqué la tráquea y todo. Desde entonces, tengo miedo de que anden tras de mí.
Giuseppe guardó silencio durante un minuto. Louis volvió a la puerta y se quedó de pie, escuchando. Se volvió cuando Giuseppe dijo con un gruñido:
—Yo también he matado a alguien, Luigi. Louis no pareció sorprendido. No mostró ninguna emoción en absoluto. Simplemente, se quedó mirando a Giuseppe con sus ojos ardientes y cansados, inyectados en sangre, pero que aún conservaban su antigua expresión de fastidio.
—Pues entonces estamos iguales, Giuseppe —le dijo Louis—. Tú mataste a un fulano y yo también, y los dos tenemos miedo de que nos atrapen. Ambos sabemos lo que hicimos, así que deberíamos sentirnos mejor.
—Yo maté a un niño pequeño en Westchester —explicó Giuseppe—. Al principio no quería matarlo, pero cuando lo saqué de su cama empezó a gritar. Le dije: «O te callas, o te estrangulo.» Y empecé a ahogarlo un poco.
»Pero cuando dejé de estrujarlo, el niño empezó a alborotar otra vez, así que volví a hacerlo. Y le repetí: “Si no te callas, te estrangulo.”
»Esa vez tuve miedo de que lo oyeran, me enfurecí y volví a apretarle el cuello con bastante fuerza. Dejé de hacerlo, lo saqué de la habitación donde estaba echado en una cuna y bajé hasta la puerta de entrada. Una vez abajo, le quité la mano de la garganta, con la que hacía un ruido extraño, y me di cuenta de que tenía la cara morada. Creí que se quedaría callado. De modo que corrí hacia unos árboles donde unos amigos míos me aguardaban en un automóvil. Y había un perro que ladraba.
»Ya estaba llegando a los árboles cuando el niño empezó a gritar otra vez, y entonces le dije: “Voy a estrangularte para que no llames a nadie.”
»Estaba tan furioso que lo veía todo rojo, puse las dos manos en torno al cuello de la criatura y le hice lo mismo que solía hacer en casa con los pollos. Le retorcí el cuello del todo, y después, cuando se quedó con la cabeza colgando, me enfurecí tanto porque me había sacado tan de quicio, que lo golpeé en la cara con los puños y estaba dándole patadas cuando míster Bergman, que fue el que me llevó allí, apareció y me detuvo. Me dijo: “Ya lo has echado todo a perder, loco italiano. Has matado al pobre niño.”
»Pero míster Bergman no podía hacer nada. Aquel crío estaba muerto, y yo estaba tan furioso que no me importaba. El padre de aquel niño me quitó mi puesto de limpiabotas, y él tiene un millón de dólares mientras que yo sólo poseía mi puesto de limpia. Pero ahora no me parece bien haber matado al pequeño. Ojalá hubiera matado a su padre con la navaja. Ojalá hubiera matado a su madre. Ojalá hubiera quemado la casa. Me gustaría matarlos a todos por haberme puesto en este estado.
Giuseppe Vesalli alzó el tono de voz hasta dar un alarido y arañó el aire con sus manos velludas, de dedos sucios.
—¡Y ese perro que ladra todo el rato por dondequiera que voy! Creo que estoy loco o que se me aparece un fantasma. Veo la cara de ese niño, que estaba completamente hinchada y azul cuando lo metí en el saco.
—¿En un saco? —preguntó Louis.
—Igual que si fueran patatas, en un saco que Joe Bergman tenía en el coche, lleno de botellas de cerveza. Metimos el niño en el saco, junto con piedras grandes, y fuimos en coche hasta llegar al agua, y allí lo tiramos.
—Está bien —dijo Louis, torciendo la cara con su antigua sonrisa muscular—. De acuerdo, Giuseppe. Después de esto, será mejor que tomemos un trago.
Bebieron y se sentaron, mirándose el uno al otro. Louis pensaba: «¿Qué voy a hacer con este hijo de puta? Ahora que sé lo que ha hecho, no quiero dormir con él.»
Louis no podía figurarse lo que Giuseppe pensaba, pero no consideró imposible que Giuseppe empezara a lamentar el haberle confesado el asesinato del pequeño Bill. Los enrojecidos ojos de Giuseppe estaban fijos en Louis con una mirada extraña, al mismo tiempo que tenía la cabeza echada hacia un lado, como si estuviera escuchando algún sonido lejano.
—¿Qué oyes, Giuseppe? —le preguntó Louis.
Giuseppe sacudió levemente la cabeza, y en su cara apareció una expresión de astucia y malicia mezclada con intencionado disimulo, como jamás podía adornar los rasgos de cualquier persona en su sano juicio.
—Oigo voces —dijo Giuseppe—. Oigo voces a lo lejos. Vienen a por mí.
Louis volvió a disponer sus rasgos en una sonrisa helada. Louis era duro, pero también humano.
«Este cabrón está chalado —se dijo—. Y esto se va a convertir en una bonita fiesta.»
—¿Las oyes? —le preguntó Giuseppe.
—Claro —dijo Louis—. Hace un rato que las oigo. Me preguntaba si tú también las oías. ¿Qué te parece que podemos hacer?
Giuseppe se metió la mano en el bolsillo y
sacó el revólver. La sonrisa de Louis se endureció ligeramente.
—Toma otro trago, Giuseppe —aconsejó—, y te sentirás mejor.
—Jamás me he encontrado mejor —contestó Giuseppe, tirándose del cuello de la camiseta con la mano izquierda—. Te estás burlando de mí, Luigi. Te estás riendo de mí.
—No tengo nada de que reírme —dijo Louis, en tono firme—. No seas idiota, Giuseppe. ¿Es que no conoces a tu único amigo? Bebe un trago y olvídalo.
Louis cogió la botella y sirvió dos tragos. Giuseppe lo contemplaba con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, como si escuchara. La espuma del rugiente oleaje salpicaba contra la casa; el viento silbaba con estridencia mientras pasaba aullando. Pero Louis no escuchaba esos ruidos naturales. Lo único que oía era el estrépito de la gasolina a presión en las dos lámparas y la rápida aspiración de aire en la garganta de Giuseppe. Louis habría dado cien mil dólares para que Giuseppe hubiera estado lo suficientemente cerca como para derribarlo de un golpe.
—Toma tu copa —dijo Louis, acercándose a Giuseppe.
Giuseppe apuntó a Louis con el revólver.
—Apártate, Luigi —gritó, con la voz descompuesta—. Aléjate de mí ahora mismo.
—Venga, toma tu copa —insistió Louis—. Bebe y después nos iremos a dormir, que falta nos hace. Aquí no nos molestará ningún perro.
Giuseppe, más por costumbre que por otra cosa, alargó la mano para coger su vaso cuando, de pronto, el familiar ladrido de un perro sonó debajo de sus pies.
El brazo de Giuseppe experimentó una reacción nerviosa, arrojando el vaso contra el techo y haciéndolo añicos. Giuseppe gritó de rabia y terror, apuntó el revólver al suelo y disparó cinco tiros en la dirección en que venía el ruido. Los disparó tan de prisa que pareció el redoble de un tambor militar.
El ladrido del perro cesó bruscamente. En el instante de denso silencio que se produjo a continuación, Giuseppe aulló:
—¡Lo he matado! ¡Lo he matado! ¡Mataré a todo el mundo!
Volvió el revólver contra Louis, que ya había dado una rápida zancada hacia él, y apretó nuevamente el gatillo. Resonó el percutor. La recámara estaba vacía.
Giuseppe sacó la navaja, echó la cabeza hacia atrás y lanzó una estrepitosa carcajada.
—¡Matar! —gritó, y acuchilló a Louis con la resplandeciente hoja.
En lugar de agacharse, Louis precipitó su voluminoso hombro derecho en la misma dirección al tiempo que lanzaba un terrible gancho de abajo arriba con la mano izquierda.
Giuseppe se alzó sobre sus talones y retrocedió tambaleándose. Sin preocuparse del brazo derecho, cortado hasta el hueso del codo al hombro, Louis volvió a disparar la izquierda, iniciando esta vez el puñetazo a un palmo de distancia.
Se produjo un desagradable crujido de huesos triturados. Giuseppe, con la mandíbula rota, planeó hacia atrás cayendo sobre una de las lámparas, derribando la caja que la sostenía y aterrizando en una confusión de madera rota y gasolina en llamas.
Louis no se molestó en mirarlo. Sabía que el nudillo del dedo medio de su mano izquierda se había desplazado a medio camino de su muñeca y que sangraba como un cerdo por el brazo derecho a consecuencia de la cuchillada, pero en aquel momento no se preocupó de tales detalles. ¿Qué le había pasado a O’Brien en el piso de abajo?
Louis abrió la puerta, salió al viento y a la espuma de la noche, y gritó:
—¡Eh, Bill!
No hubo respuesta.
Corrió en torno a la casa, hacia la abertura de la reja. Estaba tan oscuro que no podía ver nada. Pero de pronto se topó con Bill, que se encontraba en posición vertical.
—¿Por qué demonios no me contestabas? —le preguntó Louis.
—¡Jesús! —exclamó débilmente Bill—. He estado vomitando las tripas.
—¿Qué ha pasado? —dijo Louis.
—Cuando ese pájaro disparó a través del suelo —explicó Bill, con una voz que recuperaba energías—, no creo que fallara por más de un centímetro. Me chamuscó la nariz, y cuando llegué a esta puerta me puse tan malo como jamás lo he estado en mi vida. He hecho promesa de no volver a beber. ¿Dónde está ese hijo de puta?
—Me parece que no volverá a molestar a nadie —dijo Louis—, Nos peleamos allá arriba, la cabaña está ardiendo y él está dentro.
—¿Muerto?
—No creo que esté tan vivo como antes —respondió Louis—. Pero, por amor de Dios, en vez de hablar por los codos podrías vendarme el brazo, ¿no crees? Me duele horriblemente.
Bill O’Brien sacó una linterna del bolsillo y echó una mirada al brazo.
—Me parece que voy a marearme otra vez —dijo.
—Te marearás si no me arreglas el brazo. Véndamelo con una corbata o un pañuelo, mete un palo dentro y retuércelo. Y date mucha prisa.
Bill se quitó la corbata y siguió las instrucciones de Louis. Cuando terminó de hacer el torniquete, la cabaña estaba en llamas, abanicada por el fuerte viento.
—¿Dónde has dejado el coche? —preguntó Louis.
—En la carretera de Oíd Point, donde me dijiste que lo dejara —repuso Bill—. Lo conduce un joven compañero del periódico. Pero lo dejé allí.
—Muy bien —dijo Louis—. En marcha.
—¡Dios mío! —exclamó Bill, mientras caminaban pesadamente por la arena—. ¡Qué historia tan extraordinaria! ¡Dios mío! Tienes que contarme todo lo que ha pasado.
—Oye, Bill, ¿te has vuelto loco tú también? No habrá ninguna historia sobre esto, y, además, a nadie le dirás una palabra. Es nuestra historia particular. ¿Entiendes?
En la voz de Louis había una frialdad que él no había notado hasta entonces. Bill no era cobarde. Había cumplido con su cometido aunque estuviera indefenso. Pero no le gustó la voz de Louis.
De pronto se le ocurrió que todo el asunto de la participación de Louis en la búsqueda del secuestrador tenía un aspecto raro. Y ahora era muy cierto que Louis había matado a un hombre, pero ¿quién podría decir si el muerto era o no culpable? Muchos otros puntos que aconsejaban no comentar aquella aventura se agolparon en la mente de Bill.
—Por supuesto, Louis —dijo en seguida—. Estoy tan borracho que no digo más que tonterías. Pero ¿sabes dónde está el chico?
—Nos espera un trabajo duro —contestó Louis—. El niño está muerto. ¿Cómo demonios vamos a comunicárselo a su padre y a su madre?
Bill se paró en seco, haciendo que Louis se detuviera junto a él. La casa de la playa estaba envuelta en llamas, y el rugido del incendio se mezclaba con el rabioso viento del noreste.
—Oye, Louis —dijo Bill—. Vamos a tomar un trago.
—El primero del día —asintió Louis Beretti.