Capítulo 15
Pasillos Infinitos
Joystick apuró la última calada que le quedaba al porro que se había liado antes de entrar en el teatro, el Palacio de Castaigne. Cerró los ojos, aspiró profundamente el acre humo, lo contuvo durante unos segundos en sus pulmones y exhaló, acompañado de un apagado gemido de placer.
Al abrir los ojos comprobó que seguía en el pasillo sin fin.
Cuánto llevaba allí. ¿Una hora? ¿Tres? ¿Diez? Desde que empezara a fumar hachís y maría Joystick reconocía que había perdido la facultad de medir el tiempo. Pero lo que estaba experimentando ahora no tenía nada que ver con los efectos secundarios de su pequeña adicción.
No, joder, esto era muy extraño.
El Amarillo lo llenó todo y luego se fue, dejándole en medio de un pasillo de paredes de piedra oscura, lleno de puertas de madera negra, iluminado por solitarias antorchas que despedían un resplandor sucio cada dos puertas. Un pasillo curvo. Una continua curva de unos cuarenta y cinco grados, con puertas cada doce pasos… y, según sus cálculos, había dado una vuelta completa al pasillo (de hecho, tres vueltas y un cuarto) sin encontrar una escalera de salida o cualquier nimia diferencia.
Extraño, muy extraño. Jodidamente extraño.
Claro que todavía no se había puesto a abrir puertas porque le acojonaba sobremanera lo que pudiera haber al otro lado.
Para empezar, porque tuvo la brillante idea de acercar la llama de su mechero a una de las puertas con intención de marcarla y así tener una referencia en ese pasillo infinito y entonces, la puerta gruñó.
Fue algo sutil. Como cuando un perro o un gato están a gusto, durmiendo o comiendo, les acercas la mano para acariciarles y el animal no ataca, solo gruñe de forma ronca, pero audible, muy audible. Un: “como me toques te mato”. Un: “estoy ocupado y no es momento para tus mamonadas”.
Eso hizo la puerta. Gruñir. “Como me acerques la llama te hostio”. Pero el tema es que las puertas no gruñen. Al menos las puertas de la ciudad de Leonado que es donde Joystick había tenido más contacto con puertas… pero no estaba en Leonado, ¿verdad? ¿Dónde coño estás Joystick? ¿Y dónde está todo el puto mundo?
Apretó la chusta con el dedo pulgar y el dedo corazón y la catapultó contra la pared con este último. Resopló. Se maldijo.
—Sin riesgo no hay gloria, colega —murmuró.
Se plantó delante de la primera puerta que se encontró. Acercó la mano hasta la pesada argolla de metal dorado que había en su centro, esperando a que la puerta gruñera, se quejase o hiciera algo que no hacen las puertas en Leonado. La puerta se comportó como una puerta y no hizo nada. Agarró la argolla y tiró hacia él, no le costó tanto como pensaba moverla, se abrió con sorprendente facilidad.
Al otro lado había un camerino. Era una habitación estrecha y muy larga.
Infinitamente larga.
La pared derecha estaba dominada por un gran espejo rodeado de bombillas que despedían una sucia luz amarilla y ante el espejo había un centenar, un millar, un infinito ejército de bailarinas, todas ataviadas con tutus, medias y máscaras blancas. Hasta su piel era pálida, piel color hueso. Las máscaras no tenían rasgos, no tenían oberturas para los ojos, la nariz o la boca, ni la protuberancia donde debería haber una nariz.
No había facciones en esos rostros ovalados.
De la horda de bailarinas, las había que estaban sentadas ante el espejo maquillándose las máscaras, arreglándose los moños de cabello negro y rizado o practicando estiramientos de hombros, brazos y piernas. Largas piernas envueltas en medias de seda blanca. Algunas se agarraban a espalderas, se estiraban, practicaban pliés, demipliés y esas cosas de bailarinas. Otras se retorcían colgando de cuerdas como artistas circenses.
Hasta que, a la vez, las decenas, cientos, miles de bailarinas que había en ese camerino sin fin, dejaron de hacer lo que estaban haciendo y volvieron su cabeza hacia Joystick.
Todas.
A la vez.
Joystick sintió las agujas de sus miradas ciegas clavándose en su carne. Se sintió estudiado, evaluado, tasado.
Se sintió violado.
Entonces, una bailarina que estaba sentada frente al espejo como a tres metros de distancia de él, se levantó y tras su máscara pálida le dedicó un gemido obsceno.
Y las decenas, cientos, miles de bailarinas, gimieron libidinosas.
Todas.
A la vez.
Joystick las contemplaba alucinado, con sus testículos presos de una extraña excitación, morbosa y sucia. Y peligrosa. Tanto que sus tripas estaban contraídas. Notaba su ano prieto, queriendo encogerse dentro de sí mismo.
Abrió la boca, seca, y su apergaminada lengua fue incapaz de pronunciar palabras. Las bailarinas actuaron antes.
Se abrieron de piernas.
Todas.
A la vez.
Daba lo mismo la posición. Las que estaban sentadas se volvieron encima de sus mohosos sillones hacia el muchacho y le ofrecieron su sexo. Las que estaban de pie alzaron sus largas y perfectas piernas, las sostuvieron contra sus pechos planos o sus anchos hombros. Las que colgaban de cuerdas, se cogieron fuertemente a las sogas, se deslizaron insinuantes, mientras sus muslos se abrían con flexibilidad y elegancia.
Joystick se encontró contemplando decenas, cientos, miles, de perfectas vaginas, depiladas, húmedas… y llenas de dientes.
Las bailarinas volvieron a gemir, un gemido lascivo que sonaba a un ofrecimiento y a una pregunta. Las vaginas dentadas, similares a las fauces de una lamprea, un agujero de dientecillos cortos, amarillos, gruesos y afilados, se contrajeron excitadas, babearon fluido, salivaron.
Todas.
A la vez.
—Perdón —se excusó Joystick avergonzado.
Cerró la puerta.
Dio un paso hacia atrás.
Y echó a correr hasta que sus arrugados pulmones comenzaron a respirar sulfuro.
Se paró en medio del pasillo, apoyado en sus rodillas, resollando. Lanzó una temerosa mirada por encima de su hombro, esperando encontrarse con decenas, cientos, miles de bailarinas cachondas con ganas de follarlo hasta matarlo y hacer que su polla, sus dedos y sus labios, sirvieran de alimento a sus fauces vaginales.
Pero no había nada, solo un pasillo infinito de piedra oscura, con puertas negras y antorchas que despedían una luz amarillenta.
Y su polla, muy dura, palpitaba dentro de sus pantalones.
—¡Qué puta mierda! —escupió.
Tardó unos minutos en controlar la respiración.
Reunir valor para abrir otra puerta le costó mucho más, pero se obligó a ello.
La luz de unas pocas velas iluminaba débilmente un dormitorio gobernado por una enorme cama con dosel de cortinajes negros. Sobre sus oscuras sábanas de seda, una cosa verde y gris, todo tentáculos y fauces babosas, dientes y ojos amarillos, se estaba follando brutalmente a una chica que gemía excitada bajo su máscara pálida.
El pene de Joystick volvió a inflamarse dentro de sus pantalones al contemplar como las empinadas tetas de la muchacha bailaban con cada embestida. Los tentáculos de su monstruoso amante se enroscaban en sus muñecas y sus tobillos, apresándola, forzándola, pero ella solo gemía presa del placer.
Y le miraba, le miraba con unos ojos oscuros, vidriosos, muy abiertos, con unas pupilas dilatadas, perdidas en el vacío y, a la vez, bien fijas en él.
La muchacha extendió una delicada mano, de uñas pintadas en negro y piel blanca como el marfil, y se la tendió a Joystick. El tentáculo lo permitió, se deslizó por el antebrazo y se enroscó violentamente sobre uno de los enormes pechos.
—Dame tu polla —susurró la chica, abriendo y cerrando los dedos—. Quiero tu polla. Dámela. Te pajearé y tú leche llenará mi máscara. Dame tu polla y juntos invocaremos al Innombrable. ¡Quiero tu polla!
Cuando quiso razonar Joystick tenía la cremallera del vaquero bajada y estaba masajeándosela por encima de los calzoncillos.
Titubeó.
—No.
—¡Sí! —contestó ella gimiendo entre empellón y empellón de su amante tentacular, abriendo y cerrando la mano, pidiendo, suplicando—. ¡Sí! ¡Quiero esa polla! ¡La quiero! ¡SÍ! ¡Dame tu polla! ¡Dámela!
—No… esto no… no está bien… yo no… No. ¡No!
Se dio media vuelta salió del dormitorio y cerró la puerta. Se agarró fuertemente contra la argolla, tirando de ella para no dejar que la chica y su monstruoso amante le persiguieran. Lloraba. Desde el otro lado de la puerta la chica alcanzó el clímax y gritó.
Joystick soltó la argolla y salió corriendo por el pasillo hasta que el corredor comenzó a dar vueltas, a tambalearse, a girar.
Estaba muy mareado. Se quedó acuclillado unos instantes, apoyado en la pared oscura. Se pasó la mano por la frente, perlada de un sudor frío que le producía escalofríos. Jadeaba por sus labios agrietados, su garganta reseca por la sed. Pero no podía quedarse mucho tiempo ahí. Tenía que encontrar una salida.
Le costó un poco levantarse, pero pudo caminar hasta la puerta opuesta a la que había entrado. Al otro lado había un cuartucho miserable, donde media docena de viejas escobas y mohosas fregonas le devolvieron la mirada. Había un cubo con agua putrefacta y una destartalada estantería llena de viejos productos de limpieza. Y colgando del techo una bombilla pelada. Hasta había un interruptor a un lado de la puerta.
Cuando lo accionó la bombilla expelió un haz de brillante luz amarilla y al instante se fundió en un chispazo.
El destello vino acompañado de un temblor de tierra. Joystick perdió el pie y cayó sobre una mohosa alfombra roja… “Esto antes no estaba aquí… ¡Esto antes no estaba aquí!”
En un parpadeo las paredes de piedra negra, eran paredes desconchadas y sucias, llenas de regueros de suciedad, las antorchas eran viejas lámparas apagadas, el suelo estaba cubierto por una arruinada alfombra roja, y las puertas negras…
Las puertas eran de madera negra, con una argolla dorada. Otra vez. Todo volvía a ser el pasillo interminable.
—Pero ¿qué coño…?
Joystick se volvió a la puerta que había abierto… para descubrir que ya no había puerta, solo piedra oscura. Toco la pared. No gruñó, gracias, pero era solo eso, pared fría y oscura.
Anduvo por el pasillo interminable meditando en todo lo que le había pasado. Tenía una idea que se le clavaba en su embotada mente, pero no estaba seguro. No estaba seguro de nada.
Sin pensar empujó otra puerta. Estaba en una terraza ante un foso gigantesco cuyas aguas tenían una tonalidad violácea. Algo se agitaba bajo ellas. Joystick se asomó un poco y entrecerró los ojos intentando ver mejor.
—¿Hola?
De las muertas aguas emergieron una infinidad de tentáculos que se agarraron a las paredes. Utilizando sus ventosas y sus poderosas musculaturas, los tentáculos tiraron de algo que se hallaba bajo el agua. Algo enorme y horrible quería salir.
Algo que le miró.
Joystick volvió al pasillo y cerró la puerta. Le temblaban las piernas y percibía cómo el color había huido de su rostro. Un sudor helado perlaba su frente y empapaba la espalda de su camiseta. Se estaba mareando. Mucho.
—¡Hostia, no! ¡Ahora, no!
Joystick sabía de qué era la sensación que estaba experimentando. La náusea degeneró en un vómito blancuzco y líquido que se estrelló contra el suelo. Se tambaleó, anduvo una docena de pasos por el pasillo, casi sin fuerzas, zigzagueando, notando cómo el cuerpo dejaba de responderle, cómo todo se volvía borroso.
Alguien se reía a su lado. El espectro de una chica. Se carcajeaba de él sobre su oreja. Apartó al fantasma de un violento manotazo. Le costaba llenar los pulmones y jadeaba, agónico. El mundo daba vueltas y estaba desenfocado. Pero podía ver la argolla de la puerta. La argolla amarilla.
—Sin riesgo no hay gloria, colega —apretó los dientes y cargó contra una puerta.
La empujó y se abrió.
Ante él estaba Iván, con la cara retorcida en una mueca de terror, y tras él una terraza en la que una monstruosa figura alada intentaba entrar.
—Iván —consiguió decir, antes de que su amigo se lanzara sobre él. Iván le placó con el hombro, alzó su pequeño cuerpo y lo arrastró fuera de la sala, donde la bestia se acercaba y alguien sentado en un trono negro reía espantosamente.
Esa risa. Acababa de escucharla.
Joystick quedó tendido en el suelo. El mundo cambiaba con cada lento latido de su corazón. Paredes oscuras, paredes negras. Antorchas encendidas, viejas lámparas apagadas. Suelo de piedra, mohosa alfombra roja.
Pero Iván, no. Iván había cerrado la puerta negra, que no estaba, y luego sí, y luego era una destartalada puerta de madera hinchada y sucia, y luego…
—¡Joystick! ¡Joystick! —gritaba Iván, lejos, muy lejos, mientras por encima de su hombro el espectro de la chica se contenía las carcajadas—. ¿Qué te pasa, Joystick?
—Amarillo —murmuró con voz pastosa—. Ama… amarillo… Am… marillo.
—¿Dónde? —preguntó Iván desesperado, mirando a su alrededor, quizá esperando otra oleada de color dorado que les devorara de nuevo enviándolos a vete a saber dónde.
En un arranque de fuerza Joystick agarró a su amigo de la nuca y le acercó su cara contra la suya.
—No, idiota… Me está dando un amarillo.
Y se desmayó.
Es lo que pasa cuando tu corazón no late, que te desmayas.
Y dejas de respirar.
Y después te mueres.