Capítulo 30

Luces de Sirenas

El resplandor ambarino parpadeaba en el polvoriento interior del Palacio Castaigne.

Habían abierto de par en par las puertas del teatro para permitir el paso de todos los miembros de las fuerzas de la ley y el orden que habían aparecido: agentes de policía, municipales y nacionales, equipos de forenses que lanzaban flashes con sus cámaras fotográficas, ayudantes de la fiscalía y el juzgado, operarios de la morgue, técnicos de ambulancia… había focos que despedían luz blanquecina, bolsas de vinilo negro en la que se embutían los cadáveres, maletines con productos químicos y demás cachivaches que usaban los forenses.

Varios periodistas habían intentado colarse por las salidas de incendio y la policía los había forzado a abandonar el escenario del crimen. Alguien había dado el chivatazo a la prensa: Habían cazado al Rey Andrajoso y todos querían información para el telediario de la tarde.

Blanca estaba en shock, había diagnosticado uno de los técnicos de ambulancia. La primera pareja de agentes de policía que apareció no pudo sacarla ni una sola sílaba. Los había acompañado hasta el coche patrulla, se había sentado en el asiento del copiloto y había continuado así hasta la llegada de la ambulancia, a los que también había seguido, sin rechistar, sin hablar, sin oponer resistencia.

Solo, ante la aparición de los técnicos de forenses ataviados con mascarillas y máscaras de gas, fue cuando Blanca salió de su sopor… gritando como si la estuvieran destripando con un cuchillito dorado, curvado como una hoz.

Cuando el agente Fuentesauco llegó a la escena del crimen, Blanca volvió de nuevo a derrumbarse, a llorar a lágrima viva ante la sola aparición de un rostro conocido. El policía con cara de bulldog, mostró un tacto y un cuidado ajenos a su aspecto de tipo duro y tosco. Envolvió en un cálido abrazo a la chiquilla, la dejó llorar y desgañitarse hasta que se calmó y pudo comenzar, con calma y cuidado, a interrogarla.

Con una manta parda sobre los hombros y un té aguado en un vaso de papel, Blanca intentó narrar la locura de noche que había pasado en el Palacio de Castaigne. El secuestro en el Valhalla y los enmascarados, Jandro y su collage, el resplandor amarillo, los enmascarados que habitaban en Ythill. La historia de Iván y Jandro, de Jaime y sus matones, de Ámbar Manzano. El sacerdote Naotalba y la muerte de Joystick. La pelea en el muelle, el ataque de los byakhees en el lago de Hali y la despedida de Caty y Volstagg. Carcosa… La Reina Amarilla y el Rey de Amarillo. Ámbar e Iván. Amanda colgando, desollada. Jandro destripado. Y ella vaciando el tambor del revólver sobre Iván y Ámbar.

—Lo que me has contado —comenzó Fuentesauco eligiendo con mucho tacto las palabras— es un poco… fantástico.

—Lo sé —murmuró Blanca—. Sé que es una locura… pero le juro que no miento.

Blanca alzó las manos llenas de heridas y manchada de sangre.

—Para mí ha sido muy real.

El agente se alejó con la técnico de ambulancia, una joven pelirroja de mejillas como manzanas.

—¿Le habéis extraído sangre?

—Sí. Para verificar si estaba bajo los efectos de algún alucinógeno, ¿verdad?

—Está, o ha estado alucinando, eso seguro… lo que aún no sé, es si eso la convierte en víctima o en sospechosa.

—A mí no me parece sospechosa de nada.

—Ya… mucha mosquita muerta no parece sospechosa de nada, hasta que se quitan las máscaras y descubres que son unos grandísimos hijos de puta.

Y entonces pasó.

—¡Hay otro superviviente! —gritó una voz desde el interior del teatro.

Intentaron que Blanca no corriera hacia el teatro, pero la muchacha estaba fuera de sí. Histérica, arrojó el vaso de papel y empapó de té frío a la técnico de ambulancia, se escabulló entre los dedos del agente Fuentesauco, frenética.

—¿¡Es Jandro!? —chillaba—. ¿¡O Amanda!? ¡Las heridas de Amanda todavía sangraban! ¡Eso es porque su corazón aún latía! ¡Su corazón aún latía!

Su corazón aún latía.

Máscaras de Carcosa
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