Capítulo 7
El Sabor del Metal
Jandro se había metido en la boca el cañón del revólver de su padre. Sus dientes lo apretaron, el esmalte dental arañó la fría y pulida superficie del arma mientras un escalofrío eléctrico, desagradable, cargado de una malsana excitación, le recorría la columna vertebral.
La violación de la película pornográfica que estaba visionando en la gigantesca pantalla de su ordenador era asquerosa. La estridente música electrónica que tronaba por su oscuro cuarto le embotaba los sentidos más aún que la dosis de heroína que se había inyectado hace un rato entre los dedos de los pies. Y la erección que había entre sus piernas se mantenía por medio de las caricias de la mano enfundada en el guante de látex, la que no apuntaba la pistola contra su cara.
Apretó el gatillo. El chasquido del percutor aceleró su masturbación. Apretó los dientes y los deslizó por el metal. Succionó la pistola. La chupó. La metió hasta su garganta, adonde las náuseas le revolvieron el estómago. Las lágrimas se deslizaron por los pómulos mientras su jadeo contra el cañón del arma aumentaba.
Ding-Dong.
Llamaban a la puerta.
Jandro se quedó paralizado. Se sacó el cañón de la boca, acompañado de un hilo de baba que unía el arma con sus labios pintados de púrpura mientras la erección se escurría entre sus dedos, dejando un brillante y transparente rastro de semen en el guante quirúrgico con el que se sostenía la polla.
Ding-Dong. Ding-Dong.
Parpadeó. Intentó enfocar su vista. Intentó centrarse en una línea de pensamiento porque su cerebro estaba saturado de ideas extravagantes. Abrió el tambor y comprobó que el siguiente hueco del arma estaba vacío.
Pero el tercero no, en el tercero estaba esa bala del calibre treinta y ocho que tenía su nombre.
—Puta mierda —gruñó con ojos llorosos.
¡DingdongDingdongDingdong!
—¡Ya va, joder! —aulló.
Se quitó el guante y lo lanzó al otro lado de la habitación. Echó por encima de su raquítico torso desnudo una sudadera negra y se puso unos acartonados vaqueros mientras murmuraba: ¿Quién coño llama a las tres de la madrugada?
Además del incesante timbrar, el visitante golpeaba a la puerta persistentemente. LOS visitantes, porque eran varios los puños que aporreaban la madera.
Jandro se paró ante la entrada y comprobó la pistola que llevaba en la mano. Solo una bala en el tambor. Bueno, si le iban a dar una paliza, los iba a hacer sangrar. Y con un poco de suerte le matarían.
El primer pensamiento que pasó por la cabeza de Jandro fue que el Pichu y Marco venían para darle una paliza por no haber pagado al camello su última dosis de heroína. Jandro, le había practicado una felación a Natxo para así conseguir llevarse la heroína sin pagar, pero Pichu y Marco, los jefes, querían efectivo, y ya les debía unos cuantos cientos. Tres para ser exactos. Y Jandro se estaba retrasando en el pago. De hecho, se estaba retrasando con todo: en los trabajos de la facultad, en sus inexistentes horas de estudio, en los pagos para la droga, para el alquiler, para la luz, el agua, la conexión a Internet… En la limpieza del inmundo desagüe en el que malvivía. En hacer una compra de comida decente y no la basura con la que había subsistido los últimos meses.
Jandro llevaba cerca de un año buscando destruirse. Se metía mucha mierda en las venas; practicaba sexo sobrepasado, desprotegido, tanto con mujeres como con hombres; solo visionaba cine pornográfico, violento y repulsivo; se relacionaba con el resto de personas con las que trataba por medio de insultos y sarcasmo; y procrastinaba en chats en los que se dedicaba a trolear de forma gratuita, a insultar y vomitar todo el veneno que le corría por las venas. A veces se agarraba a su almohada y lloraba amargamente hasta que perdía la consciencia.
Así que si dos o tres matones venían a partirle las piernas, les daría todos los motivos que pudiera para que le mataran. Adelante, él estaba listo.
Porque darles la solución rápida a los despiadados restos de su destrozada familia pegándose un tiro en la boca no iba a pasar… no estando sereno, porque colocado tendía a jugar a la ruleta rusa o a ahorcarse a sí mismo mientras se masturbaba, así que todo podía darse. Pero no conscientemente. No. Conscientemente quería seguir al pie del cañón, para putear a su abuela la fiel devota del Crucificado y la madre que les parió, y a esos tíos y tías meapilas y lameculos a los que mantenía. Y mira que les jodería mucho tener a un suicida en la familia, pero más les jodía tener a un gótico sodomita y degenerado.
Y eso a él le divertía.
—¿Quién es? —gritó con la boca pastosa, mientras ojeaba rápidamente por la mirilla.
—Soy yo, Jandro. Iván.
Sintió que las piernas le flaqueaban.
Ahí estaba, al otro lado de su puerta, Iván, su particular puñal clavado en la espalda. Acompañado de sus amigos, la Cuadrilla Salvaje, a los que con gusto fusilaría, sobre todo al gordo de Volstagg.
—¿Tú y tus amigos venís a darme una paliza? —preguntó con desánimo. Se había hecho a la idea de una pelea, le daba lo mismo con quien.
—No.
—Hoy no —espetó Volstagg, pero por extraño que fuera ni la calientapollas de Caty, ni el lameculos de Joystick le rieron la gracia. De hecho parecía que Volstagg no bromeaba. Jandro miraba fijamente a las deformadas figuras por la mirilla cuando…
—¿Qué coño pinta la hipster de Blanca con vosotros?
—Jandro, necesito hablar contigo urgentemente, por favor.
Jandro paladeó la mordaz respuesta que iba a escupirle, pero el alicaído rostro de Iván le detuvo. Algo estaba pasando, entre la vista de la mirilla y los efectos de la heroína no disponía de todos sus sentidos para hacerse una idea clara… pero algo les estaba pasando. ¿Para qué coño le llamaban? Por una vez, la curiosidad fue más fuerte que su deseo de dañar.
Y quizá había algo más. Quizá, solo quizá, echaba de menos a Iván. Y echaba de menos al Jandro que Iván conoció. Echaba de menos a ese friki, bajito y tímido al que había llamado amigo, y al que seguía echando de menos por muy mezquino y cobarde que fuera.
—A la mierda —siseó, mientras se apretaba la frente con la palma de la mano.
El sabor del metal todavía se aferraba a su paladar. Se aclaró la garganta y arrugó el rostro mientras pensaba.
—Por favor —suplicó Iván desde el otro lado—. Por favor, Jandro.
Abrió la puerta. Los cinco visitantes le miraron. Todos dirigieron lentamente la mirada hacia el arma de fuego que sostenía en la mano izquierda. Diez ojos se abrieron mucho.
—Pasad —dijo mientras se rascaba por encima de la oreja con el cañón de la pistola que ninguno de los otros dejaba de mirar—. Poneos cómodos… lo que podáis. Voy a matar la música y a… preparar café.
—Creo que mejor lo compramos en un veinticuatro horas —propuso Blanca sin color en las mejillas—. He visto uno por aquí cerca.
—Te acompaño —murmuró Joystick sin apenas parpadear.
—Como queráis —respondió Jandro luciendo su sonrisa más despreciable.