8
Después de llegar a Francia, Louis y Bill
Pedersen se mantuvieron unidos. La guerra servía de telón de fondo
para sus aventuras. Ambos hubieran podido convertirse en oficiales
si hubiesen querido. Pero prefirieron divertirse.
No habían estado mucho tiempo en suelo
francés cuando los destinaron a un campamento de entrenamiento de
oficiales, y no llevaban mucho tiempo en el campo de entrenamiento
de oficiales cuando volvieron a enviarlos a la artillería
pesada.
—El teniente que manda nuestra sección es un
aguafiestas —explicó Bill a Louis—. Vamos a requisar cien libras de
azúcar para la gente y a hacer un viaje por nuestra cuenta.
—¿Y para qué tomarnos toda esa molestia,
Bill? —le preguntó Louis—. ¿Por qué no robamos el azúcar?
Bill, sin embargo, insistió en requisar el
azúcar.
—También podríamos hacer algo en forma
conveniente de vez en cuando —contestó.
Luego, Louis y él se marcharon con un saco
de 50 kilos de azúcar. Saltaron con él a un tren de mercancías y se
apearon en el primer pueblo en el que éste se detuvo.
—Me pregunto cómo se llamará este pueblo
—dijo Louis.
—Da exactamente igual —repuso Bill—.
Sígueme.
Entraron en un café, y Bill pidió una
botella de coñac, una tortilla de doce huevos y dos botellas de
vino tinto. Pagó la cuenta con azúcar, que escaseaba mucho más que
los francos. Ni siquiera se habló de pesarlo. Se limitó a abrir el
saco y a verterlo.
—Deberíamos conseguir unas chicas —dijo
Louis.
—Eso es fácil —aseguró Bill—. Mientras
nos dure el azúcar, encontraremos todas las
chicas que queramos.
—Acaban de pasar un par de ellas ante la
puerta, echándonos una mirada —anunció Louis.
—¡Bah! —hizo Bill—. Tienes mal gusto para
las mujeres, Louis. Te atrae cualquier cosa que lleve faldas. Yo
soy exigente. Ven conmigo.
Louis se echó el saco al hombro y caminaron
por un sendero hasta llegar a una casa que se alzaba tras un muro
de ladrillo. En la puerta había una mujer de cerca de treinta años,
más bien rolliza, de cara agradable, pelo negro y grandes ojos
oscuros. Les sonreía.
Bill se quitó el gorro de uniforme y
sonrió.
—¿Cómo está usted, mademoiselle? —preguntó
en francés—. Llevamos un gran suministro de azúcar, estamos
cansados de transportarlo de un lado para otro, y nos gustaría
mucho sentarnos a descansar en un sitio tranquilo.
—Monsieur no parece muy fatigado —repuso
ella, riendo—. Y su amigo carga con esa montaña de azúcar como si
fuera paja. Hay aquí más azúcar del que he visto en dos años.
—¿Podríamos pasar? —preguntó Bill.
—Pues claro —fue la respuesta—. Me alegro de
dar hospitalidad a los valientes americanos.
—Nosotros no somos tan valientes —confió
Bill, haciendo señas a Louis para que entrara por el portón—, Pero
las hermosas damas de Francia nos inclinan a ser generosos con
nuestro azúcar.
—¡Oh! ¿Pueden desprenderse de él si lo
desean? —preguntó la mujer, frunciendo los labios en un mohín de
sorpresa—. Me gustaría mucho disponer de un poco de azúcar, pero no
querría que unos soldados valientes tuvieran problemas por
ello.
—Yo soy el Delegado del Azúcar en el
Ejército de los Estados Unidos —afirmó gravemente Bill—, y este
caballero es mi ayudante. Me ayuda a llevar el azúcar.
—Ya me lo figuraba —dijo la mujer.
—Además —prosiguió Bill una vez cruzaron el
portón, sintiéndose un poco más tranquilo ya que, por un rato, se
habían puesto a cubierto de la curiosa policía militar—, me
gustaría que no nos llamara valientes a Louis y a mí. Preferiríamos
que se nos conociera como discretos.
—¡Oh! ¡Oh! —dijo la mujer, dejando caer sus
largas pestañas sobre los grandes ojos—. Tal vez, si tienen la
amabilidad de entrar en la casa, mi amiga Antoinette y yo les
serviriamos té. La espero en cualquier momento.
Entraron en la casa y su dueña tiró del
cordón de una campanilla, a la que respondió una camarera rolliza,
algo zalamera, con mejillas rosadas y labios rojos debajo de una
sospecha de bigote. La dama ordenó té.
—¿Qué le ha dicho esta dama a la otra?
—preguntó Louis.
—Le ha pedido té para nosotros y para otra
dama que va a llegar en cualquier momento.
—Ayudaré a esa dama a hacer el té —dijo
Louis, y echó a andar detrás de la rechoncha criada, que se
retiraba.
—Mi ayudante ya a inspeccionar la cocina
—explicó Bill, en tono grave—. También es Inspector de Cocinas de
nuestro Ejército.
—Ahora llevaré yo el saco un rato —dijo Bill
unas cinco horas más tarde, cuando salieron de la casa.
—Ya pesa mucho menos —suspiró Louis.
—¿Por qué no esperaste a la amiga de madame
Demorest? Era de lo más encantador.
—Marie estaba allí mismo —contestó
Louis.
—¡Por Dios! —exclamó Bill—. ¿Sabes que acabo
de recordar que, después de todo, no hemos tomado té?
—Hemos tomado lo que vinimos a buscar —dijo
Louis—. Y si sabemos lo que nos conviene, tendremos que enganchar
un tren de mercancías y salir de este pueblo antes de que algún
entrometido policía militar repare en nosotros.
—Tienes razón —asintió Bill—.
Apresúrate.
Dos días después, Louis jugó una partida de
dados en otro pueblo, cuyo nombre tampoco sabía, con una multitud
de soldados de infantería que acababan de recibir la paga. Sus
bolsillos se hincharon de dinero. Cuando Bill lo arrancó de la
partida, Louis parecía un colchón demasiado relleno.
Pocos minutos después, junto a la carretera,
contaron el botín. Les faltaban unos francos para llegar a cuatro
mil dólares.
—¿Por qué demonios no me dejaste en paz? —le
preguntó Louis—. Un rato más y me habría apoderado de toda la pasta
que tenían.
—Ya he oído eso otras veces —dijo Bill—. Me
figuré que tendrías lo suficiente para que fuéramos a París. Porque
es a París a donde vamos.
—¡París! —exclamó Louis—. Esa es una pocilga
que siempre he querido ver. Pero —añadió—, podíamos haberlo visto
mejor si me hubieras dejado en paz.
Louis no le dijo a Bill que la razón por la
que le hubiera gustado quedarse jugando un rato más, era que la
partida se jugaba sobre una manta y que nadie había insistido en
tirar los dados contra una pared o contra un respaldo. Louis se
había pasado muchas horas tediosas aprendiendo a tirar los dados en
estas condiciones y en aquella partida no podría haber perdido.
Pero no se lo dijo a Bill porque, por su amistad con él, sabía que
le haría devolver el dinero. Louis pensaba que habían descuidado la
educación primaria de Bill.
Se divirtieron en París. Se alojaron en el
hotel Empire, bebieron champaña y tuvieron todas las chicas que
quisieron. Una tarde fueron al Casino de París con un montón de
invitadas: chicas de buen vivir. A las chicas les encantaban Bill y
Louis; los americanos no $e preocupaban en absoluto del dinero,
pagaban tantas copas como todo el mundo quisiera tomar, y dejaban
que las muchachas recogieran el cambio. Admiraban más a Bill, pero
se llevaban mejor con Louis. Bill era educado y un tanto reservado,
pero Louis les echaba mano indiferentemente a los pechos o al
trasero, e incluso dio una azotaina a una de ellas, al sorprenderla
con una mano en su bolsillo.
Cuando la fiesta estaba en marcha, entraron
un comandante y un capellán. Hicieron una o dos tentativas
infructuosas para trabar conversación con alguna de las muchachas,
y luego el comandante le dijo a Bill:
—Parece que estas chicas piensan que os
pertenecen. ¿Os importaría prescindir de dos de ellas,
solamente?
—En absoluto, mi comandante —respondió Bill,
en tono jubiloso—. Creen que somos millonarios, ¿sabe usted? Les
hemos hablado de nuestro yate y de que somos delegados del azúcar
de los Estados Unidos. Elija las que quiera, y nosotros lo
arreglaremos.
Con una seriedad que debía algo al alcohol,
Bill y Louis ayudaron al comandante y al capellán a escoger dos
chicas. Una vez seleccionadas, Bill les dio veinte dólares a cada
una.
—Portaos bien con estos dos hombres —les
dijo en francés, que no entendían ni el comandante ni el capellán—.
Son agentes nuestros, de toda confianza.
El comandante y el capellán se fueron con
las muchachas, y Bill y Louis siguieron pidiendo bebidas.
Dos días después, Bill jugó una partida de
red dog. AI cabo de ocho horas de juego, con tres mil dólares de
apuesta y sólo una carta por salir que pudiera ganarle, Bill enseñó
su mano.
—Estas ganan —dijo.
Se volvió la carta, y ganó ella.
—Así son las cosas —comentó Bill,
levantándose de la mesa y marchándose con Louis. Bebieron
copiosamente y cuando despertaron estaban en un hospital,
arrestados. Se habían emborrachado a conciencia y provocado
incontables tumultos.
Aún padecían la resaca cuando se presentó
allí un general francés con su estado mayor y condecoró a todos los
del pabellón con la Croix de Guerre. Así fue como Louis y Bill
ganaron su condecoración.
—Conservaré la mía —explicó Louis—, porque
es la prueba de que una vez me besó un tipo y no lo maté.
—De todos modos, yo debería avergonzarme de
mi mismo —reconoció Bill—. Y desde luego, este asunto me da
vergüenza. Después de esto, tendremos que combatir un poco, aunque
parezca una pérdida de tiempo.
—Si hubiera sabido lo que se puede divertir
uno en la guerra, hace tiempo que habría organizado alguna —dijo
Louis.
—Todavía no hemos estado en ninguna —repuso
Bill—. Pero vamos a hacerlo.
Tras unas cuantas idas y venidas, acabaron
en el frente con la artillería pesada. No vieron a ningún alemán y,
salvo los aviadores, ningún alemán los vio a ellos.
—Intentaré que me trasladen a las
ametralladoras —anunció Bill una mañana—. Aún estoy avergonzado de
mí mismo, y eso de meter una granada grande en un enorme caldero
para mandarla a un blanco que está a veinte millas de distancia, no
es la idea que yo tengo del trabajo que debe hacer un hombre.
—Agáchate, tú y tu trabajo de hombre —dijo
Louis—. Ahí viene un alemán.
Un avión alemán descendió rápidamente del
cielo y, rozando el suelo, acribilló a tiros a los artilleros
agazapados. Media docena de proyectiles atravesaron a Bill.
Louis tenía un poco de vino en la
cantimplora, y la llevó a los labios de Bill.
—Dame un cigarrillo, Louis —pidió débilmente
Bill.
Louis encendió el cigarrillo, y Bill
murmuró:
—Esto acaba conmigo, Louis. Y no me gusta
mucho. Ojalá hubiera hecho antes algo que valiera la pena.
Louis no dijo nada.
—Eres buen chico, Louis —prosiguió Bill—.
Jamás he conocido a un tipo más decente que tú. Hazte cargo de mis
cosas y ocúpate de que mi familia sólo oiga cosas buenas de
mí.
Louis abrió la boca e hizo los movimientos
para decir: «De acuerdo, Bill», pero no le salieron las palabras,
lo que le sorprendió mucho. No percibía ningún síntoma de
conmoción. Todo era exactamente igual que antes, sólo que Bill se
estaba muriendo y a él se le había ido la voz.
—Hay una carta para mi padre y otra para
Louise —dijo Bill—, Le digo que si alguna vez necesita una ayuda
fraternal puede confiar en ti. ¿Un cigarrillo? —dijo al cabo de un
momento, más débilmente.
Louis encendió un cigarrillo. Cuando se
inclinó para ponérselo en los labios, Bill había muerto.
Louis se quedó sentado durante incontables
minutos, sin pensar en nada en particular. Finalmente, se aclaró la
garganta con un áspero sonido gutural y exclamó:
—¡Dios santo!
Se levantó y se dirigió al puesto donde
algunos heridos recibían los primeros auxilios.
—Allí hay un muchacho muerto —anunció
estúpidamente, pues allí había varios muchachos muertos.
—Esta es una guerra asquerosa —dijo al cabo
de un momento—. Los tipos que la organizan no luchan en ella.