Capítulo 17
Huida por los Balcones
Los monstruos se giraron para contemplar a Caty y a Blanca.
Y chillaron.
Las muchachas observaron estupefactas cómo esos seres amorfos e inhumanos gritaban horrorizados (los que podían, de algunos de esos rostros emergían pitidos, tronidos o bramidos) y corrían para alejarse cuanto pudieran de las intrusas.
Eso ocurrió con los atemorizados invitados, no con los guardias.
El guardia que había presentado a Camilla durante el desenmascaramiento comenzó a caminar hacia ellas, pero se vio bloqueado por la ola de asustados seres que se apartaban de las chicas. El que estaba plantado ante la apertura alzó ambas manos enguantadas y agarró a las chicas de la nuca. Blanca sintió como los duros dedos apretaban como tenazas su tierna piel, se dejó llevar por el pánico, cayó de rodillas y chilló histérica.
Y, en un instante, la presa desapareció.
Caty se había recuperado de la visión de los seres y al sentir el ataque del guardia se defendió. Haciendo uso de la adrenalina y de sus conocimientos en defensa personal, agarró su puño derecho con la mano izquierda, se volteó como un relámpago e incrustó violentamente su codo en las costillas del guardia. El individuó expelió un gruñido y trastabilló, liberando a las chicas de su presa. Caty no perdió el tiempo, se giró con destreza y le arreó una brutal patada entre las piernas. El guardia cayó de rodillas y, antes de que pudiera hacer nada, Caty le arrebató ambas porras del cinturón.
En un ágil giro, Caty le había golpeado por encima de la oreja derecha con uno de los palos y, le descargó otro golpe en la cabeza con la otra porra, antes de que cayera derribado.
El caos que se había desatado a su alrededor explosionó. Los monstruos gritaban y por encima de ellos se oía chillar perfectamente a la princesa Camilla, frenética y rabiosa:
—¡Apresadlas! ¡Apresad a las invertidas! ¡No llevan máscaras! ¡No llevan máscaras!
Blanca sintió que el insulto la golpeaba con más fuerza que la presa del guardia. ¿Por qué? ¿Por qué les insultaba? ¿Y cómo lo sabía? De repente todos los monstruosos invitados comenzaron a insultarlas, ofendidos, ultrajados: ¡Lesbianas! ¡Conejeras! ¡Invertidas! ¡Buceadoras! ¡Marimachos! Los guardias de la puerta intentaban hacerse paso entre la muchedumbre, al igual que el guarda de Camilla, pero el histerismo de los seres les imposibilitaba su avance.
—¡Blanca! —le chilló Caty por encima del estruendo—. ¡Afuera! ¡Ya!
Caty la empujó y Blanca emergió de la arcada hasta una amplia terraza. Apenas tuvo tiempo de mirar a su alrededor, pero la imagen que contempló la dejó sobrecogida. Hasta los insultos de las criaturas se evaporaron ante la visión que contemplaba.
No estaban en el planeta Tierra. En la Tierra no había cielos pálidos salpicados por estrellas negras. No había soles gemelos de colores imposibles. No había ciudades así en la tierra. Ciudades de edificios negros, altos y retorcidos. Y más allá había un lago de aguas violetas… y más allá… más allá…
—¡Corre! ¡Maldita sea, corre!
Caty le agarró del antebrazo y tiró de ella. Blanca se dejó llevar, pero sus pies se tropezaban entre ellos, incapaz de razonar lo que estaba contemplando, lo que estaba pasando. Todo era imposible.
El final de la terraza, una balconada de piedra negra y lustrosa, se les acercaba veloz.
—Caty —chilló Blanca—. ¡Se acaba el balcón! ¡Se acaba el…!
—¡Salta!
Fue un salto torpe y patético. Tres metros por debajo, Caty aterrizó con una agilidad de artista circense, con una porra fuertemente cogida en su mano izquierda, pero Blanca se estampó de cara contra el suelo. Un golpe sordo. Un estallido de dolor amarillo. Blanca sintió el sabor a sangre llenarle la boca, el armazón de su vestido se rompió, le arañó los muslos y la falda se desgarró por cien sitios. El dolor le abrazó, le envolvió y tironeó de ella hacia la inconsciencia.
Pero Caty no le dejó.
—¡Vamos! —le animó. Le exigió. Le arrastró—. ¡Venga, vamos, Blanca! ¡Tenemos que saltar otra vez!
—No… —gimoteó Blanca, pero no hubo clemencia.
Volvieron a corretear por la terraza negra y cuando se quiso dar cuenta la gravedad las lanzó contra el suelo y Blanca volvió a besar el duro balcón. Sus gafas crujieron. El armazón del vestido se destrozó y todo su cuerpo chillaba de dolor.
—¡Blanca! —le exhortó Caty—. ¡Venga, vamos! ¡Tenemos que seguir! ¡Tenemos que huir!
—No puedo más —lloriqueó con los ojos cerrados, el cuerpo desmadejado, caída, derribada—. Déjame aquí. No puedo más. No puedo saltar más. Me mataré.
—¡No seas dramática, Blanca! —le chilló Caty—. Les llevamos ventaja, pero si no nos movemos, nos…
La luz de los soles gemelos fue eclipsada. La voz de Caty murió. La porra que aún tenía en la mano se deslizó lentamente entre sus dedos agarrotados. Algo enorme rugió. Blanca alzó la vista y sus llorosos ojos alcanzaron a ver oscuras formas aladas retorciéndose en el aire, volando a su alrededor. Más monstruos. Muchos más.
—Adentro —pidió Blanca intentando ponerse de pie—. Llévame adentro… por favor. Caty… ¡Caty! ¡Vamos adentro! ¡Vamos!
Caty no contestó ni se movió. Estaba petrificada ante las criaturas que revoloteaban hacia ellas, graznando rugidos. Blanca le agarró del antebrazo y tironeó de ella hasta introducirla en la obertura que las devolvía de nuevo a los interiores de ese extraño lugar.
—No había visto el cielo —se disculpó Caty con voz apagad—. No había visto el cielo. No había visto el cielo.
—Yo sí —gimoteó Blanca con los dientes bien apretados mientras cojeaba hacia la puerta—, lo que no había visto eran las terrazas.
Caty no contestó… apenas era capaz de articular más palabras que la frase que se había atascado entre sus labios. No había visto el cielo. Atravesaron un dormitorio gobernado por una gran cama con dosel y un monstruoso baúl, pero Blanca quería poner una buena puerta de por medio entre ellas y los monstruos alados.
Cuando la cruzaron, se dejó caer contra la negra pared, gimiendo y llorando.
—¡Joder! ¿Cómo has podido tirarme desde esa altura? ¡Dos veces! ¡Maldita lunática! ¡Dos veces! ¡Casi me matas! ¿Y cómo es que tú saltas tan bien? ¿Y cómo peleas así? ¡Parecías una puta ninja! Has derribado a… ese tipo en… unos… segundos…
Caty seguía de pie, sus enormes ojos negros muy abiertos, perdidos en la nada. Sus párpados violáceos cargados de pesadas lágrimas. Sus bonitos labios, pálidos como las máscaras de los habitantes de Ythill, boqueaban, intentando decir algo.
—¿Caty? —le preguntó Blanca—. ¿Caty qué…?
—No… Nononono… No había visto… el cielo… —consiguió articular.
Y rompió a llorar.
Blanca se levantó a trompicones mientras estallidos de dolor la atravesaban los huesos, se lanzó sobre Caty, hundió su rostro en el pecho y le rodeó la cintura con los brazos.
“¡Lesbianas! ¡Invertidas!” Los insultos se clavaron en sus sienes. “¡Conejeras! ¡Buceadoras! ¡Marimachos!” Blanca los expulsó de su psique. Ahora no los quería allí. Ahora quería confortar, quería aliviar a Caty. Lloró con ella. Dejó que su fragancia la envolviera y ambas buscaron consuelo la una en la otra.
Alguien carraspeó.
Las chicas alzaron la cabeza y sus miradas, borrosas por las lágrimas, tardaron unos segundos en enfocar las siluetas que las observaban.
La princesa Camilla les observaba tras su antifaz, mientras una burlona sonrisa se dibujaba en sus insinuantes labios negros. La rodeaban cuatro fieros guardias, que comenzaron a golpear rítmicamente sus porras, las unas contra las otras.
Pac-Pac. Pac-Pac. Pac-Pac.
—Apresad a esas asquerosas invertidas…
Pac-Pac. Pac-Pac. Pac-Pac.
—…y llevádselas a Naotalba.
Pac-Pac.