15
Louis había alquilado y amueblado un piso
moderno, de cinco habitaciones, en Washington Heights. Tenía
cocina, comedor, cuarto de estar y dos dormitorios, y Louis
consideró que derrochaba un poco.
—Pero uno no se casa todos los días
—dijo.
La casa estaba en el piso décimo y desde el
cuarto de estar se veía el Hudson, con los anuncios luminosos
reflejándose en la costa de Jersey por la noche. Desde la alcoba
orientada hacia el sur se distinguía la parte alta de
Broadway.
—El aire es mejor aquí arriba, en la colina
—le dijo a Margaret cuando bajaron del sedán y entraron en el
vestíbulo lleno de adornos, por primera vez como marido y
mujer.
Pero lo que pensaba era: «El Drive queda
cerca para llevar a pasear un niño en su cochecito».
—Me parece espléndido, Louis —aprobó
Margaret al entrar en el piso—. Pero cuesta mucho dinero.
—Arreglar este lugar costó tres de los
grandes —reconoció Louis, poniendo la radio—. Pero el negocio
marcha muy bien y espero que vaya mejor.
—¿No vas a besarme? —preguntó Margaret,
ofreciéndole los labios con gesto tentador.
—Desde luego —dijo Louis, volviéndose pero
aún con una mano en el selector de emisoras de la radio—. Por
supuesto, Margaret.
La rodeó con el otro brazo y la besó.
—Estoy horriblemente cansada, con todo ese
jaleo —dijo Margaret—. Ya sabes que no esperaba que nos molestasen
para nada; fue una boda muy tranquila, pero estaba tan nerviosa que
pensaba que no podría sostenerme en pie.
—Claro —asintió Louis, quitando la mano del
sintonizador y poniéndola también en torno a ella.
—Eres muy grosero, Louis —se quejó
Margaret—. Y la radio hace un ruido horroroso.
Louis tomó en brazos a Margaret y caminó
hacia la alcoba.
—¿Qué haces, Louis? —preguntó Margaret, sin
aliento.
Louis dio una patada a la puerta del
dormitorio, la abrió y arrojó a Margaret sobre la cama.
—¿Qué te ocurre, Louis? —protestó Margaret—.
Eres muy bruto. ¡No hagas eso!
—¿Cómo se desabrocha esta puñetera cosa?
—exclamó Louis, enredado con un corchete y el ojal.
Margaret, que estaba en una especie de
trance, desabrochó el corchete y Louis le sacó el vestido por la
cabeza.
—¡Oh, Louis, no hagas eso!
Louis no había leído ningún libro ni
escuchado ninguna conferencia acerca de la manera de tratar a las
novias. En algunos estratos sociales podría ser costumbre esperar a
que la novia se quitara los zapatos antes de meterla entre las
sábanas, pero Louis ni siquiera se molestó en abrir la cama.
Margaret tenía una vaga idea de que en tales
ocasiones se observaba un poco más de decoro, de que la novia y el
novio solían comer un emparedado o beber una taza de té, o echar
una ojeada a los periódicos de la tarde, antes de acostarse. Se
había preguntado cómo evitaría la inquietud de prepararse para
pasar la primera noche con su marido, y tenía cierta idea de que él
se quedaría en el cuarto de estar, esperando a que ella estuviera
bien metida en la cama, con las luces apagadas.
Pero Margaret no era una planta delicada.
Era sólida y fuerte, y mientras fingia estar enfadada con Louis por
la forma en que la trataba, consideraba la situación de lo más
excitante y estimulante. Jamás había bebido alcohol hasta entonces,
y el champaña le había sentado como un afrodisíaco, al tiempo que
había debilitado sus escrúpulos.
Louis la encontró deliciosamente fresca
después de la rancia dieta femenina a la que estaba acostumbrado.
Le gustó su ingenuidad. Y si le hubiera contado a alguien la
aventura, cosa que jamás hizo, habría dicho que tuvo cuidado.
Margaret ya sentía cariño por Louis. Tuvo
una vaga sensación de éxtasis religioso y una especie de temor
reverente cuando le colocó el anillo en el dedo: dos almas que se
unían para lo bueno y para lo malo hasta que la muerte las
separase, e incluso después. Cuando Louis la poseyó, supo que había
encontrado un compañero de carne y hueso. Entonces lo amó, y siguió
queriéndolo después. Era su marido.
Era un hombre tosco y velludo. Eructaba con
mayor frecuencia de lo que era estrictamente necesario, y gruñía
cuando tenía ganas de hacerlo. Pero ella estaba acostumbrada a ver
hombres que chasqueaban los labios al comer y que bebían en la
intimidad de su hogar. Y él podía mover los cincuenta y cinco kilos
de ella como si no representaran nada. Dijo:
—¡Oh, Louis!
Pero le gustó.
«Trata a una prostituta como a una duquesa,
y a una duquesa como a una prostituta» es una de las recetas más
viejas para triunfar en una empresa amorosa. Pero Louis no era un
modelo de seductor. Siempre pagaba por cualquier conquista que
pudiera hacer entre el bello sexo. Sus miembros más débiles le
resultaban meros objetos de diversión pasajera, que olvidaba una
vez usados; y él había cumplido con la madre de su hijo casándose
con ella. No era un tenorio.
Después de que Louis se demostrara a sí
mismo que estaba casado, se echó de espalda y empezó a roncar. Si
Margaret hubiera sido una persona más delicada, quizás esto le
hubiera molestado. En vez de incomodarse, sin embargo, se volvió
del lado derecho y comenzó a roncar. Si no hubiera tenido la
seguridad de que aquélla era la mejor postura para dormir, porque
dejaba el corazón en alto y hacía que la sangre fluyera debidamente
hacia abajo, jamás habría tomado la decisión de colocarse sobre el
lado derecho; habría permanecido echada boca arriba en el mismo
sitio en que Louis la había dejado.
Por la mañana, Margaret se levantó antes que
Louis y no lo llamó hasta que tuvo el desayuno preparado en la mesa
del comedor. Cuando lo despertó, él extendió una de sus manazas y
la empujó sobre la cama. Y habrían comido huevos fríos y bebido
café helado si ella no hubiera preparado otro desayuno.
Después de desayunar, Margaret le preguntó
lo que iban a hacer aquel día.
—Se nos ha estropeado el viaje —dijo—, pero
pienso que podríamos hacer una excursión en coche a alguna
parte.
—Eso estaría muy bien —contestó afablemente
Louis—. Pero quiero ir a echar un vistazo a los dos locales para
ver si todo está bien. Peter es bueno para llevar la caja
registradora y comprobar que todos los clientes paguen sus copas,
pero eso es todo. No es una mina.
—Si hubiéramos ido a Canadá, no podrías
haberte ocupado de los negocios —protestó Margaret.
—Pero no hemos ido a Canadá.
—Hoy no quiero ver a nadie aparte de ti
—dijo Margaret—. No quiero ver ni a mi familia, ni a mis
amigas.
—¡Ja, ja! —se rió Louis—. La niña sufre un
sentimiento de culpabilidad. Pues no necesitas tenerlo. Pero
volveré en cuanto pueda y saldremos a la carretera para comer en
alguna parte. Me gustaría ir a algún sitio de la playa.
Margaret tuvo que contentarse con eso. Y
cuando Louis volvió a casa, con un olor bastante intenso a whisky,
aunque evidentemente no bajo su influencia, y le dio una afable
palmada en el trasero, diciéndole que moviera las piernas porque se
iban de excursión, sintió la vaga satisfacción de haberse casado
con un hombre que no iba a pegarse a las faldas de su mujer.
Margaret era una chica resuelta y con gran
confianza en sí misma, que se había ganado la vida sin ninguna
dificultad. Pero entonces, justo al comienzo de su matrimonio, se
había convertido en la cocinera de su marido y dependía enteramente
de él. El había ido a atender su negocio como cualquier otro día, y
ella se había quedado en casa esperando su regreso. Louis era el
cabeza de familia. Y ella lo sabía.
Pronto cayeron en una costumbre que, sin
embargo, no era la clase de rutina que espera a la mayoría de las
personas casadas. Louis no pretendía llegar siempre a casa para
cenar a la misma hora. Si no se presentaba ningún asunto, iba a
casa; pero, si surgía algo, no aparecía por ella.
En seguida resultó evidente que Louis iría a
cenar a casa dos veces por semana, y que su hora habitual de
llegada eran las cuatro o las cinco de la mañana. Siempre se
levantaba a las once.
Pero Margaret jamás se quejaba. Trabó
amistad con otras dos o tres recién casadas de la vecindad. Hacía
sus labores domésticas y visitaba a su madre o su madre iba a verla
a ella. Y daba pequeñas fiestas para sus antiguas amigas.
Nunca se le ocurrió aprender a conducir el
sedán y Louis no pensó en sugerírselo. De hecho, él nunca pensó en
utilizar el Metro. Siempre iba al centro en coche y en él volvía a
casa.
Tampoco parecía importar lo borracho que
estuviera al subir al coche; siempre llegaba a casa, aunque en una
o dos ocasiones reconoció que había tenido sus dificultades para
mantener el vehículo entre los bordillos de la acera.
Admitía que bebía más de lo que le convenía,
treinta o cuarenta tragos de whisky al día, pero alegaba que tenía
que beber con sus clientes como un asunto de negocios, y que una
vez encendido el fuego en su interior, debía echar
combustible.
A Margaret le parecía normal que él bebiera.
Su padre y sus hermanos habían bebido siempre, y aunque Louis bebía
en un día más que ellos en una semana, jamás manifestaba unos
efectos particularmente desagradables. De un modo u otro, siempre
llegaba a casa, se desnudaba por sí solo y se metía en la cama. Y
por la mañana jamás se quejaba de dolor de cabeza. Se limitaba a
tomar dos buenos tragos de whisky, se vestía, bebía una o dos tazas
de café, leía el periódico y volvía al centro. ,
Ella no hubiera calificado de ideal su vida
de casada, pero le bastaba. Louis le daba mucho dinero para sus
gastos, y podía invitar a sus amigas al cine o a un espectáculo de
Broadway. Ni una semana dejaba de ir al Palace, o al Capítol, que
en aquella época era el cine más nuevo y grande de la ciudad.
Al cabo de dos meses, supo que iba a ser
madre. Cuando se lo dijo, Louis exhibió una sonrisa auténtica, le
dio un buen azote en el trasero y la levantó en volandas.
—¡Ten cuidado! —le advirtió ella—. Ahora
tendrás que ser más amable conmigo, si quieres que no le pase nada
al pequeño Louis.
—¡Por amor de Dios! —exclamó Louis—. ¿Crees
que he hecho algo que pueda perjudicar al niño?
—No —contestó ella, sonriendo alegremente en
su primer momento de superioridad desde la boda—. El doctor
Fiaschetti dice que todo va bien, pero me ha explicado las
precauciones que debo tomar, y una de ellas es que no debes
zarandearme.
—¿Y de eso? —le preguntó Louis, mirando a la
alcoba.
Margaret lo apartó, y se dirigió a la
cocina.
—No hay inconveniente —contestó por encima
del hombro—, pero el médico dice que hay que tener cuidado.
—Ven acá —dijo Louis—, empezaremos a
practicar esos cuidados.
Y volvió a cogerla por los brazos.
A las seis de la mañana los despertó el
teléfono. Era Peter. Mamá Beretti se estaba muriendo.
Louis no dijo nada, pero empezó a vestirse.
Margaret se puso precipitadamente la ropa, sintiendo una oleada de
compasión por él. Sabía que para todos los Beretti no había nada
tan fuerte como los lazos de la sangre. Podían pelearse entre
ellos, pero ninguno toleraría que alguien dijera una palabra en
contra de un Beretti. Y tampoco ignoraba que, aunque nadie lo
dijera expresamente, mamá Beretti era el jefe del clan. Mamá era la
fuente de la que habían brotado los hijos e hijas de los Beretti;
era la roca sobre la cual se había erguido papá Beretti.
Bajaron en el ascensor, manejado por un
antillano, adormilado y no muy agradable, con el inconfundible
acento de Barbados. El coche de Louis estaba aparcado frente al
edificio. Camino del centro, tomaron por las calles más anchas:
Broadway, Central Park, Quinta Avenida y Lafayette Street.
Mamá Beretti yacía en la cama, respirando
pesadamente. La ahogaba el liquido que tenía en los tejidos y la
sofocaba la grasa de su voluminoso cuerpo. Pero tenía una agonía
dolorosa. Estaba consciente y sufría mucho. Allí se encontraban el
padre McCann, el doctor Fiaschetti y una enfermera, además de papá
Beretti y todos sus hijos.
—Todo terminará pronto —explicó el doctor
Fiaschetti a Louis—. Ha preguntado por ti.
—Hola, madre —dijo Louis—. Aquí estoy.
—Ah, Louis —susurró mamá Beretti, con voz
débil y espectral, pronunciando lenta
mente las palabras—. Quería verte antes de
morir para decirte que te portes bien y seas un buen marido para
esa excelente chica.
—Claro que lo seré, mamá —le aseguró Louis—.
¿Hay algo que pueda hacer por ti?
—Estoy sufriendo mucho —se quejó mamá—. Y me
alegraré mucho cuando se me lleve Dios.
Papá Beretti cayó de rodillas junto a la
cama y empezó a llorar. La casa de Westchester, con todos los
adelantos, estaba lista, pero mamá no la vería jamás.
El padre McCann comenzó a repetir la oración
de su iglesia para los moribundos, y mamá Beretti lo siguió. De
pronto, su voz se interrumpió como si le hubieran puesto una mano
en la boca. Durante un instante, forcejeó con una intensidad
horrible y luego cayó hacia atrás con la boca abierta. El sacerdote
le cruzó las manos, aún manchadas, sobre su enorme vientre y le
cerró los ojos. Las mujeres empezaron a llorar en forma audible.
Papá Beretti prosiguió sus sollozos, que sacudían y retorcían su
flaca estructura. En medio de los lamentos, el imperturbable Peter
se echó en un sofá y comenzó a roncar. Louis miró el voluminoso
cuerpo de su hermano mayor.
—¿Qué se puede hacer con un animal estúpido
como ése? —preguntó en tono suave.
En la cocina, donde la enfermera tenía
preparado un puchero de café encima del fogón, el doctor Fiaschetti
dijo:
—A esta mujer le ha costado trabajo morir.
Llevó una vida dura y ha tenido una muerte difícil. Pero creo que
una muerte fácil no habría sido apropiada para ella.
Tuvieron que separar del cadáver a papá
Beretti. Estaba aturdido.
—Vuestra madre no ha visto la máquina de
lavar eléctrica —les dijo a Louis y a Rosa cuando finalmente le
convencieron de que se tumbara en el sofá del comedor.
De acuerdo con una costumbre grotesca y
bárbara, el abultado pellejo que el indomable espíritu de mamá
Beretti había abandonado se expuso a la mirada de la familia, los
amigos y los meros curiosos durante dos días. Luego se celebró el
entierro, con grandes gastos y pomposa ceremonia, incluida una misa
solemne de difuntos.
Al terminar, papá Beretti y Rosa se
trasladaron a Westchester, a vivir en la casa que papá había
construido para mamá. Rosa utilizó los aparatos eléctricos y les
sacó mucho partido. Papá se dedicó a la jardinería, sin muchos
ánimos. Sólo sintió un placer auténtico aquel otoño, cuando fabricó
en el sótano cubas y toneles de vino al viejo estilo
italiano.
El vino que vendía Louis en sus locales
siempre había sido bueno porque lo hacía papá Beretti.
—Pero ganaré más dinero —aseguró Louis a
papá—, si vendo género corriente: alcohol y agua con un poco de
zumo de uva para darle sabor. Resulta más barato, y en estos
tiempos los clientes están más acostumbrados a eso.
—Pero éste es un vino bueno —dijo
papá.
—¡Ja! —repuso Louis, riendo sin alegría—.
Consigo alcohol de madera al que se le ha exprimido el veneno, y
con él hago buena ginebra y buen whisky. Y los demás tipos hacen
buen vino con él. Ese es el sabor a que los clientes están
habituados. Saben lo que quieren. Buscan el género bueno y cabal de
los contrabandistas honrados; además, resulta más barato.
Louis estaba engordando y sus ingresos eran
considerables. Pero también se le iba un buen chorro de
dinero.
Le gustaba apostar a los caballos. Siempre
había tenido ese defecto. Pero ahora, con unos ingresos mayores,
apostaba más fuerte a las carreras y perdía más.
Las chicas que trabajaban en el Cellar Door
trataban de conquistar a Louis porque era el jefe. De vez en
cuando, solía darles un cachete en las nalgas con la mano abierta,
y en alguna ocasión les invitaba a una copa, pero Kitty era la
única a la que siempre prestaba atención.
Kitty tenía el pelo castaño y ojos azules, y
unas piernas bonitas, firmes y rectas. Se parecía a una gatita; era
muy suave, mimosa y juguetona. Tenía un aire inocente, pero Louis
sabía que no necesitaba leer sobre el control de natalidad para
evitarse problemas. En el ámbito en que ella se desenvolvía, la
«seguridad ante todo» era un lema importante.
Si una chica se descuidaba, había
establecimientos, regidos bajo pautas científico-quirúrgicas, donde
podía rectificarse un error sin otro inconveniente que tomar una
vaharada de éter y soltar 150 dólares. Todo el mundo lo sabía. Era
parte de la vida.
Una madrugada, cuando Louis llevaba ocho
meses casado, y después de haber bebido más whisky y perdido más
dinero que de costumbre en las carreras, fue al Cellar Door. La
mujer de Peter armaba tanto alboroto sobre la presencia de su
marido en el restaurante, que por lo general allí pasaba Louis la
mayor parte de su tiempo, aparte de que Kid Quick, por supuesto,
estaba allí en forma permanente.
Joe y Freddy Bergman y Sammy Oates, que
trabajaba para ellos, tenían sus taxis ante la puerta del Cellar
Door. Atendían muy bien a los clientes habituales, y ni siquiera se
molestaban en pedir a los periodistas el importe del viaje si
estaban muy borrachos o demasiado desplumados para mencionarles el
tema de la tarifa cuando llegaban a casa.
Pero los turistas de Nueva York que subían
tambaleantes a los taxis de los hermanos Bergman, solían quedar
intrigados por la desaparición de su dinero y de sus objetos de
valor. Los hermanos Bergman eran unos artistas en su especialidad,
y en su fuero interno jamás pretendían ser taxistas.
En esa madrugada en cuestión, Louis estaba
más inquieto que de ordinario. No quería ir a casa. No sabía
exactamente qué demonios quería. Lo único que sabía era que deseaba
hacer algo diferente de lo que estaba haciendo y de lo que había
hecho. Sus brillantes ojos castaños destellaron al ver a
Kitty.
—Hola, pequeña —dijo—. ¿Te apetece una
copa?
—Por supuesto, jefe —contestó ella,
cogiéndolo suavemente del brazo.
—Eres una gran chica, Kitty —dijo Louis—.
Algo me dice que eres maravillosa haciendo el amor.
Kitty levantó la cabeza para mirarlo con
unos ojos azules empañados por el alcohol.
—Quizá podría aprender a amar a un hombre
grande y maravilloso como tú, jefe, si tuviera oportunidad —admitió
ella.
Louis echó la cabeza hacia atrás, abrió la
boca e introdujo una discreta ración de whisky en su saturado
aparato digestivo.
—Entonces, vamos; coge tu ropa —dijo—, Esta
es nuestra noche.
Mientras esperaba a Kitty, Louis pensó en
Margaret, que estaría en casa, en el apartamento de cinco
habitaciones. Le habría preparado las zapatillas y le habría puesto
una botella de whisky y un periódico en la mesa del comedor. Y
también le aguardaría un emparedado de salchichón o algo parecido.
Por un momento, sintió que le remordía su atrofiada conciencia.
Luego, se rió con una carcajada sin alegría.
«¡Qué diablos! —pensó—. Así es mejor para el
niño.»
Y cuando Kitty apareció reposadamente para
reunirse con él, se sintió halagada por la sonrisa verdaderamente
agradable que iluminaba el rostro de Louis. No sabía que la
expresión no era para ella. Louis se imaginaba que era ya un padre
solícito.